Los perseguidos

De Wikisource, la biblioteca libre.
Los perseguidos (1920)
de Horacio Quiroga
EDICIONES SELECTAS AMERICA
HORACIO QUIROGA
Los Perseguidos


DIRECTOR
SAMUEL GLUSBERG
BUENOS AIRES
1920

L

os Perseguidos es un cuento del género en que sobresale el autor: la historia de un loco perseguido cuyo origen real conozco, lo cual me da por cierto un papel con nombre propio y todo en la interesantísima narración.

Quiroga siente la locura, con profundidad peculiar, dando fácilmente la impresión del horror que bajo todas sus formas la caracteriza. Ello, sin perjuicio de una ligereza narrativa que nunca deja convertirse en tortura aplastadora y de consiguiente extraña al arte, siendo padecimiento inútil, el escalofrio del miedo.

Pues dentro de una sana estética, esas impresiones depresivas, serán siempre meros recursos: aguijones del interés cuyo objetivo está en otra parte.

 

U

na noche que estaba en casa de Leopoldo Lugones, hace una infinidad de años, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagába enormemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos, prosiguiendo una charla amena como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores Lugones había visitado un manicomio; y las bizarrías de su gente, añadidos a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un, confortante vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, su color trigueño mate, su cara afilada y sus grandes ojos negros daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónila y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio, y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación; pero la inmóvil atención con que lo hacía me chocó.

Pronto dejamos de hablar. Nuestra situación no fué muy grata, sobre todo para Vélez, pues debía suponer que antes de que él llegara nosotros no practicaríamos ese terrible mutismo. Él mismo rompió el silencio. Hablo a Lugones de cierta chancacas que un amigo le había enviado de Salta, y cuya muestra hubo de traer esa noche. Parecía tratarse de una variedad repleta de agrado en sí, y como Lugones se mostraba suficientemente inclinado a comprobarlo, Díaz Vélez prometióle enviar modos para ello.

Roto el hielo, a los diez minutos volvieron nuestros locos. Aunque sin perder una palabra de lo que oía, Díaz se mantuvo aparte del ardiente tema. Por eso cuando Lugones salió un momento, me extrañó su inesperado interés. Contóme en un momento porción de anécdotaslas mejillas animadas y los labios precisos de convicción. Tenia por cierto a esas cosas mucho más amor del que yo le había supuesto, y su última historia, contada con honda viveza, me hizo ver que entendia a los locos con una sutileza no común en el mundo.

Se trataba de un muchacho provinciano que al salir del marasmo de una tifoidea halló las calles pobladas de enemigos. Pasó dos meses de persecución, llevando asi a cabo no pocos disparates. Como era muchacho de cierta inteligencia, comentaba él misino su caso con una sutileza tal que era imposibie saber qué pensar, oyéndolo. Daba la mús perfecta idea de farsa; y ésta era la opinión general al oirlo argumentar picarescamente sobre su caso todo esto con la vanidad característica de los locos. Pasó de este modo tres meses pavoneando sus agudezas sicológicas, hasta que un día se mojó la cabeza con el agua fresca de la cordura y modestia de las propias ideas.

—Ahora está bien—concluyó Vélez—pero le han quedado algunas cosas muy tipicas. Hace una semana, por ejemplo, lo hallé en una farmacia; estaba recostado de espaldas en el mostrador, esperando no sé qué. Pusímonos a charlar. De pronto un individuo entró sin que lo viéramos, y como no había ningún dependiente llamó con los dedos en el mostrador. Bruscamente mi amigo se volvió al intruso con una instantaneidad verdaderamente animal, mirándolo fijamente en los ojos. Cualquiera se hubiera también dado vuelta, pero no con esa rapidez de hombre que está siempre sobre aviso. Aunque no es perseguido ya, ha guardado sin que él se dé cuenta un fondo de miedo que explota a la menor idea de brusca sorpresa. Después de mirar un rato sin mover un inúsculo, pestañea y aparta los ojos, distraído. Parece que hubiera conservado un oscuro. recuerdo de algo terrible que le pasó en otro tiempo y contra lo que no quiere estar más desprevenido. Supóngase ahora el efecto que le hará una súbita cogida del brazo, en, la caile. Creo que no se le irá nunca.

—Indudablemente el detalle es típico—apoyé. — Y Ins sicologias desaparecieron también?

Cosa extraña: Díaz se puso serio y me lanzó una fria mirada hostil.

—Se puede saber por qué me lo pregunta?

—¡Porque hablábamos justamente de eso!—le respondi sorprendido. Mas seguramente el hombre había visto su ridiculez porque se disculpó en seguida efusivumente:

Perdóneme. No sé qué cosa rara me pasó. A veces he sentido así, como una fuga inesperada de cabeza... Cosas de toco agregó riéndose y jugando con la regla.

—Completamente de loco— bromeé.

—Y tanto! Sólo que por una ventura me queda un resto de razón. Y ahora que recuerdo, aunque le pedi perdón—y le pido de nuevo—no he respondido aún a su pregunta. Mi amigo no sicologa més. Como ahora es intimamente cuerdo no siente como antes la perversidad de denunciar su propia locura, forzando esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio... ¿verdad?

Es bien claro.

—¡No mucho—me permití dudar.

—Es posible—se rió en definitiva.—Otra cosa muy de loco!—Me hizo una guiñada, y se apartó sonriente de la mesa, sacudiendo la cabeza como quien calla usi muchas cosas que podrían decirse.

Lugones volvió y dejamos nuestro tema—ya agotado, por otro lado. Durante el resto de la visita Díaz habló poco, aunque se notaba claro la nerviosidad que le producía a él mismo su hurañía. Al fin se fué. Posiblemente trató de hacerme perder toda mala impresión con su afectuosísima despedida, ofreciéndome su apellido y su casa con un sostenido apretón de manos lleno de cariño. Lugones bajó con él, porque su escalera ya oscura no despertaba fuertes deseos de arriesgarse solo en su oblicuidad.

