Luchana/XXXI
XXXI
Tenía Valentín por ineficaz aquella dispersión de la familia en diferentes moradas, pues ningún lugar era seguro en el casco de la villa. El inmenso peligro que los vecinos de la Ribera vieron en esta parte del pueblo cuando los carlistas preparaban su ataque a la Concepción, fue conjurado por la bravura bilbaína en la sangrienta jornada del 29 de Noviembre. Si el enemigo hubiera conquistado aquella línea, poniéndose a tiro de fusil de todo el frente de la Ribera, esta habría resultado inhabitable desde el Teatro hasta Barrencalle. Pero como continuaban en sus antiguas posiciones de Santa Clara y barrio de Mena, y lógicamente no habían de meterse en arriesgadas aventuras por aquella parte, pues toda su fuerza y vigilancia la necesitaban de la Salve para abajo, atentos a las pisadas de Espartero, los vecinos de la Ribera recobraban su tranquilidad, y los menos tímidos se iban metiendo en sus hogares. Determináronse, pues, Sabino y Valentín a congregar la dispersa familia: ya José María y Churi, que se instalaron en la casa para estar al cuidado de todo, habían comenzado las reparaciones convenientes en el tejado.
Prudencia opinaba como sus hermanos respecto a la concentración, pues no se hallaban muy a gusto en casa de Vildósola. Este y Rufina, su mujer, eran excelentes personas; no así la suegra, que de continuo cerdeaba y se ponía fastidiosa, dando a entender que la molestaban los huéspedes. Además, todo aquel barrio de Zamudio había venido a ser el más inseguro; las baterías facciosas del barranco de Santo Domingo y de Iturribide atizaban candela y bombas; en la calle de la Cruz y en la vuelta de la de la Ronda habían caído proyectiles, destrozando dos edificios. Para colmo de desdichas en la noche del 13 una carcasa pegó fuego a la finca medianera con la de Vildósola; los vecinos de esta hubieron de desalojar de prisa y corriendo, y Negretti fue llevado a casa de D. José Antonio de Ibarra, amigo de la familia, procurador y comerciante con tienda y almacén en la calle de la Sombrerería. Aunque los Ibarras eran gente bonísima, hospitalaria y servicial, Prudencia no estaba conforme con vivir en prestados hogares, y decía, refunfuñando: «Cada lobo a su cueva, y sea lo que Dios disponga».
Todo el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones en la Sanidad empleábalo José María en el arreglo de la casa, ayudado por Churi, el cual cada día hacía menos uso del don de la palabra. Con un gesto expresaba todo lo que tenía que decir; con un mohín daba respuesta categórica y breve a cuanto se le preguntaba. Obedecía ciegamente a su primo, y juntos iban a comer a casa de Miguel Ostolaza, el individuo de la Junta y comerciante de las Siete Calles que se distinguía por su bullicioso patriotismo y su desmedida afición al aurrescu. Otro de los Ostolazas tenía botica en Artecalle: con este o con Miguel vivían indistintamente, según las peripecias del sitio, la madre y una hermana, Juanita Ostolaza, de quien era novio José María, con relaciones de exquisita honradez y compostura, y planes de matrimonio. Desde que ambos eran niños andaban en aquellos honestos tratos, y de acuerdo ambas familias habían concertado la boda para cuando Bilbao estuviese triunfante y libre. Comían los dos primos de Arratia en la botica de Francisco o en la tienda de Miguel Ostolaza, y tornaban sin pérdida de tiempo a sus ocupaciones.
Frecuentaba también Zoilo la casa paterna por mudarse de ropa, lo que hacía con desusada frecuencia. Habíase vuelto muy presumido; se acicalaba; tenía su uniforme en perfecto estado de limpieza; iba a los combates como a la parada, gallardo, guapísimo, la cabellera corta bien peinada, el bigotito juvenil atusado con marcial donaire, bien afeitada la barbilla, los botones del uniforme relumbrantes. Si por acaso se encontraban en la tienda los dos primos rivales, no se dirigían la palabra: Churi ni siquiera miraba a Zoilo, y este tampoco era muy expresivo con su hermano mayor. Atribuía el buenazo de José estas reservas a genialidades de uno y otro: Churi, con su sordera aisladora, se envolvía cada vez más en sus tristezas, labrándose un capullo para sepultarse dentro; Luchu, por el contrario, con sus ruidosos triunfos militares, propendía fatalmente a la expansión locuaz, al dominio. No desconocía José los méritos de su hermano, ni los servicios que con su bravura y serenidad heroica había prestado a la causa bilbaína; casi encontraba justificado su creciente orgullo. Sencillote y benévolo, era el primero en extender a toda la familia las glorias del gallito de Arratia, y en gozar de su prestigio y fama, de lo que resultaba un reconocimiento tácito de su superioridad.
