Los israelitas españoles y el idioma castellano: Carta á «La Esperanza»
á la Sociedad de israelitas españoles de Viena
«La Esperanza».
(Publicada en el periódico de Madrid El Liberal,
el día 17 de Febrero de 1904.)
Apreciables y simpáticos compatriotas: Debo á mi hijo, doctor en Medicina, que cursa en Viena ampliaciones especialistas de su profesión, el conocimiento de vuestra existencia social, y la documentación que acredita y detalla vuestras nobles aspiraciones en pro de la perpetuidad y regeneración de aquella lengua castellana que hablaban vuestros abuelos en esta nación española, cuando sufrieron su triste éxodo, al expirar el siglo xv, y á la cual permanecieron después fieles las generaciones israelitas que se diseminaron por Francia, Holanda, Italia, y con mayor abundancia por Turquía; habla venerada que ahora queréis vosotros mantener, y por ello necesitáis regenerar, acudiendo así con vuestra solicitud á esta concurrencia febril de idiomas que se disputan la preponderancia en las sociedades cultas, y amenaza acabar con la que fué durante más de cuatro siglos lazo de solidaridad entre las comunidades israelitas dispersadas por muchos pueblos, verbo del espíritu para comunicaros con Dios en vuestras sinagogas, y alma de la familia para las sagradas y dulcísimas comuniones del hogar.
He leído vuestros estatutos, donde consignáis que el objeto esencial de vuestra Sociedad es mantener la lengua española y hacer posible á sus miembros la instrucción científica y literaria; y he leído también aquel elocuente y ardoroso Manifiesto vuestro del mes de Enero de 1900, encendido en santo fuego de amor à vuestra raza y á vuestra nacionalidad histórica, que publicasteis en El Progreso, de Viena, con destino á todos vuestros hermanos de las naciones y principados balkánicos, donde remontando vuestro ministerio á las grandes empresas y á las geniales previsiones, pedíais con fundamento sólido la realización de un esfuerzo colectivo, para regenerar vuestra habla con el español actual, armaros con él de «una lengua metódica, viva, rica y hermosa», que os permita acudir a todas las exigencias de la cultura moderna en sus aspectos científico y literario, y abandonar ese «jargón yerrado y falto de toda regla» en que ha degenerado vuestro castellano, sometido á lá profunda corrupción que producen cuatro siglos de miserias, persecuciones y destierro; y con verdad os digo que esta lectura ha emocionado profundamente mis sentimientos españoles, y que conmovería los de casi todos mis compatriotas si la conocieren. Porque, ¿cómo amar à la tierra donde se ha nacido y no sentirse presa de emoción y de gratitud al contemplar ese laudable y general esfuerzo de vuestra raza, que vosotros los jóvenes estudiantes encarnáis con tan gallardas simpatías, y al ver cómo con él atestiguáis una vez más dejos de cariñosa veneración por aquella vuestra «dulce y divina patria», que miráis perdida, «como Jerusalén, por altísimos decretos»?
Ciertamente que con esta Sociedad, vosotros, los jóvenes congregados en Viena—oriundos de diferentes pueblos, para atender á cultas y avanzadas enseñanzas universitarias y profesionales atestiguáis ser dignos representantes de una raza que acreditó siempre su amor á la cultura, y no mantuvo rencor á este desdichado país nuestro, que hace luengos años confesó ya como uno de sus más lamentables y nocivos desaciertos no haber sabido resistirse á fieros fanatismos de los tiempos, y no haberos tratado como á hijos útiles y esclarecidos de su glorioso suelo.
Sí, vuestro amor á la instrucción es ya notorio, porque conocido es que contra las apocalípticas desventuras y miserias, nunca habéis opuesto otras defensas, ni encarecido otros remedios que la escuela y la instrucción. Todavía, recientemente, cuando vuestros más afamados y celosos bienhechores acudieron á catástrofes inenarrables, mostrándose fieles á la condición por la cual Israel no se ha detenido en lugar alguno, donde su destino errante le permitiera tregua para reposar su quebrantado cuerpo, sin que allí fundara al punto una escuela, lo primero que hicieron fué crearlas por doquiera, para vosotros y vuestros convecinos, fuese cual fuere su religión. Así procedieron Cremieux y Munk, cuando llamados á Damasco en 1840, vieron la miseria mortal de los judíos en Egipto, y fundaron escuelas en el Cairo y Alejandría; así lo hizo en 1859 el buen Picciotto, cuando llamado á Marruecos para contemplar la desolación de una epidemia, buscó en los colegios el más eficaz remedio contra mortales necesidades; así se produjo la Alianza Israelista Universal cuando en 1862, dos años después de instituirse, visitó el Norte de África y fundó su primera escuela en Tetuán, y luego la de Tánger, y después otras muchas en Túnez, en Argel, en Turquía, en Persia, haciendo de ellas los primeros esbozos de esas otras preciosas escuelas agrícolas y profesionales, que en breves años y recientemente habéis fundado en Rischon le Sion, cerca de Jaffa, en Samarin, cerca de Caïffa, gracias a la generosidad de Edmundo Rothschild; en Jerusalén, en Mikweh, es decir, en aquella Palestina de donde conserváis tan dramáticos y venerables recuerdos, y adonde convertís siempre tan risueñas y consoladoras esperanzas; en Djedeïda, donde florecen y sazonan las ricas cosechas tunecinas, y en otros muchos sitios, incluso el mismo París, donde en vuestra escuela de Auteuil se amaestran profesores de uno y otro sexo, que luego van á propagar sus enseñanzas por las escuelas israelitas del mundo, inclusas las de los Estados Unidos, la nueva tierra de promisión, adonde lleváis las falanjes de emigrados que continuamente despiden las injusticias de los pueblos de Europa, cuando no las arrojan tumultuosamente espantables persecuciones, como aquellas que en 1881 asolaron con el pillaje, el incendio, la destrucción y la muerte, todas las poblaciones hebreas de Rusia que había desde Ekatarinoslaw hasta Vilna. Sin duda, al conocer esto, nadie pudo dudar de la exactitud con que el venerable Leven, en la última Asamblea de la Alianza Israelita, durante la primavera del año pasado celebrada, afirmó que todo hebreo pudo leer siempre su Biblia.
