Macbeth (Menéndez y Pelayo tr.)/Acto V

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


ACTO V.

ESCENA PRIMERA.

Castillo de Dunsinania.

Un MÉDICO, una DAMA y LADY MACBETH.
EL MÉDICO.

A

Unque hemos permanecido dos noches en vela, nada he visto que confirme vuestros temores, ¿Cuándo la visteis levantarse por última vez?


LA DAMA.

Despues que el Rey se fué á la guerra, la he visto muchas veces levantarse, vestirse, sentarse á su mesa, tomar papel, escribir una carta, cerrarla, sellarla, y luego volverse á acostarse: todo ello dormida.

EL MÉDICO.

Grave trastorno de su razon arguye el ejecutar en sueños los actos de la vida. ¿Y recuerdas que haya dicho alguna palabra?

LA DAMA.
Sí, pero nunca las repetiré.
EL MÉDICO.

Á mí puedes decírmelas.

LA DAMA.

Ni á ti, ni á nadie, porque no podria yo presentar testigos en apoyo de mi relato.

(Entra Lady Macbeth, sonámbula, y con una luz en la mano.)

Aquí está, como suele, y dormida del todo. Acércate y repara.

EL MÉDICO.

¿Dónde tomó esa luz?

LA DAMA.

La tiene siempre junto á su lecho. Así lo ha mandado.

EL MÉDICO.
Tiene los ojos abiertos.
LA DAMA.

Pero no ve.

EL MÉDICO.

Mira cómo se retuerce las manos.

LA DAMA.

Es su ademan más frecuente. Hace como quien se las lava.

LADY MACBETH.

Todavía están manchadas.

EL MÉDICO.

Oiré cuanto hable, y no lo borraré de la memoria.

LADY MACBETH.

¡Lejos de mí esta horrible mancha!... Ya es la una... Las dos... Ya es hora... Qué triste está el infierno... ¡Vergüenza para tí, marido mio!... ¡Guerrero y cobarde!... ¿Y qué importa que se sepa, si nadie puede juzgarnos?... ¿Pero cómo tenia aquel viejo tanta sangre?

EL MÉDICO.

¿Oyes?

LADY MACBETH.

¿Dónde está la mujer del señor Faife?... ¿Pero por qué no se lavan nunca mis manos?... Calma, señor, calma... ¡Qué dañosos son esos arrebatos!

EL MÉDICO.

Oye, oye: ya sabemos lo que no debíamos saber.

LA DAMA.
No tiene conciencia de lo que dice. La verdad sólo Dios la sabe.
LADY MACBETH.

Todavía siento el olor de la sangre. Todos los aromas de Oriente no bastarian á quitar de esta pequeña mano mia el olor de la sangre.

EL MÉDICO.

¡Qué oprimido está ese corazon!

LA DAMA.

No le llevaria yo en el pecho, por toda la dignidad que ella pueda tener.

EL MÉDICO.

No sé curar tales enfermedades, pero he visto sonámbulos que han muerto como unos santos.

LADY MACBETH.

Lávate las manos. Vístete. Vuelva el color á tu semblante. Macbeth está bien muerto, y no ha de volver de su sepulcro.... Á la cama, á la cama... Llaman á la puerta... Ven, dame la mano... ¿Quién deshace lo hecho?... Á la cama.

EL MÉDICO.

¿Se acuesta ahora?

LA DAMA.

En seguida.

EL MÉDICO.
Ya la murmuracion pregona su crímen. La maldad suele trastornar el entendimiento, y el ánimo pecador divulga en sueños su secreto. Necesita confesor y no médico. Dios la perdone, y perdone á todos. No te alejes de su lado: aparta de ella cuanto pueda molestarla. Buenas noches. ¡Qué luz inesperada ha herido mis ojos! Pero más vale callar.
LA DAMA.

Buenas noches, doctor.


ESCENA II.

Campamento.

MENTEITH, ANGUSS, CAITHNÉSS y LÉNNOX.
MENTEITH.

Los ingleses, mandados por Malcolm, Suardo y Macduff, se adelantan á rápidas jornadas. El génio de la venganza los impele, y su belicoso ardor debe animar al más tibio.

ANGUSS.

Los encontraremos en el bosque de Birnam: esa es la direccion que traen.

CAITHNÉSS.

¿Donalbáin está con sus hermanos?

ANGUSS.

No, porque yo tengo la lista de todos los que vienen con Suardo, entre ellos su propio hijo y otros jóvenes que quieren hacer hoy sus primeros alardes varoniles.

MENTEITH.

