Los pescadores de trépang/XVIII
LAS TORTUGAS
L
a construcción aérea, acribillada de flechas encendidas, ardía por varios sitios. El techo, que era de bambúes cubiertos de paja, se había incendiado también por los dos extremos y el fuego había prendido hasta en la barandilla del corredor.Las llamas, alimentadas por tantas materias combustibles, adquirían enorme desarrollo e iluminaban todo el campo circunvecino con sus rojizos resplandores. Una densa nube de humo tachonada de chispas, que saltaban en todas direcciones, se levantaba en el espacio. El fuego había prendido también en la plataforma inferior.
El Capitán y sus compañeros, imposibilitados ya de seguir en aquella hoguera, salieron al corredor a través de las llamas y de la humareda.
Al verlos los piratas, salieron de los matorrales lanzando gritos de triunfo y blandiendo sus parangs en son de amenaza.
—¡Canalla!—gritó Van-Horn—. ¡Ahí va eso!
El salvaje más cercano, herido por la bala del piloto, cayó a tierra dando un alarido de desesperación.
Aprovechando la confusión producida por aquel tiro, los sitiados echaron con rapidez las pértigas que servían de escalas, y dos a dos se deslizaron por ellas llegando a la primera plataforma envueltos en fuego y en humo.
Los piratas, que se habían detenido algunos minutos ante el cadáver de su compañero, volvieron a la carga furiosamente, pero momentos después retrocedieron rápidamente.
A lo lejos, hacia el río, se habían oído gritos, que se hacían cada vez más fuertes. ¿Qué ocurría al otro lado de la selva? Algo muy grave, sin duda, pues los sitiados vieron a sus enemigos volverse en tropel al bosque y huir como gamos hacia el Este.
—¡Se van!—exclamó Cornelio, admirado.
—Déjalos ir—gritó el Capitán—. Y bajemos, que la choza se va a desplomar sobre nosotros.
Llegaron a tierra y se alejaron a toda carrera en dirección opuesta a los piratas. Sólo se detuvieron cuando llegaron al lindero del bosque.
La casa aérea seguía ardiendo y amenazaba desplomarse de un instante a otro. Las llamas subían, bajaban y se enroscaban como serpientes, lanzando al aire nubes de humo y constelaciones de chispas.
El techo se había hundido; las dos plataformas, ya casi destruídas, caían a pedazos, y los bambúes, consumidos en su extremidad superior y en su punto de apoyo, se venían al suelo con gran estrépito.
—¡Ya era tiempo!—exclamó Cornelio—. Pocos minutos más, y hubiéramos caído al suelo medio quemados, desde una altura de cincuenta pies.
—¿Pero por qué han huído los piratas, cuando ya nos tenían en sus manos?—preguntó Hans.
—Por el lado del río ocurre algo grave—dijo el Capitán—. ¿No oís voces?
—Sí; parece que se está riñendo allí una batalla—dijo Horn—. ¿Habrán sido atacados los piratas?
—Pero ¿por quién?—preguntó Hans.
—Por alguna tribu enemiga—respondió el Capitán—. Como os he dicho, los habitantes del interior están en continua guerra con los de la costa.
—Pues el ataque no ha podido ser más oportuno para nosotros—observó Cornelio—. ¿Oís?
Hacia el río se oía terrible clamoreo: eran gritos feroces, más de fieras que de seres humanos, y de vez en cuando sonaba un ruido como de tambor u otro instrumento análogo. Debía de estarse combatiendo allí encarnizadamente.
—No hay duda... es un combate—dijo el Capitán—. Alguien ha caído sobre los piratas por la espalda: quizás hayan sido los arfakis o los alfuras.
—¿Y los vencedores vendrán luego a atacarnos a nosotros?—preguntó Cornelio—. Las llamas de esa choza puede atraerlos, tío.
—Tienes razón; alejémonos de aquí cuanto antes, y dejémosles matarse a su gusto.
—¿Y la chalupa?—preguntó Van-Horn.
—Volveremos a buscarla cuando podamos.
—¿Y la encontraremos entonces?
—Confiemos en que no hayan dado con ella los piratas. Si la descubrieran, sería para nosotros un verdadero desastre.
—Como que no podríamos salir de esta tierra ni llegar a Timor.
—Vamos, amigos, antes de que lleguen los piratas o sus adversarios.
Busquemos un arroyo para beber y frutas con que calmar el hambre.
