Los hombres de pro/Capítulo XVIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Continuaban doña Juana y Julieta divirtiéndose cuanto podían en Madrid; pero no satisfaciendo por completo sus aspiraciones. Estaban lo bastante relacionadas para no concurrir solas al teatro, y para asistir de vez en cuando a algunas reuniones de medio carácter; pero no lo suficiente para figurar entre lo más rechispeante del buen tono madrileño, que era lo que ellas deseaban.

Esto entendido, calculen ustedes su asombro y descomunal alegría, cuando don Simón las sorprendió con el periódico en el cual se estampaban los dos sueltos que conocemos, y con la noticia de que el autor de ellos era un elegante joven con sus barruntos de embajador.

Aquel día no se comió ni se hizo nada de traza en la casa. Leíanse los fascinadores párrafos cien y cien veces, arrebatando el periódico a Julieta doña Juana; a doña Juana don Simón, y a don Simón Julieta; y así una hora y dos horas, y toda la mañana y toda la tarde, sin cruzarse una palabra entre los tres individuos de la familia, pero riéndose todos, como idiotas, a cada instante; tal vez pensando en el efecto que estarían causando en el público las noticias, y ¿a qué negarlo? en el elegante periodista.

Cerca ya del anochecer, y cuando empezaban a volver en sí los extasiados personajes, propuso doña Juana que se adquiriesen algunas docenas de aquel número de El Ariete, y que se inundaran con ellas el distrito de su padre y la capital de la provincia; proposición que fue aceptada con entusiasmo; por lo cual pasó el resto de la noche la apreciable familia empaquetando periódicos y escribiendo tantos sobres cuantas personas notables de su país recordaba.

No era todo, sin embargo, miel sobre hojuelas para don Simón; pues si lo de las fiestas era realizable desde luego, por ser los obstáculos vencibles con dinero, lo del discurso no dejaba de tener tres bemoles, dado que, hasta aquel instante, ni había probado sus fuerzas parlamentarias, ni siquiera elegido asunto para su estreno.

Escribíanle con frecuencia sus amigos de la ciudad y los electores del distrito, pidiéndole no sólo lo que ya hemos visto que él les conseguía sin dificultad en los ministerios, sino otra multitud de gangas en forma de privilegios o de mejoras materiales, que no podían otorgarse sin el parecer de las Cortes. De la ciudad, por ejemplo, se le pedían franquicias más o menos latas para el comercio o la navegación, a titulo de no sé qué méritos contraídos por la plaza en determinadas crisis políticas... o meteorológicas, pues cuando se trata de pedir, toda razón se alega por motivo justo; del distrito le exigían carreteras o canales; y tal cual elector, porque había perdido la cosecha, por obra de no sé qué plaga, pretendía que se le perdonara la contribución de aquel año, amén de dársele grano para la nueva siembra, y de declarar desde luego exento del servicio militar a un su hijo que debía entrar en el sorteo próximo.

En este arsenal de pretensiones pensó siempre inspirarse, para su discurso, nuestro diputado: con doble motivo había de pensarlo desde que el suelto del periódico le comprometía a hablar de asuntos de interés para su provincia. Pero entre tantos y tan varios como se ofrecían a su vista, ¿cuál era el más a propósito para lucirse el orador, ya que no el más atendible por su naturaleza?

Esta fue su gran cuestión durante algunos días, desde el en que palpó la necesidad de formalizar su antes vago propósito.

Tremendas y muchas fueron sus cavilaciones con este motivo. Al fin, y como aquel niño que, de repente, halla el resorte que imprime fácil movimiento a una máquina, hasta entonces inmóvil ante los más desesperados esfuerzos, hizo una zapateta y se dio tres manotadas sobre las nalgas; faltando así, por primera vez después de muchos años, a la compostura y circunspección que guardaba hasta con su propia persona.

Había logrado resolver la dificultad muy sencillamente. En lugar de elegir entre tantos un asunto solo, y de pedir una sola cosa, era preferible pedirlas todas y algo más. Esto, sobre proporcionar mayores bienes a su país, abría más ancho campo a su fantasía. Presentaría, pues, una proposición al Congreso pidiendo las franquicias para el comercio y la navegación, solicitadas por sus amigos; una carretera para cada pueblo, enlazadas con la general, y la exención de pago de contribuciones pecuniarias y de sangre a toda la provincia, por el año próximo venidero, en virtud de los méritos, de la consabida plaga... y de otras muchas razones que él sabría exponer, de tal modo, que no solamente llevaran al ánimo de los diputados el convencimiento, sino también el espanto y la consternación.