—¿Qué diablo de individuo es ese? — le pregunté cuando volvió. Lugones se encogió de hombros.

—Es un individuo terrible. No sé como esta nocheha hablado diez palabras con Vd. Suele pasar una hora entera sin hablar por su cuenta, y ya supondrá la gracia que me hace cuando viene asi. Por lo demás, viene poco. Es muy inteligente en sus buenos momentos. Ya lo habrá notado porque oí que conversaban.

—Sí, me contaba un caso curioso.

—¿De qué?

—De un amigo perseguido. Entiende como un demouio de locuras.

—Ya lo creo. como que él también es perseguido.

Apenas oi esto un relámpago de lógica explicativa iluminó lo oscuro que sentía en el otro. ; Indudablemente... Recordé sobre todo su aire fosco cuando le pregunté si no sicologaba más... El buen loco había creido que yo lo adivinaba y me insinuaba en su fuero interno...

—¡Claro!—me rei.—¡Ahora me doy cuenta! Pero es endiabladamente suti su Díaz Vélez !—Y le conté el lazo que me había tendido para divertirse a mis expensas: la ficción de un amigo perseguido, sus comentarios.

Pero apenas en el comienzo Lugones me cortó:

—No hay tal; eso ha pasado efectivamente. Sólo que el amigo es él mismo. Le ha dicho en un tado la verdad; tuvo una tifoidea, quedó mal, curó hasta por ahí, y ya ve que es bastante problemática su cordura. También es muy posible que lo del mostrador sea verdad, pero habiéndole pasado a él mismo. Interesante el individuo, eh?

— De sobra!—le—respondi, mientras jugaba con el cenicero.

Salí tarde. El tiempo se componia al fin, y sin que el cielo se viera, el pecho libre lo sentía más alto. No llovía nás. El viento fuerte y seco rizaba el agua de las veredas y obligaba a inclinar el busto en las bocacalles. Llegué a Santa Fe y esperé un rato el tranvía, sacudiendo los pies. Aburrido, decidíme a caminar; apresuré el paso, encerré estrictamente las manos en los bolsillos, y entonces pensé bien en Díaz Vélez.

Lo que más recordaba de él era la mirada con que ne observó al principio. No se la podía llamar inteligente, reservando esta cualidad a las que buscan en la mirada mueva, correspondencia—pequeña o grande—a la personal cultura, y habituales en las personas de cierta elevación. En estas miradas hay siempre un cambio de espíritus: profundizar hasta dónde llega la persona que se acaba de conocer, pero entregando francamente al examen extranjero parte de la propia alına.

Díaz no me miraba así; me miraba a mi únicamente. No pensaba qué era ni qué podía ser yo. ni hubia en su mirada el más remoto destello de curiosidad sicológica. Me observaba, nada más, como se observa sin pestañar la actitud equívoca de un felino.

Después de lo que me contara Lugones, no me extranaba ya esa objetividad de mirada de loco. En pos de su examen, satisfecho seguramente se había reido de mi con el espantapájaro de su propia locura. Pero si afán de delatarse a escondidas tenía menos por objeto burlarse de mi que divertirse a sí mismo. Yo era simplemente un pretexto para el razonamiento y sobre todo un punto de confrontación cuanto más admirase yo la endemoniada perversidad del loco que me describíatauto mús rápidos debían ser sus fruitivos restregones de manos. Falió para su dicha completa que yo le hubiera preguntado:—«¿Pero no teme su amigo que lo descubran al delatarse asi? Ahora que sabía yo en realidad quién era el perseguido, me prometía provocarle esa felicidad violenta, y esto es lo que iba pensando mientras caminaba.

Pasaron sin embargo quince días sin que volviera a verlo. Supe por Lugones que había vuelto a su casa, llevándole las confituras—buen regalo para él..

—Me trajo también algunas para Vd. Como Díaz no sabía donde vive—creo que Vd. no le dió su dirección—Jas dejó en casa. Vaya por allá.

—Un día de éstos. ¿Está acá todavía?

—¿Díaz Vélez?

—Si.

—Sí, supongo que si; no me ha hablado una palabra de irse.

En la primera noche de lluvia fuí a lo de Lugones, seguro de hallar al otro. Por más que yo comprendiera como nadle que esa lógica de pensar encontrarlo justamente en una noche de lluvia era propia de perro o de loco, la sugestión de las coincidencias absurdas regirá siempre los casos en que el razonamiento no sabe ya qué hacer.

Lugones se rió de mi empeño en ver a Diaz Vélez.

—¡Tenga culdado! Los perseguidos comienzan adorando a sus futuras víctinas. El se acordó muy bien de Vd.

—No es nada. Cuando lo vea me va a tocar a mi divertirme.

Pero no hallaba a Díaz Vélez. Hasta que un medio día, en el momento en que iba a cruzar la caile, lo vi en Artes. Caminaba hacia el norte, mirando de paso todas las vidrieras, sin dejar pasar una, como quien va pensando preocupado en otra cosa. Cuando lo distinguí yo había sacado ya el ple de la vereda. Quise contenerme, pero no pude y descendí a la calle, casi con un traspié. Me dí vuelta y niré el borde de la vereda, aunque estaba bien seguro de que no había nada. Un coche de plaza guiado por un negro con saco de lustrina pasó tancerca de mí que el cubo de la rueda trasera me rozó el pantalón. Detúveme de nuevo, seguí con los ojos las patas de los caballos, hasta que un automóvil me obligó a saltar.

Todo esto duró diez segundos, mientras Díaz continuaba alejándose, y tuve que forzar el paso. Cuando lo sentí a mi certisimo alcance todas mis inquietudes se fueron para dar lugar a una gran satisfacción de mí mismo.

