Lucrecia (Hernández)
Siempre que me preguntaban cómo había hecho para ir a vivir en una época tan lejana, me daba un fastidio inaguantable. Y si alguien me interrumpía para enredarme en algún detalle histórico la cólera me dejaba mudo y yo abandonaba las mesas recién servidas.
La última vez que me interrumpieron yo iba subiendo una escalera detrás de una monja vestida de negro. Ella soltaba los pasos contra los escalones como si fuera tirando tiestos sobre estantes. Sus zapatos habían ensuciado de polvo el borde de la pollera. (Yo estaba tentado de sacarle una hilacha que tenía cerca de la cintura.) Parecía que aquella mujer estaba muy cansada y que le costaba coordinar cada paso con cada escalón. No se volvía hacia mí ni aun cuando se detenía a descansar.
Hacía poco rato que la había visto de frente pero no recordaba exactamente, su cara; quería pensar que no era tan fea como me había parecido cuando me abrió el portón de hierro y los goznes hicieron un ruido tan horrible que yo tuve que meterme los índices en los oídos.
Ahora sólo recordaba una papada muy blanca desbordando un cuello muy apretado. Le había preguntado por Lucrecia; y como ella no parecía comprender el español, saqué de entre mi capa un sobre y se lo mostré hasta que ella leyó todo el nombre.
Yo también estaba cansado. Me sentaba en un escalón y cuando oía las descargas lejanas de los pasos de la monja, me acercaba a ella con unos cuantos saltos y volvía a esperar que se alejara.
Ahora yo aprovechaba a sumergirme en la tranquilidad de aquellos lugares y esperaba que mis ojos –los pobres habían tenido que vivir como bestias acosadas– eligieran un objeto cualquiera y se lo fueran tragando despacio. Pero esa misma mañana, antes de entrar en el convento, ellos habían tratado de mirar un árbol que encontraron al costado de un camino, y de pronto sentí una coz terrible cerca de un riñón y en seguida otra en el costado. Apenas fui desplazado del camino vi pasar un soldado con la cabeza baja; iba apurado y parecía lleno de preocupaciones. Yo esperaba a cada instante uno de estos accidentes y no sabía cuál de ellos me sería fatal.
Dejé de oír los pasos de la monja y pensé que se me había perdido de vista; pero resultó que estaba descansando.
Mis violencias y mis cansancios eran mucho más grandes que los sufridos en un futuro muy lejano, en este siglo donde nací y al que pude volver. Pero cuando recién llegué a aquella época creí que aquel aire mataría mi cuerpo. Además estoy seguro de que el sol daba en la tierra de otra manera y que las frutas tenían otro gusto. Sin embargo lo peor era la gente. Ya en este siglo yo había sido bastante propenso a la cobardía y había sentido que todos mis órganos apretaban sus caras avergonzadas y lloraban hacia adentro las más envenenadas lágrimas. Más de una vez me faltó la generosidad de entregar mi vida al imbécil anónimo que me daba un empujón e indicarle el cuidado que debía a otro ser humano. Y además yo también era culpable: pretendía andar como un sonámbulo por el centro de una ciudad. Pero aquella época me obligó a despertarme y tuve reacciones. Aquella misma mañana, cuando el soldado me separó tan violentamente del camino, corrí detrás de él, lo alcancé y le agarré un brazo; pero él, sin mirarme y con el mismo gesto que separó el brazo, lo pasó por encima de su cabeza como diciendo: “Déjame que tengo un enredo formidable”. Entonces yo justifiqué mi cobardía pensando que no había nacido para enseñar a tanta gente.
Ahora me estaba cansando y me daba vergüenza pensar que la monja no lo estuviera tanto. Ella había empezado a cruzar corredores y yo la tenía que seguir de cerca para no perderla de vista. Apenas podía dedicarle alguna atención a los pisos desgastados, a los muros verdosos, al silencio de las puertas cerradas, a las formas fugaces que se movían en la oscuridad de algunos cuartos, a los patios inesperados, a las columnas delgadas como piernas de seres famélicos o a las gordas como las de seres sedentarios.
