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Luchana/IX

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IX

«¡Que si conozco al Sr. Negretti!... ¡Si era yo el obrero que más quería D. Ildefonso, y a D. Ildefonso le quería yo como a mi padre, por más que seamos los dos de la misma edad, año más, año menos! Y no se hallará otro, lo digo yo, que mejor entienda de todas las mecánicas del mundo, así como no le hay de tanta conciencia para el trabajo, pues a cuanto sale de sus manos o de las manos que obedecen su idea, no hay que ponerle pero... Es lo que el señor dice: tal hombre no cuadra en el servicio de aquella gente y de aquel Gobierno tan eclesiástico. Tanto a él, como a todos los demás que no éramos de Guipúzcoa, nos traían entre ojos, y como por la influencia del sacerdocio, que allí siempre está de centinela, había entre nosotros tantos soplones y cuenteros, pronto empezaron a decir si D. Ildefonso era masón volterano, que si no confesaba, que si tal... Hasta que un día, allá por Julio, hallándonos en Durango, los mequetrefes de la Comisión que son los registradores de cartas, todos ellos muy aclerigados, legos de convento, mandaderos de monjas y viceversa, salieron con la gaita de que D. Ildefonso se carteaba con ese Ministro de Madrid que les ha limpiado a los frailes el santo pesebre... Justo, el Sr. Mendizábal. Resultado: que al maestro le llevaron preso a Tolosa, por delito que llaman de lesa majestad. Salió a su defensa el Infante D. Sebastián, diciendo al Rey que cerraba la Maestranza si le quitaban al hombre que más valía en ella y que mejor hacía las cosas. Resultado: que le soltaron; pero no le dejaban vivir, y a donde quiera que iba le seguían dos o tres iscariotes, y el hombre andaba tan aburrido, que hasta perdió las ganas de comer. Por aquellos días nos pusieron un comandante nuevo de director de talleres. Era una acémila muy aclerigada, que no entendía jota de nuestro oficio. Había sido seminarista, ordenado de menores; después sirvió en las guerrillas de Guergué, y en la Corte tuvo padrinos de la camarilla frailuna que le hicieron capitán de golpe y porrazo; y como el Rey es así, que no ve más que por los ojos de cuatro cebones que están siempre gruñendo a su lado, aún pensaba que andaba corto en su carrera el tal Gorostia, en lengua de ellos acebo, y hágote comandante de ingenieros. Pues una mañana estábamos trabajando como locos para terminar unas granadas, cuando el tal comandante le dijo al maestro que aquello estaba mal: trabáronse de palabras, y D. Ildefonso, que es hombre de malas pulgas, de mucho pundonor, y tiene las manos de hierro, de tanto andar con él, le arreó una bofetada tan tremenda que le puso patas arriba, echando espumarajos por la boca. No le quiero decir a vuecencia la que se armó. Resultado: que a D. Ildefonso le metieron preso otra vez, y venga consejo de guerra, y vengan papeles... El hombre, cargado, dijo que se marchaba, y que la culpa tenía él por haberse metido al servicio de cosa tan desatinada como es la facción...

»Pues hay más, señor. Luego empezaron a buscarnos camorra a mí y a otros dos castellanos. Que si éramos de la cáscara amarga, masones o perdularios ateos. Yo no hacía caso, y seguía en mi trabajo. Pero un día me acusó un chico de Eibar de que yo había dicho no sé qué cosa de la Virgen... de esas expresiones que uno suelta sin pensar, cuando no le sale bien un trabajo, o cuando a uno le salta una brasa a la cara y le quema... pues de esas cosas que se dicen: total, nada. ¿Pero Señor, yo, buen cristiano siempre, cómo había de hablar mal de la Virgen? Y aunque algo dijera, es un suponer, no por eso deja uno de ser apostólico romano, al igual de ellos. Siempre he sido devoto de Nuestra Señora. Aquí, colgada de mi pecho, llevo, mírela usía, la medalla de la Pilarica, que me puso mi madre... Pues nada, que allí salió el capataz, uno de Lezo, que le llaman Choriya, de esos que se comen los santos, y amenazándome con un martillo, dijo que yo merecía que me atravesaran la lengua con un clavo ardiendo, por haber hablado de peinetas, nombrando a la Virgen; y yo le respondí que las peinetas eran para él, y tres más. Resultado: que me castigaron, y vino un capellán a echarme predicaciones, y lo mandé también a donde me pareció. Por esto, y porque a uno no le pagaban, resolví marcharme, y una noche me escapé con otros dos mozos, que también son de acá. No más, no más facción. Buen chasco nos habíamos llevado, pues creíamos que allá ganaríamos un jornal lucido, por ser aquello Reino pretendiente; pero nos salió la cuenta fallida, porque allí no hay más que miseria, malos tratos y desconfianza de todo el que ha mamado leche castellana, como yo, que en tierra de Burgos, donde mismamente estampó sus patas el caballo de Santiago, vine al mundo. Resultado: que hemos vuelto acá sin un maravedí, ladrando de hambre, y ahora nos vemos en nuestra tierra mal mirados por haber servido a ese pavo acuático, que antes cegará que verse Rey de las Españas.

