Los ladrones de Londres/Capítulo XXIX
CARÁCTER DE LOS COMENSALES DE LA CASA EN QUE SE ENCUENTRA OLIVERIO. —LO QUE PIENSAN DE ÉL.
EN una sala bonita, cuyo mueblaje anunciaba mas la moda y el bienestar de los buenos tiempos de antaño que el lujo y la elegancia de nuestros dias, dos señoras sentadas á una mesa estaban almorzando. Mr. Giles en traje completamente negro, las servia y se había colocado á una distancia cuasi igual de la mesa y del aparador; el cuerpo tieso, la cabeza alta y algo inclinada sobre una espalda con la pierna izquierda adelantada y la mano derecha en la faltriquera de su chaleco mientras que la izquierda sosteniendo un plato, pendia á su lado, tenia el talante de un hombre confiado en su propio mérito y convenido por el sentimiento interior de su importancia.
La una de las señoras era de edad y bastante adelantada, y con todo se mantenia tan erguida como el elevado respaldo de su sillon de encina. Reinaba en toda su persona un aspecto de benévola dignidad. Teniendo las manos plegadas y puestas sobre el borde de la mesa fijó en su jóven compañera unos ojos que conservaban aun toda la viveza de la juventud.
La otra (la mas jóven) estaba en la flor de la primavera de la vida; en esa edad dichosa en que si alguna vez para nuestro bien place á Dios enviar á la tierra ángeles bajo la figura de mortales sin duda los reviste de una forma como la suya. No tenia mas que diez y siete años.
Levantando casualmente la vista en el momento en que la Señora la contemplaba en silencio, arrojó á la espalda, sus cabellos que tenia sencillamente trenzados sobre su frente y había en su mirada tanta dulzura y tanto candor que al verla era imposible no amarla.
La Señora sonrió; pero su corazon estaba lleno de amargura, y al propio tiempo enjugó una lágrima.
—Hace mas de una hora que Brittles ha partido ¿no es cierto? —preguntó despues de un momento de silencio.
—Una hora y doce minutos mi Señora! —contestó Giles sacando de su bolsillo un reló de plata sujeto por una cinta negra pasada alrededor del cuello.
—Anda siempre tan despacio! —observó la anciana.
—Brittles ha sido siempre un muchacho muy pesado mi señora —replicó el criado, como queriendo hacer comprender que poseyendo por espacio de treinta años esta cualidad no había razon para que se volviera mas activo.
—Creo que va de mal en peor. —dijo la señora.
—No tiene escusa alguna especialmente si se para á jugar con otros muchachos —dijo riendo la jóven.
Mr. Giles calculaba si podia permitirse una sonrisa de aprobacion, cuando un gig se paró ante la puerta del jardin y bajó de él un caballero gordo que entrando sin hacerse anunciar, en su precipitacion por poco tumba á Mr. Giles y á la mesa del desayuno.
—Se ha visto jamás cosa semejante! —esclamó el caballero gordo —Querida Señora Maylie! Es posible! Y en medio de la noche por añadidura! Es inaudito!
Esto diciendo alargó afectuosamente su mano á las dos señoras y sentándose á su lado preguntó por su salud.
—Me admiro de que no hayais muerto de espanto! —prosiguió —Porqué no me habeis avisado antes? Mi criado hubiera venido al momento... y yo mismo, con él ó con cualquiera otro, hubiéramos tenido la satisfaccion en semejante circunstancia... Dios de Dios! Cuando pienso en ello! Cosa imprevista! Y lo peor en medio de la noche!
Lo que mas sorprendia al recien llegado era que el atentado hubiese sido imprevisto y que los ladrones hubiesen escojido la noche para llevarlo á cabo; como si esos caballeros tuviesen la costumbre de trabajar en plena luz y de escribir por el correo tres dias antes para dar aviso de su llegada.
—Y vos señorita Rosa? —continuó dirijiéndose á la jóven —Yo...
