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Luchana/XI

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XI

Lo que menos pensaba D. Fernando, al entrar en el cuarto que le dispusieron, era que aquella misma noche y por inesperado conducto había de conocer algunos hechos que le descifraban el enigma de la familia de Idiáquez.

«Señor -le dijo Sabas cuando entró a prestarle servicio de ayuda de cámara-, si no tiene mucho sueño le contaré los chismorreos de la casa de D. Beltrán, que me ha estado refiriendo su espolique Tomé, el cual habla por siete, y se pirra para sacar a relucir las... cosas de sus amos».

-Cuéntamelo, por Dios, aunque ello sea tan largo que no acabes hasta mañana, y procura que nada se te olvide de esas hablillas de tu amigo, sin reparar que sean mentira o verdad.

-Pues sabrá su merced que este vejete salado y su nieto D. Rodrigo están a matar. D. Beltrán ha sido toda su vida un disipador de lo suyo y de lo ajeno; como que no ha hecho más que divertirse y darse buena vida en los Parises y otras tierras de vicio. En cambio, su nieto ha salido tan allegador y de puño tan cerrado, que no hay más que pedir. Vea su merced trocados los papeles: el viejo pródigo y manirroto, como un muchacho que está en la edad del gastar; el chico agarrado a la cuenta y razón, como un viejo que mira por el orden y la hacienda. Me nacieron los dientes oyendo decir que D. Beltrán ha sido y es el primer calavera del Reino, y que se ha pasado la vida en comilonas, cacerías, recreos y larguezas de príncipe, con mucho aquel de buenas mozas, y viajes para acá y para allá. El lujo de su casa y los trenes que tenía daban que hablar, señor. Verdad que otro más generoso y más galán no le hubo: él se divertía; pero lo pagaba bien. Y a su puerta no llegó ningún pobre que se fuera desconsolado. Semejante a D. Beltrán en lo dadivoso, aunque menos caballero, fue su hijo D. Federico, a quien llamaban D. Fatrique o D. Futraque; y entre uno y otro dejaron en los huesos la casa de Urdaneta, tan poderosa antes... la cual quedó hecha polvo; y con los restos de ella, y el caudal no grande, pero limpio, de los Idiáquez, ha podido Doña Juana Teresa, Marquesa de Sariñán, esposa del D. Futraque y madre del D. Rodrigo, amasar una fortunita, que es la que ogaño quieren hijo y madre librar de las manos pecadoras de este vejete... Desde la muerte del D. Federico, la señora viuda y el Marquesito ataron corto al abuelo. Este rezongaba; ¿pero qué remedio tenía más que bajar la cabeza? Cada poco tiempo, gran pelotera en la familia, porque D. Beltrán pedía ocho para sus necesidades y no le daban más que tres. Si corto le ató la señora, más corto hubo de atarle el nieto al llegar a la edad de gobierno, y al hacerse cargo de manejar el caudal. Cada día le daban a D. Beltrán menos de aquí, y el pobre señor, con el aguijón de sus vicios rancios, trinaba y se le comían los demonios. Había venido a ser un niño, el niño de la casa, el señorito juguetón y travieso a quien se dan los domingos unas pesetillas mal contadas para que se divierta. A la postre, viendo que no podían hacer carrera de él, y que cuanto más le daban, más pedía, le privaron de emprender viajes, quitáronle coches y caballerías, y hasta le tasaron el tabaco... Tan desesperado se vio el niño anciano, que fue y quiso despeñarse por una gran sima que hay más allá de Cintruénigo; pero... lo dejó para otro día. Y también se fue una noche hacia el Ebro para darse un remojón; sólo que por estar el agua muy fría, no se determinó.

Lo demás que refirió Sabas, repitiendo los anales transmitidos por el cronista de la casa de Idiáquez, Tomé Torres, quedó bien presente en la memoria de Calpena, que con aquellas noticias se durmió, aplacada la sed de su curiosidad. Cuando se veía D. Beltrán en extremas apreturas, porque sus proveedores le fiaban y no hallaba medio de pagar, tomaba dinero a préstamo, pues por artes del demonio su crédito era grande en aquellos pueblos, y la casa no tenía más remedio que pagar las deudas contraídas por el gran niño, para evitar desdoro y escándalos, resultando de aquí mayores disturbios entre los tres, abuelo, nuera y nieto. Últimamente, al tratarse en familia el magno asunto de la boda con la mayorazga de Castro, iniciado por Doña María Tirgo, D. Beltrán no intervino para nada. Mostrose después algo inclinado a la oposición; pero su nieto lo estimó como un artificio para obtener dinero, y se mantuvo en sus trece, dejando al anciano que saliese por donde le dictasen sus marrullerías. El venir a La Guardia con la familia, no fue por acompañarla en las vistas precursoras de matrimonio, ni por gusto de visitar a las niñas y a sus tíos, con quienes tuvo siempre amistad. Era que el noble Urdaneta, cuando los de Cintruénigo le sitiaban por hambre, arrancábase como los lobos en tiempo de nieve. Del primer tirón se iba a Villarcayo a que le sacase de apuros su hija Valvanera, esposa de un ricachón: allí pasar solía grandes temporadas explotando a su yerno, hasta que este y la hija se cansaban, y con buenos modales le reexpedían para Cintruénigo.