Sentíame en hondo equilibrio. Tenia todos los nervios conscientes y tenaces. Cerraba y abría los dedos en toda su extensión, feliz. Cuatro o cinco veces en un minuto llevé la mano al reloj, no acordándome de que se me había roto.

Díaz Vélez continuaba caminando y pronto estuve a dos pasos detrás de él. Uno más y lo podía tocar. Pero al verlo así sin darse ni remotamente cuenta de mi inmediación, a pesar de su delírio de persecución y sicologías, regulé mí paso exactamente con el suyo. ¡Perseguido! ¡Muy bien!... Me fijaba detalladamente en su cabeza, sus codos, sus puños un poco de fuera, las arru gas transversales del pantalón en las corvas, los tacos, ocultos y visibles sucesivamente. Tenía la sensación vertiginosa de que antes, millones de años antes, yo habia hecho ya eso: encontrar a Díaz Vélez en la calle, seguirlo, alcanzarlo y una vez esto seguir detrás de é!—detrás. Irradiaba de mi la satisfacción de diez vidas enteras que no hubieran podido nunca realizar su deseo: ¿Para qué tocarlo? De pronto se me ocurrió que podría darse vuelta, y la angustia me apretó instantáneamente la garganta.

Pensé que con la laringe así oprímida no se puede gritar, y mi miedo único, espantablemente único, fué no poder gritar cuando se volviera, como si el fin de mi existencia debiera haber sido avanzar precipitadamente sobre él, abrirle las mandíbulas y gritarle desaforadamente en plena boca contándole de paso todas las muelas.

Tuve un momento de angustia tal que me olvidé de ser él todo lo que veía: los brazos de Díaz Vélez, las piernas de Díaz Vélez, los pelos de Díaz Vélez, la cinta del sombrero de Díaz Vélez, la trama de la cinta del sombrero de Díaz Vélez, la urdimbre de la urdimbre de Díaz Vélez...

Esta seguridad de que a pesar de mi terror no me había olvidado un momento de él, me serenó del todo.

Un momento después tuve loca tentación de tocarlo sin que él sintiera; y en seguida, lleno de la más grande felicidad que puede caber en un acto que es creación intrinseca de uno mismo, le toqué.el saco con exquisita suavidad, justamente en el borde inferior—ni más ni menos. Lo toqué y hundí en el bolsillo el puño cerrado.

Estoy seguro de que más de diez personas me vieron. Me fijé en tres: Una pasaba por la vereda de enfrente en dirección contraria a la nuestra, y continuó su camino dándose vuelta a cada momento con divertida extrañeza. Llevaba una vallja en la mano, que giraba de punta hacia mí cada vez que el otro se volvía.

La otra era un revisador de tranvía que estaba parado en el borde de la vereda, las piernas bastante separadas. Por la expresión de su cara comprendí que antes de que yo hiciera eso ya nos había observado. No manifestó la mayor extrañeza ni cambió de postura ni movió la cabeza, siguiéndonos, eso sí, con los ojos. Supuse que era un viejo empleado que habia aprendido a ver únicamente lo que le convenín.

El otro sujeto era un individuo grueso, de magnífico porte, barba catalana y lentes de oro.. Debia haber sido antes dueño de una casa mayorista. El hombre pasaba en ese instante a nuestro lado y me vió hacer. Tuve la seguridal de que se había detenido. Efectivamente, cuando llegamos a la esquina díme vuelta y lo ví inmóvil aún, mirándome con una de esas extrañezas de hombre honrado, trabajador y enriquecido que obligan a echar un poco la cabeza atrás con el ceño arrugado. El individuo me encantó. Dos pasos más adelante volvi el rostro y me reí en su cara. Vi que contraia más el ceño y se erguía dignamente como si dudara de ser el aludido. Hicele un ademán de vago disparate que acabó por desorientarlo.

Seguí de nuevo, atento únicamente a Díaz Vélez. Ya habíamos pasado Cuyo, Corrientes, Lavaile, Tucumán y Viemonte. La historia del saco y los tres mirones había sido entre estas dos últimas. Tres minutos después llegabamos a Charcas y allí se detuvo Díaz. Miró hacia Suipacha, columbró una silueta detrás de él y se volvió de golpe. Recuerdo perfectamente este detalle: durante medio segundo detuvo la mirada en un botón de mi chateco, una mirada rapidisima, preocupada y vago al mismo tiempo, como quien fijn de golpe la vista en cualquier cosa, a punto de acordarse de algo. En seguida me miró a los ojos.

—¡Oh, cómo le va—me apretó la mano, soltándomela velozmente. —No había tenido el gusto de verlo después de aquella noche... ¿Venía por Artes?

Sí, doblé en Viamonte y me aparé para alcanzarlo.

También tenía deseos de verlo.

— Yo también. No ha vuelto por lo de Lugones?

—Sí, y gracias por las chancacas; muy ricas, Nos callamos, mirándonos.

—¿Cómo le va ?—rompi sonriendo, expresándole en la pregunta más certeza de cariño que deseos de saber en realidad cómo se hallaba.

— Muy bien— me respondió en igual tono. Y nos sonreinos de nuevo.

Desde que comenzáramos a hablar yo había perdido los turbios centelleos de alegria anteriores. Estaba trauquilo otra vez: eso sí, lleno de ternura con Diaz Vélez, Creo que nunca he mirado a nadie con más agrado que a él en esa ocasión.

—¿Esperaba el tranvíu?

—Sí afirmó mirando la hora.—Al bajar la cabeza al reloj, vi rápidamente que la punta de la nariz le llegaba al borde del labio superior. Irradióme desde el corazón un ardiente cariño por Díaz.

—¿No quiere que tomemos café? Hace un sol maravilloso... Suponiendo que haya comido ya y no tenga urgencia..

—Sí, no; ninguna — contestóme con voz distraida, siguiendo con la vista un solo riel de la vía.