»A eso voy, sí, señor... Ya, ya entiendo que lo que le interesa conocer es todo lo que yo sepa al tenor de la familia del Sr. Negretti. Voy a eso: bebamos otro poco, que esto da la vida. Una de las razones por que deseaba volverme a mi terreno, era el no ver tasado el vino, que allí se lo daban a uno por medida, y harto de agua, mientras que aquí lo bebemos de lo mejor sin pensar en que tiene fin... Pues voy a lo de la familia. Una sola vez vi a Doña Prudencia y a la sobrina. ¡Carachis, qué guapa es; vaya un golpe de ojos! Oí decir que en Madrid un señor príncipe estuvo loco de amores por ella, y que los padres de él, por quitarle de que se casara, le encerraron en una torre, donde se arrancó la vida; que a ella, para que se le pasara la ilusión de su príncipe, la trajeron acá, y qué sé yo qué más historias... ¡Ah!, ya me acuerdo: que la niña, a quien llaman Doña Laura o cosa así, es rica, pues su padre le dejó mucha pedrería fina de diamantes y topacios amarillos; pero que tenía más opulencia el príncipe, su novio, el cual sólo en tierras había de heredar media España y una porción de islas de mar adentro. No sé, señor: cosas que dicen los criados, y que serán mentira, pienso yo... Vi a la tía y sobrina en Elorrio; luego se fueron a Bermeo, y ya no sé más sino que D. Ildefonso iba allá los sábados para volverse los lunes. De su paradero hoy, no puedo decirle sino que cuando se retiró del servicio de la facción se fue a Bilbao, donde vive la familia de Prudencia. No he vuelto a ver al Sr. Negretti, ni he tenido de él más noticias que lo que decía este o el otro de mis compañeros, hablar por hablar...

-Haga usted memoria, Sr. Gay -dijo Fernando gozoso por lo que sabía, ansiando saber más-, y cuénteme todo lo que oyó, sin omitir nada, ni aun lo que charlaban sus compañeros sin conocimiento de causa, por presunciones o conjeturas.

-Ahora voy... Antes diré a usía una cosa que se me había olvidado. Por dos veces me preguntó el Sr. Negretti si yo conocía algún chico de confianza para mandarlo de propio, con carta de interés, a La Guardia, y yo le contesté que a ninguno conocía, como era la verdad. Digo esto, porque como el señor viene de La Guardia, y según parece ha estado allí tres meses largos, calculo yo si aquello que me preguntó el maestro tendría que ver con la persona de vuecencia.

-Indudablemente, el mensaje, carta, o recado era para mí; pero si al fin lo despachó Negretti, no llegó a La Guardia.

-No puedo asegurar a usía que D. Ildefonso llegara a mandar el propio; pero se me antoja que sí, porque había en Durango un tuerto recadista que iba por los pueblos con un niño Jesús pidiendo para el santuario de Iciar, y en aquellos días le vimos vestido con la ropa vieja de Negretti, y nos dijo que iba a dar la vuelta de Álava con su santirulico; después no le vimos más.

-Tampoco pareció por allá ese mensajero. Siga, siga, que aún le queda mucho en la memoria.

-Sigo. Pues en Durango dijeron que Doña Prudencia se veía y se deseaba para resguardar a la niña de tantísimo pretendiente como la acosaba, por el aquel de su hermosura... ¡Carape, qué boca de cielo, qué gancho! Un capitán de barco la vio, y quedó enamorado. Dos más de Bermeo, y un coronel carlista, la pidieron para esposa; pero ella diz que a ninguno hacía caso, motivado a que no podía echar de su pensamiento al príncipe difunto. De esto hablábamos los amigos de D. Ildefonso, y uno de nuestra pandilla, llamado Bachi guzur (Bautista el embustero), chico de mucha idea, a quien da el naipe por inventar cosas, nos decía: «Yo me pienso que el príncipe no se ha muerto, y que a ella le han dicho la mentira de la defunción para desenamorarla, porque así conviene a la familia; y apostaría yo a que el serenísimo galán anda de la ceca a la meca disfrazado, buscándola, al modo de lo que pasa en las historias inventadas, que a mí me parecen verdad; y creo que nada de lo que rezan los libros es mentira, o que las mentiras son verdades que se miran por el revés». Nada, señor: con estas habladurías nos entreteníamos a la salida del trabajo, y uno decía peras, otro decía higos, y pasábamos el rato... En fin, señor, creo haber declarado a vuecencia todo lo que sé. Si algo más me viene a la memoria, se lo diré esta tarde, en el presupuesto de que no se vaya hasta la noche o hasta mañana.

