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Los hombres de pro/Capítulo XV

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Corrieron los días, y se aprobó el acta de don Simón, como se lo tenía prometido el Ministro; se constituyó el Congreso, y dieron comienzo los primeros debates políticos, apareciendo en escena los guerrilleros parlamentarios, como en avanzada de los expertos capitanes que habían de salir más tarde a dar las batallas decisivas. Ya para entonces nuestro diputado había conseguido vencer el estupor en que vivió los primeros días, efecto de la alta idea que concibiera del mérito de cuantos le rodeaban en el salón; idea que le acoquinaba hasta el punto de no atreverse a mirar a nadie a la cara, por si le aludía y le obligaban a tomar la palabra de repente, lo cual le hubiera hecho el efecto de un rayo sobre la mollera. Sereno, pues, y en completa posesión de sí mismo, todo se volvió ojos y oídos.

Podía ver y oír de cerca a aquellos hombres extraordinarios que sabían pronunciar discursos como los que él había leído tantas veces en las reseñas de las sesiones; discursos llenos de sustancia y elocuencia; discursos que le revelaban oradores de majestuosa apostura y de irresistible autoridad, hasta en el menor de sus ademanes. De sus labios estaría pendiente el Congreso entero, unas veces convencido, otras veces indignado; pero siempre bajo la influencia poderosa de aquella elocuencia privilegiada.

¡Inútil afán el suyo! Cuanto más miraba y más quería oír, menos hallaba lo que iba buscando. Había allí verdadera fiebre habladora; pero ¿quién de los que hablaban valía el trabajo de ser oído diez minutos con paciencia? De aquí que no se sorprendiera maldita la cosa al observar que mientras un orador de mala facha y peor estilo se desgañitaba echando pestes por la boca, manoteando sobre el banco delantero y tragando vasos de naranjada, entre consulta y repaso a sus apuntes, los poquísimos diputados que quedaban en el salón se entretuviesen en hacer pajaritas de papel, en despachar su correspondencia, o en chupar los caramelos del presidente; dulzuras de que provee a este personaje abundosamente el Estado, teniendo en cuenta, quizá, que para soportar la amargura de ciertas horas, no basta un muelle sitial de terciopelo, por muy elevado que se ponga.

De vez en cuando oía don Simón conceder la palabra a un diputado cuyo nombre le era bastante conocido-«Vamos -pensaba-, ahora irá lo bueno.» Pero tampoco le salía la cuenta; porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar; o un finchado presuntuoso que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar; ya un perezoso desaplomado Adán que parecía sacar las pocas y desmadejadas frases que decía, a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba; o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos; ya un osado boquirubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los padres graves del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle; ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión; ya una especie de cuákero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban... de todo, en fin, veía y oía, menos lo que era de esperar, dada la reputación de ciertos nombres aceptados por la opinión pública, si no como tribunos de primera fuerza, cuando menos como oradores distinguidos. ¡Qué valdrían cuando don Simón se creía capaz de terciar en un debate con el más guapo de todos ellos!

Verdad es que el afán, que empezaba a comerle, de echar su cuarto a espadas, le hacía ver las cosas más a su alcance de lo que en rigor estaban.

Desde luego era para él evidente, y en esto no se equivocaba, que la redacción del Diario de Sesiones se encargaba de convertir en un discurso perfecto la más completa sarta de desatinos. Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!... Aquellos galoneados ujieres llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos anotando escrupulosos cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficionados que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera... no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa; y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre, y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos... o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates? Mal podía ser así cuando sólo se enteraban de ellos los taquígrafos y algún que otro curioso por observar, no lo que se dijera, sino el modo de decirlo.

-¿Qué se vota? -era la pregunta obligada de todo diputado al entrar en el salón de sesiones después de oír la campanilla que anuncia afuera a los dispersos que ha concluido de discutirse un asunto y va a comenzar una votación nominal; y según que el sustentante fuera de los suyos o del enemigo, se les respondía:

-«Vote usted que SÍ», o «vote usted que NO».

¡Con semejante criterio se resolvían (y continúan resolviéndose), los asuntos de más transcendencia para la patria!

¿Tan insensatas eran, teniendo esto en cuenta, las pretensiones de nuestro diputado?

Poco a poco, aquella mar ligeramente agitada comenzó a encresparse rugiendo; soplaron los huracanes de la pasión política, y se desencadenó la tempestad. Entonces se dejaron ver los dioses mayores de aquel Olimpo, los cuales, como Júpiter en el de la Mitología, nunca aparecen sino entre rayos y centellas. ¡Peregrina misión la suya!

Durante aquel período turbulento, ¡qué escenas presenció don Simón! ¡qué refriegas! ¡qué motines! ¡qué escándalos!

Una vez eran dos atletas del Parlamento, que del uno al otro lado del salón se lanzaban mutuamente los dardos más agudos y los dicterios más envenenados: partido sin pudor, grupo faccioso, hombre funesto, pandilla hambrienta...