Volvimos. Posiblemente no me acompañó con decidida buena voluntad. Yo lo deseaba muchisimo más alegre y suti! —sobre todo esto último. Sin embargo, mi efnsiva ternura por él dió tal animación a mi voz que a las tres cuadras Diaz cambió. Hasta entonces no habia hecho más que extender el bigote derecho con la mano izquierda, asintiendo sin mirarme. De ahí en adelante echó las manos atrás. Al llegar a Corrientes no sé qué endiablada cosa le dije—se sonrió je un modo imperceptible, siguió alternativamente un rato la punta de mis zapatos y me lanzó a los ojos una fugitiva mirada de soslayo.

—¡Hum!.. ya empieza—pensé: Y mis ideas en perfecta fila hasta ese momento, comenzaron a cambiar de posición y entrechocarse vertiginosamente. Hice un esfuerzo para rehacerme y me acordé súbitamente de un gato plomo, sentado inmóvil en una silla, que yo había visto cuando tenía cinco años. ¿Por qué ese gato?... Silbe y callé de golpe. De pronto sonéme las narices y tras el pañuelo me reí sigllosamente. Como había bajado la cabeza y el pañuelo era grande, no se me veía más que los ojos. Y con ellos atisbé a Díaz Vélez, tan seguro de que no me vería, que tuve la tentación fulminante de escupirme precipitadamente tres veces en la mano y soltar la carcajada, para hacer una cosa de loco.

Ya estábamos en La Brasileña. Nos sentamos en la diminuta mesa, uno enfrente de otro, las rodillas tocando casi. El fondo verde nilo del café daba en la cuasi penumbra una sensación de húmeda y luciente frescura que obligaba a mirar con atención las paredes por ver si estaban mojadas.

Díaz se volvió al mozo recostado de espaldas y el pano en las manos cruzadas, y adoptó en definitiva una postura cómoda.

Pasamos un rato sin hablar, pero las moscas de la excitación me corrían sin cesar por el cerebro. Aunque estaba serio, a cada instante cruzábame por la boca una sonrisa convulsiva. Mordíame los labios, esforzándome—como cuando estamos tentados—por tomar una expresión natural que rompía en seguida el tic desbordante. Todaa mis ideas se precipitaban superponiéndose unas sobre otras con velocidad inaudita y terrible expansión rectilinea; cada una era un impulso incontenible de provocar situaciones ridículas y sobre todo inesperadas; ganas locas de ir hasta el fin de cada una, cortarla de repenteseguir esta otra, hundir los dos dedos rectos en los dosojos separados de Díaz Vélez, dar porque si un grito enorme tirándome el pelo; y todo por hacer algo absurdo,y en especial a Díaz Vélez. Dos o tres veces lo mirė fugezmente y bajć la vista. Debía de tener la cara encendida porque la sentía ardiendo.

Todo esto pasaba mientras el mozo acudía con su bandeja, servia el café y se iba, no sin antes echar a la calle una mirada distraída. Díaz continuaba desganado, lo que me hacía creer que cuando lo detuve en Charcas pensaba en cosa muy distinta que en acompañar a un loco como yo...

¡Eso es! Acababa de dar con la causa de mi desasuslego: Díaz Vélez, loco maldito y perseguido, sabia perfectamente que lo que yo estaba haciendo era obra suya.

«Estoy seguro de que mi amigo—se habría dicho—va a tener la pueril idea de querer espautarme cuando nos veamos. Si me llega a encontrar fingirá impulsos, sicologías. persecuciones; me seguirá por la calle haciendo muecas, me llevará después a cualquier parte, a tumar café»...

¡Se equivoca com—ple—ta—men—te!—le dije, poniendo los cudos sobre la mesa y la cara entre las inanios. Lo miraba sonriendo, sin duda, pero sin apartar mis pupilas de las suyas.

Díaz me miró sorprendido de verme salir con esa frase inesperada.

—¿Qué cosa?

—Nada, esto no más: ¡se equivoca com—ple—ta—men—te!

¡Pero a qué diablos se refiere! Es posible que me equivoque, pero no sé... Es muy posible que me equivoque. no hay duda!

—No se trata de que haya duda o que no sepa: lo que le digo es esto. y voy a repetirlo claro para que se dé bien cuenta: ¡se e—qui—vo—ca com—ple—ta—men—te!

Esta vez Diaz me miró con atenta y jovial atención y se echó a reir, apartando la vista.

—¡Bueno, convengamos!

—Hace bien en convenir porque es así—insisti, siempre la cara entre las manos.

—Creo lo mismo se rió de nuevo.

Pero yo estaba seguro de que el maldito individuo sabia muy bien qué le queria decir con eso. Cuanto más fijaba la vista en él, más se entrechocaban hasta el vértigo mis ideas.

—Di—az—Vé—lez—articulé lentamente, sin arrancar un instante mis ojos de sus papilas. Díaz no se volvió a i, comprendiendo que no le llamaba.

—Di—az—Vé—lez—repetí con la misma imprecisión extrana a toda curiosidad, como si una tercera persona invisible y sentada con nosotros hubiera deletreado su nombre.

Díaz pareció no haber oído. Y de pronto se volvió francamente; las manos le temblaban un poco.

—Vea! me dijo con decidida sonrisa.—Seria bueno que suspendiéramos por hoy nuestra entrevista... Usted está mal, y yo voy a concluir por ponerme como usted.

Pero antes es útil que hablemos claramente, porque si no no nos entenderemos nunca. En dos palabras: usted y Lugones y todos me creen persegnido. ¿Es cierto o no?

Seguía mirándome en los ojos, sin abandonar su sonrisa de amige franco que quiere dilucidar para siempre malentendidos. Yo había esperado muchas cosas, menos ese valor. Díaz me echaba, con eso sólo, todo su juego descubierto sobre la mmesa, frente a frente, sin perdernor un gesto. Sabia que yo sabia que quería jugar conmigo otra vez, como la primera noche en lo de Lugones ysin embargo, se arriesgaba a provocarine.