Después de ver tantas cosas hubiera querido acomodarlas en mi cabeza y dejarlas guardadas tal como las había encontrado. Pero fue imposible. Todo aparecía con incontenible multiplicidad. Entonces quise entregarme a pensar en mi soledad. Al mismo tiempo que me llamaban desde abajo mis piernas cansadas, yo me imaginaba que una persona amiga se condolía de ellas y sentía ternura. Pero ahora mi única vinculación con el mundo era la monja que iba adelante; ella iría pensando en otras cosas, pero recordaría –tal vez en cada vuelta del corredor– que la seguían. Yo la iba reconociendo a través de distintos lugares como si viera mi sombra; y no me extrañaba que mi propia sombra anduviera lejos de mí, ni que yo tuviera que correr detrás de ella con las piernas cansadas y sin saber adónde me llevaba.
Ahora cada vez empezaba a ver más gente: cruzaban los corredores, conversaban en los patios y se recostaban en las columnas. De una puerta salió un hombre que dio unos pasos a mi lado y en seguida entró en otra puerta y se dejó caer en una silla. Llevaba capa verde y pluma roja en un gorro caqui. No sé por qué pensé que aquel hombre era yo y que yo tenía que seguir en sus asuntos. Pero pronto me sentí caminar, miré a la monja y vi la hilacha blanca en su vestido negro.
Todavía seguí rozando un buen rato pisos gastados. Al fin la monja se detuvo frente a una puerta y revolvía en un bolsillo que tenía entre los hábitos. Sacó una llave que me pareció demasiado grande; entró en la oscuridad y al instante la vi abriendo un postigo que hizo entrar luz a través de vidrios pintados de blanco. La habitación era pequeña y sólo había en ella un atril. La monja salió cerrando la puerta y dejándome de pie con el atril. A través de una parte raspada del vidrio vi moverse algo; acerqué un ojo y vi dos ojos de un azul muy claro que miraban hacia donde yo estaba; saqué el mío pero en seguida lo volví a poner, pues me di cuenta que los otros no miraban al mío. La persona tenía desplegada al sol una inmensa cabellera rubia. Los ojos eran como objetos preciosos. En ese instante la mujer volvió la cabeza hacia alguien que le hablaba. Yo seguí mirándole los ojos y me pareció extraño que también le sirvieran para ver. De pronto me vino una contracción al estómago: fue al reconocer una carta que le acercaron unas manos: era mi carta. Entonces la mujer de los ojos tenía que ser Lucrecia. Recién entonces me fijé detenidamente en aquella carta que yo había traído y la encontré sucia y arrugada. Antes de romper el sobre hizo una sonrisa y empezó a levantar un dedo hacia la persona que llevó la carta; yo seguí la dirección del dedo y vi que él se fue a hundir en la papada de la monja que me guió. Mientras me daba cuenta que aquel gesto era cariñoso, Lucrecia se levantó y se fue con la monja. Pensé que vendrían en seguida a donde yo estaba; pero pasó mucho rato y yo tenía ganas de sentarme en el suelo. Apenas lo hice oí pasos y para levantarme me agarré del atril; él se tambaleó con mucha dignidad pero pronto sus movimientos se hicieron cortos y se quedó quieto. Entraron dos monjas. Una de ellas era la que me había guiado. Las dos llegaron hasta mí y yo no me explicaba cómo trayendo los ojos bajos no tropezaran conmigo. Empezó a hablar la que no me había guiado y dijo:
—La señora Lucrecia... (aquí nombres y títulos) le envía por intermedio de nosotras –parecía madrileña– la bienvenida. Y le expresa que lamenta no poder atenderle personalmente en este día, pues...
Creo que fue aquí que ocurrió algo imprevisto. La española retiró bruscamente sus manos. Había roto la paz con que descansaban apoyadas en el vientre una encima de la otra. Aquel movimiento me hizo mirar hacia el lugar de donde sus manos habían huido. Y entonces vi la punta de mi pluma –yo tenía mi gorro debajo del brazo– y comprendí que le había hecho cosquillas en la piel blanca de sus manos regordetas. Ahora ella no sabía dónde ponerlas. Entonces yo retiré la pluma. La monja que me guió se había vuelto y parecía que aguantaba la presión de la risa; y la española se había quedado colorada y empezó a repetir el encargo de Lucrecia. Pero de pronto me hizo una cortesía y siguió a la otra que ya estaba cerca de la puerta. Yo me volví a quedar solo y esperé otro rato. Entonces aparecieron otras dos monjas.