Entraron en la selva y se pusieron en marcha, procurando dirigirse hacia el Oeste. La espesura era tal, que reinaba allí la oscuridad más completa. La luz de la luna, interceptada por los árboles, no podía romperla; pero bien pronto los ojos de los náufragos se acostumbraron a ella y pudieron avanzar con relativa rapidez, a pesar de las enormes raíces, las plantas trepadoras y las lianas que les cerraban el paso, obligándoles a dar largos rodeos.
Los gritos de los combatientes seguían oyéndose por el lado del río; pero a medida que los náufragos se alejaban en dirección contraria, se iban debilitando. A la media hora de marcha apenas se sentían, y poco después se apagaron por completo. ¿Habría terminado la lucha? No podían saberlo, pero su resultado les era indiferente, pues tan enemigos suyos eran los unos como los otros.
Hacia media noche, después de cinco o seis millas de camino, llegaron los fugitivos a la orilla de un arroyo que corría entre bancos de arena y plantas acuáticas. Sus orillas estaban cubiertas de vegetación espesísima.
—Detengámonos aquí—dijo el Capitán—. No tengo por probable que nos alcancen.
Bajaron al arroyo y saciaron la sed. Después se dedicaron a buscar frutas para aplacar el hambre. No les fué difícil hallarlas, contando, como cuenta, la flora papú con variedad infinita de plantas silvestres de frutos comestibles, y de excelente sabor algunos.
En las mismas orillas de aquel arroyo abundaban los mangos, fruta deliciosa; había también pombos, especie de cidros enormes, tamaños como melones, también muy sabrosos. Los árboles que los producen llevan el nombre botánico de citrus decumanus.
Ya bebidos y comidos, y sintiéndose tranquilos por el silencio profundo que reinaba en la selva y en las orillas del riachuelo, se entregaron al sueño, que ningún suceso vino a turbar. Los gritos de una bandada de papagayos los despertaron al alborear el día.
—Hacía muchas noches que no descansábamos tan bien—dijo Cornelio estirándose—. Ya era hora de que los piratas nos concedieran algún reposo.
—¿Se oye algo?—preguntó el Capitán.
—Nada más que el griterío de las aves, tío. Parece que el combate acabó.
—Me alegraría de que hubiesen llevado los piratas la peor parte—dijo Van-Horn—. Así nos dejarían tranquilos para siempre.
—Pronto lo sabremos, viejo.
—¿Pensáis que volvamos al río, señor Stael?
—Sí, Horn. Estoy inquieto por nuestra chalupa.
—Pero nos dejaréis almorzar antes. Me siento flojo, y el estómago me pide algo más que frutas.
—El mío me pide unas chuletas—dijo Hans—. La caza no debe faltar en esta selva.
—Y la tenemos muy cerca—dijo el chino, que desde algunos minutos antes estaba observando las plantas acuáticas.
—¿Has visto algún animal?—le preguntó Cornelio, preparando el fusil.
—Mirad allí. ¿No veis moverse las plantas del río?
—Es verdad—dijo el joven—. ¿Habrá peces grandes en este arroyo?
—¿O cocodrilos?—exclamó Van-Horn.
—No—contestó el Capitán—. Allí tenemos un almuerzo espléndido, viejo mío.
Van-Stael no se equivocaba: a través de las plantas acuáticas se veía caminar por los bancos de arena unos animales raros, de forma redonda, un poco alargada, y provistos de patas cortas que parecían salir de una especie de escudo.
—¿Qué es eso?—preguntaron Cornelio y Hans.
—Tortugas—dijo Van-Stael.
—En Timor nunca he visto semejantes bichos, tío—dijo Cornelio.
—Pues los hay. Es un bocado superior, y vais a probarlo. ¡Ven acá, Horn!
Bajaron ambos hasta el banco, que llegaba a la mitad del río, y se precipitaron sobre las tortugas, que aún no se habían percatado de la presencia del enemigo. En un momento se apoderaron de dos de las más grandes, y las volvieron boca arriba para impedirles huir, mientras cogían otras; pero las demás se apresuraron a tirarse al agua, escondiéndose entre el limo y las plantas.
—Déjalas ir, Horn. Ya tenemos carne de sobra.
Llamaron en su ayuda a Cornelio y al chino, y entre todos transportaron las dos tortugas a la orilla. Tenían más de una vara de largo y como media de ancho, y no pesaría menos de un quintal cada una de ellas.