¿Y qué hace Macbeth?

CAITHNÉSS.
Fortificar á Dunsinania. Dicen algunos que está loco, pero los que le quieren mejor afirman que está cegado por el furor de la pelea. No puede ya estrechar con el cinturon de su imperio el cuerpo de su desesperada causa.
ANGUSS.

Ni borrar de sus manos las huellas de sangre de su oculto crímen. Cada dia le abandonan sus parciales, y si alguno le obedece no es por cariño. Todo el mundo conoce que la púrpura real de su grandeza oculta un cuerpo raquítico y miserable.

MENTEITH.

¿Y cómo no ha de temblar, si en el fondo de su alma se siente ya condenado?

CAITHNÉSS.

Vamos á prestar homenaje al legítimo monarca, y á ofrecer nuestra sangre para que sirva de medicina á la patria oprimida.

LÉNNOX.

Ofrezcámosla toda, ó la que baste á regar el tronco y las ramas. Vamos al bosque de Birnam.


ESCENA III.

Castillo de Dnnsinania.

MACBETH, un CRIADO, SÉTON y un MÉDICO.


MACBETH.

¡No quiero saber mas nuevas! Nada he de temer hasta que el bosque de Birnam se mueva contra Dunsinania. ¿Por ventura ese niño Malcolm no ha nacido de mujer? A mí dijeron los génios que conocen lo porvenir: «Macbeth, no temas á ningún hombre nacido de mujer.» Huyan en buen hora mis traidores caballeros: júntense con los epicúreos de Inglaterra. Mi alma es de tal temple, que no vacilará ni aún en lo más deshecho de la tormenta. (Llega un criado.) El diablo te ennegrezca á fuerza de maldiciones esa cara blanca! ¿Quién te dio esa mirada de liebre?

CRIADO.

Vienen diez mil.

MACBETH.

¿Liebres?

CRIADO.

No, soldados.

MACBETH.

Aráñate la cara con las manos, para que el rubor oculte tu miedo. ¡Rayos y centellas! ¿Por qué palideces, cara de leche? ¿Qué guerreros son esos?

CRIADO.

Ingleses.

MACBETH.

¿Por qué no ocultas tu rostro, antes de pronunciar tales palabras?... ¡Séton, Séton! Este dia ha de ser el último de mi poder, ó el primero de mi grandeza. Demasiado tiempo he vivido. Mi edad se marchita y amarillea como las hojas de otoño. Ya no puedo confiar en amigos, ni vivir de esperanzas. Sólo me resta oir enconadas maldiciones, ó el vano susurro de la lisonja. ¿Séton?

SÉTON.

Rey, tus órdenes aguardo.

MACBETH.

¿Cuáles son las últimas noticias?

SÉTON.

Exactas parecen las que este mensajero ha traido.

MACBETH.

Lidiaré, hasta que me arranquen la piel de los huesos. ¡Pronto mis armas!

SÉTON.

No es necesario aún, señor.

MACBETH.


Quiero armarme, y correr la tierra con mis jinetes. Ahorcaré á todo el que hable de rendirse. ¡Mis armas! Doctor (al médico) ¿cómo está mi mujer?

MÉDICO.

No es grave su dolencia, pero mil extrañas visiones le quitan el sueño.

MACBETH.

Cúidala bien. ¿No sabes curar su alma, borrar de su memoria el dolor, y de su cerebro las tenaces ideas que le agobian? ¿No tienes algún antídoto contra el veneno que hierve en su corazon?

MÉDICO.
Estos males sólo puede curarlos el mismo enfermo.
MACBETH.

¡Echa a los perros tus medicinas! ¡Pronto, mis armas, mi cetro de mando! ¡Séton, convoca á tus guerreros! Los nobles me abandonan. Si tú, doctor, lograras volver á su antiguo lecho las aguas del rio, descubrir el verdadero mal de mi mujer, y devolverle la salud, no tendrian tasa mis aplausos y mercedes. Cúrala por Dios. ¿Qué jarabes, qué drogas, qué ruibarbo conoces que nos libre de los ingleses?... Iré á su encuentro, sin temer la muerte, mientras no se mueva contra nosotros el bosque de Dunsinania.

MÉDICO.

Si yo pudiera huir de Dunsinania, no volveria aunque me ofreciesen un tesoro.


ESCENA IV.

Campamento á la vista de un bosque.

MALCOLM, CAITHNÉSS, un SOLDADO, SUARDO y MACDUFF.
MALCOLM.

Amigos, ha llegado la hora de volver á tomar posesion de nuestras casas. ¿Qué selva es esta?