Firme ya en su propósito, comenzó a estudiar su papel, escribiendo a ratos y buscando en otros los gabinetes más solitarios de la casa, para manotear a su gusto y ensayar posturas interesantes delante de un espejo y detrás de una silla, en cuyo respaldo apoyaba sus manos para imitar en lo posible la posición que ocuparía en el Congreso el día en que hablara.

Su mujer y su hija, entre tanto, con el parecer, la habilidad y los recursos prestados de un tapicero de fama, preparaban su casa para dar cuanto antes la primera reunión con el lujo que el público tenía derecho a exigir de los opulentos señores de los Peñascales.

Cuando el templo estuvo convenientemente decorado, y las sacerdotisas bien vestidas, y el ambigú rumbosamente surtido, por consejo de personas conocedoras de las aficiones más exigentes de la buena sociedad, y las invitaciones repartidas, El Ariete publicó la siguiente noticia:

«En conformidad con lo que dijimos en nuestro número del tantos, en la Crónica de salones, esta noche inaugurarán los suyos los señores de los Peñascales. Sabemos que en ellos todo será digno, así de la brillante concurrencia que ha de llenarlos, como de la proverbial amabilidad y del exquisito gusto de las señoras de la casa, y de la bien acreditada prodigalidad del opulento patricio y esclarecido anfitrión.»

Y se abrieron, y se llenaron, en efecto; que para eso, a más de las intimidades de la familia, había convidado don Simón a todo el Congreso de diputados, autorizándoles de paso para llevar a sus señoras, los que las tuvieran, o a las personas de su confianza; y en parte alguna del mundo civilizado se desaira una fiesta que, por remate, ofrece ocasión de regodear el estómago de balde.

No abusaré de la paciencia del lector contándole punto por punto lo que pasó en aquélla, ni le diré tampoco cuántos padres de la patria llevaban el frac mal sentado, como si no estuviera cortado a su medida, ni cuáles señoras de estos insignes patricios iban hilvanadas con las marchitas rebuscaduras del baúl, ni qué familias visibles de la corte estaban representadas allí por apuesto mancebo o seductora dama. De algo de esto y mucho más dieron detallada cuenta al día siguiente los periódicos que lo tienen por costumbre, y en ellos consta todavía.

Únicamente debo dejar consignado que Julieta estaba hecha una real moza, y que no se separó de ella un solo instante el consabido diplomático de El Ariete; que doña Juana no cabía en la casa, de satisfecha, soplada y bullidora; que don Simón se desvivía por obsequiar a todo el mundo, a pesar de hallarse algo contrariado por la circunstancia de que un inesperado Consejo de Ministros había impedido a alguno de éstos honrar la casa con su presencia; y por último, que la concurrencia, deseando corresponder de un modo digno a tantos obsequios, bailó de firme; registró toda la casa; murmuró en cada rincón de la simplicidad del dueño y de la estrepitosa cursilería de su señora; desafinó el piano; desgajó, con parte de los tabiques, dos cortinones; se chupó o se embolsó medio millar de ricos habanos, y dejó el ambigú como si sobre él hubiera pasado un huracán. Ni migas quedaron allí.

Por la razón apuntada más atrás, no reproduzco algunos párrafos de los dedicados a la fiesta por El Ariete al día siguiente, en los cuales se decía de Julieta cosas peregrinas a propósito de sus ojos negros, sedosas pestañas, morena tez y túrgido seno; pintándola como la realidad del sueño más oriental, y poniéndola por encima de todas las sultanas habidas y por haber. Claro está que estos piropos eran hijos de la ardorosa fantasía del joven diplomático.

Pero en defecto de estas y otras sabrosísimas lucubraciones, he de transcribir una carta que doña Juana escribió a cierta su amiga íntima de la ciudad, al día siguiente de la fiesta, y que, corregida por mí, únicamente en lo más indispensable de la ortografía, para mejor inteligencia del lector, al pie de la letra decía así:

. . . . . . . . . . . .

«Ya habrá usted visto por los papeles, cómo pensábamos dar en casa reuniones de tono. Pues, amiga de Dios, todo lo que allí se dijo fue pantomina, comparado con lo que resultó anoche. ¡Ay, doña Regustiana de mi alma! Déjeme tomar aquí vientos, porque, de resultas, tengo la cabeza como una zambomba, y el palagar en carnes vivas. Pues, como la decía, lo de la noticia primera fue alcuerdo de un embajador soltero, que viene mucho a casa (y esto resérvelo en secreto, por si acaso), que además escribe en papeles públicos... Pues, amiga, la gente que aquí vino anoche, fue mucho de todo. Le digo a usted que los coches no cabían en la calle; y del ruido que metían, entendí que el padimento se polvatizaba.