De golpe me serené; ya no se trataba de dejar correr las moscas subrepticiamente por el propio cerebro por ver qué harían, sino acallar el enjambre personal para oir atentamente el zumbido de las moscas ajenas.

Tal vez,—le respondi de un modo vago cuando concluyó.

—Usted creía que yo era perseguido, ¿no s cierto?

—Creia.

—¿Y que cierta historia de un amigo foco que le conté en lo de Lugones, era para burlarine de usted?

— Si.

—Perdóneme que siga. ¿Lugones le dijo algo de mi?

—Me dijo..

—¿Qué era perseguido?

—Sí, Y usted cree mucho más que antes que soy perseguido. ¿Verdad?

—; Exactamente!

Los dos nos echamos a reir, apartando al mismo tiempo la vista. Díaz llevó la taza a la boca, pero a medio camino noto que estaba ya vacía y la dejó. Tenia los ojos más brillantes que de costumbre y fuertes ojerasno de hombre, sino difusas y moradas de mujer.

— Bueno, bueno,—sacudió la cabeza cordialmente.—Es difícil que no crea eso. Es posible, tan posible como esto que le voy a decir, óigame bien: Yo puedo o no ser perseguido; pero lo que es indudable es que el empeño suyo es hacerme ver que usted también lo es, tendrá por consecuencia que usted, en su afán de estudiarme, acabará por convertirse en perseguido real, y yo entonces me ocuparé en hacerle muecas cuando no me vea, como usted ha hecho conmigo seis cuadras seguidas, hace media hora... Y esto también es cierto: los dos nos vemos bien; usted sabe que yo—perseguido real e inteligente,—soy capaz de fingir una maravillosa normalidad; y yo sé que usted—perseguido larvado — es capaz de símular perfectos miedos. ¿Acierto?

—Si, es posible haya algo de eso.

—Algo? No, todo.

Volvimos a reirnos, apartando enseguida la vista. De pronto puso los dos codos sobre la mesa y la cara entre jas manos, como yo un rato antes.

Y si yo efectivamente creyera que usted me persigne?

Vi sus ojos de arsénico fijos en los míos. Entre nuestras dos miradas no había nada, nada más que esa pregunta perversa que lo vendía en un desmayo de su astucia.

¿Pensó él preguntarme eso? No; pero su delirio estaba sobradamente avanzado para no sufrir esa tentación. Se sonreía, con su pregunta sutil; pero el loco, el loco verdadero se le había escapado y yo lo veía en sus ojos, atlsbándome.

Me encogí desenfadadamente de hombros, y como quien extiende al azar la mano sobre la mesa cuando va a cambiar de postura, cogí disimuladamente la azucarera.

Apenas lo hice, tuve vergüenza y la dejé. Díaz vió tods la maniobra sin bajar los ojos.

—Sin embargo, tuvo miedo—se sonrió.

—No le respondí alegremente, acercando más la silla — Fué una farsa, como la que podía hacer cualquier amigo mío con el cual nos viéramos claro.

Yo sabía bien que él no hacía farsa alguna, y que a través de sus ojos inteligentes desarrollando su juego sutil, el loco asesino continuaba agazapado, como un animal sombrío y recogido que envia a la descubierta a los cachorros de la disimulación. Poco a poco la bestia se fué retrayendo, y en sus ojos comenzó a brillar la ágil cordura. Tornó a ser dueño de sí, apartóse bien el pelo luciente y se rió por última vez levantándose.

Ya eran las dos. Caminamos hasta Charcas hablando de todo, en un común y tácito acuerdo de entretener la conversación con cosas bien naturales, a inodo del diálogo cortado y distraído que sostiene en el tranvía un viejo matrimonio.

Como siempre en esos casos, una vez detenidos ninguno habló nada durante algunos segundos, y también como siempre lo primero que se dijo nada tenía que ver con nuestra despedida.

—Malo, el asfalto—insinué con un avance del mentón.

—Sí, jamás está bien—respondió en igual tono.¿Hasta cuándo ?

—Pronto. ¿No va a lo de Lugones?

—Quién sabe... Digame: ¿dónde diablos vive Vd?

No me acuerdo.

—Le dí mi dirección.

— Piense ír?

—Cualquier día...

Al apretarnos la mano, no pudimos menos de mirarnos en los ojos y nos echamos a reír al mismo tiempo, por centésima vez en dos horas.

—Adlós, hasta siempre!

A los pocos metros písé con fuerza dos o tres pasos seguidos y volví la cabeza; Díaz se habia vuelto también. Cambiamos un último saludo, él con la mano izquierda, yo con la derecha, y apuramos el paso al mismo tiempo.

¡Loco, maldito loco! Tenía clavada en los ojos su mirada en el café: yo había visto bien, había visto tras el farsante que me argite, al loco bruto y desconfiado! Y me habia visto detrás de él por las vidrieras! Sentía otra vez ausi profunda de provocarlo, hacerle ver claro que él comenzaba ya, que desconfiaba de mí, que cualquier día iba a querer a hacerme esto.

Estaba solo en mi cuarto. Era tarde ya y la casa dormía: no se sentía en ella el menor ruido. Esta sensación de aislamiento fué tan nitida que inconscienteinente levanté la vista y miré a los costados. El gas incandescente iluminaba en fría paz las paredes. Mirė el pico y constaté que no sufría las leves explosiones de costumbre. Todo estaba en pleno silencio.

Sabido es que basta repetirse en voz alta cinco o siete veces una palabra para perderle todo sentido y verla convertida en un vocablo nuevo y absolutamente incomprensible. Eso me pasó. Yo estaba solo, solo, sulo... ¿Qué quiere decir solo? Y al levantar los ojos a la pieza vi un hombre asomado apenas a la puerta, que me miraba.