—Oh! ciertamente! —contestó esta interrumpiéndole —Pero hay arriba un pobre desgraciado, que mi tia desea mucho veais.
—De muy buena gana Giles; segun me han dicho es uno de vuestros buenos golpes de mano?
Mr. Giles que en este momento arreglaba las tazas de thé, se ruborizó hasta el blanco de los ojos y respondió que había tenido este honor.
—A esto llamais honor! repuso el caballero gordo —A fé mia! no lo comprendo del todo! Pueda que es mas honroso tirar á quema ropa sobre un ladron, en una bodega que herir á vuestro hombre á doce pasos de distancia... Lindo duelo!
Mr. Giles poco satisfecho de ver que tratando tan á la ligera esta materia se disminuia en mucho el mérito de su accion, respondió respetuosamente que no se creia con derecho de juzgar sobre este asunto; pero que podia tener la conviccion de que este no era una adulacion para su adversario.
—Es verdad como hay Dios! dijo el otro —Dónde se halla? Enseñadme el camino! Volveré á veros al bajar señora Maylie. Es esa la ventana por la que se ha introducido hé? A la verdad jamás hubiera podido creerlo. Y así hablando subió trás Mr. Giles la escalera.
Mr. Losberne cirujano de la vecindad, conocido bajo el nombre de doctor, en diez lugares á la redonda, era el mas alegre y el mas franco de los celibatarios de la comarca. Estuvo mucho tiempo al lado del herido, sacaron del cofre de su carruaje una gran caja plana, los criados estuvieron en un contínuo movimiento; lo que hizo presumir que pasaba algo de estraordinario.
—Con todo al fin bajó; y por toda respuesta á las preguntas solicitas de la señora Maylie, cerró la puerta con aire de misterio y se arrimó de espaldas á ella cómo para impedir que nadie entrará.
—Señora Maylie, esto es muy sorprendente! —dijo el doctor.
—Confio que no estará en peligro! —dijo la anciana señora.
—A fé mia! —En el punto en que se hallan las cosas nada tendria de estraño. Con todo creo que el caso no es tan apurado. —Habeis visto á ese ladron?
No. —respondió la anciana.
—Y nada sabeis de él?
—Nada absolutamente.
—Perdonad señora. —dijo Mr. Giles —Iba á deciros algo cuando el doctor Losberne ha entrado.
Es lo cierto que Mr. Giles no pudo decidirse en el primer momento á confesar que había disparado contra un niño. Se había glorificado tanto su bravura que queria gozar el mayor tiempo posible de la reputacion colosal que últimamente se había adquirido.
—Rosa deseaba ver á ese hombre dijo la Señora Maylie —pero yo no lo he permitido.
—Su aspecto no tiene nada de aterrador, os lo aseguro. —replicó el doctor —Consentiriais verlo en presencia mia?
—Si; si creeis que sea necesario.
—Porque creo que es necesario, os he hecho esta pregunta. De todos modos, estoy cierto que os arrepentiriais mucho de no haberle visto si esperaseis mas. Es mejor ahora... Señorita Rosa accedeis á mi peticion? Os juro, que no hay temor alguno en verle.
Mientras aseguraba á las señoras, que quedarian agradablemente sorprendidas á la vista del criminal, Mr. Losberne tomó del brazo á la jóven y presentando la mano á la Señora Maylie las condujo con mucha cortesía al aposento del enfermo.
—Ahora —dijo en voz baja y abriendo suavemente la puerta —veamos un poco lo que vais á pensar! A pesar del mucho tiempo que no se ha afeitado su barba, no por eso tiene el aspecto mas feroz! Con todo esperad! Que sepa antes si esti visible.
El doctor entró el primero y despues de haber echado una ojeada en el aposento, hizo señal á las dos señoras de que podian acercarse. Luego cerró la puerta trás de ellas y habiendo dado algunos pasos hácia el lecho apartó el cortinaje con cautela.
