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Los hombres de pro/Capítulo XVI

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Don Simón de los Peñascales, como todo diputado, y a mayor abundamiento ministerial, recibía por docenas y cada día, las cartas de sus amigos y electores, y en todas ellas le pedían algo estos apreciables caballeros, desde un destino hasta un sombrero; desde una recomendación para el otro mundo, hasta la colocación de una nodriza1. Porque a un diputado se le considera en su distrito capaz de los imposibles, y, por ende, se le cree, y se le hace, el mejor y más barato agente de negocios en Madrid. El de nuestra historia, que creía darse importancia correspondiendo a tantas y tan raras exigencias, destinaba dos días de la semana a aquéllas que tuvieran que ver con los centros oficiales, y encomendaba las de más baja estofa al cuidado de doña Juana.

¡Era de ver lo que pasaba en los ministerios cuando don Simón entraba en ellos, a las horas marcadas por los ministros para recibir a los diputados, cargado de pretensiones y atacados sus bolsillos de memoriales!

Sus compañeros, que siempre madrugaban más que él, habían caído ya sobre el terreno como nube de langosta. Uno quería un gobierno de provincia para su hermano; otro, una alcaldía en la isla de Cuba para sí mismo; otro, un juzgado para su pueblo; otro, una administración de aduanas para un primo arruinado por la causa de la libertad; otro, la destitución de un funcionario probo que se oponía tenazmente a ciertas pretensiones de su familia; otro, un ascenso; otro, una cátedra... en fin, por pedir, se pedía allí hasta la luna; y el ministro, o el subsecretario, en su deseo de complacerlos a todos, tecleaba sin cesar sobre los botones de las campanillas, a cuya música iban apareciendo los altos empleados que podían entender en aquel cúmulo de solicitudes.

-Es imposible -se oía decir en un lado- No hay plaza vacante.

-Pues créela usted.

-No lo consiente el presupuesto.

-Haga usted un cesante en tal parte.

-Es un empleado antiquísimo e inteligente.

-Mi recomendado es un consecuente liberal.

-Tiene siete hijos.

-Que los mande a una casa de Caridad.

-En fin, le complaceremos a usted.

. . . . . . . . . . . .

-¿Y de qué procede esa cantidad que se reclama?

-De inicuas cesantías sufridas en tiempos de gobiernos reaccionarios.

-No es bastante motivo; y aun cuando lo fuera, no estamos facultados...

-Es una friolera todo ello.

-¿A cuánto asciende la indemnización?

-A setenta mil reales.

-Imposible.

-¿Por qué?

-Porque no hay fondo de qué sacarlos.

-Yo digo que sí.

-¿De cuál?

-Del de calamidades públicas, por ejemplo.

-Está agotado; y además, tenemos al clero y a los maestros de escuela sin pagar, medio siglo hace.

-Y a mí ¿qué me importa? Lo que usted debe tener presente es que mi recomendado es en su pueblo el mejor agente de la política del Gobierno; que es un incansable propagandista de ella, y que tal vez a sus esfuerzos heroicos debo yo mi elección.

-En fin, hablaré con el jefe y trataremos de complacerle a usted.

. . . . . . . . . . . .

-¿Y cómo va mi asunto?

-Regularmente.

-No basta eso.

-Hay un obstáculo muy difícil de vencer.

-¿Cuál?

-El fallo del Consejo de Estado, enteramente contrario...

-¡Demonio! ¿De cuándo acá?

-Desde esta mañana. Aquí está a la aprobación de S. E.

-¡Es preciso que se revoque ese fallo!

-No lo veo fácil.

-Pero yo lo veo necesario. Con él se perjudican los intereses de mi familia hasta un punto que usted no puede concebir.

-Todo eso está bien; pero...

-No hay pero que valga.

-En fin, hable usted con el jefe, que, si quiere, mucho puede hacer.

. . . . . . . . . . . .

Todos estos diálogos y otros muchos por el estilo, oía don Simón a su entrada en los ministerios, mientras se abría paso entre aquel enmarañado laberinto de pretendientes y otorgantes; y en semejante ocasión, como era bastante novel en el tráfico para haber perdido el rubor por completo, solían saltarle a la cara algunas chispas de él... lo cual no le impedía llegar con sus peticiones al punto en que habían de ser atendidas. Verdad es que él no iba a pedir nada para sí ni para su familia; pero también es cierto que pedía para sus amigos o protegidos, y que jamás, al pedir, preguntaba: ¿es justo?, sino ¿es posible?

El rubor, pues, de don Simón, no dejaba de ser algo farisaico.

Pocas de estas visitas a aquellas verdaderas casas de contratación necesitó para conocer el ingrediente con que se adherían de una manera tan tenaz las huestes ministeriales al poder. Ciego hubiera sido para no verlo, y aun para no distinguir entre la nube invasora, mas de un rabioso oposicionista que tocaba el cielo con las manos cada vez que, fuera de allí, oía hablar de destinos concedidos al favor, o del caudal de la patria despilfarrado. Porque resulta que los gobiernos al uso, ya porque se les defiende, ya porque no se les pegue con mucha fuerza, lo mismo necesitan ser rumbosos con sus huestes que con las enemigas.

Lo que nunca vio bien claro don Simón fue lo repugnante del papel que él mismo desempeñaba entre aquellos hombres, de cuya conducta, y con razón, se escandalizaba. Muchos de ellos no vivían, sin embargo, de otra cosa, ni adivinar les era fácil de qué vivirían cuando en el cargo cesaran, o los suyos cayeran.

Pero él, hombre rico, mucho más, infinitamente más de lo que necesitaba para el sostenimiento, muy lujoso, de su corta familia, ¿por qué cobraba en credenciales y en preferencias de los ministerios, un apoyo a todo trance que daba al Gobierno, sin más criterio ni mayor dignidad que si fuera un suizo asalariado?

Y no es extraño que no lo viera. Merced a esos procedimientos, se plantan de un salto junto al poder supremo, y son dueños de echar por la ventana la casa de la nación, muchos hombres que, fuera de ella, no tienen una triste buhardilla en qué albergarse, y otros que, teniendo mucho más, necesitan subir a grande altura para conseguir que alguien los contemple y acaso los envidie. Don Simón, como sabemos, era de estos últimos. En él podía la vanidad lo que la ambición o el hambre en otros muchos.

Y si esto no fuera cierto, ¿por qué habían de hacerse las elecciones a garrotazos casi siempre? ¿Por qué un diputado, cuantas más veces lo es, con más afán desea volver a serlo?

Pues qué, ¿tanto abunda el verdadero patriotismo que sea necesario conquistar a tiros la molestia y el pesar de abandonar la propia casa y la familia y los negocios, por ir a cuidar de los del país?