Luchana/X

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X

-¡Al demonio tú y D. Beltrán! Me has asustado. Creí que se trataba de otra persona. ¡Si yo no conozco a ese viejo, ni le he visto en mi vida!

-Pues ahora tendrá por fuerza que verle y que tratarle, porque es parroquiano antiquísimo de este mesón, y en él para desde el siglo pasado, siempre que va y viene. Como el único cuarto decente es este, él tiene costumbre de ocuparlo: el mesonero le ha dicho que se acomode aquí con el señor, que también es persona de la Grandeza de España.

-No quiero -dijo Calpena, a quien molestaba en aquella ocasión hacer conocimientos-. Me iré a un pajar, y que venga ese D. Beltrán o D. Cuerno a ocupar su aposento.

Y cuando se levantaba, decidido a escabullirse antes que el nuevo huésped llegara, ábrese la desvencijada puerta y penetra un simpático y noble anciano, de buena estatura, algo rendido al peso de la edad, de afable rostro y modales finísimos, revelando en todo el alto nacimiento y el refinado trato social. «Perdone usted, señor mío, esta invasión de su aposento. La edad nos da privilegios bien tristes. No quiero, no, desalojarle... no faltaba más. Me atrevo a proponerle que, pues en nuestro hotel no hay más que una estancia, la compartamos los dos como buenos amigos. Ni usted me estorba, ni yo he de estorbarle; y sabiendo ya con quién he de vivir veinticuatro horas, sólo añado que es para mí gran satisfacción la compañía de persona tan principal».

Correspondiendo Fernando a la cortesanía del insinuante viejo, propuso retirarse dejándole toda la pieza, para mayor comodidad y desahogo; a lo que contestó D. Beltrán que por ningún caso lo aceptaría. «Respondo de que a poco que nos tratemos, mi compañía no ha de serle a usted desagradable, pues a mí, que hoy le veo por primera vez, me encanta ya la suya». A un movimiento de sorpresa interrogativa del joven, dio respuesta con estas palabras: «No nos conocemos y nos conocemos, Sr. de Calpena, porque ha de saber usted que vengo de La Guardia, donde he dejado a mi nuera y a mi nieto, y en las veinticuatro horas que allí me detuve, no han cesado aquellas buenas personas de hablarme de usted. El cura Navarridas y las niñas de Castro estiman a su huésped en todo lo que vale. Ya sé, ya sabemos todo... por qué serie de accidentes fue usted a parar allí, el servicio que prestó a las niñas, su conducta valerosa, gallarda... Y como al propio tiempo sé que D. José María le habló a usted de mí, démonos por recíprocamente presentados, y tengámonos por amigos de larga fecha... digo, larga no, porque es usted casi un niño».

Decía esto, tomando asiento, después de despojarse de su abrigo de viaje. Sin dar tiempo a que Fernando le expresara su agrado por tantas amabilidades, le dijo, reparando en el papel y tintero: «Si estaba usted escribiendo, puede seguir. Tome la silla, y pues no hay otra, yo me pasearé en el domicilio común mientras usted escribe».

-No, señor: sólo por matar mi aburrimiento pensé escribir... pero ahora que tengo compañía tan grata, quédese para mañana la escritura...

-Pues si usted no escribe, le propongo que nos vayamos a la cocina, donde tenemos un buen fuego, y estaremos muy bien. Siempre que paro aquí, me paso las horas junto al hogar, en compañía de estas gentes sencillas y honradas, y de los gatos y perros. Ya me conocen hasta los animales.

-También a mí me gusta engañar las horas en las cocinas de los pueblos, mirando las llamas del fogón, sintiendo el hervir de los pucheros, y echando un párrafo con los aldeanos. Vamos, vamos, Sr. D. Beltrán.