CAITHNÉSS.

La de Birnam.

MALCOLM.

Corte cada soldado una rama, y delante cúbrase con ella, para que nuestro número parezca mayor, y podamos engañar á los espías.

SOLDADO.
Así lo haremos.
SUARDO.

Dicen que el tirano está muy esperanzado, y nos aguarda en Dunsinania.

MALCOLM.

Hace bien en encerrarse, porque sus mismos parciales le abandonan, y los pocos que le ayudan, no lo hacen por cariño.

MACDUFF.

Dejemos tales observaciones para cuando esté acabada nuestra empresa. Ahora conviene pensar sólo en el combate.

SUARDO.

Pronto hemos de ver el resultado y no por vanas conjeturas.


ESCENA V.

Alcázar de Dunsinania.

MACBETH, SITON y un ESPÍA.
MACBETH.

Tremolad mi enseña en los muros. Ya suenan cerca sus clamores. El castillo es inexpugnable. Pelearán en nuestra ayuda el hambre y la fiebre. Si no nos abandonan los traidores, saldrémos al encuentro del enemigo, y le derrotaremos frente á frente. ¿Pero qué ruido siento?

SITON.

Son voces de mujeres.

MACBETH.

Yo soy inaccesible al miedo. Tengo estragado el paladar del alma. Hubo tiempo en que me aterraba cualquier rumor nocturno, y se erizaban mis cabellos, cuando oia referir alguna espantosa tragedia, pero despues llegué á saciarme de horrores: la imagen de la desolacion se hizo familiar á mi espíritu, y ya no me conmueve nada. ¿Pero qué gritos son esos?

SITON.

La reina ha muerto.

MACBETH.

¡Ojalá hubiera sido más tarde! No es oportuna la ocasion para tales nuevas. Esa engañosa palabra mañana, mañana, mañana nos va llevando por dias al sepulcro, y la falaz lumbre del ayer ilumina al necio hasta que cae en la fosa. ¡Apágate ya, luz de mi vida! ¿Qué es la vida sino una sombra, un histrion que pasa por el teatro, y á quien se olvida despues, ó la vana y ruidosa fábula de un necio? (Llega un espía.) Habla, que ese es tu oficio.

ESPÍA.

Señor, te diré lo que he visto, pero apenas me atrevo.

MACBETH.

Di sin temor.

ESPÍA.

Señor, juraría que el bosque de Birnam se mueve hacia nosotros. Lo he visto desde lo alto del collado.

MACBETH.

¡Mentira vil!

ESPÍA.
Mátame, si no es cierto. El bosque viene andando, y está á tres millas de aquí.
MACBETH.

Si mientes, te colgaré del primer árbol que veamos, y allí morirás de hambre. Si dices verdad, ahórcame tú á mí. Ya desfallece mi temeraria confianza. Ya empiezo á dudar de esos génios que mezclan mentiras con verdades. Ellos me dijeron: «Cuando la selva de Birnam venga á Dunsinania;» y la selva viene marchando. ¡A la batalla, á la batalla! Si es verdad lo que dices, inútil es quedarse. Ya me ahoga la vida, me hastia la luz del sol. Anhelo que el orbe se confunda. Rujan los vientos desatados. ¡Sonad las trompetas!


ESCENA VI.

Explanada delante del castillo de Dunsinania.

MALCOLM, SUARDO y MACDUFF.
MALCOLM.

Hemos llegado. Dejad el verde escudo de esas ramas, y apercibíos al combate. Amado pariente mio, Suardo, tú dirigirás el ataque con tu noble hijo y mi primo. El valiente Macduff y yo cuidaremos de lo restante.

SUARDO.

Está bien, señor. Sea vencido quien no lidie esta noche bizarramente contra las huestes del tirano.

MACDUFF.
Hienda el clarin los aires en aullido de muerte y de venganza.
ESCENA VII.

Otra parte del campo.

MACBETH, el jóven SUARDO, MACDUFF, MALCOLM, SUARDO, ROSS y CABALLEROS.
MACBETH.

Estoy amarrado á mi corcel. No puedo huir. Me defenderé como un oso. ¿Quién puede vencerme, como no sea el que no haya nacido de madre?

EL JOVEN SUARDO.

¿Quién eres?

MACBETH.

Temblarás de oir mi nombre.

EL JOVEN SUARDO.

No, aunque sea el más horrible de los que suenan en el infierno.

MACBETH.

Soy Macbeth.

EL JÓVEN SUARDO.

Ni el mismo Satanás puede proferir nombre más aborrecible.