En lugar del bandido de aspecto feroz que temian ver, solo contemplaron á un pobre niño rendido de dolor y de fatiga que dormia profundamente con un brazo en cabestrillo y colocado sobre su pecho, mientras que el otro sostenia su cabeza media oculta por sus cabellos desordenados.
En tanto que el doctor observaba al enfermo, la jóven se deslizó ligeramente hasta su lado, sentóse á la cabecera del lecho, separó sus cabellos y algunas lágrimas escapándose de sus ojos cayeron sobre la frente del niño.
Este se removió un poco y sonrió en su sueño, como si estas muestras de compasion hubieran producido en él un encanto agradable de amor y ternura que jamás había gozado.
—Qué significa esto? —esclamó la anciana —Este niño jamás ha podido ser cómplice de ladrones!
—El vicio! —dijo el cirujano, con un suspiro y dejando caer el cortinage —El vicio mora en muchos templos! Eh! ¿Quién puede decir que un bello exterior no lo encierra?
—Pero á una edad tan tierna! —observó Rosa.
—Querida señorita! —replicó gravemente el cirujano —El crímen, lo mismo que la muerte, no se pega solo á las personas maduras y diformes; los mas jóvenes y los mas hermosos, son demasiado amenudo sus victimas de predileccion.
—Pero podeis creer Mr. Losberne —dijo Rosa —podeis creer realmente que este niño tan delicado, haya sido el cómplice voluntario de aquellos bandidos?
El cirujano meneó la cabeza como para demostrar sus temores de que esto fuera posible; y observando que podian turbar el reposo del enfermo pasaron los tres á un aposento inmediato.
—Pero aun que fuera lo que pensais —prosiguió Rosa —considerad que es tan jóven! Qué tal vez nunca ha conocido lo que es el amor ó los cuidados de una madre! Qué los golpes, los malos tratos y la falta de pan lo habrán reducido á asociarse con los hombres que lo han arrastrado el crímen! Tia mia! Mi buena tia! Por el amor de Dios refleccionadlo bien antes de dejar llevar este pobre niño á una prision, donde de seguro perderá la esperanza de volverse mejor! Oh! Por el afecto maternal que me profesais y sin el cual yo misma privada de padres, hubiera tal vez sido abandonada como ese pobre niño, tened piedad de él antes que sea demasiado tarde!
—Querida niña! —dijo la anciana apretando á Rosa contra su corazon —Crees tú pues, que quisiera quitarle un solo cabello de su cabeza?
—Oh no! —repuso vivamente Rosa —No buena tia, sois incapaz!
—Sin duda. —replicó la Señora Maylie —Mis dias tocan á su fin! Ojalá el cielo tenga piedad de mí como yo la tengo de los otros! Señor Losberne que puedo hacer para salvarle?
—Esperad un poco. —dijo este —Dejad que calcule si hay un medio.
Entonces el doctor metiendo las manos en sus faltriqueras se paseó de arriba abajo en el aposento, ya parándose y balanceándose sobre la punta de los piés esclamando: Esto es! ya frunciendo el ceño de una manera espantosa y diciendo: ¿no es esto! Al fin despues de muchas idas y venidas se paró en seco y habló así:
—Creo que si me otorgais plenos poderes para asaltar á Giles y á ese imbécil de Brittles podré lograr el intento... Convengo en que son un bravo muchacho y un fiel servidor; pero teneis mil medios para remunerar al uno y premiar al otro, su destreza en la pistola. —No teneis objecion alguna que hacer?
—A menos que no haya otro medio de salvar á este niño. —respondió la Señora Maylie.
—No veo otro. —contestó el doctor —Y podeis estar segura de que realmente no hay otro.
—Pues bien; mi tia os dá plena y entera libertad para obrar como querais. —dijo Rosa sonriendo y llorando á la vez de ternura. —Con tal que no useis con esos pobres diablos mas que de la severidad absolutamente necesaria.
