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Los pescadores de trépang/XXIII

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XXIII.—L O S   P R I S I O N E R O S

EL piloto no se había equivocado. Aquella selva estaba tan llena de obstáculos, que no hubieran podido vencerlos ni aun arrastrándose como serpientes, y que iban a obligarles a dar inmensos rodeos.

Hay muchísimas variedades de la planta de la pimienta—el piper nigrum, el piper lungun, el magro piper y otras—y crecen en la India, en Ceilán, en las Guayanas y en muchas de las Antillas; pero la Malasia es su verdadera patria.

Son plantas silvestres parecidas a la vid, pero requieren cuidadosas atenciones si se quieren obtener grandes productos de ellas. De sus flores, que no tienen cálices y que se agrupan en largas guirnaldas blancas, salen las habas, que primero son verdes, después rojas y por último amarillas. Coséchanse antes de que maduren del todo y se secan al sol o a fuego lento, adquiriendo color negruzco y aspecto rugoso.

Hablamos de la pimienta negra, que es la mejor; la blanca, que es menos ardiente y aromática, se obtiene dejándola madurar hasta cierto punto, macerándola por uno o dos días en agua de cal para que pierda la cascarilla externa, y secándola después como la pimienta negra.

Es raro que este mísero grano haya sido bastante para poner en comunicación, desde los tiempos más remotos, a los habitantes de Europa con los de la India. Ya en el tiempo de los romanos era un artículo importantísimo, que se expedía en grandes remesas desde la India y llegaba a Europa a través del Océano Indico y el mar Rojo. Pagábasela a tan altos precios, que se hizo proverbial su carestía. Para ponderar el alto valor de una cosa se decía que era cara como la pimienta.

El papú, Cornelio y Van-Horn, tropezando y cayendo, y mareados por el olor acre de la pimienta, iban abriéndose camino a hachazos, avanzando poco a poco y descansando a cada instante para limpiarse el sudor que les inundaba, pues el calor era insoportable en lo interior de la selva.

Poco después de mediodía llegaron los viajeros a lugares más transitables, aunque siempre dentro del bosque.

—¡Ya era tiempo!—exclamó Cornelio entre uno y otro estornudo—. ¡Por poco me ahogo ahí dentro!

—¡Yo estoy humeando!—decía el piloto—. ¡Si no estoy cocido, me falta poco! Descansaremos un rato antes de emprender de nuevo el camino.

Disponíanse a seguir este consejo, cuando vieron al papú esconderse de un salto en la yerba.

—¿Qué ocurre?... ¿Llegan los arfakis?—preguntó Cornelio, mirando en derredor suyo.

—No veo a nadie—contestó el viejo.

Pero en seguida se agachó bruscamente, haciendo señas a Cornelio de que le imitara, e indicándole, al mismo tiempo, que dirigiese la vista hacia lo alto de un árbol.

Cornelio miró en la dirección que Horn le indicaba, y no pudo reprimir un grito de sorpresa.

Quince o veinte aves se habían posado en una gruesa rama, y se peinaban al sol su plumaje ¡pero qué plumaje! Las tintas más espléndidas, los reflejos más brillantes y variados, todos los colores del prisma se confundían en aquellas plumas.

Eran algo mayores que pichones, casi del tamaño de gallinas, con la cabeza de un amarillo dorado en la parte inferior y verde oro en la superior; el dorso era castaño con reflejos también dorados, la cola rizada, de tonos multicolores, lo mismo que las alas, de debajo de las cuales les salían como una especie de borlas de fino plumón amarillo pálido con reflejos plateados.

Alumbrados por los rayos del sol, que producían en aquellas soberbias tintas reflejos brillantísimos, no parecían aves, sino ramilletes de flores salpicados de pedrería.

—¡Qué soberbios volátiles!—exclamó Cornelio—.

Nada he visto en mi vida más hermoso, ni creo que lo haya en toda la redondez de la Tierra.

—Es verdad, señor—dijo Van-Horn—. No hay aves que superen a éstas en hermosura. Con razón se las llama aves del paraíso.

—¡Ah! ¿Estas son las famosas aves del paraíso?

—Sí, señor Cornelio.

—Siendo tan hermosas, no deben ser desagradables al paladar.

—Son deliciosas, y de carne perfumada, pues se alimentan de nueces moscadas y de flores de pimienta. Nuestro amigo el papú parece que codicia sus plumas. Miradle cómo acecha a esas aves.

—¿Y para qué quiere las plumas?

—Ya os lo diré. Ahora lo oportuno es hacer fuego, antes de que huyan.

Apuntando con gran cuidado hicieron fuego simultáneamente.

Dos aves, heridas de muerte, cayeron al suelo, mientras las otras, espantadas por la detonación, huían como un grupo de flores.