-Deme usted el brazo, joven, que no me hace gracia, a mis años, tomar medida a estas desvencijadas escaleras. ¡Qué recuerdos tiene para mí esta casa! No le exagero a usted si le digo que he parado en ella unas sesenta veces. La primera, no hace nada de tiempo... el año 780, yendo con mi padre a una cacería, invitados por mi pariente el Condestable, el padre de Bernardino Frías, a quien usted conocerá; la segunda, cuando llevamos a mi hermana a profesar en las Franciscanas de Medina de Pomar; la tercera... ni me acuerdo ya. Por aquí pasé para llevar a mi hija Valvanera a sus bodas con Maltrana, y a casa de mi hija voy también ahora. La fecha de aquel casamiento es de las que no se olvidan. En este parador, cuando íbamos a Villarcayo, nos dieron la noticia de la batalla de Bailén... En fin, pasé también el 28, huyendo de las bandas apostólicas, y había pasado el 23, por evitar un encuentro con las tropas de Angulema. Íbamos hacia la frontera Osuna y yo, el Duque viejo (padre de estos chicos), Pedro Alcántara y Mariano, y tuvimos que dar un largo rodeo para tomar un barco que salía de Santoña, y nos llevó a La Rochelle... En fin, mi vida es muy larga, y en ella no faltan peripecias.

Tomaron posesión del mejor banco de la cocina, junto a la mesa de castaño, y D. Beltrán anunció alegremente que había mandado asar un cordero y preparar ajilimójilis.

«Esta llaneza -dijo gozoso- me encanta; estas comidas elementales y primitivas son mi delicia. O esto, o los refinamientos de la cocina parisiense. Y en cuanto a la sociedad, o la más alta, o la de estos infelices, reforzada por los gatos y perros, que ya tiene usted aquí, buscando mis halagos».

En efecto: uno de los dos michos de la casa, se le había subido en el brazo, y el otro se rascaba contra sus piernas. Dos magníficos lebreles le hacían la guardia a un lado y otro de la silla.

«A mí, Sr. D. Fernando -continuó-, no me dé usted términos medios. O los palacios resplandecientes de lujo, o esta humilde cocina. Y en cuestión de bello sexo, que siempre fue una de mis más caras aficiones, o las damas encopetadas, o estas gallardas bestias campesinas... Que nos traigan vino blanco, que aquí lo hay superior. Chica, llévate esto, y dile a Ginés que si no tiene vino blanco, que mande por él inmediatamente a casa de Sopelana».

-Lo hay, señor Marqués -dijo la moza-, y ahora mesmito se lo traigo.

-Pues date prisa, que aunque no me atiendas a mí por viejo... (¿Tú sabes lo que dijo Carlos V... no este Carlos V, sino el otro?... Luego te lo diré...) Pues si a mí no me atiendes, porque soy un pobre vejestorio inservible, no harás lo mismo con este caballero tan guapo.

-A fe mía, que lleva usted bien sus años, Sr. D. Beltrán -dijo Calpena-. Conserva usted su agilidad, su buen humor, con las prendas todas del caballero de raza.

-¡Oh!, no, amigo mío: ya estoy muy acabado; ya no soy ni sombra de lo que fui. Verdad que no me falta la cabeza, y discurro como en mis mejores tiempos; pero la vista se me va. Hay días en que no veo tres sobre un burro, y si sigo así, pronto quedaré ciego. Esto me aflige, porque me he propuesto llegar a los noventa. Respecto de mi edad, habrá usted oído mil leyendas. Hay quien cree que he cumplido el siglo, y que me rebajo... Patraña: hace lo menos diez años que renuncié a ese inocente coquetismo.

-No representa usted -dijo Calpena queriendo halagarle- arriba de setenta... setenta y dos todo lo más.

-¡Ay, qué lisonjero y qué bon enfant! No, hijo... aumente usted un poquito, y llegue hasta los setenta y ocho. Sí señor: yo vine al mundo en la noble ciudad de Olite, en 1758. Eche usted una mirada a todo lo que comprende el espacio entre esa fecha y este pícaro 36. Sí señor, en 1758: le llevo once años a Napoleón y a Wellington, que nacieron el 69; Mozart era más viejo que yo en dos años, y Schiller un año más joven. Goya, mi amigo, el pintor celebérrimo, me llevaba doce años, y yo le llevo nueve a D. Manuel Godoy. Como Napoleón, otras celebridades que ya se han muerto, Beethoven, Moratín, Talma, eran mucho más jóvenes que yo...

