Luchana/XII

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XII

-Adelante. Loco de amor fue usted a París...

-En pleno Directorio, hijo mío. ¡Qué distinto de aquel París del 88, tan aristocrático, tan tónico y elegante, en medio de los sustos que ya ocasionaba la Revolución incipiente!... Pero ¡ay!, querido, se me ha olvidado un detalle, y tengo que volver un poquito atrás.

-Volvamos... Salió usted de Zaragoza...

-Despreciando un partido de segundas nupcias que me arregló mi buen padre...

-¿Y era hermosa, D. Beltrán?

-Agradable, esbelta, mayorazga riquísima, de familia noble, bien educadita, hacendosa. En fin, una alhaja, querido, incomparable para una vida de descanso, de opulencia prosaica, con probabilidades de larga sucesión, y mucha labranza, recreos de campo y caza... Pero yo no estaba por la prosa. Mi padre quiso sujetarme. Yo me escapé a París, como digo, y aquí viene la moraleja...

-¿Tan pronto? Según eso, la hermosura ideal que usted perseguía...

-Era un fantasma, y los fantasmas hacen la gracia de no dejarse coger. A los tres meses de revolver todo París buscándola, pues la vida y las circunstancias especialísimas de aquella mujer la rodeaban de misterios, la encontré, sí... En una palabra: la que para mí más que mujer era una diosa, la que en España me juró amor eterno, se había casado con un jefe de policía, protegido de Barras.

-¡Demonio! Pues con la policía parisiense no jugaría usted, D. Beltrán, si es que persistió en perseguir a la beldad fantástica.

-Persistí: soy navarro. Cultivando mis antiguas relaciones, y mariposeando de salón en salón, llegué a ser uno de los predilectos en el de Madame de Beauharnais. Por cierto que... No, no olvidaré la noche en que vi entrar por primera vez a un joven militar, melenudo y pálido, de menos que mediana estatura.

-Ya le veo, ya...

-Era un chico que prometía. Al poco tiempo, la dueña de la casa, que era una gran coqueta, para que usted lo sepa, una coqueta saladísima, y temible, atroz, enloqueció al chico de Córcega. Barras no influyó poco para que se casaran... Pues sigo mi cuento. Conté mi triste historia a Josefina, y Josefina se la contó a Napoleón. A poco de salir este para mandar el ejército de Italia, la generala Bonaparte dio en protegerme, interesándose vivamente en mi causa amorosa. La hermosura fantástica no tardó en aparecer en los salones de Josefina.

-Y allí...

-Sí; pero ya el espectáculo del libertinaje parisién me había arrancado toda ilusión. La prodigiosa hermosura se me deshizo en humo... no sé cómo expresarlo. La sociedad del Directorio transformó completamente mis gustos. ¿Quiere usted que lo cuente todo? Pues Josefina me agradaba extraordinariamente, y acabó por enloquecerme.

-¿Y se atrevió usted, D. Beltrán?

-¿Que si me atreví? A fe que era la niña asustadiza. Créalo usted: Napoleón era celosísimo, y algunos, no diré muchos, algunos motivos tenía para ser tan escamón... Y ya no le cuento nada más, porque es usted un niño, y los malos ejemplos no convienen a las imaginaciones juveniles, exaltadas. Basta, pues, basta...

-Corriente. Respeto sus escrúpulos. Pero debo decirle que la lección que ha querido darme no encaja en el caso mío: no hay paridad.

-Eso, usted lo verá... Mire, hijo, cuando el destino nos pone al pie de un árbol de buena sombra, cargado de fruto, y nos dice: «siéntate y come», es locura desobedecerle y lanzarse en busca de esos otros árboles fantásticos, estériles, que en vez de raíces tienen patas... y corren... Yo desobedecí a mi destino, y por aquella desobediencia no he tenido paz en mi larga vida. Créalo: donde no hay raíces, no hay paz. Ea, doblemos la hoja.

-Doblémosla. Un momento, D. Beltrán... ¿Y no volvió usted a ver a Napoleón?

-Le vi entrar en París victorioso después de Austerlitz. Años después, cuando la guerra de España, volví allá con mi primo Pepe Villahermosa, con Lorenzo Pignatelli y otros. Era entonces Embajador mi primo Diego Frías, que hizo entonces la tontería de afrancesarse. Don José I le mandó allí representando a la España napoleónica... ¡triste papel! Gran empeño tuvo mi primo en presentarme al chico de Córcega en el apogeo de su grandeza. ¡Y yo le había conocido ciruelo, es decir, novio de la viudita Beauharnais!... Me resistí heroicamente a saludar al verdugo de mi patria.

-¿Y a Josefina?

-Emperatriz, no la vi nunca. Después del divorcio, que, entre paréntesis, le estuvo muy bien empleado, fui un día a la Malmaison a ofrecerle mis respetos. Pero no se dignó recibirme. Era muy lagarta. Murió a los tres meses de mi visita. Fui a su entierro.

