Los hombres de pro/Capítulo XX

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Y llegó el instante fiero.

Un secretario leyó en el Congreso la proposición de nuestro diputado, y el presidente dijo en seguida:

El señor de los Peñascales tiene la palabra para apoyarla.

Jamás oyó el aludido un estruendo tan horripilante como el que formaron estas palabras en sus oídos.

La proposición, por sus extraños términos, había adquirido cierta celebridad en el Congreso, y el orador se estrenaba con ella. Todo esto contribuyó a que los diputados, contra lo que esperaba don Simón por único consuelo, permaneciesen en sus bancos. El trance en que se le ponía era superior a sus fuerzas. Y para acabar de perderlas, en el momento de levantarse para hablar, vio en la tribuna de periodistas, que tenía enfrente, a su jurado enemigo, de pie, en primer término, con el lápiz en una mano y el papel en la otra, mirándole con ojos de basilisco. Más que a tomar nota de las palabras del diputado, parecía dispuesto a dibujar su caricatura. Las demás tribunas, llenas como siempre. Felizmente su familia se había quedado en casa, por no querer Julieta salir de ella.

Pálido como la muerte, y trémulo de espanto, se levantó don Simón de su banco, y se apoyó con ambas manos en el delantero. Quiso hablar y le faltó la voz. Pidió por señas un vaso de agua, y mientras se le traían, se limpió la boca con el pañuelo; tosió e hizo cuanto es de rigor en casos de angustia semejante. Un ujier se le acercó con dos vasos llenos en una bandeja. Bebióse el contenido de uno sin resollar. Poco después halló voz en su garganta, y dijo: «Señores diputados...» ¡Nueva dificultad! No se le oía. Quiso decirlo más recio, y lo dijo a gritos. (Risas.) Bajó de tono; pero no se puso en el conveniente. Así recorrió todos los de la escala, y no dio con la tessitura hasta la séptima embestida. Pero había perdido en el tanteo la poca serenidad que le quedaba. Entonces se tragó el segundo vaso de agua; y al ver desocupados los dos, el ujier puso a su lado otra bandeja con otros tres. (Carcajadas en escaños y tribunas.) Don Simón sintió entonces trocarse su angustia en desesperación. Hizo un esfuerzo supremo, y se tiró de pechos al asunto, como pudiera haberse tirado desde un balcón a la calle, si junto a sí le hubiera tenido abierto. ¡Así salió ello! En su vértigo desatentado, trocó todos los frenos; y viendo las cosas del revés, pidió que se abriera un canal en cada habitante de su provincia, y que se eximiera del pago de la contribución a todas las carreteras de aquel país, como era justo... y contingente, según pensaba demostrarlo. Pero la ebullición del Congreso llegó entonces a parecerse a una tempestad, y el honorable diputado, sintiendo hundirse el suelo bajo sus plantas y desplomarse el techo sobre su cabeza, cortó de pronto el hilo de su enmarañado discurso, y concluyó en seco. Levantóse en seguida en el banco azul su amigo el ministro de la Gobernación, a asegurar al aturdido diputado que el ministerio estaba dispuesto a secundar, en cuanto le fuera dable, el propósito contenido en la proposición que acababa de apoyarse; más a pesar de esto y de haber sido tomada en consideración por el Congreso, don Simón no pudo consolarse. La corrida que acababan de darle había sido mayúscula, y temblaba también por la que le daría «el país» si leía su discurso tal cual había sido pronunciado.

Por ver si tenía enmienda, se fue más tarde a la redacción del Diario, y allí le tranquilizaron un poco. Siguiendo la costumbre establecida, se le dijo que se pondría lo que él quisiera, para lo cual dejó sobre la mesa todo su discurso, tal como se le había corregido Arturo cuando aún era su amigo.

Del mal, el menos.

Aquella noche se acostó temprano y no durmió; pero, en cambio, sudó copiosamente.

