Los hombres de pro/Capítulo XVII

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Sabemos ya que don Simón, aunque muy halagado con la importancia que le concedía su propio cargo en las altas regiones en que éste pesaba algo, no estaba satisfecho. Su ambición de lustre abarcaba mucho más. ¿Qué era él todavía en la corte? ¿Quién hablaba del señor de los Peñascales, ni de la familia del señor de los Peñascales? ¿Qué periódico había cantado su opulencia, o la severa dignidad de doña Juana, o los atractivos de Julieta? Por ventura, aquellas resmas de prospectos, o aquellas circulares de industriales que «acaban de recibir el surtido para la estación»; o las esquelas mortuorias; o los folletos insulsos que diaria y profusamente le llegaban por el correo interior y que al principio creyó muestras de una especial deferencia a su persona, pues le eran desconocidos los remitentes, ¿no se le enviaba a titulo de diputado a Cortes? ¿No los recibían igualmente todos sus colegas, muchos de los cuales no tenían sobre qué caerse muertos? Y fuera de estas distinciones y las que también conocemos, ¿de qué otras había sido objeto hasta allí?

Decididamente necesitaba hacer algo extraordinario en sus dos conceptos de hombre político y acaudalado personaje. Por ejemplo: pronunciar un discurso en las Cortes y dar un baile en su casa.

Sumido en tales meditaciones, paseábase una tarde en el salón de Conferencias, solo y cabizbajo, cuando se le acercó un mozo de lustrosas patillas y retorcido bigote, agradable de rostro y pulcramente vestido, diciéndole con la mayor solemnidad:

-¡Saludo al señor de los Peñascales!

Volvióse éste y miró al otro atentamente; y como no lo conoció, quedóse sorprendido.

-A los hombres públicos-añadió el intruso, viendo la sorpresa de don Simón-, les pasa mucho de esto. ¡Como son conocidos de tantos a quienes ellos jamás han visto!... Pero a bien que a mí, el temor de una fría respuesta no ha de quitarme el placer que recibo al estrechar la mano de una persona digna de todo mi respeto.

-Un millón de gracias por mi parte, -dijo entonces don Simón, un poco envanecido con semejantes lisonjas, y aun recelándose si sería él más popular de lo que creía.

-No las admito, señor mío -contestó el mozo quebrándose a cortesías-. Deseaba estrechar su mano de usted; acabo de verle pensativo y solo, y he elegido esta ocasión... Y a propósito de cavilaciones, ¿va usted a hablar mañana, quizá?

-¿Mañana?... ¿mañana dice usted?... Hombre, precisamente mañana, no... -respondió don Simón desconcertado, por dos razones: porque le había leído parte de su pensamiento, y esto no le gustaba, y porque se le hacía desde luego capaz de hablar en el Congreso, lo cual le halagaba sobre toda ponderación.

-Se me había figurado, no sé por qué -añadió el intruso-. ¡Como los periodistas estamos tan avezados a discutir hasta las fisonomías!...

-¡Conque usted es periodista! -exclamó don Simón más y más satisfecho.

-Hasta cierto punto, señor de los Peñascales.

-No comprendo...

-Quiero decir -continuó el otro, afirmándose los lentes sobre la nariz-, que soy periodista de devoción, no de profesión. Más claro, mato mis ocios y mis hastíos escribiendo la parte de política palpitante en un periódico batallador. Por lo demás, por inclinación y por carrera, soy diplomático.

-¡Hola! -dijo don Simón abriendo mucho los ojos-. ¿Agregado, quizá, a alguna embajada?

-Un poquito más.

-Secretario acaso...

-Un poquito más, si a usted le parece.

-¡Caramba! -gritó aquí Peñascales, acordándose hasta de su hija-. En este caso -añadió-, ¿estará usted con licencia?

-No señor, jubilado.

-¡Y tan joven!

-Señor de los Peñascales, la política no reconoce edades ni servicios.

-Verdad es.

-Sobre todo, cuando los funcionarios tenemos carácter y dignidad.

-También es cierto. Pero ¿no piensa usted volver a ejercer?...

-Lo veo difícil con este Gobierno, con el que no me reconciliaré jamás mientras yo observe que da al favor lo que debe al mérito.

-Según eso ¿se cree usted postergado?

-Sólo sé, mi respetable amigo, que por mis antecedentes, por mis servicios prestados hasta el día en que cesé, me correspondía hoy una embajada de primera clase...

-Y quizá le han ofrecido a usted...

-Una indignidad, señor de los Peñascales... lo que puede desempeñar un cónsul de tres al cuarto.

-¡Qué atrocidad! -exclamó don Simón sinceramente escandalizado.

