Los ladrones de Londres/Capítulo XXXIII
ENTRA EN LA ESCENA UN NUEVO PERSONAJE —SUCEDE Á OLIVERIO OTRA NUEVA AVENTURA.
En verdad esta era mayor dicha de la que Oliverio podia soportar. Aturdido y estupefacto, á una noticia tan inesperada, le era imposible llorar ni hablar ni aun estarse quieto. Apenas podia darse cuenta á sí mismo de lo sucedido. Solo despues de haber dado una larga carrera por los campos y cuando el aire fresco del anochecer le volvió los sentidos, pudo derramar un torrente de lágrimas.
La noche estaba ya muy adelantada y regresaba á casa cargado de flores que había cojido con particular esmero para adornar el aposento de la enferma, cuando vio á su espalda un carruaje que avazanba rápidamente. Se volvió y vió una silla de posta tirada por dos caballos que corrian al galope. Como el camino era muy estrecho en este sitio se apartó á un lado para dejar pasar el coche.
Al pasar este por frente de él divisó á un hombre con un casquete de algodon cuya fisonomía no le era desconocida á pesar de no haber tenido tiempo para reconocerle. En menos de un segundo el hombre del gorro de algodon sacó la cabeza por la portezuela y con voz estentórea gritó al postillon que parase (lo que no era muy fácil atendida la rapidez con que marchaban los caballos.) Sin embargo al fin éste último habiéndolo logrado no sin trabajo, el hombre del gorro de algodon, sacó de nuevo la cabeza por la portezuela y llamó á Oliverio por su nombre.
—Oe! Señor Oliverio! Señor Oliverio! Cómo se encuentra la Señorita Rosa?
—Sois vos Señor Giles? —esclamó Oliverio corriendo hácia al carruaje.
Giles se preparaba para responder, porque la borla del gorro de algodon, se ostentó perpendicular fuera de la portezuela; pero se lo impidió un jóven, que le hizo sentar otra vez bruscamente, dirijiendo él la palabra á Oliverio.
—Sin rodeos! —le dijo —Mejor ó peor?
—Mejor; mucho mejor! —respondió vivamente Oliverio.
—Bendito sea el Señor! —Estais bien seguro de ello?
—Si señor —El cambio se ha verificado hace algunas horas. Mr. Losberne afirma que ella está ya fuera de peligro.
Sin decir mas el jóven abrió la portezuela, se lanzó fuera del carruaje y cojiendo bruscamente á Oliverio por el brazo, lo tomó á parte.
—Vos estais seguro de lo que decís, no es verdad amigo mio? —preguntó con voz temblorosa —Creo que no quereis engañarme dándome una esperanza que no pueda realizarse, ¿no es cierto?
—Oh! no seguramente, señor! —contestó Oliverio —No lo haria por todo lo del mundo; podeis creerme! Hé aquí las propias palabras de Mr. Losberne: Ella vivirá aun largos años para la felicidad de todos nosotros! Estaba yo presente cuando ha dicho esto á la Señora Maylie.
Al recuerdo de una escena tan sensible se escaparon de los ojos del niño lágrimas de ternura y el mismo jóven, volviéndose de lado para ocultar su emocion guardó silencio largo rato.
Entre tanto Giles sentado en el estribo del carruaje con los codos apoyados sobre sus rodillas enjugaba sus lágrimas con un pañuelo de algodon azul salpicado de puntos blancos. A juzgar por los ojos encarnados de este fiel criado, su emocion no era de ningun modo finjida.
—Giles, subid otra vez á la silla de posta é id en derechura á casa mi madre. —dijo el jóven. —Yo prefiero andar un poco á pié para prepararme á verla. Le direis que vengo despacio.
—Señor Enrique os agradeceria mucho —dijo Giles, dando la última recomposicion á su rostro con el pañuelo —Os agradeceria en el alma que os dignaseis encargar este mensaje al postillon... Creo que no es conveniente que comparezca de este modo ante las criadas. Si me viesen en tal estado perderia toda mi autoridad sobre ellas.
