Los hombres de pro/Capítulo XXI
Don Simón consiguió muy fácilmente ser, no de los primeros, sino el primero entre los primeros suscriptores, porque el empréstito tuvo pocos golosos. Pero el Ministro no le concedió el ofrecido premio. Al abrirse aquél, volvió a combatirle, desbordada, la prensa de oposición; probó, sin gran dificultad, que semejante operación era el síntoma más evidente de la bancarrota que amenazaba; cundió la desconfianza, y del primer tirón bajó el papel diez por ciento. ¿Cómo había de colocarse el resto? Y no colocándose todo, ¿cómo había de saber el Gobierno quién merecía los títulos de nobleza y las grandes cruces?
Pero, ¡bueno estaba el ministerio para pensar en tales fruslerías! Al desastre del empréstito había seguido otro no menos grave para los ministros. Una contradanza de gobernadores y una hornada de altos funcionarios, se habían hecho indispensables en aquellos días; y como las vacantes eran menos que los diputados ministeriales, hubo entre éstos disgustos, discordias y desavenencias, ya por razón de despecho, ya por razón de estómago; cundió la indisciplina, y de la noche a la mañana se halló el Gobierno en grave riesgo de perder la mitad de sus huestes. Entonces tomó la política ese aspecto edificante, que es la delicia de los hombres libres y la mostaza del sistema. -Cabildeos por acá, reuniones por allá, ofertas de este lado, súplicas del otro, grupos en aquel rincón, voces en este pasillo, citas a deshora, carruajes que van, personajes que intervienen... Y entre tanto, la prensa hablando de crisis; refiriendo idas y venidas; resultados que se esperan; fines que se temen; bofetones que se dieron y lances de honor que se arreglan.
Para colmo de complicaciones, había empezado en el Congreso la discusión de los presupuestos, ¡cosa rara!; y el Gobierno, que había prometido dejar la cuestión libre a sus diputados, como las oposiciones le cercenaban los ingresos y el empréstito no se cubría, no tuvo más remedio que hacer cuestión de gabinete la aprobación de ciertos capítulos.
Entonces fue cuando Peñascales perdió la serenidad y se echó de bruces en el agitado mar de la política.
Su situación no era para menos. Por compromiso adquirido con sus amigos y aun con su propia conciencia, debía votar todo aquello que tendiera a aliviar las cargas de los agobiados pueblos..., y cabalmente iba a darse la batalla primera en los artículos que recargaban desatentamente la propiedad territorial, ya de muy antiguo gravada con impuestos insoportables. ¡Y él era representante de un distrito rural! Pero tenía comprometida la mitad de su fortuna, acaso toda ella al día siguiente, en un negocio cuya única garantía era la conservación del ministerio que le había metido en el ajo; ministerio a la sazón tan inseguro por las deserciones ocurridas en sus filas, que un solo voto de más o de menos podía salvarle o perderle. ¿Cómo votaba él con la oposición?...
No vaciló siquiera. Con cuerpo y alma se dedicó, y con mayor empeño a medida que el día funesto se acercaba, a predicar la paz y la concordia entre las fuerzas disidentes. ¡Loco intento el suyo!... Aquellos políticos, al revés que él, cuando más hundido veían a un gobierno, con menos interés le miraban; y en cuanto le consideraban moribundo, como ya nada podía darles, corrían a agruparse en derredor de los hombres indicados para sucederle en el poder.
Cuando don Simón se hubo penetrado de esta ya vieja teoría parlamentaria, se dio a los demonios, y hasta se atrevió a decir iracundo a algunos desertores:
-Pero ¿qué patriotismo es ese? ¡Ayer apoyando al Gobierno, como al mejor de los posibles, y hoy combatiéndole por una nimiedad!
-Y ¿qué patriotismo es el de usted?-le contestaron-. ¡Votar contra los intereses de los pueblos, por salvar los que tiene usted comprometidos con esta gente!
La réplica no tenía vuelta; y ya sudaba don Simón por falta de una, cuando el Ministro se le acercó. Insinuándosele éste con un discreto tirón de la levita, le llevó hasta el pasillo más oscuro, y allí le dijo muy callandito:
-¡Ánimo, amigo mío! La cosa marcha bien. ¡Firme con ellos, y cuidado con dejarse seducir por esa patulea de hambrientos! Su titulo de usted está firmado ya, y el empréstito cubierto, a juzgar por las últimas noticias trasmitidas al Gobierno.
Y dejando a don Simón más turulato de lo que estaba, cogía S. E. a otro diputado y le decía algo que pudiera halagarle, mientras a Peñascales le agarraba un disidente, y pintándole con vivos colores la situación de la patria, y ofreciéndole en nombre de su partido torres y montones, ponía al ministerio y a los ministeriales como trapos de fregar.
Y en estas vertiginosas evoluciones, todo el Congreso durante muchos días; el ministerio prolongando el debate cuanto le era dado para alejar la votación hasta tanto que pudiera ganarla, o convencerse de que la tenía perdida; la prensa desatada, y los centros administrativos cruzados de brazos, esperando la resolución de la inminente crisis que acabaría con un cambio completo del personal; en el cual caso, ¿para qué dar una plumada más?
Entre tanto, la muerte del Gobierno era inevitable. Los diputados que le quedaban fieles, lo eran a causa de haberse visto complicados en aquello mismo en que habían sido desairados los disidentes. ¿Cómo atraer a éstos y no perder a los otros, no habiendo cebo para todos?
Y el día de la votación avanzaba rápido, a pesar de los subterfugios del Gobierno; y los periódicos se desgañitaban descomponiendo en cifras las fracciones del Congreso. Según el cálculo más lisonjero que podían hacer los ministeriales, el Gobierno iba a ser derrotado ¡por tres miserables votos!
-¡Para cuándo son las pulmonías y los cólicos cerrados? -exclamaba, al leerlo, don Simón en su despacho y sin pararse ya en barbaridad más o menos.
¿Reflexionaba así el ministerio? Tal vez; pero no se le traslucía. Nada más fácil a éste que inutilizar media docena de diputados hostiles por medio de otros tantos autos de prisión, o de falsos telegramas que los alejasen de Madrid el día crítico; pero ¿estaba él seguro de que, apelando a estos extremos, aunque muy parlamentarios nada buenos, no le exterminasen las oposiciones otros tantos auxiliares, con una paliza, por ejemplo?
No había, pues, otro remedio que tomar los acontecimientos como se presentaran.
Y llegó así el día fatal; y aunque los cabildeos y la efervescencia no cesaron un instante, y don Simón votó con tal ira y tal ímpetu que arrancó carcajadas a las tribunas, el Gobierno perdió el pleito; y como no tenía a la mano un decreto dado por la regia prerrogativa, diose por muerto y presentó su dimisión.
Peñascales entonces, creyendo ver un abismo abierto a sus pies, cayó con un síncope, entre la rechifla de las huestes victoriosas.