Dejé un instante de respirar. Yo conocia eso yu, y sabia que tras ese comienzo no está lejos el erizaiento del pelo. Bajé la vista prosiguiendo mi carta, pero vi de reujo que el hombre acababa de asomarse otra vez. ¡No era nada, nada! lo sabía bien. Pero no pude conteverme y miré bruscamente. Había mirado: luego estaba perdido.

Y todo era obra de Díaz; me había sobreexcilado con sus estúpidas persecuciones y lo estaba pagando. Simulé olvidarme y continué escribiendo; pero el hombre estaba allí. Desde ese instante, del silencio alumbrado, de todo el espacio que quedaba tras mis espaldas, surgió la aniquilante angustin del hombre que en una casa sola no se siente solo. Y no era esto únicamente: parados detras de mí había seres. Mi carta seguía y los ojas contimuaban asomados apenas en la puerta y los seres me tocaban casi. Poco a poco el hondo pavor que trataba de contener me erizó el pelo, y levantándome con toda la naturalidad de que se es capaz en estos casos, fuí a la puerta y la abrí de par en par. Pero yo sé a costa de qué esfuerzo pade hacerlo sin apresurarme.

No pretendí volver a escribir. ¡Diaz Vélez! No habia otro motivo para que mis nervios estuvieran asi. Pero estaba también completamente seguro de que una por una, dos por dos, me iba a pagar to.las las gracias de esa tarde.

La puerta de la calle estaba abierta aún y oi la animación de la gente que salía del teatro.—Habrá ido a alguno —pensé—. Y como debe tomar el tranvía de Charcas, es posible pase por aquí... Y si se le ocurre fastidiarme con sus farsas ridículas, simulando sentirse ya perseguido y sabiendo que yo voy a creer justamente que comienza a estarlo...

Golpearon a la puerta.

¡É! Dí un salto adentro y cerré la llave del gas. Quedéme quieto, conteniendo la respiración. Esperaba con la augustia a flor de epidermis un segundo golpe.

Llamaron de nuevo. Y luego, al rafo, sus pasos avallzaron por el patio. Se detuvieron en mi puerta y el intruso quedó inmóvil ante la obscuridad. No había nadie, eso no tenia duda. Y de pronto me llamó. ¡Maldito sea! ¡Sabía que yo lo oía, que habia apagado la luz al sentirlo y que estaba junto a la mesa sin moverme!; Sabía que yo estaba pensando justamente esto y que esperaba como una pesadilla oirme llamar de nuevo!

Y me llamó por segunda vez. Y luego, después de una pausa larga:

—¡Horacio!

¡Maldición!... ¿Qué tenía que ver mi nombre con esto? ¿Con qué derecho me llamaba por el nombre, él que a pesar de su infamia torturante no entraba porque tenía miedo! «Sabe que lo pienso en este momento, está convençido de ello, pero ya tiene el delirio y no va a entrar!» Y no entró. Quedó un instante más sin moverse del umbral y se volvió al zaguán. Rúpidamente dejé la mesa, acerquéme en puntas de pie a la puerta y asomé la cabeza. «Sabe que voy a hacer esto». Siguió sin embargo con paso tranquilo y desapareció.

A raíz de lo que me acababa de pasar, aprecié en todo su valor el esfuerzu sobrehumano que suponía en el perseguido no haberse dado vuelta, sabiendo que tras sus espaldas yo lo devoraba con los ojos.

Una semana más tarde recibía esta carta:

Mi estimado Quiroga:

Hace cuatra días que no salgo, con un fuerte resfrio. Si no teme el contagio, me daría un gran gusto viniendo a charlar un rato conmigo.

Suyo affmo.

L. Diaz Vélez.
La carta llegóme a las dos de la tarde. Como hacia frío y pensaba salir a caminar, fuí con rápido paso a lo de Lugones.

—Qué hace a estas horas? — me preguntó.

—Nada, Díaz Vélez le manda recuerdos.

—Todavia Vd. con su Díaz Vélez? — se rió.

—Todavía. Acabo de recibir una tarjeta suya. Parece que ya hace cuatro días que no sale.

Para nosotros fue evidente que ése era el principio del fin, y en cinco minutos de especulación a su respecto hicimosle hacer a Díaz un millón de cosas absurdas.

Pero como yo no conté a Lugones mi agitado día con aquel, pronto estuvo agotado el interés y me fui, Por el mismo motivo Lugones no comprendió poco ni mucho mi visita de esa tarde. Ir hasta su casa expresamente a comunicarle que Díaz le ofrecía més chancacas, era impensable; mas como yo me había ido en segulda, el hombre debió pensar cualquier cosa, menos lo que había en realidad dentro de todo eso.

A las ocho golpeaba en lo de Díaz Vélez. Di mi nombre a la sirvienta y momentos después aparecía una señora vieja de evidente sencillez provinciana — cabello liso y bata negra con interminable fila de botones forrados.

—¿Desea ver a Lucas?—me preguntó observándome con desconfianza.

—Sí, señora.

—Está un poco enfermo; no sé si podrá recibirlo.

Objetéle que, no obstante, había recibido una tarjeta suya. La vieja dama me observó otra vez.

—Tenga le bondad de esperar un momento.

Volvió y me condujo a mi amigo. Díaz estaba en cama, sentado y con saco sobre la camiseta. Me presentó a la señlora, y ésta a mí.

—Mi tía.

Cuando se retiró:

—Creí que vivía solo—le dije.

— Antes, sí; pero desde hace dos meses vivo con ella.

Arrime el sillón.

Ahora bien, desde que lo ví confirméme en lo que ya habíamos previsto con el otro: no tenía absolutamente ningún refrio.

—¿Bronquitis?...

—Si, cualquier cosa de esas..

Observé rápidamente en torno. La pieza se parecía a to las como un cuarto blanqueado a otro. También él tenia gas incandescente. Miré con curiosidad el pico, pero el suyo silbaba, siendo así que el mio explotaba. Por lo demás, bello silencio en la casa.