—Pues bien! —repuso Enrique Maylie sonriendo —Obrad á vuestro gusto. Que se adelante el postillon con las maletas... y vos seguidnos si quereis. Solamente os encargo que cambieis de tocado si os place, sino preferís que nos tomen por locos.
Giles acordándose que llevaba en la cabeza su gorro de algodon, lo embuchó aceleradamente en su faltriquera y tomando su sombrero que estaba dentro el carruaje, se lo puso sin dilacion. El postillon emprendió la marcha y Mr. Maylie, Oliverio y Giles siguieron al paso.
Mientras andaban, Oliverio echaba de tanto en tanto una ojeada al recien venido. Podia tener de veinte y cuatro á veinte y cinco años; era de estatura mediana, su noble figura descubria un aire de franqueza y de bondad, sus maneras eran distinguidas y modestas á la vez. A pesar de la diferencia que existe entre la juventud y la vejez, se parecia tanto á la Señora Maylie que Oliverio pudo adivinar sin dificultad que era el hijo de esa señora aun cuando él no hubiese hablado de ella en tal cualidad.
La Señora Maylie estaba impaciente por ver á su hijo en el momento en que éste abrió la puerta del salon y la entrevista fué de las mas tiernas.
—Buena madre! —dijo el jóven —Por qué no haberme escrito mas pronto?
—Había escrito. —contestó la Señora Maylie —pero despues de reflecsionarlo creí que era mas prudente no enviar la carta hasta despues de haber visto á Mr. Losberne.
—Pero por qué? —Por qué esperar el último momento? Si Rosa hubiese... (no me atrevo á pronunciar la palabra.) Si esta enfermedad hubiese tenido un fin diverso, no os hubierais reprochado toda la vida vuestro silencio? Y yo hubiera podido ser jamás feliz en el porvenir?
—Si así hubiese sucedido vuestras esperanzas hubieran quedado completamente destruidas y no se que vuestra llegada aquí un dia mas pronto ó mas tarde hubiese sido de grande importancia.
—Quién puede dudarlo madre mia? —Vos sabeis cuanto la amo... Vos debeis saberlo.
—Así es. —Se muy bien que ella merece el amor mas puro y mas constante; un amor duradero cimentado por la mas sólida amistad. Si no estuviera convencida de que un cambio de conducta por parte de aquel que ella amára destrozaria su corazon, no encontraria mi tarea, tan difícil de cumplir y no esperimentaria este combate interior cuando me esfuerzo en obrar lo mas concienzudamente posible en esta circunstancia.
—Esto no está bien madre mia! Me suponeis pues tan niño que no conozca mi propio corazon ó que pueda equivocarme sobre la naturaleza de mis sentimientos?
—Pienso querido Enrique. —dijo la buena señora poniendo la mano sobre la espalda de su hijo —pienso que la juventud está sujeta á impulsos generosos del corazon que no son duraderos y que existen ciertos sentimientos que por ser divisibles resultan á veces mas pasajeros. Se además —prosiguió mirando fijamente al jóven —que una muger que puede sonrojarse de su nacimiento (bien que sin culpa suya) está espuesta, como sus hijos á los sarcasmos de los necios; que su marido por generoso que sea, puede un dia arrepentirse de haberle dado su mano en un momento de entusiasmo y ella notar su indiferencia y morirse de dolor.
—El que así se portára seria indigno de llevar el nombre de hombre! esclamó Enrique. —Este seria un sér brutal.
—Es así como pensais al presente Enrique?
—Y como pensaré siempre! —Todo lo que he sufrido desde hace algunos dias me arranca la confesion sincera de una pasion que no data de ayer y que no he concebido ligeramente; vos misma lo sabeis. Mis pensamientos, mis esperanzas, mi porvenir todo está en ella... No veo nada mas allá de Rosa. Si poneis un obstáculo á mis deseos me quitais la paz y la felicidad. Pensadlo seriamente madre mia y conoced mejor mis sentimientos.
—Enrique —Justamente porque los conozco, es porque quisiera que no fueran destrozados. Pero hemos dicho ya bastante sobre este asunto.
Qué Rosa decida por sí misma! No es cierto que no intentais oponeros á mis votos?
—No sin duda. —Pero reflecsionadlo bien vos mismo.
