Los hombres de pro/Capítulo XXII

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El nuevo ministerio parecía complacerse en deshacer cuanto su predecesor había hecho. Eran ambos de una misma familia; y sabido es que las guerras intestinas son tanto más encarnizadas, cuanto más afines son los beligerantes. Los periódicos ministeriales sacaron a la luz de la publicidad todos los trapillos del Gobierno caído, y hubo especial empeño en hablar de los cuatro títulos de nobleza y las dos grandes cruces consabidas, y en trastear particularmente a don Simón, como a novillo bravo.

Con estas tendencias del nuevo ministerio, el papel del empréstito bajó hasta la mitad de su valor.

Tal fue el primer caldo que tomó Peñascales al convalecer del sofocón que le tumbó en el Congreso al caer el Gobierno que le protegía.

El segundo caldo fue todavía más amargo.

Faltaban dos días para vencer los primeros giros que había hecho a cargo de su misma casa, y seguía bajando desastrosamente el papel en que había invertido aquellos fondos, cuando recibió el siguiente lacónico telegrama de su apoderado:

«Casa A... suspendió pagos; necesito fondos vencimientos pasado mañana. Consternación plaza.»

Este golpe era terrible para don Simón. Se recordará que con lo que debía entregar la casa A... a la suya, contaba ésta para pagar los cuarenta mil duros girados por aquél. ¡Qué desquiciamiento no sufriría la máquina de sus negocios, para llenar tan enorme vacío con recursos destinados a otras atenciones indispensables! ¡Qué serie de complicaciones no podía traer la quiebra de una casa tan importante como la que acababa de suspender los pagos! ¡Cómo se presentarían las cosas a fin de mes, época en que vencían los otros giros? Y entre tanto, ¿qué hacía él para ayudar a su casa, con ochenta mil duros invertidos en un papel que no valía diez mil, vendido en el acto?

¡Entonces sí que maldijo con todo su corazón la hora en que salió de su casa, y el momento en que se decidió a pisar el campo de la política y a dejar las apacibles tareas de sus fáciles negocios; a trocar el prestigio y la consideración de que gozaba entre los prohombres de su país, por una ilusión de grandeza, que, en realidad, sólo le había valido desengaños, y empezaba a amenazarle con la ruina y la miseria!

No cabiéndole el susto en el corazón ni hallando sus pulmones aire bastante en el recinto de su despacho salió en busca de su familia para desahogar con ella una parte siquiera de la angustia que le asfixiaba; pero no tuvo necesidad de recorrer mucho camino, porque a la mitad de él se tropezó con doña Juana, que venía buscándole, pálida, con la boca abierta, las manos sobre el cogote y los ojos extraviados. Creyéndola enterada del desastre por alguna noticia particular, la dijo con el mayor desaliento:

-¿Conque ya lo sabías?

-¡Hace diez minutos nada más! -respondió doña Juana, trémula y tartamudeando.

-¿Quién te lo contó?

-Nadie.

-No puede ser eso. Alguno te ha dicho...

-Repito que nadie. Viendo yo que no salía de su cuarto a la hora acostumbrada, fui allá para ver si estaba enferma. Entro, y no la hallo; la busco por toda la casa y no aparece; llamo a la doncella, y tampoco está en casa; vuelvo a su gabinete, y veo la cama sin deshacer, su ropero en desorden y vacío el cofrecillo de sus alhajas...

-Pero ¿de quién me estás hablando?-gritó el infeliz Peñascales, dominado de pronto por una horrible sospecha.

-De Julieta -respondió con igual asombro doña Juana-; de Julieta, que debe haber huido de casa anoche o esta mañana muy temprano... Pues ¿de qué otra cosa venías a hablarme tú?

Doña Juana no obtuvo respuesta a esta pregunta, porque su marido cayó al suelo como un tronco, sin soltar el telegrama que llevaba en la mano. Apoderóse de él doña Juana, por ver si hallaba un poco de luz en tan pavorosa oscuridad; y aunque no comprendió por la lectura de las desvencijadas frases toda la verdad, temió lo más malo; y como en todo era extremosa, se desplomó sobre su marido, formando los dos cuerpos en el suelo un solo montón, y no pequeño.

Poco después de volver ambos en sí, entregaron a don Simón una carta, con sello del correo interior. Era de Julieta, y decía:

«Cuando ustedes reciban ésta, hará muchas horas que he abandonado esa casa, amparada por el elegido de mi corazón; el mismo a quien ustedes arrojaron de ella. Estoy en la de una persona de toda respetabilidad, hasta tanto que no se me conceda el más cordial beneplácito para unirme ante Dios al que ya es dueño de mi libertad. Si éste mi deseo vivísimo les merece una respuesta favorable, diríjanmela por el correo, que yo cuidaré de recogerla en la lista. Si con el silencio me responden, me acogeré al derecho que me da la ley; pues estoy resuelta a todo, menos a renunciar a un enlace en el cual fundo toda la felicidad de mi vida.

Comprendo la magnitud del dolor que a ustedes causará la forma violenta de mi inquebrantable resolución, y le lloro con el alma; porque es muy grande el amor que les profesa su desgraciada hija

JULIETA.»

¿Necesito pintar el efecto que produjo esta carta en el atribulado matrimonio? Seguramente que no. Don Simón y su mujer podrían ser todo lo bestias que se quisiera para no comprender la inminencia de ciertos peligros en un carácter como el de Julieta; pero, al cabo, eran padres de ésta, y la amaban con delirio.

En su afán de recobrarla, pensaron en poner en juego a la policía, dando parte del suceso hasta al Gobierno, si fuese necesario; pero, ¿no equivaldrían estos pasos a publicar su propia deshonra? Preferible era proceder de otra manera más sigilosa para hallar la oveja descarriada. Pero vuelta ésta al redil, sola, y en el supuesto, nada aventurado, de que el suceso hubiese trascendido, por muy honrada que volviera, ¿habría muchas personas que lo creyesen, y, entre éstas, una que se atreviera a pedir su mano? Más aún: ¿se atrevería a concederle la suya el mismo hombre que la había robado, si llegaban a advertir que el caudal de la fugitiva estaba expuesto a deshacerse como la nieve al sol?

Todas éstas y otras análogas reflexiones se hicieron al instante sus acongojados padres, que al fin se decidieron a poner en el correo una carta, según la cual accedían de buena gana a los deseos de Julieta, con la condición de que ésta tornase pronto al paterno hogar.

Hecho esto, procedió don Simón a vender de cualquier modo el papel que tenía del empréstito, y a remitir a su casa su mezquino valor.