Tales piropos eran lo menos que se decían, entre el silencio más absoluto de la Cámara y la curiosidad febril de las tribunas, de las cuales se desbordaban racimos de humanas cabezas con los ojos fijos en los combatientes, las cejas arqueadas y la boca abierta. Y cuando don Simón, pasada la tempestad, los veía salir del salón por diferente puerta, «esos hombres -pensaba- van a matarse ahora». Y salía tras ellos azorado; y se los hallaba... comiendo, en un mismo plato, un pastel de crema en el ambigú de la casa.

Lejos de continuar allí la batalla empezada adentro, parecían, con sus cáusticas sonrisas, decir del país entero lo que del público aquellos dos cómicos al pararse jadeando entre bastidores, después de haber cruzado en la escena sus aceros, y de salir el uno persiguiendo al otro, entre frenéticos aplausos y gritos de indignación:

-«¡Estúpidos! ¡Veinte veces nos han visto hacer lo mismo, y todavía no se convencen de que todo ello es una farsa!»

Otra vez eran dos fracciones políticas que, bramando de ira, se levantaban en masa, la una contra la otra. ¡Facciosos! -gritaba la de la derecha- ¡Pancistas! -respondía la de la izquierda. Y los gritos y las amenazas, y el estruendo de doscientas voces y de dos mil porrazos llenaban el Santuario de las leyes, y hasta las figuras pintadas en el techo parecían temblar y querer despegarse del lienzo para romperse el cráneo contra los mármoles del hemiciclo. Pero aquella tempestad no se había revuelto porque la fracción de un partido inutilizara propósitos de otro, encaminados a proporcionar algún bien a los pueblos. Cuando de esto se trataba, ya sabía don Simón que los bancos se quedaban desiertos y el presidente dormitando. Semejantes tumultos siempre eran provocados por alguna palabra suelta que no era del agrado de la fracción a la cual se dirigía.

En ocasiones se discutían hechos, o se desenterraban expedientes, tras de los cuales aparecía la honra de algún diputado enemigo en el mismísimo traje que llevar suelen a la cárcel o a presidio los reos vulgares. Y aquellas discusiones provocaban otras parecidas en son de represalias; y siempre acusando los unos y respondiendo los otros «más eres tú», llegaba a dudar don Simón si aquello era el patio de un correccional, o, como se le aseguraba, una respetable Asamblea de legisladores.

Entre tanto, ¿era el noble afán de purgar aquella atmósfera de ciertas impurezas lo que movía a los acusadores a descubrir tales gatuperios? -No por cierto: era siempre el espíritu de partido; o mejor, el odio de partida; pues frecuentemente se promovían estos edificantes debates entre dos agrupaciones que, juntas y en amigable inteligencia, habían saboreado poco antes las dulzuras del presupuesto. Probábalo también la curiosa circunstancia de que, pasada la refriega, quedábanse en sus bancos los acusados tan padres de la patria como el más caballero, y tan frescos y descansados como la madre que los parió.

Lo que estos escándalos y aquellos tumultos y los otros motines atolondraban a don Simón, no hay que decirlo, conociendo, como conocemos, su sencilla buena fe.

Pero más que los mismos sucesos le admiraba el poco rastro que dejaban en aquella casa. Buscándole con afán, se iba el buen hombre de pasillo en pasillo y de salón en salón; mas no hubiera dado con él ni la nariz de un sabueso. Se gritaba en unos corrillos, se cuchicheaba en otros y se agitaban todos... Y bullía entre ellos el redactor de La Correspondencia con el lápiz en una mano y las cuartillas de papel en la otra, apuntando lo que se decía, lo que se pensaba y hasta lo que no se había soñado; y don Simón, tomando de cada grupo las frases necesarias, sólo sacaba en limpio que todo aquel hervidero humano era un puro cabildeo para tirar un día más en el poder los que mandaban, o para hacérsele soltar los que le querían. En cuanto a la nación, en cuanto a la moralidad, en cuanto a lo ocurrido adentro... ¡como si habláramos de la China! Ya nadie se acordaba de esas pequeñeces.

-Me parece -se atrevía a decir entonces don Simón a algún compañero más viejo que él en el oficio, pero no más entusiasta del sistema-, que no se observa aquí la mayor formalidad... Quiero decir que con estos enconos políticos, el país no gana cosa mayor.

-¡El país va al abismo, señor de Peñascales!

-¡Qué me cuenta usted!

-La verdad, compañero. Esto es una farsa, créalo usted.

-¡Hombre!... no me atrevía yo a decir tanto.

-Pues atrévase usted, aquí que no nos oye la patria.

-Luego, es decir que todo esto de Parlamento...

-Es una calamidad. Aquí no hay más que ambiciones personales, con las que es imposible todo gobierno.

-Tiene usted mucha razón.

-¡Y siempre sucederá lo mismo!

-De manera que si esto, que es notoriamente malo, se suprimiese...

-¡Jamás! -gritaba entonces el veterano enardecido-. ¡Yo soy muy liberal!

-¡Oh, en cuanto a eso, también yo! -replicaba el novel, contoneándose, y hasta mirando con cara de lástima al primer tradicionalista que casualmente pasara a su lado frotándose las manos.

-¡Vivir sin Parlamento es vivir fuera del siglo! ¡caer en la abyección!

-¡Y en la iznorancia! -concluía, ahuecando la voz, el ilustrado Cerojo, que en su vida había gastado media peseta en libros que no fueran «rayados, para cuentas».