—Estos animales están acorazados—exclamó Cornelio, que los examinaba con curiosidad.
—Y su coraza está hecha a prueba de hacha, sobrino—dijo el Capitán.
—¿Y cómo hay aquí estas tortugas? Me han dicho que sólo viven en el mar, tío.
—Las hay de muchas especies: unas, terrestres, que son las más comunes, gruesas, cortas y con las patas parecidas a troncos; otras, de lagunas y pantanos, que son las más pequeñas; otras de río, y por último otras de mar. En esta isla abundan todas las especies, y los salvajes hacen gran consumo de ellas, pues su carne es superior.
—¿Y de qué se alimentan?
—De yerbas, raíces, lombrices, insectos acuáticos, algas marinas y pequeños crustáceos.
—¿Las hay también en otros países?
—Sí, Cornelio: las hay en Asia, en África, en Europa, y sobre todo en la América meridional.
—¿Tan grandes como éstas?
—Las hay más pequeñas, y también mucho mayores. Las que viven en los bosques de la cadena del Himalaya dan doscientas cincuenta libras de carne, sin contar el peso del caparazón, que es respetable; pero las más grandes son las llamadas elefantinas, que se encuentran en África, en el canal de Mozambique, en la isla de Madagascar y en las de la Reunión y Borbón.
Son largas como éstas, pero muchísimo más voluminosas: algo así como una bota de vino de mediano tamaño. Además, son tan fuertes y robustas, que pueden llevar encima un muchacho sin que, en apariencia, les estorbe para andar.
En la isla de los Galápagos las hay grandísimas, verdaderos monstruos antediluvianos contemporáneos del mamuth.
Las conchas de algunas especies como el carey, son muy apreciadas, y se hacen de ellas peines, mangos de cuchillo y mil otros objetos de lujo.
Algunas especies fluviales dan una concha hermosísima que se paga muy cara; otras dan un aceite finísimo, transparente y realmente exquisito.
De estos pobres anfibios se hace un consumo enorme, y si continúa la destrucción, antes de muchos años desaparecería la especie. En América comienza ya a escasear.
—Dicen que los pescadores de tortugas no las matan siempre—dijo Van-Horn.
—Es cierto—respondió el Capitán—. Primero examinan su cuerpo para asegurarse de la belleza de la concha, y practicándole una incisión junto a la cola ven la calidad y cantidad de aceite que puede producir.
Si es escasa o de inferior calidad y además el animal está delgado, vuelven a darle libertad para que engorde.
—¿Y si, estando delgadas, tienen la concha hermosa?
—Lo privan de la concha, y lo dejan ir.
—Pero morirá en seguida, después de tan espantosa mutilación.
—No, Cornelio. Aun privado de la concha, que fué su cuna y que debía ser su sepulcro, el pobre anfibio vive. Va a esconderse en alguna hendidura y permanece en ella sin salir más que lo preciso, hasta que poco a poco le nace otra concha, que nunca es tan hermosa ni tan fina como la primera.
—¡Pobres animales! Pierden su casa, y sólo logran, después de muchos sufrimientos, otra más fea e incómoda.
—Pero viven, y ocultan su cuerpo deforme y su concha opaca y fea en las aguas de los ríos.
—Deben sufrir un martirio atroz, tío—dijo Hans.
—Cierto; especialmente cuando el cuchillo del cazador les priva de su vivienda. Pero, Van-Horn; que te olvidas del almuerzo.
—Es verdad, Capitán—contestó el piloto.
Ayudado por el chino, hizo un montón de ramas secas y encendió un alegre fuego. Cuando estuvo casi hecho brasas, decapitó una de las tortugas de una cuchillada, y sin extraer la carne de la concha la puso al fuego.
Bien pronto se esparció por la selva un olor apetitoso. La tortuga se cocinaba en su concha asándose en su propia grasa.
Cuando estuvo a punto, el piloto rompió la concha a hachazos y extrajo la carne, que dió de comer a sus compañeros.
No hay que decir que todos ellos hicieron honor al asado, después de veinte horas de ayuno. Se comieron la mitad de la tortuga, reservando para otra comida la otra mitad.
Terminada la comida, el Capitán y el piloto encendieron sus pipas, dando en seguida la orden de marcha, que emprendieron al punto, sin abandonar la segunda tortuga, que debía constituir el alimento del siguiente día.
Caminaron de prisa, pero con cautela, y a medio día llegaban al lugar de la orilla del río donde esperaban encontrar la chalupa.