Continuaba Aura en casa de Gaminde, tan querida de las niñas Florencia y Jesusita que no sabían separarse. Pero aconteció que la pequeñuela contrajo una calentura eruptiva, y temerosa Prudencia del contagio, llevó a su sobrina a casa de Orbegozo, donde también la querían y agasajaban. La señorita de Orbegozo poseía algunos tomos de novelas, que leyó Aura, entre ellas, Valeria y Beaumanoir, de Madame Genlis. Manjar tan empalagoso no era del gusto de la joven, que lo apetecía más tónico y amargo. Dulzona era también Socorrito, y muy aficionada a novedades de moda y perifollos. No congeniaban. Más a gusto se encontraba Aura con las de Busturia, chicas criadas en una trastienda, sencillas, trabajadoras, heroínas domésticas sin afectación; pero aunque festejada por unas y por otras, y deseando conservar tan buenas amistades, anhelaba volver a su casa, vivir entre los suyos, que suyos eran ya, con vínculos del alma, los Arratias chicos y grandes. Al propio tiempo que estas dispersiones enfadosas ocurrían, aumentaba el malestar de todos la escasez de víveres, ya en proporciones aterradoras. Una docena de huevos, de remota antigüedad, no podía adquirirse por menos de sesenta reales. Por una gallina tísica había quien daba media onza. Los gorriones que los chicos cazaban y vendían por chimbos, valían como si fueran pollos. Las alubias llegaban a cotizaciones fabulosas; las patatas no existían, y el bacalao comenzaba a escasear. Algunos días se iba Churi sin decir nada por el Nervión arriba hasta cerca de la Isla, y traía media taza de angulas, con las cuales obsequiaba Prudencia a los de Ibarra, festejando el bocado como un hallazgo preciosísimo en tales tiempos. Iban por allí el corredor Vildósola y José Blas de Arana, ambos famosos entre la gente bilbaína por sus anchas comederas, así como por su inteligencia en artes gastronómicas. Se consolaban de las abstinencias del asedio hablando de suculentas comidas, de platos castizos, y recordando sus merendonas y gaudeamus en días mejores. Arana ofreció a Churi un morrión de miliciano y un sable si le traía una taza de angulas, y Vildósola refería con buena sombra sus sueños, que eran siempre de comer mucho y bien. «Anoche, para hacer boca, despaché cuatro ruedas de merluza, y encima una docena de chimbos de higuera, que fueron seguidos por una tanda de barbarines...».
-Ya podías haber guardado algo para nosotros -indicó Prudencia-. A Ildefonso le gustan locamente los barbarines fritos en papel.
-Pues yo -dijo Arana-, si soñase esas cosas me pondría malo, y al despertar tendría que purgarme. Me reservo para cuando salgamos de este bromazo. Lo probable es que perezcamos todos, y moriremos acordándonos de la Libertad y del bacalao en salsa roja. Pero si tengo la suerte de salir con vida y de ver reventar a D. Carlos, ojalá que esto sea en la época de los guibilurdines para celebrarlo con un buen atracón de tan rico vegetal.
-Mira -dijo Vildósola-, yo espero que terminemos antes de que vengan los guibilurdines. Te apuesto todo lo que quieras a que la entrada de Espartero la celebramos en el propio San Agustín con chacolí de Quintana, y angulas y lo demás de la estación... y todo esto antes que cante el gallo de Navidad.
-Yo te apuesto lo que quieras a que el gallo y pavo de esta Navidad serán de aquellos que andan por los tejados. Esto va largo, y es casi seguro que saldremos vestidos de máscara a tiroteamos con los serviles. Espartero está comiendo merluza, y no se acuerda de nosotros... ¿Pero qué remedio? Comeremos clavos en vinagre. ¿Oye, no sabes? Bringas me mandó chocolate muy bueno, y dos docenas de bizcochos que sobraron del primer sitio... En mi casa, con ocho de familia, nos defendemos con el maíz que quedaba en el almacén de Busturia. Lo machacamos; Hilaria sabe hacer unas combinaciones muy buenas, bollitos, fruta de sartén, con un poco de salvado que nos resta, aceite de linaza, nuez moscada... Te convido si quieres, y para obsequiarte añado una rata magnífica que cogimos esta mañana en mi almacén... cebada con raba y sardina, ya ves.
