Mala hierba/Parte I/IV

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​Mala hierba​ de Pío Baroja
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La baronesa de Aynant, sus perros y su mulata de compañía Se prepara una farsa


Poco trabajo, poca comida y ropa limpia; estas condiciones encontró Manuel en casa de la baronesa, condiciones inmejorables.

Por la mañana, la obligación consistía en pasear los perros de la baronesa, y por la tarde, en algunos recados. A veces, los primeros días, experimentaba la nostalgia de la vida bohemia. Unos cuantos tomos de novelones por entregas que le prestó la niña Chucha mitigaron su afán de corretear por las calles y le transportaron, en compañía de Fernández y González y Tárrago y Mateos, a la vida del siglo XVII, con sus caballeros bravucones y damas enamoradas.

Niña Chucha, habladora sempiterna, contó a Manuel en varios folletines, la vida de su amita, como llamaba a la baronesa.

La baronesa de Aynant, Paquita Figueroa, era una mujer original. Su padre, rico señor cubano, la envió a los dieciocho años, acompañada de una tía, a que conociera Europa. En el vapor, un joven flamenco, rubio y blanco, elegante, con un tipo de Van Dyck, le hizo la corte; la muchacha le correspondió con todo el entusiasmo de los trópicos, y al mes de llegar a España la cubana se llamaba la baronesa de Aynant y marchaba con su marido a vivir a Amberes.

Pasó la luna de miel, y el flamenco y la cubana se convencieron, al comenzar la vida tranquila, de que no congeniaban: el flamenco era entusiasta de la vida tranquila y metódica, de la música de Beethoven y de las comidas aderezadas con manteca de vaca; a la cubana, en cambio, le entusiasmaba la vida desordenada, el corretear por las calles, el clima seco y ardiente, la música de Chueca, las comidas ligeras y los guisotes hechos con aceite.

Estas divergencias de gustos en cosas pequeñas, amontonándose, espesándose, llegaron a nublar completamente el amor del barón y de su esposa. Esta no podía oír con calma las ironías tranquilas y frías que su marido dedicaba a los boniatos, al aceite y al acento de la gente del Sur.

El barón, a su vez, se molestaba oyendo hablar a su mujer con desprecio de las mujeres grasientas que se dedican a atracarse de manteca. La supremacía del aceite o de la manteca, enredándose y mezclándose con asuntos más importantes, tomó tales proporciones, que los cónyuges llegaron a un estado de exaltación y de odio tal, que se separaron; y el barón quedó en Amberes, dedicándose a sus aficiones artísticas y a sus tostadas de manteca, y la baronesa vino a Madrid, donde pudo entregarse a la alimentación frugívora y aceitosa con delicia.

En Madrid, la baronesa hizo mil disparates: trató de divorciarse para volverse a casar con un aristócrata arruinado; pero cuando tenía presentada su demanda de divorcio, supo que su marido estaba gravemente enfermo, y, al saberlo, en seguida abandonó Madrid, se presentó en Amberes, cuidó al barón, le salvó, se enamoró otra vez de él y tuvieron una niña.

En esta segunda época de su amor los dos cónyuges echaron un velo sobre la cuestión capital que los dividía; la baronesa y el barón hicieron mutuas concesiones, y la baronesa iba a terminar en una buena dama flamenca cuando quedó viuda.

Volvió a Madrid con su hija, y pronto sus instintos levantiscos se despertaron; su cuñado, tutor y tío de la niña le pasaba un tanto al mes, pero esto no le bastaba. Un amigo de su padre, un señor don Sergio Redondo, comerciante riquísimo, le ofreció la mano; pero la baronesa no la aceptó y prefirió la protección de aquel señor a ser su mujer. Pronto le engañó con cualquiera, y en plena trapisonda vivió durante doce años.

En medio de sus prodigalidades, de sus locuras y de sus caprichos, la baronesa tenía un fondo moral y apartaba a su hija por completo del mundo en que ella vivía; la puso interna en un colegio de monjas, y todos los meses, el primer dinero que encontraba era para pagar el colegio de la niña. Cuando ésta terminase su educación la llevaría a Amberes y viviría con ella, resignándose a ser una señora respetable.

Niña Chucha gruñía y se incomodaba con las ocurrencias de su amita, pero terminaba siempre obedeciéndola.

Manuel se encontraba en aquella casa en el paraíso; no tenía nada que hacer, y se pasaba las horas muertas fumando, si había qué, o paseando por la Moncloa, acompañado de los tres perros de la baronesa.