Cuando bajé los ojos a él, me miraba. Hacia seguramente cinco segundos que me estaba mirando. Detuve inmóvil mi vista en la suya y desde la raiz de la médula me subió un tentacular escalofrío: ¡Pero ya estaba loco! ¡El perseguido vivia ya por su cuenta a flor de ojo! ¡En su mirada no había nada, nada fuera de su fijeza asesina!

—Va a saltar—me dije angustiado. Pero la obstinación cesó de pronto, y tras una rápida ojeada al techo Díaz recobró su expresión habituai. Miróme sonriendo y bajó la vista.

—¿Por qué no me respondió la atra noche en su cuarto? rompió.

—No sé...

—¿Cree que no entré de miedo?

—Algo de eso...

—¿Pero cree que no estoy enfermo?

—No... ¿Por qué?

Levantó el brazo y lo dejó caer perezosamente sobre la colcha.

Hace un rato yo lo miraba...

—;Dejemos!... ¿quiere?...

—Se me había escapado ya el loco, ¿ verdad?...

— Dejemos, Díaz, dejemos !...

Tenía un nudo en la garganta. Cada palabra suya me bacia el efecto de un empujón más a un abismo inminente.

¡Si sigue, explota! ¡No va a poder contenerlo! Y entonces me di clara cuenta de que habíamos tenido razón:

¡Se había metido en cama de miedo! Lo miré y me estremeci violentamente: ¡ya estaba otra vez! ¡El asesino había remontado vivo a sus ojos fijos en mi!. Pero como en la vez anterior, éstos, tras nueva ojeada al techo, volvieron a la luz normal.

—Lo cierto es que hace un silencio endiablado aquíme dijo.

Pasó un momento.

—¿A Vd. le gusta el silencio ?

— Absolutamente, —Es una entidad nefasta. Da en seguida la sensación de que hay cosas que están pensando demasiado en uno... Le planteo un problema.

— Veamos.

Los ojos le brillabau de perversa inteligencia como en otra ocasión.

—Esto: Supóngase que Vd. está como yo, acostado, solo desde hace cuatro días, y que Vd.—es decir, yo, no he pensado en Vd. Supóngase que oiga claro una voz, ni suya ni mía, una voz clara, en cualquier parte, detrés del ropero, en el techo—ahí en el techo por ejemplollamándole. Y que lo insultan...

No continuo; quedó con los ojos fijos en el fecho, demudóse completamente de odio y gritó:

—¡Qué hay! ¡qué hay!

En el fondo de mi sacudida recordé instantáneamente sus miradas anteriores: ¡él oia en el techo la voz que lu insultaba, pero el que lo perseguia era yo! Quedébale aun suficiente discernimiento para no ligar las dos cosas, sin duda...

Tras su congestión. Diaz se había puesto espantosamenta púlido. Arrancóse al fin al techo y permaneció un rato inmóvil, la expresión vaga y la respiración agitada.

No podía estar más allí; eché una ojeada al velador y vi el cajón entreabierto.

En cuanto me levante— pensé con angustia—ne va a matar de un tiro». Pero a pesar de todo esto me puse de pie, acercandome para despedirmie. Díaz, con una brusca sacudida, se volvió a mí. Durante el tiempo que empleé en llegar a su lado su respiración suspendiose y sus ojos clavados en los míos adquirieron toda la expresión de los de un animal acorralado que ve llegar hasta él la escopeta en mira.

— Que se mejore, Díaz...

No me atreví a extender la mano; mas la Razón es cosa tan violenta como la Locura, y cuesta horriblemente pe:derla. Volvió en sí y me la dió él mismo.

—Venga mañana, hoy estoy mal...

—Yo creo...

—No, no, venga; ivenga!— concluyó con imperativa angustia.

Sali sin ver a nadie, sintiendo, al hallarme libre y recordar el horror de aquel hombre inteligentisimo peleando con el techo, que quedaba curado para siempre de gracias sicológicas.

Al día siguiente, a las ocho de la noche, un muchachio me entregó esta tarjeta:

Señor: Lucas insiste mucho en ver a Vd. Si no le fuera molesto le agradeceria pasara hoy por esta su casa.—Lo saluda atte.
Deolinda D. V. de Robian.

Yo habia tenido un día agitado. No podía pensar en Diaz sin verlo de nuevo gritando contra el techo. en aquela horrible pérdida de toda conciencia razonable.

Tenia los nervios tan tirantes que el brusco silbido de una locomotora los hubiera roto.

Fuí, sin embargo; pero mientras caminaba el menor ruido me sacudía dolorosamente. Y así, cuando al doblar la esquina vi un grupo delante de la puerta de Díaz Vélez, mis piernas se aflojaron—no de miedo concreto a algo, sino a las coincidencias, a las cosas previstas, a los cataclismos de lógica.

Oi un rumor de espanto alli:

¡Ya viene, ya viene! —Y todos se desbandaron haste el medio de la calle. «¡Ya está, está loco!»—me dije, con angustia de lo que podía haber pasado. Corri y en un momento estuve en la puerta.

Díaz vivía en Arenales entre Billinghurst y Coronel.

La casa tenía un hondo patio lleno de plantas. Como en él no había luz y sí en el zaguán, más allá de éste eran profundas tinieblas.

¿Qué pasa? pregunté. Varios me respondieron.

—El mozo que vive ahi está loco.

—Anda por el patio...

—Anda desnudo...

—Sale corriendo...

Ansiaba saber de su tia.

—Ahí está.

Me volví, y contra la ventana estaba llorando la pobre dama. Al verme redobló el llanto.

—¡Lucas!... se ha enloquecido!

—¿Cuándo?...

—Hace un rato... Salió corriendo de su cuarto..poco después de haberle mandado...

Senti que me hablaban.

—¡Olga, oiga!

Del fondo negro nos llegó un lamentable alarido.