—Lo he reflecsionado hace años —Mis anhelos serán siempre los mismos! —replicó Enrique impaciente —Y por qué tardase en declararme? Qué ventaja sacaré de ello? No veo ninguna. No; antes que deje esta casa es preciso que Rosa me escuche!
—Ella os escuchará. —dijo la señora Maylie preparándose para marcharse del salon.
—Dónde vais madre mia?
—Voy á reunime con Rosa. Hasta la vista!
—Os volveré á ver esta noche? —preguntó vivamente Enrique.
—Sin duda! —contestó la buena señora.
—Decidla tambien cuán inquieto he estado! Cuanto he sufrido al saber que estaba enferma y cuanto me tarda el verla... No es verdad madre mia que haréis esto por amor á mí?
—Sí; —La diré todo esto. —Despues de estas palabras apretó tiernamente la mano de su hijo y desapareció.
Durante este diálogo entre la madre y el hijo, Mr. Losberne y Oliverio se habían mantenido apartados al estremo del salon. El primero se adelantó entonces hácia Enrique, tendiéndole la mano y despues de algunos saludos por una y otra parte el doctor en contestacion á las preguntas multiplicadas del jóven, le hizo un detalle ecsacto de los progresos de la enfermedad de Rosa y del cambio feliz que se había operado por la tarde; el que estuvo perfectamente acorde con lo que Oliverio había dicho en el camino.
—No os ha acontecido algo de estraordinario desde aquel hecho de marras carísimo Giles? —preguntó el doctor volviéndose á éste que mientras se ocupaba en desocupar las maletas prestaba un oido atento á lo que se decia de su jóven ama.
—No señor. —respondió Giles ruborizándose hasta el blanco de los ojos.
—Y no habeis puesto la mano sobre ningun ladron? —añadió el doctor con malicia.
—Sobre ninguno señor. —repuso Giles con suma gravedad.
—Lo siento á fé mia! —continuó el doctor. —Os lucís tanto en esta especie de cosas! Y Brilles que tal anda?
—El jóven, se porta bien á Dios gracias! —replicó Giles volviéndo á recobrar su aire de importancia —Me ha encargado para vos muchas espresiones.
—Muy bien! —dijo Mr. Losberne —A propósito Giles! Vuestra presencia me recuerda que la víspera de mi llegada aquí desempeñé con vuestra ama una pequeña comision á favor vuestro. Queréis tomaros la molestia de acercaros para que os diga una palabra aparte?
Giles se adelantó hácia el alfeizar de la ventana, con ademan de importancia y de asombro á la vez, y luego que hubo tenido con el doctor una pequeña conferencia en voz baja, que terminó por un gran número de cortesias, se retiró con una satisfaccion poco comun. El motivo de esta conferencia no fué conocido en el salon pero se supo á la cocina porque Mr. Giles se dirijió á ella en derechura y habiéndose hecho llevar un jarro de cerveza y vasos, anunció con aire de complaciente dignidad que produjo grande efecto, que en consideracion á su conducta brillante cuando la tentativa del robo había placido á su ama depositar en la caja de ahorros la suma de veinte y cinco libras esterlinas en su nombre y por su propia cuenta.
El resto de la velada se pasó alegramente en el salon; porque Mr. Losberne tenia buen humor; y bien que Enrique Maylie estuviese pensativo y al mismo tiempo muy fatigado, no pudo sostenerse contra las salidas y la gracia del doctor, al relatar algunas anécdotas referentes á su profesion llenas de mucha sal y mucha chispa; de modo que Oliverio que jamás había oido nada semejante no pudo menos de reir á carcajadas, con gran satisfaccion del doctor que se reia á su vez á garganta desplegada de las farzas que divulgaba y cuya alegria loca arrastrando pronto á Enrique Maylie no pudo menos de seguir su ejemplo.
A la mañana siguiente Oliverio se levantó mas ufano y mas dispuesto y se entregó á sus ocupaciones ordinarias con mas placer del que le había hecho en los dias anteriores.