Como mi marido es tan vistoso en las Cortes, y de los que más figuran, vinieron horror de diputados con sus familias; y estuvo en un tris que no vinieran dos ministros, íntimos amigos de Simón. Pero otro día vendrán, si Dios quiere; que estas funciones han de repetirse. Pues a lo que la iba. Tumultos de gente vinieron también de fuera de las Cortes, y todas las amigas de casa, y mucha sociedad del buen tono que ya nos trataba... Hija, no es alabanza; pero ¡cómo cantó este mal demonches de Julieta, y qué manos las suyas para teclear el peano! Le digo a usted que la casa se despampanaba después con el palmoteo. El embajador estaba enflático de entusiasmo. No sé en lo que parará esto del embajador; pero (y encúltelo mucho) si va de la que va, te digo a usted que no sé en qué va a parar.

Pues estaba la casa adornada con mucho gusto; pues le aseguro a usted que en Madrid se consiguen los imposibles en hubiendo dinero largo. Teníamos hasta gúfaros (búcaros querría decir doña Juana), y llegaban hasta el portal la alfombra y las estautas.

Aunque todo era gente muy circunspuesta, gloria daba ver cómo se divertían bailando e hiciendo miles diabluras toda la santa noche sin resollar. Pues lo que estaba manífico era el amegud que nos puso el fondista en el comedor; pues como no le regateamos el precio, puso el hombre allí de cuanto Dios crió, con su pastalagrás (paté-foie gras, sin duda), y su pavo tupé (truffé). Así es que la gente decía, a voz en cuello, que otra como ella no se había visto en Madrid en jamás de los jamases. Pues le aseguro a usted, doña Regustiana, que por bien empleado dábamos el dineral que nos costaba, al ver cómo todo aquel señorío tan principal se lo iba envasando al cuerpo sin más ni más. Pues no sé de onde ha salido el dicho de que esta gente fina gasta remilgos para comer; que, por cierto y mi vida, le aseguro a usted que mayor franqueza que en mi casa tuvieron en la mesa, no la tendrán en la suya. Mire usted, doña Regustiana, que al ver cómo despachaban cuanto había por delante, y al no conocer lo principal y regalona que era aquella gente, cualisquiera creería que mucha de ella había venido a mi casa a matar el hambre. Pues vea usted si había franqueza en la reunión. Así es que cuarto que gaste usted en Madrid; en seguida luce. Da gusto, hija. Conque hemos quedado muy animados a poner otro amigud al primer baile que tengamos, que será luego, según de satisfechos que quedamos.

Hoy no hablan de otra cosa los papeles, y ahí le mando una docena de ellos para que reparta a las amigas, a más de los que mandará Simón por el correo.

¡Mucho, mucho papel hacemos aquí, y mucho más nos espera si a Simón le sale bien la soflama que va a echar en Cortes! Lo que es él mucho manotea en los ensayos que tiene en su cuarto consigo mismo. Siempre levantará en cuajo a algún menisterio, y le obligará S. M. a tomar cartera. Pues yo lo sentiría, porque el hombre está ya demasiado contrito de trabajo; y aunque con ello tendría una más inflas, y podría ir a palacio como a su casa, la salud es lo primero, doña Regustiana; que a perro ladrador, la cebada al rabo.

Pues Julieta estrenó un vestido de color de huevo estrellado, con sobrefalda de puf, y un enderezo de rubines y trompacios. Yo llevaba cuerpo alto y falda de media cola... En fin, ya lo verá usted en los papeles, que lo relatan sin quitar un pelo.

Pues desearé que me diga usted lo que se cuenta por ahí de nosotros con estos triunfos tan atroces.

Julieta no escribe, porque está durmiendo. A mí se me caen los pálpagos de sueño, porque, hija, no he pegado el ojo desde antanoche; y por eso no soy más opípara en esta carta. Otra vez la contaré lo que ahora me callo, que le aseguro a usted, doña Regustiana, que es mucho y bueno.

Conque reciba usted muchos besos de Julieta y atentos osequios de mi esposo; y con expresiones a las amigas, se despide hasta otra ésta su servidora, que de veras la estima,

JUANA ALUBIÓN DE LOS PEÑASCALES.»