-Pues así va todo, amigo mío. -Pero a bien que no me extraña, porque soy viejo en esta casa, y conozco hasta sus menores escondrijos.

-Habrá usted sido diputado varias veces...

-No he querido serlo... o mejor dicho, han tenido siempre los gobiernos buen cuidado de hacerme en las urnas cuanta guerra han podido. ¿No ve usted que a los gobiernos como los de España no les conviene en el Parlamento hombres como yo?... Ahora me ofrecieron un distrito; pero era con el fin de hacerme olvidar ¡mentecatos! el desaire de la embajada, y especialmente para atar mis manos en la prensa; pues ya saben ellos que tienen cada día la existencia pendiente de mi pluma.

-¿Luego es usted de oposición?

-Le diré a usted: observo una actitud espectante. Amenazo de vez en cuando; transijo al ver que ceden, y vuelvo a la benevolencia... Porque conozco que el país no está para escándalos ni para caídas ruidosas. ¡Ah... pues si no fuera por este patriotismo que me esclaviza!...

Y se dio dos golpecitos con el junquillo en una pantorrilla, mientras volvía a afirmar los lentes sobre la nariz. Don Simón, que le creía como artículo de fe, no cesaba de regodearse con la idea de que un hombre de tanto valer le conociera, le admirara y le juzgase capaz de hablar allí como el más guapo. Bajo esta impresión le dijo, pasados breves instantes de silencio:

-Pues volviendo a la pregunta con que usted me hizo el honor de saludarme, ha de saber usted que me sorprendió, tanto más, cuanto que estuvo a dos dedos de mi pensamiento.

-Naturalmente. Diplomático y periodista, ¡figúrese usted qué se me ocultará a mí!

-No es esto decir que mañana precisamente...

-Es lo mismo, señor don Simón. Será pasado mañana, o dentro de unos días...

-Podrá ser.

-Y ¿sobre qué va usted a hablar? -preguntó el periodista, sacando de su cartera unas cuartillas y un lápiz.

Aquí se vio cogido don Simón, que aún no había madurado el cuándo ni el asunto.

-Pues hombre -respondió por decir algo-, pienso hablar... sobre.. Ya se ve ¡son tantas las cosas que uno!...

-Vamos, ya le comprendo a usted. Versará el discurso sobre algún asunto importante para la provincia que usted representa.

-Cabalmente -exclamó don Simón, mientras el otro escribía con el lápiz en una cuartilla, sobre el mármol de la contigua chimenea.

-A ver si es esto -dijo a poco rato el periodista, leyendo al diputado lo que había escrito.

«Dentro de algunos días tratará en las Cortes el opulento diputado don Simón de los Peñascales, un asunto de vital interés para el distrito que representa. La autoridad de que, por su brillante posición social, está revestido este digno miembro de la Cámara, y el talento que le distingue, hacen creer que la discusión será una de las más interesantes que, en su género, se promuevan en la presente legislatura.»

Don Simón se quedó estático. Cuando aquel párrafo se publicara, su nombre comenzaría a sonar tan recio como él deseaba; pero, una vez publicado, adquiría el compromiso de hablar, de hablar mucho, y de no hablar mal de todo. Así es que no pudo menos de decir al periodista:

-¡Canario, canario!... usted me favorece mucho; pero...

-¿Cree usted que le lisonjeo? ¡Bah!... Dejando aparte que usted se lo merece, y mucho más, aquí no se gasta otra cosa.

-Ya lo observo; pero así y todo... ¿Y cómo se llama su periódico de usted?

-El Ariete.

-Muy conocido, en efecto.

-¡Oh! de primer orden. Desde mañana lo recibirá usted en su casa.

-Tantas gracias.

-Cabalmente son suscritores también todos los hombres notables de la política y de la Bolsa. Sólo usted nos faltaba, como quien dice.

-En ese caso -dijo don Simón comprendiendo entonces la intención del periodista, que no era seguramente la de regalarle el periódico-, envíeme usted el recibo.

-A su tiempo, señor de los Peñascales. Con hombres como usted, guarda la administración ciertos trámites de confianza. No los guardaría ciertamente con muchos de sus colegas de usted. ¡Aquí hay que tener más ojos que los de Argos!

-¡Hombre, usted exagera!

-¿Quiere usted que le trace algunas biografías? Le aseguro a usted que serán deliciosas.

-No hay para qué, no hay para qué -se apresuró a responder don Simón, como si temiera comprometerse con la oficiosa espontaneidad del diplomático; el cual añadió inmediatamente:

-Y su apreciable familia de usted, ¿se divierte en Madrid?

-Pshé... Como todavía no conoce el terreno bien, por más que tenga muchas y buenas relaciones...