—Grita así, a cada momento...

—¡Ahí viene, ahí viene!—clamaron todos, huyendo. No fuve tiempo ni fuerzas para arrancarme. Sentí una carrera precipitada y sorda, y Díaz Vélez, lívido, los ojos de fuera y completamente desnudo surgió en el zaguán, llevóme por delante, hizo una mueca en la puerta y volvió corriendo al patio.

—¡Salga de ahí, lo va a matar!—me gritaron.—Hoy tiró un sillón...

Todos habían vuelto, hundiendo la mirada en las tinieblas.

—¡Oiga otra vez!

Ahora era un lamento de agonía el que llegaba de allé:

— Agua ¡agua!...

— Ha pedido agua dos veces...

Los dos agentes que acababan de llegar habían optado por apostarse a ambos lados del zaguán, hacia el fondo, para estrujar al loco cuando se precipitara en él.

La espera fué esta vez más ansiosa aún. Pero pronto repitióse el atarido y tras él, el desbande.

—¡Ahí viene!

Díaz surgió, arrojó violentamente a la calle un jarro vacío, y un instante después estaba sujeto. Defendióse terriblemente, pero cuando se halló imposibilitado del todo dejó de luchar, mirando a umos y otros con atónita y jadeante sorpresa, mientras murmuraba:—Cruz ciablo... Cruz diablo, para todos... No me reconoció ni demuré más tiempo allí.

A la mañana siguiente fuí a almorzar con Lugones y' contéle toda la historia—serios esta vez.

—Lástima; era muy inteligente.

—Demasiado—apoyé, recordando.

Esto pasaba en Junio de mil novecientos tres.

—Hagamos una cosa me dijo aquél.—¿Por qué no se viene a Misiones? Tendremos algo que hacer por allá.

Fuimos, y regresainos a los cuatro meses; él con toda la barba, y yo con el estómago perdido.

Díaz estaba en un Sanatorio. Desde entonces — la crisis a que asistí duró dos dias—no había tenido nada. Cuando fuí a visitarlo me recibió efusivamente.

—Creia no verlo más. ¿Estuvo afuera?

—Sí, un tiempo... ¿Vanios bien?

—Perfectamente; espero sanar del todo antes de fin de año.

No pude menos de mirarlo.

—Sí — se sonrió.— Aunque no siento absolutamente nada, me parece prudente esperar unos cuantos meses.

Y en el fondo, desde aquella noche no he tenido ningua otra cosa.

—¿Se acuerda?...

—No, pero me contaron. Dabería de quedar muy gracioso desnudo.

Nos entretuvimos un rato más.

—Vea—ne dijo seriamente al despedirnos—. Voy a pedirle un favor: Venga a verme a menudo. No sabe el fastidio que me dan estos setores con sus inocentes cuestionarios y trampas... Lo que consiguen es agriarme, suscitándome ideas de las cuales no quiero acordarme. Estoy seguro de que en una compañía un poco más inteligente me curaré del todo.

Se lo promneti honradamente. Durante dos meses volví con frecuencia, sin que acusara jamás la menor falla, y aún tocando a veces nuestras viejas cosas.

Un día hallé con él a un médico interno. Díaz me hizo una ligera guiñada y me presentó gravemente a su tutor. Charlamos bien como tres amigos juiciosos. No obstante, notabu en Díaz Vélez— con algún placer, lo confieso cierta endiablada ironía en todo lo que decia a su médico. Encaminó hábilmente la conversasión a los pensionistas y pronto puso en tablas su propio caso.

—Pero Vd. es distinto — objetó el galeno. —Vd. está curado.

—No tanto, puesto que consideran que aún debo estar aquí.

—Simple precaución... Vd. mismo comprende.

—¿De que vuelva aquello...? Pero ¿Vd. no cree que será imposible, absolutamente imposible conocer nunca cuando estaré cuerdo — sin precaución, como Vd. dice?

¡No puedo, yo creo, ser más cuerdo que ahora!

— Por ese lado, no! — se rió alegremente.

Díaz torno a hacerme otra perceptible guiñada.

—No me parece—continuo—que se pueda tener mayor cordura consciente que ésta—permítame: Ustedes saben, como yo, que he sido perseguido, que una noche tuve una crisis, que estoy aquí hace seis meses, y que todo tiempo es corto para una garantía absoluta de que las cosas no retornarán. Perfectamente. Esta precaución seria sensata si yo no viera claro todo esto y no argumentara buenamente... Sé que Vd. recuerda en este momento las locuras lucidas, y me compara a aquél loco de La Piata que normalmente se burlaba de una escoba a la cual creía su mujer en los malos momentos, pero que riéndose y todo de si mismo, no apartaba de ella la vista, para que nadie la tocara... Sé también que esta perspicacia excesiva para seguir el juicio del médico mientras se cuenta el caso hermano del nuestro es cosa muy de loco... Y la misma agudeza del análisis no hace sino confirmarlo. . Pero — aun en este caso de qué manera, de qué otro modo podría defenderse un cuerdo?

— ¡No hay otro, absolutamente otro!—se echó a reir el interrogado. Diaz me miró de reojo y se encogió de hombros sonriendo.

Tenía el deseo de saber que pensaba el médico de esa extralucidez. En otra época yo la había apreciado a costa del desorden de todos mis nervios. Echéle una ojeada, pero el hombre no parecía haber sentido su in fluencia. Un momento después salíamos.

—¿Le parece?...—pregnnté al siquiatra.

—Hum!.. creo que sí... — me respondió mirando al patio de costado. Volvió bruscamente la cabeza.

—¡Vea, vea!—me dijo apretándome el brazo.

Díaz Vélez, pálido, los ojos dilatados de terror y de odio, se acercaba cautelosamente a la puerta, como seguramente lo había hecho siempre—mirándome.

—¡Ah! bandido—me gritó levantando la mano —¡Hace ya dos meses que te veo venir!...