-¡Qué prodigiosa memoria!

-No diga usted memoria; diga usted años. Cuando uno va de capa caída, se entretiene en ajustar estas tristes cuentas, en comparar vejeces... Consolemos, yo mis cansados años, usted los suyos verdes, con este vinito blanco... ¡Ah, señor de Calpena!, habrá usted pasado en la casa de Castro una temporada agradabilísima...

Ponderó Fernando con frase entusiasta las excelencias de la vida en aquella señoril y opulenta mansión, y al panegírico que hizo de sus habitantes, asentía D. Beltrán entornando los ojos y paladeando el vino.

«Sí, sí... las niñas son dos ángeles, Demetria un prodigio, Navarridas un santo, tan cariñoso, tan servicial... aunque a veces el exceso de su amabilidad resulta un poquitín enfadoso, ¿verdad? Y en cuanto a Doña María Tirgo, que es otra santa, otro prodigio, otro ángel, no dudo que le habrá mareado a usted más de la cuenta, hablándole de linajes, su ciencia y su manía».

-Algo me hizo ver la señora de sus conocimientos genealógicos: por ella estoy bien enterado de la nobleza de los Urdanetas e Idiáquez. De los entronques con las primeras casas de Aragón y Navarra resulta que llevan ustedes sangre de mil y mil varones insignes y de santos gloriosos.

-Sí, sí: no falta parentela ilustre por los cuatro costados -dijo gravemente D. Beltrán, con cierto desdén de buen tono hacia las humanas grandezas-. También nos vanagloriamos de que muchos de nuestra sangre estén en los altares... Y esta vena de la santidad no creo yo que se haya extinguido en mi familia.

-También supe por Doña María y su hermano -prosiguió Calpena- el proyecto de enlazar familia tan ilustre con la también noble y poderosa de Castro-Amézaga, casando a su nieto de usted, el Sr. D. Rodrigo, con ese espejo de las doncellas, Demetria, de quien sólo con nombrarla creo hacer el más cumplido elogio.

-Oh, sí: la niña es una monada, y da gusto verla jugando a la administración.

-Pues, por lo que me han dicho, para encontrar quien en virtudes y mérito pueda igualar a tal niña, han tenido que pedir un esposo a la casa de Idiáquez.

-Sí, sí... -murmuró D. Beltrán indiferente, pensativo, dejando correr su mente por espacios distantes.

-Y sólo en ella se ha encontrado un varón digno de tal hembra.

-Sí, sí...

-No puede usted figurarse los encarecimientos que de su señor nieto de usted, Don Rodrigo, me han hecho los hermanos Navarridas.

-Sí, sí... La fama no hay quien se la quite... Posee cualidades, indudablemente, grandes cualidades... ¿Qué duda tiene?... Juicioso, grave, reposado... cumplidor de todos los preceptos...

Grande fue la sorpresa de Calpena ante la frialdad de D. Beltrán en aquel asunto, pues esperaba todo lo contrario: que al noble anciano se le caería la baba en demostración de su orgullo por ser dos veces padre del prodigioso Marqués de Sariñán. Notó además en el buen señor contrariedad o disgusto, deseo de hablar de otra cosa. Su cara inteligente habíase alargado; parecía más viejo, por la desaparición de la sonrisa que le rejuvenecía. Dos suspiros hondos salieron de su pecho.