-Cierto; faltan la intimidad de las provincias, el roce continuo, ciertas reuniones de confianza... Y a propósito: creo haber entendido que pensaba usted dar algunas.

-¡Es usted el mismo demonio! -saltó don Simón, admirado de que también le hubiese leído su segundo pensamiento.

-¿Luego es cierto?

-Pshé... -volvió a responder el pobre hombre, sonriendo de gusto.

-¡Magnífico dato para la Crónica de salones! -dijo el periodista sacando sus avíos de nuevo, y escribiendo a escape en otra cuartilla de papel.

Mientras esto hacía, admirábale más y más don Simón, no tanto por su extraño desenfado, cuanto por las consideraciones reverentes que parecía merecerle. Sin saber por qué, todo le interesaba en aquel hombre; por lo cual ardía en deseos de saber cómo se llamaba, y (¡vean ustedes qué curiosidad!) si era soltero.

Acabó de escribir el periodista, y leyó acto continuo a don Simón lo siguiente:

«Muy en breve contará la buena sociedad de Madrid con otro centro de amenidad y de elegancia. El opulento capitalista y diputado a Cortes, don Simón de los Peñascales, y su distinguida familia, se disponen a recibir a sus numerosos amigos en sus espléndidos salones de la carrera de San Jerónimo.»

-¡Pero usted me compromete! -dijo don Simón, trémulo de gusto, al recibir aquella rociada de piropos-. ¿Y si no llego a dar esas reuniones?

-No habrá nada de lo dicho, y en paz. Pero ¿qué ha de hacer usted sino darlas? Los hombres ricos e ilustrados y que, como usted, tienen además una señora modelo de elegancia y de agrado, y una hija, conjunto de todos los hechizos imaginables...

-Pero ¿qué sabe usted de todo eso? -preguntó don Simón hecho ya un caramelo.

-¿Ha podido usted acaso creer -respondió el diplomático, explotando a su gusto la candidez del diputado-, que personas de la significación de usted pasan inadvertidas en ninguna parte? ¡Bah! Se le conoce a usted en Madrid casi tanto como en su provincia.

-¡Cielos, si será verdad! -pensó el bolonio; y añadió en voz alta-: Usted me lisonjea, sin duda.

-No es ese mi carácter, señor de los Peñascales, -respondió el tuno haciéndose el ofendido.

-Quiero decir... -se apresuró a rectificar el primero.

-Hagamos punto sobre ello, amigo mío.

-Puesto que usted lo desea, hagámosle. Y ¿podría saber su gracia?

-Arturo Marañas; y por añadidura, andaluz y soltero.

-¡Soltero también! -exclamó don Simón sin poder disimular su alegría.

-¿Y qué le choca?

-Nada, nada -rectificó, aturdido, el candoroso diputado-; sino que, como lo decía usted a continuación de su apellido, ¡ja, ja, ja! me hizo mucha gracia.

-¡Ja, ja, ja!... Yo soy así -dijo el diplomático siguiéndole el humor-. Como nada debo, ni nada ni a nadie temo, doy todo mi pasaporte cuando me preguntan cómo me llamo... Pero observo -dijo, interrumpiéndose de pronto y consultando su reloj-, que con el placer de estar a su lado, olvido uno de mis deberes. Así, pues, si usted me da su permiso, vuelvo a mi tribuna a tomar algunas notas sobre la sesión de hoy.

-¡Pues no faltaba más sino que yo!... Corra usted, amigo mío; y mil gracias por tantas bondades.

-Señor don Simón...

-Señor don Arturo...

-Hasta la vista.

-Hasta la primera.

Marchóse el mozo, y quedóse Peñascales hecho un papanatas. Aquel encuentro le parecía providencial. Un diplomático, y diplomático soltero; un periodista que anunciaba su futura peroración y sus reuniones en proyecto, y un probable encomiador de ambas cosas en la prensa. Todo esto en una pieza y a sus órdenes. Porque ya le era indispensable echar el discurso y abrir sus salones. Cierto que el nombre del diplomático, a quien tendría que convidar a las fiestas de su casa, no le sonaba a conocido; pero ¿estaba él en la obligación de conocer a todos los personajes políticos, hoy que tanto abundan?

En esto se oyó la campanilla de marras; y un su colega de la mayoría, que, por su apresuramiento y cara de vinagre, más parecía cabo de comparsas,

-¡Vaya usted a votar! -le dijo en tono desabrido.

-¿Qué voto? -le preguntó don Simón, disponiéndose a obedecer.

-Que sí, -le respondió el otro, pasando de largo y rebuscando ansioso callejuelas y rincones, como pastor que junta su rebaño.