-Gracias: yo tengo hoy huevos de paloma, y una cecina de macho cabrío que está diciendo «comedme».
-No: lo que dice es «tiradme». Es de la que tenía Cosme el de Belosticalle, que la untaba de pimiento choricero para que tomase color y pareciera jamón.
Con estas bromas se entretenían, y conllevaban alegremente las tristezas de situación tan angustiosa. Desprovista del precioso humorismo, y sintiendo en sí muy debilitada ya la vibración patriótica, Prudencia no veía las santas horas de que la pesadilla del sitio terminase. ¡Ay, sería como un despertar risueño! Ya no se podía sufrir el constante llover de bombas y granadas, los espectáculos de muertes y horrores, el hambre, que podían soportar hasta cierto punto los sanos, pero no los enfermos.
El deber patriótico a todos les traía revueltos, sufriendo mil molestias, viviendo a las veces en medio de la calle. Sabino, hombre de gran resistencia, solía llegar a la noche sin haber tomado más que un ligero desayuno; Valentín llevaba en sus bolsillos mendrugos de borona, y se iba alimentando en el transcurso de las caminatas y ocupaciones que a todas horas le imponía su cargo en la Junta. Más de una noche durmió en un banco del cuartel de la Plaza Nueva o en el duro suelo del café llamado Gari guchi (Poco trigo). Eran los cuarteles sitios de reunión, semejantes a los modernos casinos. Unos cuantos amigos alquilaban un local en buen sitio, y aligeraban allí con sabrosa tertulia las largas noches de invierno, o se divertían con pasatiempos inocentes. El lujo era desconocido en tales instalaciones; el mueblaje lo indispensable para evitar la incomodidad de sentarse en el suelo, o de comer con el plato en las rodillas. Había un cuartel en la Plaza Nueva, perteneciente a un grupo de mayorazgos y segundones; otro en la calle de la Pelota, donde dominaba el elemento mercantil; y tanto en estos como en otros de inferior pelaje, marcábase el embrión de los casinos que hoy son centros de recreo, de holganza y de peores cosas, en grandes y chicas poblaciones. Durante el sitio, los cuarteles hallábanse abiertos para todo el que en ellos quisiese entrar, y servían de cómodo apeadero para militares y paisanos, que teniendo que acudir de un lado a otro, necesitaban tomar un refresco sin necesidad de acudir a sus casas. Los patriotas se daban cita en ellos; los individuos de la Junta y los jefes de la guarnición tomaban en este o el otro cuartel las medidas más apremiantes. A los más ocupados, que no podían descansar en toda la noche, les mandaban la cena al cuartel. La fraternidad era cordialísima, los alimentos comunes. El que por cualquier causa, descuido de la familia o falta de aviso, no tenía qué cenar, metía confiadamente la mano en el plato del amigo.
El Gari guchi era una combinación de cafetín y cuartel, pues en el entresuelo, alquilado por varios mercaderes de las Siete Calles, habían estos establecido su recreo de billar y mesas de tresillo. Ni allí, ni en el café del Correo, ni en ninguno de los cuarteles se hacía de comer. Pero ya se iniciaba de un modo rudimentario este progreso, pues si no se guisaba, calentaban la comida que de tal o cual casa traían; y el conserje o encargado también hacía café para los señores, los cuales no pagaban la taza, sino que ponían los ingredientes, resultando gratis la obra culinaria: no se le pasaba por las mientes al guardián del local el tomar dinero por aquel servicio. De tal modo las costumbres patriarcales apuntaban su evolución primera, anunciando esta moderna organización del egoísmo. Las guerras deshicieron el antiguo régimen patriarcal de las sociedades, y fueron creando el vivir que ahora conocemos, donde todo se tiene y se paga, donde se desarrollan la comodidad y libertad individuales en el calor del hogar público, mientras se quedan solas las mujeres en el doméstico, cuidando de que no se apaguen las últimas brasas.