Una de ellas me explicó más o menos lo mismo pero agregó que Lucrecia me vería al día siguiente y que en seguida me darían alojamiento. Al mismo tiempo me invitaron a seguirlas y yo empecé a rozar de nuevo otros pisos de patios y corredores. Al fin me hicieron entrar en un refectorio con sillas alrededor de mesas recién lavadas. Me dijeron que pronto me servirían mi almuerzo y yo me senté cerca de una ventana. Esa mesa estaba casi seca y su madera rústica iba quedando cada vez más blanca. Allí, y al mismo tiempo que veía extenderse al sol un paisaje con montañas, sentía una gran felicidad en mis riñones cansados. Mientras pensaba en el descanso, mis ojos se entretenían en seguir a lo lejos un hombre a caballo y en ir descubriendo sus pequeños movimientos en la gran quietud de la tierra. Ella, echada boca arriba con sus montañas, era indiferente a todo lo que hacían los hombres. De pronto los ojos se me fueron hacia un lugar donde oí pasos y vi venir una monja con una jarra de vino, un cuchillo y un pedazo de pan. Apenas se fue la monja me serví vino a borbotones, y al probarlo comprendí de distinta manera todas las cosas de aquel país. El día entraba por la ventana con la confianza ingenua de un animal. Si a mí me hubiera venido a visitar un habitante de otro planeta yo le hubiera mostrado aquel día como el ejemplo de una mañana en la tierra.
Después de comer me hicieron caminar hacia un lugar donde el convento tenía otros portones. Frente a la salida y separada por una calle angosta había una gran hilera de piezas. Me metieron en una de ellas y abrieron una ventana de rejas que daba a un muro muy alto; estaba cubierto por una sombra verdosa, y entre él y la ventana había un callejón lleno de luz. Yo me tiré en la cama que era de madera oscura y colcha amarilla. Me dolía la espalda porque hacía pocos días me habían tirado contra el suelo para sacarme el dinero y yo me caí encima de una piedra. Salí de España con una escolta de dos hombres. Uno era alto, quijotesco y dejaba una familia hambrienta a la cual parecía querer mucho. El otro era bajo, andaba con la cabeza fija y echada un poco hacia adelante; parecía que su instinto le indicara un destino sospechoso; y se ponía con descuido un sombrero arrugado como una hoja podrida. (Yo había empezado a recordar lo que nos había pasado por el camino, cuando entraron en la pieza y pusieron encima de la mesa un candelabro de tres brazos; en uno de ellos había una vela nueva.) En una de las primeras noches, después de salir de España, mis compañeros se emborracharon y a la mañana siguiente me dijeron que les habían robado los caballos. Ese día yo anduve en el mío y ellos anduvieron a pie. Pero a la mañana siguiente me dijeron que nos seguían ladrones de caballos y que también me habían robado el mío. Además hablaron de compañerismo y de traición. Entonces les dije:
—Yo no tengo interés en ser compañero de ustedes. Y no se olviden de que si vuelven a España sin mí, serán ahorcados, y si llegan conmigo yo hablaré.
Desde ese día ellos marchaban adelante y a una distancia que les permitía hablar sin que yo los escuchara. Hicimos casi todo el resto del camino en mulas muy resistentes pero de trote incómodo. Pocos días antes de llegar a esta ciudad los “ladrones de caballos” nos volvieron a dejar de a pie. Y un día antes, los hombres de mi escolta me dejaron muy atrás y yo iba distraído cuando me sentí agarrado por los que me sacaron el bolso y salieron corriendo. Al mismo tiempo vi venir hacia mí otro hombre. Agarré dos piedras para defenderme; pero el hombre pasó corriendo y me di cuenta que los que me habían robado disparaban porque le tenían miedo a éste. Era una vergüenza; yo podía haber hecho lo mismo; pero ahora hubiera tenido que correr a los tres. Cuando llegué a casa de nuestro orador (el embajador español), él me dijo que mis compañeros me andaban buscando porque si yo no aparecía ellos no tendrían salvoconductos ni dinero.