Mientras tanto, Mingote laboraba. El plan de Mingote era explotar a don Sergio Redondo, amigo del padre de la baronesa y antiguo protector de la dama. Ésta, con su instinto de mujer enredadora y trapisondista, manifestó a su antiguo protector que, de sus relaciones, tenia un hijo; después, que el hijo habla muerto, y luego, nuevamente, que el hijo vivía.

A todas estas afirmaciones y negaciones acompañaba la dama una petición de dinero, a la cual don Sergio accedía; hasta que al último, escamado, advirtió a la baronesa que no creía en la existencia de aquel hijo. La baronesa le acusó de ruin y miserable, y don Sergio contestó haciéndose el sueco y cerrando su caja.

¿Cómo averiguó Mingote estos hechos? Indudablemente no fue la baronesa la que se los contó; pero él logró averiguarlos, y como su imaginación era fecunda, se le ocurrió proponer a la baronesa el buscar un chico, proveerle de papeles falsos y hacerle pasar por hijo de don Sergio.

A la baronesa, que no entendía de leyes y creía que el código era una red puesta para cazar a los descamisados, le pareció aquello una jugada productiva y excelente. Mingote exigió una participación en el negocio, y la baronesa le prometió que le daría todo lo que quisiera. Desde aquel momento Mingote se dio a buscar un chico que reuniera las necesarias condiciones para darle el cambiazo a don Sergio, y cuando encontró a Manuel lo llevó inmediatamente a casa de la baronesa.

A la semana de estar allí, Manuel tenía ya los papeles que le identificaban como Sergio Figueroa. Entre Mingote, don Pelayo, el escribiente y un amigo de éstos llamado Peñalar, los falsificaron con un arte exquisito.

-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó la baronesa.

Mingote quedó pensativo. Si la baronesa escribía a don Sergio, éste, probablemente, ya escamado, podía acoger con duda la especie. Había, pues, que encontrar un procedimiento indirecto, darle la noticia por otra persona.

-¿Qué le parece a usted si fuera un confesor? -preguntó Mingote.

-¿Un confesor?

-Sí. Un cura que se presentase en casa de don Sergio y le dijese que en secreto de confesión le había usted dicho...

-No, no -interrumpió la baronesa-. ¿Y dónde está ese cura?

-Iría Peñalar disfrazado.

-No. Además, don Sergio sabe que yo soy poco devota.

-Un maestro de escuela quizá seria mejor.

-¿Pero piensa usted que va a creer que me confieso con un maestro?

-No; el plan varía. El maestro va a ver a don Sergio que le dice que tiene un niño en su escuela, un prodigio de talento, pero cuya madre no le atiende. Un día le pregunta al prodigio: «Cómo se llaman tus padres, niño?». Y él dice: «Yo no tengo padres; mi madrina se llama la baronesa de Aynant». Entonces él, el pedagogo, viene a verle a usted, y usted le contesta que está en una mala situación y que no puede pagar el colegio del chico, y que su padre, un señor acaudalado, no quiere ni reconocerlo siquiera. El pedagogo evangélico le pregunta a usted repetidas veces el nombre del padre desnaturalizado; usted no se lo quiere decir, pero al último le arranca a usted el nombre de ese ser cruel. El pedagogo sublime dice: «Yo no puedo permitir el abandono de ese niño, de ese prodigioso niño, de ese extraordinario niño», y toma la determinación de ir a ver al padre de la criatura... ¿eh? ¿Qué le parece a usted?

-La trama no está mal urdida; ¿pero quién va a hacer de maestro de escuela? ¿Usted?

-No; Peñalar. Viene pintiparado para el caso. Ha sido pasante en un colegio; ya lo verá usted. Hoy mismo le busco y le traigo aquí. Mientras tanto, arregle usted a Manuel. Que tenga cierto aspecto de colegial. En el tiempo que yo estoy fuera no estaría mal que le enseñara usted algo de la ciencia, las primeras preguntas y respuestas de la doctrina, por ejemplo.

Siguiendo las indicaciones de Mingote, la baronesa ordenó a Manuel que se peinara y se acicalara; luego buscaron para él un traje de marinero y un cuello grande y blanco; pero, por más que le adornaron y le escamondaron, no se consiguió darle un aspecto verosímil de hijo de familia; siempre trascendía a golfo, con sus ojos indiferentes y burlones y la expresión de la sonrisa entre amarga y sarcástica.

A las dos horas Mingote estaba de vuelta en casa de la baronesa, con un hombre negro, de aspecto clerical. El hombre, apellidado Peñalar, habló con gran énfasis; luego, cuando le propuso Mingote el negocio, abandonando el tono enfático, discutió las condiciones del cobro y el tanto por ciento que le correspondería a él.

Vaciló en aceptar el trato por ver si obtenía mayores beneficios; pero viendo que Mingote no cedía, aceptó.