Al otro día no tuvo valor para hojear los periódicos de oposición; pero una fuerza irresistible le hizo fijarse en El Ariete. Primero leyó su discurso en el extracto de la sesión, y se admiró al ver qué bonito estaba. En seguida clavó su vista en la crónica parlamentaria; y entonces estuvo a pique de morirse de repente, a leer, entre otros, nada lisonjeros para él, estos renglones:

«La proposición del diputado Peñascales, célebre desde ayer en los fastos parlamentarios, es una verdadera monstruosidad en la forma y en el fondo; y bien seguro es que no hubiéramos dicho de ella lo que dijimos al anunciarla, si la hubiéramos conocido entonces como la conocemos ahora. Esa misma monstruosidad hace muy difícil, si no imposible, que se la pueda presentar a la Cámara como hija de una verdadera necesidad de los pueblos, a cuyo beneficio se encamina. Para empresa tan colosal no bastan las fuerzas del más hábil tribuno. ¡Qué efecto había de causar ante las Cortes, apoyada por un ignorante ridículo, que cree que es lo mismo sumar columnas de guarismos que hablar ante la Representación del país! Responda por nosotros la sesión de ayer. Y cuenta que no sentimos lo ocurrido en ella por la gloria del orador (¡!) corrido allí como una liebre, pues por muchas que sean sus presunciones, no debe, en su estulticia ingénita, aspirar a mayores triunfos; sino por el prestigio del Parlamento y por la dignidad del ministerio, que acogió bajo su amparo un asunto que pasó los límites de lo grotesco.»

Cuando tales cosas decía de él un diario ministerial, que poco antes le había puesto en los cuernos de la luna, ¿qué no dirían los que, amén de ser de oposición, no tenían que guardarle miramiento alguno? Jamás supo el pobre hombre hasta qué punto le maltrató aquel día la prensa de todos matices. Y no fue poca su suerte en ignorarlo, pues la sospecha de ello solamente le tuvo tres días en la cama, a caldo colado.

Cuando se levantó, entre la montaña de cartas que se le había aglomerado en la mesa de su despacho, halló tres que merecieron su preferencia. La una era de sus amigos de la ciudad, que le felicitaban por el triunfo obtenido en las Cortes al defender tan brillantemente los intereses de su país. «Con este golpe -le decían entre otras cosas-, ha tapado usted la boca a los que aquí se permitían murmurar de su ciego ministerialismo, bien probado con el voto que dio al Gobierno en la cuestión del empréstito.»

Revivió con esta incensada el amortiguado espíritu de don Simón, y en el acto se puso a contestar a sus amigos, dándoles las gracias y asegurándoles que en la ya próxima discusión de los presupuestos demostraría a sus murmuradores cuán leve era su adhesión al ministerio, comparada con su amor al país que representaba.

La segunda carta era de su apoderado. Le remitía letras por valor de veinte mil duros, y ponía a su disposición cuarenta mil más para dentro de quince días, y otros veinte mil para fin de mes, fechas en las cuales tenía la casa esos vencimientos que cobrar de las acreditadísimas A... y B..., y cubiertas todas sus atenciones del momento.

La tercera carta era del Ministro, el cual le participaba, en confianza, que el empréstito estaba a punto de abrirse.

El caso era de apuro para don Simón. Resuelto a hacer una hombrada en lo del empréstito, los ochenta mil duros de que podía disponer le parecieron poca cosa, y, por consiguiente, una miseria los veinte mil del momento. ¿Qué valían éstos para aspirar, como principal suscriptor, a la ofrecida recompensa? ¡Habría tantos banqueros que le aventajarían por triplicado! Podía ir comprando papel a medida que le fueran remitiendo fondos; pero, ¿y si se cubría el empréstito el primer día? ¡Adiós titulo nobiliario entonces!... No le quedaba otro remedio que hacer dinero a todo trance; y lo más sencillo le pareció girar a cargo de su casa las cantidades, y a las fechas marcadas por su apoderado, y negociar las letras en la Bolsa.

Y así lo hizo.