Recordaba esto mirando la colcha amarilla y después me quedé dormido. Al rato me despertó un murmullo de muchas voces: venía del lado del callejón. Me levanté a cerrar las ventanas y vi una feria; miré mucho rato todas las cosas y me decidí a dar la vuelta y bajar a comprar una plantita; sus hojas parecían de encaje y eran planas. Tardaron mucho en vendérmela y me daba angustia lo apretado de la multitud y las peleas. A mi lado había un tipo vestido de azul y sentí como un terror de que aquel traje fuera mío y de que yo llegara a ser aquel tipo. Al fin salí con la plantita en la cabeza; me costó mucho defenderla; con una mano agarraba la planta y con la otra apretaba mi bolso en la cintura. A una muchacha se le ocurrió hacerme cosquillas debajo del brazo que yo llevaba levantado. Puse la plantita en la mesa, cerca del candelabro y me acosté de nuevo. Cuando me desperté era hora de comer y de tomar vino. Ahora el refectorio estaba lleno de gente y de barullo. Casi todas las mesas tenían ocupados los cuatro lados y cada una tenía un candelabro de tres brazos con las tres velas encendidas. La luz no se levantaba mucho más arriba de las cabezas. Todos comían cerca de las velas y parecía que se comieran la luz. Fui a un lugar donde había menos gente alrededor de cada fogata y las llamas estaban más tranquilas. Me senté frente a un viejo; a un lado comía un niño como de seis años y el pobre hacía grandes esfuerzos para no dormirse. A veces se balanceaba y yo temía que se cayera. El abuelo lo miraba sonriendo y me empezó a hablar; pero yo no podía explicarle que no sabía italiano. Las monjas, al caminar y servir las mesas iban interrumpiendo las luces; pero ninguna venía para mi lado. El anciano me ofreció vino en la copa del niño. Él se dormía y no se daba cuenta de nada; pero una vez que fui a servirme vi el vaso pegado a su boca; parecía que no tragaba nada y que la poca atención que le quedaba la empleaba en seguir los balanceos que hacía con el vaso. Se despabiló un poco cuando la monja que traía mi servicio lo tocó en el brazo y le hizo derramar el vino. Cuando se fueron, el anciano se levantó de la mesa con mucho trabajo y una de las llamas alcanzó a chamuscar un poco de su pelo blanco. La vela de mi habitación tenía una llama que se movía como si hiciera señales y todo el piso, con sus tablas añadidas, daba vueltas con el movimiento de las sombras. Al rato me desperté porque hacía viento y se había golpeado la ventana. La luz se sacudía con desesperación, quería salirse de la vela. En el sueño que yo acababa de tener también había viento; sólo recuerdo un árbol que había sido arrancado de cuajo y al pasar cerca de mí me había pegado en la cabeza con una rama. Iba silbando muy contento y yo sabía que él pensaba: “Voy siguiendo al viento, voy siguiendo al viento...”. Ahora la luz estaba más tranquila y apenas hacía mover en la pared la sombra de la plantita. Pero ella, con sus hojas de encaje, tan planas y tan quietas, hubiera preferido mirarse en un espejo. Yo cerré mis ojos y me encontré con los de Lucrecia. Su color azul parecía haber sido desgastado por el roce de los párpados. Entonces sentí la molestia de la luz de la vela y me levanté a apagarla. En la oscuridad mis ojos no querían cerrarse y yo recordé historias de ojos. En un futuro lejano, en el siglo que nací había una sirvienta que limpiaba uno de sus ojos; era de vidrio y se le cayó de las manos; se le rompió y ella lloraba; entonces yo pensé: “Ella está llorando con un solo ojo”. Volví a la época de antes y a un día en que vi unos ojos saltados. Primero yo iba por un callejón y me detuve a mirar letras de distintos tamaños garabateadas en un muro. Después me volví y vi a mis espaldas una puerta abierta y en el fondo de una pieza un hombre sentado; tenía algo horrible en los ojos; pero yo no sabía bien si eran órbitas vacías o carnosidades desbordadas; había un perro echado a sus pies y el hombre apoyaba sus manos en un bastón; me pareció que sonreía y al instante se levantó, le pegó con el pie al perro, colgó el bastón de un brazo y mientras se dirigía a mí se sacaba de los ojos dos mitades de cáscara de nuez; sus ojos eran azules y él me explicaba algo que yo no entendía; señalaba dos pequeños agujeros que había en el centro de las cáscaras y me decía que mirando por allí, acomodaba su punto de vista y corregía no sé qué defecto. Después recordé que un cuñado de Lucrecia se había enamorado de una prima de ella. La prima lo había rechazado diciéndole que él no valía ni un ojo del hermano. (Otro cuñado de Lucrecia.) Entonces el despechado quiso sacarle los ojos al hermano; pero apenas pudo sacarle uno. Después el esposo de Lucrecia –el tercer hermano– le dio al despechado un latigazo tan fuerte que le reventó un ojo; y así resultaron dos hermanos tuertos. De pronto me encontré de nuevo con los ojos de Lucrecia y los vi asaltados por lágrimas saladas; ellas habían seguido lavando su color azul. Y por último aquellos ojos estaban tan gastados como los pisos que yo había rozado por la mañana. Todavía antes de pasar al sueño vi sus ojos como si tuvieran resortes y oí que una maestra decía: “Los ojos son las únicas partes dobles del cuerpo que giran al mismo tiempo”.
