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Luchana/XXXIII

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XXXIII

Toda la mañana del 19 la pasó Prudencia en su casa, de limpieza y arreglo, ayudada por la criada de Vildósola, pues la suya había caído enferma de anginas. En la tienda, José María y un almacenero de Ripa trabajaban mañana y tarde, poniendo cada cosa en su sitio; que en los días del pánico, habiendo entregado los Arratias para las obras de la defensa gran cantidad de clavazón, alambre, barriles vacíos y otros objetos, sacáronlo precipitadamente, y todo quedó revuelto y confundido. Llegó Martín, aprovechando un rato que tenía libre, y les dijo: «Recójanme toda la clavazón que está esparcida por el suelo, separándome con cuidado los tres tamaños. Veremos si se pueden rehacer los paquetes deshechos. Y ya que se han bajado las pilas de cabos, yo las armaría en otra forma, de modo que estorbaran menos».

-Ha dicho Zoilo -indicó José María- que pusiéramos las pilas de cabos de mayor a menor, no formando cilindros, sino conos.

-No hagáis caso, y ponérmelo como estaba. Mi hermano entiende más que yo de cosas militares; pero en este tinglado sé yo más que él... Otra cosa os encargo: no me toquéis nada en el escritorio: aunque lo veáis todo revuelto, dejádmelo como está, que yo lo arreglaré.

-Zoilo es de parecer que se despeje un poco el escritorio, sacando a la tienda las chumaceras, los pasadores, las mallas y rasquetas, y dejando sólo el género de pesca.

-Realmente es más metódico... Ya lo arreglaremos así en otra ocasión. También deben quitarse de ahí los cáncamos y zunchos... Tiene razón mi hermano... En el escritorio no se cabe... Pero no toquéis nada por ahora... Temo que me desarregléis los libros, y que se deshagan los paquetes de cartas.

Ya se marchaba cuando bajó Prudencia, y llamándole aparte, le dijo: «Estoy afligidísima. Ildefonso cada día peor. Ahora su manía es que en cuanto entre Espartero nos vayamos a Francia en el primer barco que salga, llevándonos a la niña, naturalmente... Me temo que cuando se entere de nuestro plan pondrá el grito en el cielo, y yo... figúrate... No hay para mí mayor pena que contrariarle...».

-Pues desistamos, tía -dijo Martín con un sentimiento en que se confundían la timidez y la delicadeza-. No quiero que por mí haya desacuerdos y disgustos en la familia... Aplacemos, por lo menos, el asunto, con la esperanza de que el tiempo nos lo resuelva.

-Todo iría como la misma seda si esa loquilla entrara en razón y se hiciera cargo de lo que conviene a su felicidad.

-¡Ay tía de mi corazón! -replicó Martín con tristeza, suspirando-, Aura no me quiere ni tanto así... vamos, yo no le gusto... Ante este hecho no hay más remedio que bajar la cabeza...

-Pues hay que saber gustar, caballerito; hay que matar el pavo y adquirir salero y gracia. Fuera yo hombre, y verías tú si sabía yo domar a una bestezuela bonita y respingona...

-¿Pero qué puedo hacer yo, tía? -dijo el pobre miliciano apuradísimo, cruzándose de brazos-. Ordéneme usted lo que quiera, siempre que no me mande cosa contraria a la honradez.

-No, hijo, no te mando nada... Déjame; estoy loca... Vete a matar carlistas... que es lo único para que servís... Por vuestro bien trabajo: buena tonta soy... debiera ser egoísta y no importárseme nada... Anda, anda, que harás falta en otra parte.

Se fue el simpático joven, mohíno y cabizbajo, al punto de servicio, y antes de llegar a él oyó el cañón de la Perla de Albia, que furioso tronaba contra las Cujas. El nombre de esta batería, ilustrada por memorables hazañas, provenía de unos bancos situados al extremo del Arenal y calle de la Estufa. Tenían los respaldos en forma semejante a las cabeceras de las camas que entonces se usaban, y se llamaban cujas. Allí, terminado el tiroteo de la tarde, nutrido y penoso, con algunas bajas, fue Sabino en busca de Martín, para tratar con él de asuntos de familia; pero no le encontró, porque trocadas las compañías, le destinaron a la batería del Circo: en cambio, estaba Zoilo, que desde lejos dijo a su padre que le esperase para ir juntos a casa.

Había pasado el buen Sabino la mañana en Santiago, donde encontró a sus amigos de iglesia, y a la salida se consolaron de sus amarguras hablando mal de Espartero, porque no iba pronto, aunque fuese por los aires. Tanto preparativo era miedo... Ya estaba visto que D. Nazario, aunque manco, sabía dónde tienen los hombres la mano derecha. ¿Pues qué creían?... De la iglesia se fue al cuartel de la Plaza, donde Ibarra le dio malas noticias de Negretti, y acudió allá inmediatamente, encontrando a su cuñado bastante caído, taciturno y con cierta propensión a la ira. No hablaba más que para echar pestes contra Espartero, llamándole lacónicamente inepto y cobarde. «Aquí no hay más que un hombre que sepa mandar tropas -dijo descargando en la mesa un fuerte puñetazo-, y ese militar único es tu hijo Zoilo». Por no irritarle con la contradicción, se manifestó Sabino conforme con criterio tan extravagante, añadiendo que Zoiluchu sería pronto General, y para entonces no se verían los bilbaínos condenados a comer ratones. Vildósola llegó a la sazón, y entre uno y otro trataron de desviar a Ildefonso de su vértigo maníaco.