Otras anécdotas de su borrascosa vida galante contó D. Beltrán a su amigo, cuidando siempre en sus relatos de poner de relieve lo que sugiriese alguna enseñanza útil al joven Calpena, y esquivando los ejemplos de depravación o cinismo. Terminaban casi siempre las historias con sabios consejos, mandándole que aplicara a su gobierno ciertas enseñanzas, y que en otras pusiese todo su estudio en no tomarle por maestro, en hacer todo lo contrario de lo que el biógrafo de sí mismo había hecho. Así demostraba el Sr. de Urdaneta el afecto que con el trato continuo iba tomando a su compañero de viaje, y este, quedándose a media miel en algunos pasajes interesantísimos de la vida del prócer libertino, agradecía el móvil honrado de las frecuentes omisiones históricas.

«No, hijo, no -le decía D. Beltrán, al segundo día, permitiéndose ya tutearle-. Yo he hecho locuras, y no quiero que tú las hagas, no. Eres un chico excelente y muy agudo y entendido. Mereces una vida pacífica y ordenada, por más que sea obscura, y no una vida de ansiedades y tropezones como la mía. Placeres sin fin he gustado; pero grandes amarguras he tenido que tragarme, y heme aquí al fin de la vida, malquistado con mi descendencia... Esto es muy triste, Fernandito, y no lo deseo para ti».

Y cuando iban de camino (pues al fin se arrancaron del mesón de Trespaderne, después de dos y medio días de parada) platicando al paso de la pacífica mula de D. Beltrán, repitió este la parábola del árbol: «No me cansaré de decírtelo, hijo. El que en su camino encuentra un árbol de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no se planta allí... Si lo desprecias y sigues andando, te expones a no encontrar más que paisajes fantásticos, efecto de eso que llaman miraje. Corres, corres... ¿y qué ves?... pues un magnífico plantío de cardos borriqueros».

En Villacomparada hicieron otra paradita, que hubo de ser más larga, porque el paso por Medina de Pomar era peligrosísimo. Renegaba Calpena de estos plantones, y a pesar del afecto que iba tomando al viejo, se proponía dejarle y partir solo, arrostrando con su criado los peligros de la facción. Mas Urdaneta, con el poder de su razonamiento, ya grave, ya jocoso, pero siempre sugestivo y cautivador, le aplacaba los fuegos, reteniéndole junto a sí. La confianza, que rápidamente crecía, le fue quitando los escrúpulos de descubrir sus interioridades domésticas, y por fin, una noche, hallándose en la cocina de Villacomparada, se arrancó a decir: «Este nieto mío no sale a los Urdanetas, donde no hubo nunca roñicas. Su madre, que es noble por los Idiáquez, procede, por la línea materna, de los Rodríguez Almonte de Tarazona, que hicieron un gran capital con la usura, y dejaron fama por la miseria con que vivían. A estos sale mi nieto, en quien verás algo de lo que en la opinión corriente se llama virtud; cualidades buenas en principio, pero que dejan de serlo practicadas con abuso y aisladamente. Sabrás que mi nieto mostró desde chiquitín una extraordinaria capacidad para el arreglo: a los veinte años era un prodigio; a los veinticuatro una calamidad. Si le dejaran, arreglaría el cielo y la tierra, y pondría cuenta y razón hasta en los dones de la Naturaleza. Figúrate que tiene veintiséis años, y ya es calvo... sí, hijo mío: se le cae el pelo de tanto cavilar haciendo números, y enfilando largas baterías de reales y maravedises. Su calvicie procede también de la sordidez, de la sequedad del entendimiento, donde no han entrado más que los números. Su cabeza es hermosa; su rostro correctísimo, con una expresión glacial. La fantasía no existe en él. Es una máquina de hacer cuentas: no se tuerce, no imagina, no sueña, no teme, no desea... Dime: ¿en conciencia crees tú que el no tener ningún vicio equivale a tener todas las virtudes?».

-¡Oh!, no seguramente. Pero no me pida usted opinión sobre un personaje que no conozco, pues la pintura que usted me hace, con ser muy buena, es pintura, y entre un retrato y su original hay siempre un abismo.

-Es verdad. No quisiera yo decir nada malo de mi nieto... ¡Oh, no!... Quisiera decir mucho bueno... y lo diré, sí; te lo diré, aunque me violente un poco. Rodrigo administra su hacienda como un matemático. Rodrigo es religioso, devoto de la Virgen; cumple con la Iglesia; jamás ha salido de sus labios una blasfemia, ni una palabra mal sonante. Enredos de mujeres nunca los ha tenido... es la misma castidad. Rodrigo no ha tomado nunca nada que no sea suyo: sobre su conciencia no pesa un solo maravedí de propiedad ajena. Rodrigo no dice una mentira ni que le maten; no trasnocha, ni pierde el tiempo en vanas tertulias de holgazanes. Rodrigo no fuma; Rodrigo no bebe; Rodrigo no escandaliza... Con esta pintura, querido, creerás que mi nieto es un santo.