Cornelio se apresuró a recoger la presa, examinándola con curiosa atención, mientras Van-Horn, que pensaba más en la carne que en las plumas, encendía una alegre hoguera.

El papú, que parecía contentísimo del resultado de aquel doble disparo, se puso a desplumar delicadamente una de las aves, amontonando con gran cuidado las hermosas plumas.

—¿Y qué hará con ellas?—preguntó Cornelio—. ¿Adornarse quizá la cabellera?

—No, señor Cornelio. Imitará con esas plumas dos aves del paraíso, que venderá luego a los chinos, a los malayos o a nuestros compatriotas.

—¿Que imitará dos aves?

—Esa es la palabra, señor Cornelio—contestó Horn, riéndose.

—No te comprendo.

—Me explicaré mejor. Las aves del paraíso son muy solicitadas, lo mismo por los chinos, que las quieren para adornar sus estancias, que por los europeos, que las venden a los grandes museos o a los negociantes en plumas de lujo.

Los chinos, y sobre todo los malayos, vienen a adquirirlas a Nueva Guinea o a las islas Arrú, pues no se crían en otros sitios, y las pagan muy bien. Tentados por la codicia, los papúes persiguen encarnizadamente a esas aves.

Para no destrozarlas o echar a perder su plumaje con las flechas, las cazan con cerbatana, lanzándoles cañitas sutilísimas que llevan una bolita de creta en la punta. También les lanzan, por medio del arco, unas flechitas formadas de nervios de hojas.

Otra manera que emplean para cazarlas consiste en apostarse al acecho al píe de los árboles donde descubren que duermen y en sorprenderlas en su sueño agarrándolas con la mano.

—¡Buen procedimiento!—exclamó Cornelio.

—Con semejante guerra de exterminio las aves del paraíso comienzan a escasear, y los papúes recurren al engaño.

Como esos pájaros cambian de plumaje una y aún dos veces al año, los indígenas recogen con gran cuidado esas plumas, y, las arman, con gran habilidad, en los cuerpos de cualquiera otra ave parecida a la del paraíso. Y hacen tan admirablemente esas imitaciones que se hace muy difícil notar el engaño, y os aseguro que en muchos museos de zoología figuran palomas disfrazadas con el nombre de aves del paraíso.

—¿Y los malayos lo saben?

—No ignoran que los papúes falsifican esos volátiles; pero no los pueden distinguir de los verdaderos.

—Entonces nuestro amigo, el papú, con esas plumas imitará dos aves.

—Y hasta cuatro, señor Cornelio, y obtendrá a cambio de ellas buenas botellas de licor o armas.

En tanto que los dos europeos charlaban, el hijo del koranos[8] Uri-Utanate había empaquetado las plumas en una hoja y había puesto a asar las dos aves.

Media hora después, los tres la emprendían con el asado, que lanzaba un exquisito olor a nuez moscada; y acabada la comida, se ponían en marcha, pues estaban impacientes por llegar al bosquecillo y reunirse a sus compañeros.

La selva no era tan espesa como antes, aunque abundaban las plantas trepadoras conocidas por los malayos con el nombre de giunta wan (urcola elastica) perteneciente al género de las apocíneas, que producen una especie de goma que se utiliza también como alimento.

Tampoco escaseaban los rotangs (calamus), lianas o bejucos delgados, pero que alcanzan la inverosímil longitud de ochocientos y hasta mil pies. Había, no obstante, en la selva muchos claros que permitían a los náufragos marchar cómodamente.

El papú, verdadero hombre de los bosques, los guiaba sin vacilar un momento, yendo siempre por un camino más o menos recto, pero que infaliblemente debía conducirlos al bosquecillo de nueces moscadas. De vez en cuando miraba al sol para guiarse, y en seguida redoblaba el paso separando las ramas o cortando los bejucos que podían molestar a sus salvadores.

Hacia las tres de la tarde dirigió una larga mirada en torno suyo, y dijo mirando a Van-Horn: —El bosquecillo está allí, detrás de aquel teck.

—¡Ya están bien cerca, señor Cornelio, y oirán un disparo!—gritó el piloto.

—¡Ah!—exclamó Cornelio—. ¡Al fin voy a volver a ver a mi tío y a Hans!

Levantó el fusil y lo descargó al aire; pero no le respondió ninguna detonación. El piloto y el joven se miraron con gran ansiedad.

—Nada—dijo el viejo, poniéndose pálido.

—¿Habrán partido?

—No lo sé; pero mis inquietudes redoblan.

—¿Estarán, tal vez, dormidos?

—¿A estas horas? No son más que las tres, señor Cornelio.

—Habrán salido en nuestra busca.

—Es posible; y aun creo que encontraremos alguna señal. Corramos.

Precedidos por el papú se dirigieron a la carrera hacia el bosquecillo, adonde llegaron bien pronto, pues el indígena, que comprendió que algo grave debía de haber sucedido, los guió sin vacilar.