Sentíase Calpena devorado de abrasadora curiosidad, y anhelando satisfacerla, se dijo: «Aquí hay algún secreto, quizás discordias de familia. ¿Qué será? He de tirarle de la lengua a este vejete para poner a prueba su discreción». Pensando así, no cesaba de observar a Urdaneta, que en aquel instante hablaba paternalmente con un pobre aldeano. No había visto nunca Fernando rostro tan expresivo, de tanta movilidad y viveza, máscara de consumado histrión que interpreta las agudezas y marrullerías, así como las benevolencias seniles. De todo había en la cara de D. Beltrán, finamente aristocrática, de líneas un tanto angulosas ya, por causa de la vejez. Calpena recordaba las imágenes que había visto de Voltaire, de Talleyrand, del abate L´Epée.

Las horas se deslizaron plácidas en la cocina, gozando D. Beltrán las delicias de su popularidad en aquellas tierras. No cesaban de entrar aldeanos a saludarle, y él, dando a besar su mano, a todos les trataba con afabilidad exquisita de gran señor que sabe mantenerse en su puesto, mostrándose bondadoso y familiar con los humildes. Admiró Fernando la gracia y flexibilidad con que adaptaba su lenguaje al de aquellos infelices, y pudo observar que no era todo buenas palabras, pues cuando alguno de los visitantes se condolía de su precaria situación, echaba mano D. Beltrán a su culebrina de seda verde, y allí era el salir de monedas. Para los chicos llevaba siempre provisión de cuartos, que profusamente repartía. A pesar de pertenecer el noble anciano a lo que podríamos llamar el siglo de las tabaqueras, no había gastado nunca rapé. El contemporáneo de Napoleón, de Haydn y de Luis XVIII, anticipándose al siglo siguiente, fumaba, y de su repuesto de buenos cigarros puros y de papel, liados en una vejiga olorosa, participaba todo el mundo, chicos y grandes. A este rumbo y gallardía, arte supremo de ser aristócrata en medio de la plebe, que poseen tan pocos, debía su popularidad en todo el país, desde Zaragoza a las Fuentes del Ebro, y desde el Pirineo al Moncayo.

Despachado entre nobles y villanos un sabroso cordero con ajilimójilis, trató Calpena de sonsacar a D. Beltrán alguna revelación que aclarase el punto obscuro que aquél había creído ver en la familia de Idiáquez-Urdaneta; pero el sagaz viejo esquivaba el bulto, sin soltar prenda. Cuando subían a su aposento para recogerse, D. Beltrán, apoyándose en el brazo de Calpena, dijo a este: «¡Ay, querido!, me acuerdo en este momento de que existe una razón poderosísima para que no durmamos los dos en el mismo cuarto. No se me había ocurrido antes... ¿No adivina usted lo que es?... Pues que ronco estrepitosamente... toco la trompa y el violín, imito el trueno y el gallo... según me han dicho, que yo no me oigo... y con mis ronquidos no podrá usted pegar los ojos en toda la noche».

Fernando le replicó que no le importaba, aunque, la verdad, no le hacía maldita la gracia la música, que con programa y todo le anunciaba su amigo. «No, no -añadió este-, no consiento que duerma usted aquí. ¡Buena noche le voy a dar!... ¡Sabina, Gervasia, chicas!...».

Acudieron a sus voces el mesonero y las mujeres de la casa, y D. Beltrán, que allí no pedía, sino mandaba, les dijo: «Chicas, dejad vuestra habitación a este caballero. Podéis, por una noche, dormir las muchachas con Sabina, y tú, Ginés, bien lo puedes pasar en la cuadra». Accedieron aquellas pobres gentes a lo que el prócer disponía, y Urdaneta, mientras su paje le desnudaba, ya preparado el lecho con buen abrigo, bromeó con D. Fernando: «La solución no ha podido ser más oportuna. Ventajas para mí: que no estaré cohibido y podré desplegar toda mi orquesta, seguro de no tener público. Ventajas para usted: que no oirá mis acordes, lo primero; lo segundo, que siendo a mi parecer sonámbula una de las mozas, la más bonita por cierto, es fácil que se le meta a usted en el cuarto a media noche... Vaya, divertirse... Querido, hasta mañana».