MACBETH.

Ni que infunda más espanto.

EL JÓVEN SUARDO.

Mientes, y te lo probaré con mi hierro. (Combaten, y Suardo cae herido por Macbeth.)

MACBETH.
Tú naciste de madre, y ninguno de los nacidos de mujer puede conmigo.
MACDUFF.

Por aquí se oye ruido. ¡Ven, tirano! Si mueres al filo de otra espada que la mia, no me darán tregua ni reposo las sombras de mi mujer y de mis hijos. Yo no peleo contra viles mercenarios, que alquilan su brazo al mejor postor. O mataré á Macbeth, ó no teñirá la sangre el filo de mi espada. Por allí debe estar. Aquellos clamores indican su presencia. ¡Fortuna! déjame encontrarle.

SUARDO.

(A Malcolm.) El castillo se ha rendido, señor. Las gentes del tirano se dispersan. Vuestros caballeros lidian como leones. La victoria es nuestra. Se declaran en nuestro favor hasta los mismos enemigos. Subamos á la fortaleza.

MACBETH.
¿Por qué he de morir neciamente como el romano, arrojándome sobre mi espada? Mientras me quede un soplo de vida, no dejaré de amontonar cadáveres.
MACDUFF.

Detente, perro de Satanás.

MACBETH.

He procurado huir de tí. Huye tú de mí. Estoy harto de tu sangre.

MACDUFF.

Te respondo con la espada. No hay palabras bastantes para maldecirte.

MACBETH.

¡Tiempo perdido! Más fácil te será cortar el aire con la espada que herirme á mí. Mi vida está hechizada: no puede matarme quien haya nacido de mujer.

MACDUFF.

¿De qué te sirven tus hechizos? ¿No te dijo el génio á quien has vendido tu alma, que Macduff fué arrancado, antes de tiempo, de las entrañas de su madre muerta?

MACBETH.

¡Maldita sea tu lengua que así me arrebata mi sobrenatural poder! ¡Qué necio es quien se fia en la promesa de los demonios que nos engañan con equívocas y falaces palabras! No puedo pelear contigo!

MACDUFF.

Pues ríndete, cobarde, y serás el escarnio de las gentes, y te ataremos vivo á la picota, con un rótulo que diga: «Este es el tirano.»

MACBETH.

Nunca me rendiré. No quiero besar la tierra que huelle Malcolm, ni sufrir las maldiciones de la plebe. Moriré batallando, aunque la selva de Birnam se haya movido contra Dunsinania, y aunque tú no seas nacido de mujer. Mira. Cubro mi pecho con el escudo. Hiéreme sin piedad, Macduff. ¡Maldicion sobre quien diga «basta!»

(Combaten.)
MALCOLM.

¡Quiera Dios que vuelvan los amigos que nos faltan!

SUARDO.

Algunos habrán perecido, que no puede menos de pagarse cara la gloria de tal dia.

MALCOLM.

Faltan Macduff y tu hijo.

ROSS.

Tu hijo murió como soldado. Vivió hasta ser hombre, y con su heroica muerte probó que era digno de serlo.

SUARDO.

¿Dices que ha muerto?

ROSS.

Cayó entre los primeros. No iguales tu dolor al heroismo que él mostró, porque entonces no tendrán fin tus querellas.

SUARDO.

¿Y fué herido de frente?

ROSS.

De frente.

SUARDO.
Dios le habrá recibido entre sus guerreros. ¡Ojalá que tuviera yo tantos hijos como cabellos, y que todos murieran así! Llegó su hora.
MALCOLM.

Honroso duelo merece, y yo me encargo de tributárselo.

SUARDO.

Saldó como honrado sus cuentas con la muerte. ¡Dios le haya recibido en su seno!

MACDUFF.

(Que se presenta con la cabeza de Macbeth.) Ya eres rey. Mira la cabeza del tirano. Libres somos. La flor de tu reino te rodea, y yo en nombre de todos, seguro de que sus voces responderán á las mias, te aclamo rey de Escocia.

TODOS.

¡Salud al Rey de Escocia!

MALCOLM.

No pasará mucho tiempo sin que yo pague á todos lo que al afecto de todos debo. Nobles caballeros parientes mios, desde hoy sereis condes, los primeros que en Escocia ha habido. Luego haré que vuelvan á sus casas los que huyeron del hierro de los asesinos y de la tiranía de Macbeth, y de su diabólica mujer que, segun dicen, se ha suicidado. Estas cosas y cuantas sean justas haré con la ayuda de Dios. Os invito á asistir á mi coronacion en Escocia.