Y digo que profesáis inextinguido culto á esta vuestra legendaria madre patria, porque así lo he visto y comprobado oyendo, ora á ilustres, ora á modestos iraelistas; ya navegando por el Danubio, ya mercando en las tiendas de Belgrado, en Servia; ya visitando las sinagogas y escuelas de Bucarest, en Rumania; ya estudiando los hospitales y colegios de Medicina que se reflejan en las aguas vivas del Bósforo y Cuerno de Oro, en Turquía; ya recibiendo sentidas y afectuosas cartas y comunicaciones de hebreos, que desde contrapuestos lugares expresan su culto à este viejo solar castellano, también como vosotros dolorido y castigado por el infortunio.
Salud, brillante juventud israelista española de Viena; yo te saludo, alabo tus esfuerzos por regenerar la lengua de tus mayores, y deseo que se vean coronados por el éxito.
Sí, yo te saludo en mi nombre y en el de muchos millones de españoles, que sentirán espasmos de agradecimiento al saber que hay en luengas tierras muchedumbres honradas, cultas y laboriosas que se llaman españolas y que ensalzan todavía las bellezas de su idioma y las atracciones de su perdida patria, después de cuatro siglos de destierro, con letanía de frases amorosas y tiernas; cuando para contraste tiene ésta en su seno hijos desnaturalizados que à uno y á otra maltratan y ofenden, y os pido fervientemente que perduréis en tan sublimes sentimientos.
No reneguéis jamás de esta hermosa habla española, y defendedla contra las invasiones de otras lenguas. Muchos pueblos adelantados y cultos, donde la madre patria consumió sus seculares riquezas y energías, la emplean y la difunden; ninguna otra habla le aventaja en bellezas y recursos fonéticos. Como diría nuestro gran Castelar, quien fué verbo divino de sus grandilocuencias posibles, es la creación por excelencia del ingenio español, y ninguna otra lengua se muestra tan cesárea por sus varias y entrelazadas raíces, por sus múltiples y acordes sonidos, por sus musicales onomatopeyas, por sus dulzuras melódicas y sus atronadoras energías, por sus énfasis sobrenaturales y su picaresca familiaridad, por su bien proporcionada distribución de vocales y consonantes, que tanto la diferencian, así de la dureza del alemán como de la melopea del italiano, y por aquel exquisito aroma que en ella han dejado el celta y el germano, el griego y el latino, el árabe y el hebreo..., todos los cuales la han adornado con sus alicatados, esmaltes y guirnaldas, con sus sonoridades y matices, con su léxico riquísimo y genial, haciendo, en fin, de ella ese medio de expresión con el cual dicen vuestros poetas y prosistas, en hiperbólicas intuiciones, que Dios habla á sus ángeles.
¿Queréis conocerla bien? Yo os prometo enviaros muy pronto, para vuestra biblioteca, muchos libros españoles modernos, que os dedicarán seguramente sus autores, en parte, y que os servirán para esas lecturas y enseñanzas, con las cuales aspiráis á regenerar vuestro impuro lenguaje ladino. Con él os enviará un abrazo y un saludo desde esta vieja madre patria vuestro afectísimo
Senador por la Universidad de Salamanca.
Esta carta la leyó en Viena el joven Dr. D. Angel Pulido, mi hijo, la noche del 23 de Febrero, ante los socios para quienes fué escrita, produciendo grande entusiasmo. Se acordó contestarla á nombre de la Sociedad y en términos publicables.
Cumpliendo lo que en ella prometo, he comenzado á reunir libros de distinguidos escritores españoles, quienes, ya espontáneamente, ya á petición mía, los envían cortésmente dedicados. Contando con el concurso del Ministerio de Estado, que no ha de faltarme para este servicio, pues así me lo ha prometido el actual ministro señor Rodríguez San Pedro, haré el envío dentro de algunos días.
Hasta hoy en que escribo estas líneas, me han favorecido con envío de obras suyas los señores: D.ᵃ Emilia Pardo Bazán, D. Juan Valera, D. José Echegaray, D. Benito Pérez Galdós, D. Joaquín Dicenta, D. Ramón Menéndez Pidal, D. F. Navarro Ledesma, D. Alfonso Pérez Nieva, D. Carlos Groizard, D. Manuel Tolosa Latour, D. Nicasio Mariscal, D. Ezequiel Solana, D. Armando Palacio Valdés, D. José Rodríguez Carracido, D. Eduardo Lozano y su señora esposa D.ᵃ Luciana Casilda, D. Eusebio Blasco, D. Felipe Pérez y González y D. Rafael Altamira.