-Quisiera partir ahora mismo... yo soy así... ¿Cree usted que encontraré en Bilbao al Sr. Negretti?

-Seguro... Y si él no está, estará la familia, de contado. No tiene usía más que preguntar en Bilbao por la casa de los Arratias. Cualquier chico de las calles le dará razón. Es allí por la Ribera. No tiene pérdida.

-¿Y esos Arratias son...?

-Hermanos de Doña Prudencia. Tienen barcos que andan en la mar.

-Vamos, son armadores.

-Y comerciantes, que traen del Norte duelas, bacalao y toneles de una bebida que llaman cerveza, más amarga que los demonios; y arman también barcos chicos para la pesquería del escabeche... Si no estuvieran allí D. Ildefonso y su esposa y sobrina, los Arratias le darán razón cierta de dónde moran.

Consultado Gay acerca del camino más corto y más seguro para ir de Leciñana a la capital de Vizcaya, manifestó que aunque lo más derecho era tomar la vuelta de Orduña, no le aconsejaba tal camino, por estar toda aquella parte plagada de facciosos. «Tú ya sabes -dijo a su compadre-. Te vas derechito por esta orilla del Ebro, hasta Trespaderne, y allí tiras para arriba, a esta mano. ¿Sabes la sierra del Gato? Pues la vas faldeando. Pasas por Cebolleros, Villacomparada y Villamezán, y ya estás en tierra de Mena. De allí a Valmaseda es como andar por una calle. Total, que puedes llevar a vuecencia en cuatro días, con descanso.

No paraba mientes en ningún peligro don Fernando, que sin oír otra voz que la de su esforzado corazón, ansiaba lanzarse hacia el cumplimiento y remate de la empresa, por tan desgraciados accidentes entorpecida. Su espíritu de nuevo se inflamaba en la querencia de los actos maravillosos, en todo aquello que rompiese los moldes de lo común. ¡A Bilbao por Aura! Tal era su divisa, y ya se le hacían lentas las horas, pausados los minutos que tardara en realizar algún descomunal esfuerzo por la idea y fines que tal emblema expresaba.

Ocurría esto un miércoles. El jueves por la noche entraban en Trespaderne, a punto que salía un destacamento de fuerzas cristinas, y no tardaron en informarse de que una partida que había bajado del puerto de los Tornos, y otra que anduvo por Peña Complacera, se juntaban en San Pelayo, punto muy principal del valle de Mena, para recorrer aquellos pueblos y llevarse cuanto encontraran. A todos los trajinantes que iban en tal derrotero encarecía el alcalde de Trespaderne la conveniencia de que se detuvieran dos o tres días hasta que la situación se despejase. Insistía Calpena en continuar al siguiente día su camino; pero tales razones le dio Sabas, apoyado muy cuerdamente por el alcalde, hombre tosco y de buen sentido, que hubo de resignarse, pataleando, a una corta espera, que aseguró no pasaría de veinticuatro horas. La realidad, no obstante, impuso mayor detención y hacer acopio de paciencia. El mesón o parador en que se habían instalado era de lo peor del género, similar de las famosas ventas manchegas: la única estancia que ofrecía relativa comodidad ocupábala Calpena; y no sabiendo éste qué hacer en el largo aburrimiento y plantón fastidioso, pidió tintero y pluma, pues desde que salió de La Guardia le había entrado una viva comezón de escribir. ¿A quién? A los tres puntos cardinales de su afecto: al Norte, Negretti y Aura, los amigos de La Guardia al Este, al Sur los de Madrid. La náutica rosa de aquel corazón no tenía Occidente... Como la querencia del Sur había tomado en él extraordinaria viveza, por el camino redactó mentalmente multitud de cartas dirigidas a la misteriosa deidad que le protegía haciéndole suyo en el presente y en el porvenir. En posesión ya de los avíos de escribir, se dijo, preparándose de papel: «Lo primero a ella...». Pero con toda su aplicación, no pudo pasar de la primera línea: «Mi señora desconocida...», fórmula que varió hasta lo infinito, sin encontrar la más apropiada. «Señora incógnita, mi muy amada protectora...». Y luego de encontrada la fórmula, ¿qué le diría? En estas perplejidades, mirando al papel, mordiendo las barbas de la pluma, encontrole Sabas, que subió a decirle presuroso: «Ahí está ese señor... Oiga las voces que da, y el ruido que arman sus criados y caballerías. Es el viejo Urdaneta, D. Beltrán de Urdaneta, ¿sabe, señor?, el abuelo del Don Rodrigo que esperaban en La Guardia con toda su familia... Verá qué viejo más salado. Va también hacia Mena, donde está su hija, casada con el mayorazgo de Maltrana».