Una cosa digna de observacion y que no escapó á Oliverio fué que no era solo en sus escursiones matutinales. Desde la vez primera que Enrique Maylie le víó regresar á casa cargado de ramilletes, de repente cobró tal pasion por las flores y las reunia con tanto gusto que muy pronto sobrepujó en este arte á su jóven compañero. Pero si Oliverio estaba mas atrasado en cuanto á esto, sabia mejor donde encontrar las mas hermosas y cada mañana nuestros dos amigos recorrian la llanura y nunca volvian á casa con las manos vacías. Cuando alguna vez Rosa para respirar un aire mas puro dejaba su ventana entreabierta se hubiera podido observar al interior en un jarro lleno de agua, un bonito ramillete cuyas flores estaban artísticamente mezcladas. Un ramillete nuevo reemplazaba cada dia al de la víspera, que se guardaba preciosamente aun que estuviera marchito, y Oliverio notó que cada vez que Mr. Losberne se paseaba en el jardin nunca dejaba de levantar su vista hácia la ventana sobre la que estaba el pequeño jarro y que entonces balanceaba la cabeza del modo mas espresivo. Entre tanto Rosa se restablecia y recobraba de dia en dia sus fuerzas.
A pesar de que la jóven convaleciente no se hallase aun en estado de dejar el aposento y que los paseos acostumbrados de la tarde no tuviesen lugar mas que raras veces, Oliverio no encontraba por eso el tiempo largo. Redobló de asiduidad al lado del buen anciano que le daba lecciones y trabajaba con tal ardor, que él mismo quedó sorprendido de los progresos rápidos que hizo. Mientras seguia el curso de sus estudios fué cuando se alarmó muchísimo por un accidente imprevisto.
La salita que le servia de gabinete de estudio estaba situada en el piso bajo tras de la casa. Recibia la luz por una ventana enrejada al rededor de la cual se entrelazaban la madreselva y el jazmin, que derramaban en el interior un perfume delicioso. Esta ventana caia en un jardin cerrado por una cerca tras la cual se veian verdes florestas y prados esmaltados de flores. Como no había habitacion cercana en esta direccion su perspectiva era dilatadísima.
Una tarde cuando las primeras sombras de la noche empezaban á cubrir la tierra, Oliverio estaba sentado frente á una mesa cerca la ventana de su gabinete con los ojos fijos sobre sus libros. Como el dia había sido escesivamente caloroso y él había trabajado mucho, se amodorró por grados y se durmió insensiblemente.
Oliverio sabia muy bien que estaba en su salita de estudio, con sus libros colocados ante él sobre una mesa y que un zéfiro blando ajitaba las hojas al exterior; con todo dormia. De repente la escena cambió, el aire se hizo mas espeso y se creyó de nuevo en la casa del judío, donde el horrible viejo desde el rincon de la chimenea su sitio acostumbrado le señalaba con el dedo, hablando al oido de otro individuo sentado á su lado que daba la espalda al niño.
—Chito! dijo Fagin —El es! vámonos!
—El! —respondió el otro —pensais que no le reconozca? Si se encontrára en medio de una multitud de demonios, revestidos de su misma forma y fisonomía, algo habria que me lo haria reconocer entre ellos. Si estuviera á cincuenta piés bajo la tierra y la casualidad me condujera sobre su tumba sabria bien que está enterrado allí aunque nada hubiera que me lo indicase. Qué un rayo le confunda!
Había tanto ódio en las palabras de ese hombre que Oliverio se despertó sobresaltado y se estremeció de espanto.
—Gran Dios! —allí, allí... ante su ventana, muy cerca de él... tan cerca que hubieran podido tocarle, antes de tener tiempo para huir... vió al judío que le miraba! Su vista penetrante encontró la suya... y al lado del horrible viejo... ante esta misma ventana pálido de rabia ó de terror ó tal vez de ambas cosas estaba ese mismo hombre que le había hablado tan bruscamente á la puerta de la posada.
En menos de nada desaparecieron con la celeridad del relámpago pero le habían reconocido como él á ellos y sus miradas habían quedado grabadas en su memoria tan profundamente como sobre la piedra. Por de pronto quedó hecho un mármol; pero luego abriendo la reja y saltando por la ventana al jardin dió la alarma dando grandes gritos.