-Ahora mismo que venga el chico conmigo.

Peñalar se cepilló las mangas de la levita negra, se echó el pelo hacia atrás y, tomando de la mano a Manuel, le dijo con un tono verdaderamente evangélico:

-Vamos, hijo mío.

Don Sergio Redondo tenía un almacén de harinas en la plaza del Progreso.

Llegaron a la plaza y entraron en el almacén.

-¿Don Sergio Redondo? -preguntó Peñalar a un viejo de boina.

-No ha bajado aún al despacho.

-Esperaré; dígale que hay aquí un caballero que desea verle.

-Bueno; ¿quién le digo que le espera?

-No, no me conoce. Adviértale usted que se trata de asuntos de familia.

Siéntate, hijo mío -añadió Peñalar, dirigiéndose a Manuel, con una voz y una sonrisa de pura cepa evangélica.

Se sentó Manuel, y Peñalar paseó su mirada por el almacén, con la calma y la tranquilidad del que tiene la seguridad y la conciencia de sus actos.

No tardó en aparecer el viejo de la boina.

-Pasen ustedes al despacho -y empujó una mampara negra de cristales rayados-. Ahora viene el señor -añadió.

Peñalar y Manuel entraron en un cuarto iluminado por una ventana con rejas y se sentaron en un sofá verde. Enfrente se levantaba un armario de caoba con libros de comercio y, en medio, una mesa de escribir llena de cajoncitos, y a un lado de ésta, una caja de valores con botones dorados.

El cuarto trascendía a comerciante implacable; se comprendía que aquella jaula debía de encerrar un pajarraco de mala catadura. Manuel se sintió amilanado. Peñalar quizá experimentó también un momento de debilidad; pero se creció, se atusó el pelo, colocó bien los lentes sobre su nariz y sonrió.

No tardó mucho en aparecer don Sergio. Era un viejo alto, de bigote blanco, con una mirada suspicaz, lanzada al través de sus antiparras. Vestía levita larga, pantalones claros; en la cabeza llevaba un gorro griego de terciopelo verde, con una gran borla que le caía hacia un lado. Entró sin saludar, miró con desagrado al hombre y al muchacho, que se levantaron; quizá creyó que había descubierto el objeto de la visita, porque con voz seca, autoritaria y sin invitarlos a que se sentaran, preguntó a Peñalar:

-¿Qué quería usted, caballero? ¿Era usted el que tenía que hablarme de un asunto de familia? ¿Usted?

Otro cualquiera hubiera sentido ganas de estrangular al viejo. Peñalar, no; los casos difíciles eran los de su incumbencia, los que a él más le gustaban. Comenzó a hablar, sin desconcertarse con las miradas inquisitoriales del comerciante.

Manuel le escuchaba lleno de admiración y de espanto. Veía que el comerciante iba cargándose de cólera por momentos. Peñalar hablaba impertérrito.

Él era una pobre alma cautiva, un sentimental, un idealista, ¡oh! , dedicado a la enseñanza de la juventud, de esa juventud en cuyo seno se guardaban los gérmenes regeneradores de la patria. Él sufría mucho, mucho; había estado en el hospital; ¡un hombre como él, conocedor del francés, del inglés, del alemán, que tocaba el piano; un hombre como él, emparentado con toda la aristocracia del reino de León; un hombre que sabía más teología y teodicea que todos los curas juntos!

¡Ah! Esto no lo decía para vanagloriarse; pero él tenía derecho a la vida.

Gómez Sánchez, el ilustre histólogo, le había dicho:

-Usted no debe trabajar.

-Pero tengo hambre.

-Pida usted dinero.

Y por eso algunas veces pedía.

Don Sergio, en el colmo del asombro, ante aquel chorro de palabras, no intentó interrumpir a Peñalar; éste se detuvo, sonrió con dulzura, notó que la fuerza de la costumbre había llevado, su discurso al tema constante de por qué pegaba sablazos, y comprendiendo que su elocuencia le arrastraba por un camino extraviado, bajó la voz y continuó en tono confidencial:

-Esta vida atrae de tal modo, a pesar de sus impurezas, ¿no es verdad, don Sergio, que no puede uno desprenderse con indiferencia de ella? Y eso que yo creo que la muerte es la liberación, sí; yo creo en la inmortalidad del alma, en el dominio absoluto del espíritu sobre la materia. Antes, no, lo confieso -sonriendo más dulcemente aún-; antes era panteísta y conservo no sé si de aquella época cl entusiasmo por la naturaleza. ¡Oh, el campo! , ¡el campo es mi delicia!; muchas veces recuerdo aquellos versos del mantuano:

¿A usted le gusta el campo, don Sergio? Sí le debe gustar, con el talento que usted tiene.