Con su servidumbre salieron los tres de la casa señorial y tomaron el camino de La Guardia. D. Beltrán se había procurado algún dinero, no se sabe cómo, y llevaba su tren de costumbre: mula bien aparejada, los criados con las maletas, y cuanto pudiera necesitar un gran señor que viaja por recreo. En La Guardia hicieron alto los Marqueses de Sariñán y el Sr. de Urdaneta, con el objeto que ya se sabe. Alojados en la Rectoral, no faltaron querellas entre el abuelo y el nieto por la eterna cuestión de ochavos; mas todo quedó en la familia, sin que Navarridas se enterara. Instaba este a D. Beltrán a que se quedase por lo menos una semana; pero el prócer, pretextando negocios apremiantes y el deseo ardiente de abrazar a su hija y nietos de la otra banda, dejó los ocios de La Guardia al día y medio de reposo. Cabalgando a los alcances de Calpena por los mismos caminos, reuniéronse en la venta de Trespaderne, donde ocurrió lo que referido queda hasta la noche en que mudaron de cuarto a Fernando para evitarle la desazón de los ronquidos. Durmió tranquilamente el joven, sin que turbase su sueño el sonambulismo de la moza bonita, como anunciado le había D. Beltrán, y por la mañana, cuando Sabas le ayudaba a vestirse, entró Tomé Torres a decirle de parte de su señor que le esperaba para tomar juntos el desayuno.

«¿Y para cuándo -dijo Calpena a su noble amigo, sentado frente a frente en la cocina, tomando chocolate-, para cuándo calcula usted que se verificará la boda?».

-¿Qué boda?

-La de su nieto con Demetria. Supongo que de las vistas saldrá la conformidad de ambos...

-O no... ¿Usted qué sabe? Podría suceder que el trato determinara una repulsión, un antagonismo de caracteres... Perdóneme querido Calpena; pero no puedo ser más explícito. El respeto que debo a la familia me veda extenderme más en asunto tan delicado... Y si usted no se ofendiera, le diría que nuestra amistad es muy reciente para que pueda yo ponerle en autos de mis desavenencias con Rodrigo. Mi nieto y yo no congeniamos. Su carácter es radicalmente opuesto al mío... En cuanto a la boda, no pienso en intervenir para nada en ella. Allá se entiendan.

-¿Acaso teme usted que D. Rodrigo no sea feliz?

-Quizás... y puesto a temer, no estoy muy seguro de que Demetria alcance la felicidad al lado de mi virtuoso nieto.

-¡Oh!, eso es imposible.

-O es usted un inocente, querido Fernando, o se pasa de listo y pretende de mí que le diga lo que sabe mejor que yo.

-D. Beltrán, ignoro por qué me habla usted de ese modo.

-¿Quiere las cosas claras? Pues allá van las cosas claras. Me equivocaré mucho si no resultara el completo fracaso de los planes de Doña María Tirgo. Soy perro viejo; conozco el mundo, y el corazón de las niñas casaderas no tiene para mí ningún secreto. El fracaso puede venir, o porque Demetria no guste de mi nieto, o porque esté enamorada de otra persona.

-¡Oh, no creo...!

-Pues si es usted simple, yo no, a Dios gracias, y ahora sí que lo afirmo resueltamente. Demetria no puede elegir ya. Su corazón pertenece a otro.

-¡D. Beltrán...!

-¡D. Fernando! Advierta usted que habla con setenta y ocho años de experiencia, de observación y conocimiento de las humanas pasiones. Me basta una palabra, un gesto; me basta el tono, el acento de una frase, para comprender lo que pasa en el ánimo de quien la pronuncia... He pasado un día en la casa de Castro. Allí me contaron sucesos, escenas, lances, aventuras... las he oído de boca de Navarridas, que las reviste de su candor. Las he oído de boca de las niñas, que en ellas ponían su alma. No he necesitado más. Salí de La Guardia con la impresión de que Demetria espiritualmente no se pertenece. La pobre niña, sin darse cuenta de ello quizás, ha entregado sus pensamientos y su alma toda a un hombre que no es mi nieto... Ea, no digo más: es usted un gran tuno, si persiste en que yo le regale el oído con mis cuentos de viejo corrido. También usted corre que se las pela. A su edad, sabía yo lo mismo que sé ahora o poco menos... Y punto final. Hablemos de otra cosa.

-Hablemos de lo que usted quiera.