Al día siguiente, apenas me desperté vi la plantita rodeada de la mañana. Fui a lavarme la cara al rincón donde estaba el lavatorio y vi que la plantita se había hecho reflejar por el espejo. Debo haber pasado mucho rato sentado en la cama con la toalla en las manos hasta que se me ocurrió abrir la puerta. Después, mientras llevaba hacia la reja de la ventana la plantita y mis manos abarcaban toda la maceta, me vinieron a la cabeza estas palabras: “Pobrecita, tan frívola y tan querida”. Ya había acercado la silla a la ventana y tenía puestos los ojos en el muro verdoso de enfrente, cuando entró a mi pieza un gatito blanco y negro; tenía dos agujeros en las orejas y allí le habían atado dos moñas de un verde sucio que le caían marchitas. Lo acaricié, lo puse al lado de la plantita y pensé que estaba en Italia. A veces venía un poco de viento y la plantita movía sus hojas; al mismo tiempo el gatito se lavaba la cara y movía sus moñas marchitas. Yo había empezado a dedicarle a aquellos dos seres un cariño escrupuloso.
A la tarde me mandó buscar Lucrecia. Su vestido era tan ancho que no vi nada del mueble donde estaba sentada. Tenía una seriedad un poco picaresca y miraba a las monjas que la rodeaban. Pero me preguntó al mismo tiempo que levantaba las cejas y abría toda la claridad de los ojos:
—¿Duró mucho, su viaje?
Les conté lo de los ladrones de caballos y se rieron. Cuando dije que las mulas tenían trote incómodo Lucrecia hizo pequeños movimientos con la cabeza; al principio parecía que afirmaba y después parecía que ella pensaba en el trote de alguna mula. Cuando les conté el robo de la bolsa les dio pena al principio pero al fin se rieron. Y de pronto Lucrecia se quedó seria y pálida; levantó una mano como si hiciera un gesto; las monjas se volvieron hacia ella con inquietud; pero ella las tranquilizó sonriéndoles y después me dijo:
—Tengo mucha curiosidad por saber cómo serán esos libros que harán en España y lo que ellos dirán de mí.
Yo aspiré con precipitación y ella me permitió hablar.
—A mí me encargaron que escribiera algo sobre usted, alguna cosa que testimoniara haberla visto en este convento... y estas amabilidades...
No encontraba palabras que vinieran bien. Pero ella sonrió, inclinó la cabeza hacia un lado y abruptamente me dijo:
—¿Usted no tiene miedo que lo envenene?
Todos nos quedamos quietos un ratito y en seguida nos reímos.
Entonces yo dije:
—Mi confianza en...
Me volví a detener y ella contestó:
—Yo sé que usted prueba los vinos de acá con toda confianza. Otra vez risas.
Me quedé avergonzado de que le hubieran contado eso. Pero enseguida se me abrió el corazón y apenas recobré la calma empecé a explicar:
—En este país siento como una falta de aire; pero apenas tomo vino respiro mejor.
Entonces Lucrecia dirigiéndose a una monja y con una mirada exageradamente condolida, dijo:
—Él necesita del vino como del aire.
Las risas fueron más fuertes y mi vergüenza más grande. Pero se me pasó con estas palabras de ella:
—¡Tiene ojos de poeta!... Los ojos de los gatos ven en la oscuridad...
Esto último lo dijo como alejándose de sí misma y mientras apagaba su sonrisa y bajaba las cejas. Después se puso de pie y yo me despedí.
Esa noche, en una de las veces que me desperté, volví a oír las palabras: “tiene ojos de poeta”. Y cuando recordé el instante en que Lucrecia se quedó pálida e inició un gesto con su mano, pensé que había hecho un movimiento inesperado y el cilicio se le hubiera hundido demasiado en la carne.
