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Los versos de cabo roto

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
LOS VERSOS DE CABO ROTO


(Tradición española)


Cuando (y ya hace fecha) éramos, en el colegio, estudiantes de literatura castellana, cascabeleábanos, no poco, la estructura de esta y otras espinelas que se encuentran en el Quijote del gran Cervantes:

Advierte que es desati-
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en la ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-,
que el que saca á luz pape-
para entretener donce-
escribe tontas y á lo-.

En ese siglo, en que los poetas derrochaban ingenio, escribiendo acrósticos, abusando de las paronamasias, ó inventando combinaciones rítmicas, más ó menos estrafalarias, cupo á Cervantes poner á la moda los versos llamados de cabo roto y de los que la décima que acabamos de copiar es una muestra.

Pero no fué el príncipe de los ingenios españoles, como generalmente se cree, el primero en escribir espinelas de esa especie. Fué á principios de 1605 cuando apareció en Madrid el Ingenioso hidalgo, y ya en el año anterior, habían profusamente circulado, en Sevilla, coplas de cabo roto.

Fundador de ese género singular de metrificación truanesca, fué un poeta calavera, que tuvo trágico fin. He aquí su historia, que extractamos de un antiguo periódico madrileño.

Vivía en Sevilla, en los comienzos del siglo xvii, un mozo inquieto y de lucido ingenio, llamado Alonso Alvarez de Soria, hijo de un jurado del mismo nombre. Burlón y maleante, gustábale el trato de la gente perdida, y había contraído el hábito de mofarse de todos. Para extremar sus burlas y darlas mayor escozor, inventó una jamás oída manera de versos, los de cabo roto, hecha observación de que los brabucones y ternejales de Triana solían comerse las últimas sílabas de un período, para hacer más huecas sus fanfarronerías.

En 1603, y en una décima de cabo roto, ridiculizó Alonso Alvarez el haber sometido Lope de Vega su libro El Peregrino á la censura del poeta Arguijo, buscando mentidos elogios, antes que advertencia y enseñanza.

Como el 25 de Septiembre de 1604 hubiesen disparado un pistoletazo á don Rodrigo Calderón que, juntamente con don Pedro Franqueza y don Alonso Ramírez del Prado, hacían tráfico infame de los destinos públicos, y Prado y Franqueza fuesen reducidos á prisión, conservándose don Rodrigo en la plenitud de su valimiento con el monarca, Alvarez no se pudo contener, y le envió al poderoso ministro una décima de cabo roto, aconsejándole pusiese la barba en remojo y se dispusiera para un funesto término. ¡Qué ajeno estaba el aconsejante de que él precedería á don Rodrigo en muerte ignominiosa!

Andaba por Sevilla un pobre ó bellaco, pidiendo limosna para San Zoilo, abogado de los riñones. Habíanle puesto los muchachos un feo nombre ó apodo: llamábanlo el Tío C...alzones. El pobrete se enfurecía, y los chicos le tiraban pelotas de lodo y aun peladillas de San Pedro. Algún vecino de buena alma, á fin de aplacarlo, le daba unos maravedises de linosna, y entonces el pedigūeño colocaba en el suelo la imagen del santo, bailaba alrededor de ella, y decía:—«Yo me llamo Juan Ajenjos, natural de Córdoba. y no soy el Tío C...alzones que decís.»

Pues Alonso Alvarez tuvo la fatal ocurrencia de poner ese propio mal nombre, nada menos que al Asistente de Sevilla don Bernardino de Avellaneda, señor de Castrillo. Cunde entre el vulgo, llega á oidos del Asistente, y jura su señoría que el malandrín poeta le ha de pagar caro la injuria. Promuévele un altercado en la calle; ordena á los alguaciles que lo lleven á la cárcel, por desacato á la autoridad; pone el amenazado pies en polvorosa; le sacan de Santa Ana, donde había tomado iglesia; enciérranle en un calabozo, y tras darle el Asistente tres horas para encomendarse á Dios, le cuelga, sin más proceso, de la horca. Justicia expeditiva.

En vano fué que, en la capilla, escribiese Alvarez el cristiano romance que así termina:

Muera el cuerpo que pecó,
pues bien la pena merece,
y vaya el alma inmortal
á vivir eternamente.

En vano todos los poetas sevillanos se arremolinaron pidiendo gracia para su camarada, llevando la voz el noble y famosísimo dramático don Juan de la Cueva, quien presentó al Asistente, por vía de memorial, este soneto, menos bueno que bien intencionado:

No des al fébeo Alvarez la muerte
¡oh gran don Bernardino! Así te veas
conseguir todo aquello que deseas,
en aumento y mejora de tu suerte.

El odio estéril en piedad convierte,
que en usar de él tu calidad afeas;
cierra el oído, ciérralo, no creas
al vano adulador que te divierte.

De ese que tienes preso, el dios Apolo
es el juez, no es sufragáneo tuyo;
ponlo en su libertad, dalo á su foro.


Vé que, de hacerlo así, de polo á polo
irá tu insigne nombre, y en el suyo
Hispalis te pondrá una estatua de oro.

El orgulloso resentimiento, la vanidad herida, son implacables. El Asistente se mantuvo inflexible, y el poeta Alvarez pereció en público y afrentoso cadalso. ¡Homo, humus; fama, fumus; finis, cinis!

En cuanto á los versos de cabo roto, de que él fué el inventor, á pesar del empeño de Cervantes por popularizarlos, puede decirse que no han hecho ni harán fortuna. Nacieron con desgracia.