Trataron en seguida de la continuación del viaje. Calpena mostró gran impaciencia. D. Beltrán no tenía prisa. Su opinión era que esperaran tres días más, para ir más seguros. Como D. Fernando manifestase el propósito de seguir solo, le dijo quejumbroso: «Lo siento en el alma, porque me inspira usted una gran simpatía. ¡Y yo que iba a proponerle que se pasara unos días en Villarcayo! Verá usted qué agradable familia la de Maltrana. Tengo dos nietas lindísimas».

-No puedo, Sr. D. Beltrán; no puedo detenerme. Créame que lo siento.

-Sí, sí, ya recuerdo: me contó Navarridas que tiene usted su novia en Bermeo, o no sé dónde... que es un compromiso antiguo, un afecto hondo, un lazo indisoluble. ¿Qué es ello? Alguna pasión de estas que nos ha traído el romanticismo. Cuéntemelo usted todo. Siento que mis años, y más que mis años, esta ceguera maldita, me impidan acompañarle... asistirle como amigo, ver y admirar a su amada, que me figuro será muy bella.

-Todo cuanto usted imagine, Sr. D. Beltrán, será pálido ante la realidad de esa hermosura pasmosa.

-Mire usted que yo he visto mucho... por delante de estos ojos, que ahora se empeñan en borrarme los objetos, han pasado bellezas verdaderamente soberanas, bellezas celestiales... sublimes.

-Con todo, si usted viera esta, declararía que antes no había visto nada.

-Hombre, es mucho decir... Me pica usted la curiosidad de un modo terrible.

Y al expresar esto, el rostro de D. Beltrán se rejuvenecía: se le encandilaban los ojos, medio ciegos ya, y se le aguaban los labios.

«Lo que sí estimaré en grado sumo, recibiendo en ello la mejor prueba de su amistad, es que no nos separemos hasta Villarcayo».

-Si no se detiene usted mucho en el camino, para mí será gran satisfacción.

-Gracias... Y yo le compensaré a usted su esclavitud refiriéndole los motivos de mis discordias con Rodrigo de Urdaneta; seré más explícito en mis apreciaciones acerca del probable fracaso de las vistas de La Guardia; aventuraré algún consejo para que se aproveche de ese fracaso quien debe aprovecharse... ya usted me entiende... En fin, ¿se aviene usted a que vayamos juntos?

-Sí señor; pero no accedo a permanecer en Villarcayo más que horas.

-Bueno... ya se verá eso... Hoy pasaremos aquí el día tranquilamente, charlando de nuestras cosas. Pero, voto a Sanes, no sea usted tan callado, ni me reserve sus afectos, sus planes, sus pasiones con tan extremada discreción. La juventud se ha vuelto ahora más taciturna y sombría que la vejez. Volvamos a los tiempos clásicos, amigo Calpena, y pongamos todos los misterios del alma encima de una mesa y entre dos copas de buen vino.

Propuso Calpena dar un paseo; pero como el cariz del tiempo anunciaba lluvia, quedáronse, después de una corta salida, al amor del fogón, en la cocina hospitalaria, acompañados de gatos y perros, viendo a Sabina y Gervasia mover cacharros y atizar la leña crujiente.

«Amigo mío -dijo D. Beltrán, refrescando memorias de su mocedad borrascosa-, mi experiencia cree prestar a su juventud un gran servicio enseñándole con mi ejemplo a poner frenos a la imaginación, a no abandonar lo cierto por correr tras lo dudoso. ¿No me entiende? Pues oiga un poquito de historia personal mía, que se relaciona con la historia del mundo. El año 795 me fui a París en persecución de una hermosura sorprendente, de esas que parecen hechas por Dios para trastornar a la humanidad, para quitarnos el poquito seso que nos queda después de las revoluciones y degollinas que armamos por las ideas, por el pan o por el poder...».

-Dispénseme, D. Beltrán. Ha dicho usted el 95. Me había contado Navarridas que estuvo usted en París de secretario de la Embajada el 89, y que presenció parte de la Revolución francesa.

-Es verdad. Lo tomaré desde más arriba. Yo me casé el 87 con una ilustre dama, sobrina del Duque de Granada de Ega; enviudé el 88, al mes de haber nacido mi único hijo Federico; deseando aventar mis penas, pedí a Aranda que me destinase a una Embajada, y en efecto, fui nombrado segundo Secretario de la de París. Todos los sucesos de la Revolución, desde los Estados Generales hasta Junio del 91, en que el Rey fugitivo con su familia fue detenido en Varennes y llevado prisionero a París, los presencié. Retirose la Embajada, y casi todo el personal volvió a España, y en España y en mis Estados permanecí yo hasta el 95... Como no es mi objeto contarle a usted aquel incendio terrible, la Revolución, voy a mi cuento, y lo sigo repitiendo que el 95 me fui a París en persecución de una hermosura sobrehumana, a quien conocí en Zaragoza en casa de mis primos, los Condes de Bureta.