—Paréceme —dijo el doctor —que pensais que escepto vos hoy todo el mundo debe tener el corazon duro. Deseo, únicamente por el interés de la generacion creciente de los de mi secso, que tengais el corazon tan tierno para el primer muchacho bonito que hará un llamamiento á vuestra compasion y yo mismo siento no poder ser jóven para poder aprovecharme al momento de las disposiciones favorables en que estais actualmente.
—Sois tan niño como ese pobre Brittles. —contestó Rosa ruborizándose.
—No es una cosa tan difícil ante vos! —replicó el cirujano riendo de todo corazon. —Pero volviendo á nuestro enfermo, me resta manifestaros el punto principal de nuestro convenio. Creo que se dispertará dentro de una hora y aun que haya dicho á ese avestruz de constable que está abajo en la cocina, que el niño no puede menearse ni hablar sin peligro de su vida, estoy en la conviccion de que sin temor podemos conversar un rato con él. En ello pongo una condicion y es que si luego de haberle interrogado en vuestra presencia juzgamos que es realmente un bribon (lo que es muy probable) lo abandonarémos á su mala suerte, sin que en todo caso me mezcle yo mas en el asunto.
—Oh! No mi buena tia! —dijo Rosa con tono suplicante.
—Oh! si, mi buena tia! —dijo el doctor. —Quedamos, convenidos?
—No puede estar endurecido por el vicio. —insistió Rosa —Es imposible!
—Tanto mejor! —replicó el doctor —Razon de mas para acceder á mi proposicion.
Finalmente el tratado quedó concluido y nuestros amigos se sentaron esperando que Oliverio se dispertára.
La paciencia de las dos señoras, tuvo que soportar una prueba mas larga de la que esperaban despues de lo que Mr. Losberne les había dicho. Muchas horas transcurrieron una tras otra y Oliverio dormia siempre.
Era ya cuasi de noche cuando el buen doctor anunció que el niño estaba bastante despierto para que se le pudiera hablar. —No se halla bien que digamos y la sangre que ha perdido ha agotado enteramente sus fuerzas; pero parece manifestar tal deseo de revelar alguna cosa, que vale mas facilitarle la ocasion mas bien que obligarle á permanecer quieto hasta mañana.
La conversacion fué larga porque Oliverio relató toda su historia y el sufrimiento y la debilidad le obligaron muchas veces á detenerse. Había algo de solemne, al escuchar, en este aposento sombrío la voz dulce y lánguida de un pobre niño que hacia la numeracion de las desgracias que los malos habían atraido sobre él.
Despues que Oliverio hubo concluido de hablar y cuando se disponia para volverse á dormir, el doctor profundamente conmovido por lo que acababa de oir se retiró enjugándose los ojos y buscó á Mr. Giles para empezar las hostilidades con él. No encontrando nadie abajo, ni en el recibidor, ni en las salas, dirijió sus pesquizas hasta la cocina con la esperanza de mayor éxito. Vió en efecto en ese salon de recibo de la gente doméstica una sociedad numerosa compuesta de las dos criadas, de Mr. Brittles de Mr. Giles, del calderero, quien (en consideracion á sus servicios) había sido invitado á pasar el dia en la casa, y del constable. Este último tenia un grueso baston, una gruesa cabeza, gruesa fisonomia y parecia haber bebido toda la cerveza que su grueso vientre podia contener.
—No os desordeneis. —dijo el doctor, con una señal de mano.
—Sois muy bueno señor! —contestó Giles —La señora me ha encargado que distribuyera cerveza; y como no me sentia del todo dispuesto á permanecer solo en mi aposento queriendo además gozar de la ventaja de la sociedad, bebo mi porcion en compañia de esos caballeros y de esas señoras que veis.
Brittles balbuceó algunas palabras aduladoras y un murmullo de aprobacion se elevó en la asamblea para expresar todo el placer que esperimentaba de una tal prueba de condescendencia por parte de Mr. Giles.