A la mañana siguiente nos volvimos a reunir en la ventana con la plantita y el gatito. Yo había venido a ocuparme de Lucrecia y sin embargo me pasaba el día con ellos. Además nos vino a interrumpir una niña furiosa; tendría unos diez años y hablaba con muchas aes y ya empleaba los sonidos pastosos de los italianos adultos. Yo acudí a la bolsa y le di una moneda. Ella la tiró al suelo y la moneda rodó por debajo de la cama. Mientras renegaba fue a la ventana y agarró al gato. Antes de salir cuando parecía haberse calmado le ofrecí otra moneda. Ella la tomó, dejó el gato en el suelo y fue a buscar la que se había caído debajo de la cama. Después se fue sin el gato y al rato vino trayéndole una vasija con leche. Al terminar la mañana ella se fue con el gato y yo me quedé con la plantita. Pero al atardecer yo salí a caminar y al pasar por una casucha que tenía a la entrada una gran cortina roja muy sucia, vi delante de ella a la niña; estaba sentada en el suelo y en medio de las piernas tenía una palangana y jugaba con agua. Hablaba sola; y miraba caer las gotas de agua de sus manos como si fueran piedras preciosas. En cuanto me vio entró sin saludarme y al instante apareció sonriendo y traía a la madre de la mano: era alta y una especie de batón lila sujetaba sus grandes montones de carne. Se sacaba los pelos que le caían sobre la cara y quería ser amable. Pero la hija metió un pie entre la palangana y ella le pegó un manotazo en la cabeza. Yo estaba sacando el bolso cuando la niña vino, llorando a tomar la moneda que yo le iba a dar. En ese momento salió de entre la cortina sucia un soldado; se retorcía el bigote hacia arriba y miraba con condescendencia. Le di la mano a la niña y les hice señas a ellos–con un dedo y como si revolviera una olla– indicándoles que daría una vuelta con ella. La madre afirmó con la cabeza y empezamos a caminar hacia un montón de piedras. Después quería que yo tirara otras muy grandes y se divertía cuando las salpicaduras eran altas. Al rato, yo estaba cansado, sudoroso y regresamos. Entonces vi salir de entre la cortina al soldado; pero estaba sin uniforme y tenía los bigotes caídos y mal humor. Yo dejé la niña y me fui enseguida. Al otro día volví pero la niña no quería jugar –tenía las manitas calientes y la cara muy colorada. La madre me dijo algo que no entendí; después salió el soldado uniformado y con gran sorpresa vi aparecer, en seguida, al mismo sin uniforme y como si se tratara de un doble; no se me había ocurrido que podían ser hermanos. El soldado uniformado y con gran sorpresa vi aparecer, en seguida, al mismo sin uniforme y como si se tratara de un doble; no se me había ocurrido que podían ser hermanos. El soldado había ido a España y sabía un poco de castellano; entonces me dijo que la niña estaba mala y que le harían una sangría. Esa noche yo hablé con la monja que había retirado sus manos por la cosquilla de mi pluma y le dije si no se podría disponer de un buen médico, porque a una niña muy flaquita querían hacerle una sangría. Ella levantó las dos manos y contestó:
—De cualquier manera y antes que nada hay que hacer una sangría; si el diablo está en la niña se escapará entre el rojo de la sangre.
Después que yo me había acostado y la luz de la vela se había quedado mirando la colcha amarilla yo pensé en lo difícil que sería combatir a aquellos médicos. Ellos dirían: “Y usted ¿qué autoridad tiene para...?”. Ni por un instante pensé en decirles que yo era del siglo XX. Y en caso de que hubieran comprendido mi pasada vida futura ¿yo sabría explicar algo de mi siglo? Muchas veces pensé en todas las cosas que en él utilicé y en lo poco que las conocí. Ahora, en el Renacimiento, yo no sabía hacer ni una aspirina.