En tanto Prudencia trabajaba incansable en arreglar la casa. A media tarde mandó llamar a su sobrina para que la ayudase, y las dos trajinaron hasta el anochecer con la muchacha de Vildósola, que se retiró a las obligaciones de su casa. Encendida la luz, continuaron las dos lavando la vajilla, hasta que de súbito llegó un recado urgente de casa de Ibarra, traído por el portero. El señor D. Ildefonso se había puesto muy malo: le había dado un accidente; se le trababa la lengua, y no podía mover el brazo izquierdo... «Vamos, vamos a escape» dijo Aura, lavándose las manos. Y Prudencia, para quien la noticia fue como un rayo, después de permanecer un ratito muda de terror, sin respirar, se secó también las manos precipitadamente, diciendo: «Vamos, sí... No, no, yo iré sola... Tú te quedas... Ya no me acordaba. Ha dicho mi hermano Valentín que vendría a recogernos. No faltará. Con él vendrá Martín, que sale de servicio a las siete... ¿Tienes miedo de quedarte sola?».

-Sí, tía: tengo miedo...

-Pues vámonos... Ellos, al ver cerrada la puerta, irán a buscarnos allá.

Bajaban la escalera cuando entraron dos hombres. Eran Zoilo y su padre. Enterados de la ocurrencia, Sabino dijo: «Me lo temía: esta tarde, cuando le vi, no me gustó nada».

-Sea lo que Dios quiera.

-¡Cúmplase su santa voluntad!... ¿Y Martín no está aquí?

-Estábamos esperándole. Quedó en venir con su tío.

-Quédate, Luchu -ordenó Sabino-, acompañando a la niña, que Valentín y tu hermano no tardarán...

-Subíos arriba... que esto está muy obscuro... o bajad aquí la luz -dijo Prudencia-. Pero tened cuidado con el fuego.

-Descuide usted, tía... No nos quemaremos.

Salieron presurosos los dos Arratias, y Zoilo, al tomar la mano de Aura, creyó coger un pedazo de hielo tembloroso.

«¿Por qué tienes las manos tan frías?».

-Me las lavé hace un rato... Luego, al saber que el tío Ildefonso... ¿Qué será?... Me he quedado yerta... ¿Subimos?

-No... lo que haré es cerrar la puerta -dijo el miliciano haciéndolo al instante.

-¿Por qué cierras?

-Para que no pueda entrar nadie... Y ahora bajaré la luz y la pondré en el escritorio...

-Por Dios, no pegues fuego.

Zoilo, que de cuatro brincos subió por la luz, bajó sin ella. No traía la luz; pero sí una claridad tenue.

«La he dejado en el pasillo, junto a la escalera».

-Por Dios, primo, no se queme algo.

-Allí no hay cuidado... ¿Por qué te llevas el pañuelo a la nariz? -le preguntó, observándola fijamente.

-Porque ahora siento el olor de alquitrán como no lo he sentido nunca... Parece que me envuelve toda, que penetra dentro de mí... Se me va la cabeza.

Cerrando los ojos, dejose caer, como extenuada de cansancio, sobre un montón de rollos de jarcia.

«Hemos trabajado bárbaramente... Me canso... el alquitrán me marea... No es que me disguste el olor; pero... te lo juro... nunca me ha penetrado tanto».

-¿Tienes frío?

-Estoy helada... muerta de miedo.

-¿Miedo estando yo aquí?

-Ya ves... por estar tú quizás...

-No pensé venir... pero me dijo mi padre que hoy quedaría concertado tu casamiento con Martín, y aquí estoy para impedirlo.

-¡Mujer yo de Martín! Eso no será, Luchu...

-Lo dices... lo piensas así... Pero... ¿y si por medrosa te dejas llevar, te dejas casar...?

-Soy más valiente de lo que crees... Pero si necesitara más valor del que tengo... tú me lo darías.

-A eso vengo, te digo... Aquí estoy yo, un hombre, que por nada del mundo consentirá que le quiten a su mujer... y en tratándose de esto, para mí no hay hermanos, para mí no hay tío, para mí no hay padre... Soy mi dueño, y tú mía en esta vida y en la otra.

Antes de acabar de decirlo, la estrujó en sus brazos y le dio cuantos besos quiso sin hartarse nunca.

«Zoilo... Luchu... por Dios... que me dejes... que no seas malo... Así no te quiero».

-¿Pues cómo, cómo?

-Te lo diré... déjame... déjame hablarte.

-Dímelo pronto.

Casi sin respiración Aura le dijo: «Tienes grandes cualidades, Luchu... Mucho te estimo... Te admiro por la voluntad, por el valor; pero...

-¿Pero qué... pero qué...?

-Te falta una cualidad, primo... No, no la tienes.

-¿Qué me falta? Dímelo, dímelo pronto para tenerlo al instante...

-Pues... te falta... sí que te lo digo... Que no eres caballero.

Quedose el muchacho suspenso y absorto. El tremendo hachazo recibido en su amor propio conmovió todo su ser... «¡Que no soy caballero! Mira, mira lo que dices... ¡que no soy caballero! Si otra persona me lo dijera, ¡vive Cristo!... Pero como me lo dices tú... miro para dentro de mí, por verme, por ver si es verdad lo que dices... y si yo me encontrara con que no soy caballero, aquí mismo me quitaba la vida».