—Cómo va el enfermo esta noche señor Losberne? —preguntó éste.
—Así, así. —respondió el doctor —Temo mucho que no os hayas metido en un atolladero Señor Giles!
—No es posible! —esclamó éste todo tembloroso. —¿Queréis decir que morirá de esta? Si lo creyera no seria ya mas feliz en toda mi vida. Por todo el oro del mundo no quisiera ser la causa de la muerte de un niño.
—No es esto lo que yo quiero decir, —repuso el doctor con tono misterioso. —Sois protestante Señor Giles?
—Si lo soy caballero? —tartamudeó este último, que estaba pálido hasta dar miedo —Nadie puede dudarlo!
—Y vos jóven? —preguntó bruscamente el doctor volviéndose á Brittles.
—Dios mio caballero! —respondió éste estremeciéndose —Soy absolutamente como Mr. Giles.
—Dígame pues ahora cada uno de vosotros! —replicó el doctor con tono furioso. Podriais afirmar con juramento que el niño que está arriba es el mismo que han introducido por la ventana la noche pasada? Vaya responded! Estamos prontos á oiros.
—El doctor que generalmente era conocido por el hombre mas bonachon que jamás haya existido, hizo esa pregunta con un tono tan conciso que Giles y Brittles aturdidos por la cerveza y por la agitacion en que les ponia este exámen se miraron fijamente uno á otro en un estado de completa estupefaccion.
—Parad bien la atencion á lo que van á responder constable! —prosiguió el doctor agitando el índice de su mano derecha con mucha gravedad y dándose golpecillos sobre la nariz para exitar el interés de este funcionario —Antes de poco vamos á saber de que se trata.
—Este dándose humos de hombre capaz tomó su baston de servicio que había colocado en un rincon de la chimenea.
—Tened en cuenta que esta es sencillamente una cuestion de identidad! —dijo el doctor.
—Estoy, estoy en ello caballero! —contestó el constable, llevando la mano á su boca para toser. (pues vaciando su vaso distraido había tragado de través.)
—Figuraos una casa que se fuerza. En la obscuridad mas profunda... en medio del tumulto y la confusion... entre el humo espeso de la pólvora... dos hombres creen haber vislumbrado á un niño. Sucede por casualidad que á la mañana siguiente muy de mañana un niño viene á llamar á la puerta de esta misma casa, y porque lleva el brazo envuelto en un pañuelo, esos dos hombres se apoderan de él, lo arrastran al vestíbulo y no contentos con poner de este modo su vida en el mayor peligro, llegan hasta á afirmar con juramento que es el ladron! Ahora se trata de saber si no han tenido razon de obrar como lo han hecho y si sus sospechas son falsas en que situacion se encuentran colocados.
El constable hizo una señal de cabeza respetuoso, y dijo que si no estaba allí la ley seria muy curioso saber quien estaria.
—Os lo demando por última vez! —dijo el doctor con voz de trueno —Podeis jurar que ese sea el mismo niño?
Brittles miraba á Giles con aire de duda y Giles miraba á Brittles del propio modo; el constable había puesto la mano á su oreja para coger mejor su respuesta; las dos mugeres y el calderero se inclinaban adelante para escuchar, y el doctor arrojaba una mirada penetrante en torno suyo, cuando se oyó un ruido de ruedas y al mismo tiempo llamaron á la puerta del jardin.
—Son los agentes de policía! —esclamó Brittles con inquietud.
—Quiénes? —preguntó el doctor estupefacto á su vez.
—Los agentes de policía de Bow-Street —replicó Brittles tomando una vela. Yo y Mr. Giles los hemos mandado llamar esa mañana.
—Cómo! —esclamó el doctor.
—Es la verdad! —repuso Brittles —He enviado recado por el conductor de la diligencia y estraño que no hayan llegado mas pronto.
—Ah! Habeis mandado un expreso no es esto? Qué el diablo se lleve á vuestros conductores por mar! —esclamó el doctor marchándose.