-¡Oh!, nunca. Veo cualidades negativas. Todo ser humano tiene su reverso.

-Y el reverso es muy feo... Si te empeñas en que yo desdore mi casa dándotelo a conocer, lo haré... Rodrigo desconoce la compasión; para él la caridad es muy semejante a las funciones administrativas, y se reduce a ir juntando ochavos toda la semana, para repartirlos metódicamente el sábado a los pobres que llaman a la puerta de la casa. ¿Quieres que me alabe un poco? No me gusta alabarme; pero lo haré para que me salga el argumento. Si tuviera yo en este instante las rentas que he perdonado a mis caseros cuando se veían apurados por las malas cosechas o por otra desgracia, ¡los pobres!, sería hoy el primer ricachón de España.

-¿Y su nieto de usted no ha perdonado nunca?

-¡Perdonar!... ¡él! Primero se hunde el firmamento. En fin, querido, permíteme que no diga más. No es decoroso para mí sacar a pública vergüenza los defectos de personas de la familia. Yo he sido un disipador, un pródigo, lo reconozco; pero soy el jefe de una casa ilustre; soy un pobre viejo, un glorioso árbol caído, y merezco, si no que se me ame, al menos que se me respete. Juana Teresa me odia porque siempre he sabido ser noble, y ella no, porque los inferiores, los humildes me llaman a mí D. Beltrán el Grande, y a ella Doña Urraca. Es tan corta de alcances, que no ha enseñado a mi nieto más que tres cosas: rezar de carretilla, contar dinero y aborrecer a su abuelo... Dos años llevamos de guerra sorda: el pasado rumboso y el presente cominero son incompatibles. Entre la madre y el hijo, rivalizando los dos en crueldad y sordidez, me han reducido a una estrechez humillante... y lo peor es que ponen a prueba mi dignidad, obligándome a pedirles lo que necesito. De aquí las cuestiones, el choque inevitable entre mis apremios y sus negativas... entre mi carácter de noble en decadencia y el de ellos, plebe enriquecida... Yo no puedo menos de ser gran señor... Noble nací, noble moriré... ¿Ver yo una necesidad y no socorrerla? Imposible. ¿Escatimar yo las recompensas a quien me sirve? Imposible. Soy así; me glorío de serlo, y creo que mi piedad es el contrapeso de mis faltas. Me presentaré ante Dios, y le diré: «Señor, he sido un tal y un cual... pero vea Su Divina Majestad estas cositas buenas que aquí traigo en mi haber...». Yo, poniéndome en lo razonable, Fernandito, comprendo que se me tase, que se me sujete a cierta medida, ahora que soy viejo; pero no tanto, no. Ni paso porque mi nieto me trate con esa sequedad administrativa que me envenena la sangre, ni por que trastorne de un modo monstruoso la ley de naturaleza, tratándome como a un niño mal criado, y erigiéndose él en viejo autoritario. Esto es absurdo, esto es repugnante, esto clama al Cielo. ¡Yo un niño calavera... él un viejo regañón!... ¿Has visto...? Tanto él como Doña Urraca se me suben a las barbas, y me riñen con cierta suavidad más cargante aún que el desabrimiento, con cierta monita y caída de ojos propias de mojigatos... Un día se escandaliza mi nieto porque, no pudiendo desmentir mi natural obsequioso, digo cuatro chicoleos de buen tono a las muchachas bonitas que van a casa. Otro día se me remonta Doña Urraca porque he ido tarde a misa, porque me escabullo a la salida de la procesión, o porque digo que nuestro capellán es un bendito alcornoque... Y luego me atacan los dos juntos, porque me quejo de la poca variedad de las comidas, o porque no se me dispone toda la ropa blanca que exige mi costumbre de mudarme diariamente; porque hablo de París, o porque sostengo que lo más bello que Dios ha creado es la mujer; porque me río de los que se mortifican y se dan disciplinazos, y sostengo que Dios no nos ha puesto en el mundo para que nos destrocemos las carnes, sino para que nos demos la mejor vida posible y seamos dichosos; porque doy mi ropa en mediano uso al veterinario, al maestro de escuela, o porque me miro un ratito al espejo; porque no quiero arrinconar los retratos de algunas hermosas damas que fueron mis amigas, o por otras mil y mil cosas inocentes, propias de mi edad, de mi hábito noble, de mi condición generosa... ¿Verdad, querido Fernandito, que soy muy desgraciado en mi vejez, y que merezco otra familia? ¡Ay... la entereza me falta!... Me siento decaer horriblemente; creo que el perder la vista es una forma física de la pérdida de la dignidad... Que me muera pronto es lo que me conviene. ¿Verdad que debo morirme, para no ser humillado, para no padecer...?

Terminó el pobre anciano sus quejas poseído de viva emoción, que se manifestaba en cortados suspiros, en la humedad de la nariz y de los ojos tiernos, la cual llegó a ser tanta, que hubo de acudir a ella con el pañuelo.