La cólera de don Sergio, que iba agrandándose con la verbosidad incoherente de Peñalar, estalló en esta frase corta:

-El campo me revienta.

Peñalar quedó parado con la boca abierta.

-Señor mío, señor mío -añadió el comerciante, levantando la voz iracunda-, si usted tiene mucho tiempo que perder, a mí no me pasa lo propio.

-No le he expresado a usted aún el motivo de mi visita-dijo Peñalar, y se quitó los lentes y se preparó a limpiarlos con el pañuelo.

-No, ni hay necesidad; me lo figuro, me lo figuro muy bien. Yo no doy limosnas.

-Caballero, señor don Sergio -y Peñalar se levantó con las gafas en la mano y paseó por el cuarto su mirada oscura de cegato-,está usted en un profundo error. No vengo a pedir limosna, ni son ésos mis hábitos.

Nadie podrá decirlo; vengo -y se caló los lentes con resolución- a cumplir un deber sagrado.

-Concluyamos. ¿Qué deber sagrado es ése? ¡Qué! Basta de farsas. La charlatanería me revienta.

-Permítame usted que me siente. Estoy fatigado -murmuró Peñalar con voz desfallecida- ¿No nos oye nadie?

Don Sergio le miró como una hiena; Peñalar pasó por su ancha frente el pañuelo, lleno de agujeros; luego, dirigiéndose a Manuel, que seguía sumido en el mayor estupor, le dijo:

-Haz el favor, mi querido niño, de salir un momento y espérame. Manuel abrió la puerta del despacho y salió al almacén. Esta maniobra produjo un movimiento de extrañeza en don Sergio.

Te, dulcis conjux, te solo in litore secum Te veniente die, te decedente canebat

Yo, caballero -dijo Peñalar al verse solo con el comerciante-, estoy dedicado a la enseñanza de la juventud.

-¿Que es usted maestro? Lo he oído.

-Estaba de pasante en el colegio del Espíritu Santo cuando se me ocurrió establecerme por mi cuenta.

-Y ha perdido usted el dinero; bueno. ¿Y a mí todo eso qué me importa?

-gritó don Sergio, golpeando la mesa con un libro.

-Perdone usted. Entre mis alumnos tengo este muchacho que acaba de salir de aquí, y que es un prodigio, un niño de unas facultades extraordinarias. Al notar la claridad de su inteligencia y la energía de su voluntad, me interesé por él; le pregunté por su familia, y me dijo que no tenía padre ni madre, y que una señora le había recogido en su casa.

-¿Y a mí qué?

-Espere usted, don Sergio. Fui a ver a esa señora protectora suya, que es una baronesa, y le dije: «El muchacho a quien usted protege es digno de las mayores atenciones y de que se haga algo por su educación». «Su madre no tiene dinero, y su padre, que es rico, no hace nada por él», me contestó la baronesa. « Dígame usted quién es su padre y le iré a ver.»

«Es inútil -replicó-, porque no conseguirá usted nada de él; se llama don Sergio Redondo.»

Al decir esto, Peñalar se levantó y contempló con la cabeza erguida a don Sergio, como el ángel exterminador puede mirar a un pobre réprobo. Don Sergio palideció profundamente, sacó el pañuelo, se frotó los labios, carraspeó. Se comprendía que estaba turbado.

Peñalar observó al viejo atentamente, y viendo que aminoraba en sus arrogancias, se sintió cada vez más evangélico y más moral.

-La baronesa -añadió- me dijo, y perdone la inquebrantable sinceridad mía, que era usted un egoísta y un hombre sin corazón; yo, a pesar de esto -sonriendo dulcemente y sintiéndose ya superevangélico y supermoral-, pensé: «Mi deber es ir a ver a ese caballero». Por eso he venido. Ahora usted hará lo que su conciencia le dicte. Yo he cumplido con la mía.

Después de este párrafo, Peñalar nada tenía que decir, y con la sonrisa de todo el martirologio en los labios, cogió el sombrero, saludó ceremoniosamente y se acercó a la puerta.

-¿Y ese niño es el que estaba aquí? -preguntó en voz baja y vacilante don Sergio.

-El mismo.

-¿Y dónde vive esa mujer, esa baronesa? =-~lamó el comerciante.

-Yo no puedo decirlo. Se lo preguntaré; si ella me lo autoriza, vendré con la contestación.

Y Peñalar salió del despacho.

-Vamos, hijo mío -le dijo a Manuel.

Y con altivo y noble continente, con la cabeza erguida, salió de la casa, llevando de la mano a su querido discípulo, a aquél niño portentoso tan poco apreciado por sus padres.