Al otro día de tarde me dijeron que la niña estaba grave. Volví a la noche y sentí los sollozos de la madre, que a veces los interrumpía para cantarle. Yo no me atrevía a entrar y sentía un perfume muy intenso que sería de una dama cuyo vestido lujoso vi por la cortina entreabierta. Hasta pensé que fuera Lucrecia; pero en ese momento apareció en un hueco de la cortina un ojo inmenso y el movimiento de una oreja peluda que me señalaba. Era una de las mulas que llevaban a los cortejos y a las cuales perfumaban con ungüentos. El soldado me puso una mano en el hombro y me hizo pasar. A la cabecera de la niña había una sola vela; y detrás de la madre estaban hincadas en círculo mujeres con rosarios. Yo salí en seguida. El soldado y el hermano no lloraban; pero yo no creí poder resistir y fui hacia un muro solitario y medio derruido; saqué el pañuelo pero no alcancé a llorar. El soldado me señaló, a la luz de la luna una montaña más o menos cercana. Al pie había un camino que daba vuelta en un valle; y allí enterrarían a la niña.
Al otro día vino a mi pieza la monja de las manos regordetas. Traía una botella y me dijo:
—Aquí le manda la señora Lucrecia este vino para que no le falte el aire; y dice que lo tome con confianza.
Yo había estado pensando en ir a la tumba de la niña; y ahora, lo que veía la botella se me ocurrió que también podría llevar comida y pasar el resto del día en el valle. Al poco rato ya marchaba con un paquete en la mano y la botella recostada en el otro brazo y contra el cuerpo como si llevara una niña de meses. El camino era blando, polvoriento y yo pensaba: “¿Hubiera sido capaz de ir allá sin el vino? ¿O de dejar en su tumba la botella sin abrir? ¿Esto no será pretexto para el placer de beber en la soledad de un valle?”. Iba llegando a él cuando vi unos hombres; pensé que se escondían y que ocurriría lo mismo que cuando me robaron el bolso. Entonces me di vuelta. Me sentía humillado de tener que caminar ligero y volverme con el paquete y la botella. Pero al rato encontré al soldado, que venía en la mula y le pedí que me acompañara a la tumba de la niña. Cuando llegamos al valle no había nadie. A mí solo me hubiera costado encontrar la tumba; estaba debajo de un árbol cuya copa era de un verde claro. La tierra negra, recién removida, estaba rodeada por palitos blancos de un corralito que parecía una cuna. La cruz estaba un poco inclinada de frente, y como si mirara hacia abajo. El soldado estaba a unos metros de mí y no se había bajado de la mula. Yo me empecé a sentir mal; miraba hacia la tierra, pero como suponía que el soldado me miraba a mí, no sabía qué hacer. No se me ocurría ningún rito en homenaje a la niña; de buena gana hubiera perfumado la tierra regándola con el vino. Pero no sabía qué pensaría el soldado. Tampoco tenía ganas de comer; pero debía sacar el paquete de allí, pues podrían revolverlo los perros y profanar la tumba. Más bien vendría al otro día y traería al gatito y a la plantita.
En gran parte del camino de vuelta el soldado fue comiéndose el contenido del paquete y bebiéndose el vino. Al principio, cuando él recién había empezado a comer a mí me vino un gran apetito; pero no me parecía bien pedirle un poco de lo que yo le había dado. Después me había entregado a mis pensamientos y había logrado recordar muchas cosas de la niña; pero de pronto desperté; fue cuando el soldado estrelló la botella contra las piedras. Después él, con la boca todavía llena, me dijo:
—Yo nunca pude saber si ella fue mi hija o mi sobrina.
Me quedé clavado en el camino; y mientras tragaba lo que terminaba de oír veía caminar la mula entre las piedras y recordaba a una mujer saliendo de un cabaret que yo había visto en mi siglo. Corrí hasta el soldado y le pregunté:
—¿Y su hermano qué dice?
Él me miró mientras su nariz ganchuda picoteaba al compás de los pasos de la mula y me contestó:
—Lo mismo.
Era al atardecer; yo tenía hambre y fui a una taberna antigua. Había poca luz y frente a mí se sentó un vendedor de patos. Puso en el suelo la yunta que traía. Tenían las patas atadas, pero a cada momento aleteaban y se cambiaban de lugar. Después de los primeros vasos yo empecé a pensar en Lucrecia. Sentía placer en recordar lo que ella había dicho de mis ojos; y volví a pensar que cuando se quedó pálida debió haber sentido hundirse el cilicio en sus carnes blancas.
Cuando terminé la última botella hacía rato que faltaba el vendedor de patos. Anduve por entre las cosas que la luna iluminaba; llegué hasta las piedras que había cerca de la laguna y me senté encima de ellas como en una poltrona.