Cornelio y Van-Horn se detuvieron ante los árboles. Ambos estaban muy pálidos y dirigían ansiosas miradas a aquellos árboles; pero ni uno ni otro vieron a nadie. Solamente las palomas coronadas ocupaban las ramas, comiendo las exquisitas frutas.

—¡Ya no están aquí!—exclamó sollozando el joven.—¡Dios mío! ¿Dónde los encontraremos?

—Veamos, señor Cornelio. No es posible que se hayan marchado, sin dejar aquí algo para nosotros.

Entraron bajo los árboles y llegaron al sitio en que habían acampado el Capitán, Hans y el chino. Se veían aún algunas huellas: trozos de pan de sagú, cenizas, una pequeña choza medio caída, plumas de palomas, pero nada más.

—¡Nada! ¡Ni un papel que nos indique el camino que han seguido!—exclamó Van-Horn con desesperación.

A poco, mientras él y Cornelio registraban entre la yerba, vieron al papú, que se había alejado para buscar las huellas del Capitán, volver corriendo, con la ansiedad pintada en el semblante.

—¡Allí!—gritó señalando al piloto el lindero de la gran selva.

—¿Qué has visto?—le preguntó Horn, que tuvo un momento de esperanza—.

¿Hombres blancos, quizá?

—No; pero venid.

Cornelio y Hans lo siguieron, llegando hasta un grupo de enormes duriones. Allí, con gran angustia, vieron en el suelo algunos panes de sagú pisoteados, balas de fusil, un pedazo de paño que reconocieron como perteneciente al traje del Capitán, y el sombrero del chino; observaron, además, algunas flechas clavadas en los troncos de los árboles, una maza medio rota y cuerdas de fibras de rotang.

—¿Qué ha pasado aquí?—exclamó Cornelio con voz ronca.

—¡Aquí ha habido un combate!—respondió Horn mesándose el cabello—.

¡Los salvajes han acometido a nuestros compañeros!

—¡Y tal vez mi tío, mi hermano y el chino han sido muertos!

—¡No!... ¡Esperad!...

El piloto se precipitó entre la yerba y recogió un trozo de carta arrugado, que había al pie de un árbol. En él se veían algunas palabras escritas con el zumo de una planta.

—Leed, señor Cornelio—le dijo, intregándole el pedazo de papel.

El joven lo estiró, y leyó: "Prisioneros de los salvajes. Nos llevan hacia el Durga.—Van-Stael."

—¡Han sido sorprendidos y hechos prisioneros—exclamó Horn—; ¿pero, por quiénes? ¿Por los papúes o por los arfakis? ¿Los harán esclavos, o se los comerán?... ¡Uri-Utanate!

El papú pareció no haberle oído: había arrancado una flecha clavada en un tronco, y la miraba con atención.

—¡Uri-Utanate!—repitió el marino.

Esta vez el salvaje le oyó, y se le acercó diciéndole: —Yo conozco esta flecha.

—¿La conoces?—exclamó Van-Horn.

—Sí; y pertenece a los guerreros de mi tribu.

—¿Estás seguro de no equivocarte?

—No me engaño.

—¿Y por qué motivo los de tu tribu han llegado hasta aquí?

—Mi padre los ha conducido.

—¿Para sorprender a nuestros compañeros?

—No, porque no podía saber que estaban aquí, sino para salvarme de manos de los arfakis. Un compañero mío, que pudo huir cuando me hicieron prisionero, le habrá advertido de mi desgracia.

—¿Y si por vengar tu muerte mata a los nuestros?

—No; nosotros hacemos la guerra a los europeos porque nos han maltratado.

—¿Y los matará?

—Mi padre no mata a los prisioneros. No somos antropófagos tampoco: los hacemos esclavos.

—Pues nosotros los libraremos, aunque tengamos que incendiar tu aldea.

El papú se sonrió.

—El hijo de Uri-Utanate ha sido salvado por vosotros, y es vuestro esclavo. Cuando mi padre lo sepa, será amigo vuestro y os hará conducir a todos a vuestra patria.

—¿Está muy lejos el Durga?

—A dos jornadas de marcha.

—¿Cuándo crees que fué el asalto?

—Al alba, porque estas ramas tronchadas están aún húmedas de savia. Si hubiera sido ayer, ya estarían secas.

—Señor Cornelio; partamos sin perder un minuto—dijo el piloto—.

Dentro de cuarenta y ocho horas abrazaremos al Capitán, a Hans y al chino.

—¡En marcha, Van-Horn! Me siento tan fuerte ahora, que andaría diez leguas sin detenerme.

Recogieron los panes de sagú esparcidos entre la hierba, y se pusieron en marcha penetrando en la gran selva, que se extendía hacia el Oeste.