La noche permitía que yo estuviera dentro de ella; pero no era serio que yo la admirara; yo estaba complicado con aquellas comidas y aquellos vinos que me había traído a la mesa un mozo rengo que al principio tropezaba con los platos. Pero no importaba; de cualquier manera la noche parecía indiferente y cadavérica. Miré la luna y recordé haberla visto por primera vez ante un telescopio cuando en mi siglo yo ya había cumplido los cuarenta años. En aquel paisaje blanco y como de cementerio vi las sombras de inmensas montañas y se me heló la sangre. No podía hacerme la idea de que yo admiraba un paisaje que no fuera de la Tierra y me parecía que aquel atrevimiento lo tendría que pagar con la locura. Ahora yo me sorprendí con los ojos en la laguna y decidí tirar a ella una piedra; fui a tomar una triangular y oscura que había cerca de mi mano y de pronto ella saltó. Antes de darme cuenta de que era un sapo, la “piedra” tuvo tiempo de seguir saltando y llegar al borde del agua.
Después de acostado sentí la cabeza cargada con la idea de la niña; entonces empecé a llorar como esas lluvias lentas que duran toda la noche. Pero no lloré sólo por la niña: lloré hasta por las montañas de la luna. Yo estaba acostado sobre el lado izquierdo y del ojo derecho me salían lágrimas que al doblar el caballete de la nariz caían en la almohada; otras llegaban frías a la mejilla izquierda. Dormí poco tiempo. Y cuando me desperté lloré de nuevo. De pronto me di cuenta de que yo quería recordar más cosas para poder seguir llorando. Entonces dejé de llorar.
A la mañana siguiente, al despertarme, recordé que me había prometido llevar al gatito y a la plantita a la tumba de la niña. Pero desde ese instante esa idea se me hizo insoportable y decidí salir de allí lo más pronto posible. Fui a decirles a las monjas que me iría ese día y que se lo comunicaran a Lucrecia. Ella me mandó buscar como a las dos horas y me preguntó por qué me iba. Yo le contesté:
—No quiero abusar de su hospitalidad.
Ella me miró con una sonrisa que quería decir: “A ti no te importa el abuso de la hospitalidad ni de los vinos”. Pero sus palabras fueron éstas:
—¡Mentiroso! Usted se va porque lo ha trastornado la muerte de la niña.
Me quedé muy sorprendido. Entonces ella me dio un sobre y agregó:
—Es para España y le servirá de salvoconducto.
Después me dio una bolsa azul bordada que tenía en la falda. Era dinero. Me vino una alegría desproporcionada. No quise esperar más, me despedí apenas y salí corriendo para mi pieza con el deseo de ver el dinero que ella me había dado y de contarlo. Además sentí la esperanza de que en esas monedas viniera algo más de Lucrecia y pensé que al tocarlas encontraría algún secreto. Cuando abrí la puerta de mi cuarto entró el gato. Sentí un gran malestar pero vacié la bolsa en la colcha amarilla y quise echar al gato. Él se metió debajo de la cama y yo me decidí a meter las manos en las monedas. Se me cayó una al suelo y el gatito salió corriendo detrás de ella. Se la saqué, pero se me volvió a caer y se fue rodando debajo de la cama, en el lugar donde cayó aquella otra que la niña había tirado. Yo tenía que olvidar todo y me parecía que era como matar a toda una familia de inocentes. Apenas salí de abajo de la cama con la moneda tropecé con la mesa e hice tambalear la plantita. Pero no importaba, junté todas las monedas y salí corriendo. Me acompañó la misma monja del primer día y antes de que termináramos de cruzar aquellos mismos patios y corredores, yo había perdido toda la alegría. Entonces empezamos a descender las escaleras. Yo pensé en los peligros del camino y tuve ganas de volverme. Pero no le hubiera podido devolver a Lucrecia la carta ni el dinero. Además no hubiera querido encararme con mis inocentes, aunque volví a pensar en todo lo que sufriría por haberlos traicionado. Pero en seguida me volvió la idea del camino. La bolsa nueva era pesada. Cuando la monja llegó al portón levantó los ojos y me sonrió. Yo no supe comprender aquella simpatía y le sonreí con cara de idiota, pues mi cabeza ya rodaba por el camino. El ruido que hizo el portón de hierro me taladró los oídos.