Mala hierba/Parte I/V

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IV
Mala hierba
de Pío Baroja
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Vida y milagros del señor de Mingote - Comienza la dulce explotación de don Sergio

Según los mejores historiógrafos madrileños, el conocimiento de la baronesa de Aynant con Bonifacio de Mingote databa de dos años a la fecha.

Una de las muchas veces que la baronesa se encontraba en la necesidad de buscar dinero buscó a un prestamista de la calle del Pez. En lugar del prestamista se presentó su dependiente, el propio Mingote, y se arregló el negocio entre los dos. Desde entonces, don Bonifacio frecuentaba la casa de la baronesa. ¿Quién era don Bonifacio? ¿Cómo era don Bonifacio?

Hay bímanos que producen una extraordinaria curiosidad. En la historia natural del hombre son como esas especies de monotremas entre aves y mamíferos, asombro de los zoólogos. A esta clase de bímanos interesantes pertenecía Mingote.

Era este Mingote hombre de unos cincuenta años, bajo, grueso, de bigote pintado, con la cara carnosa, la nariz pequeña y roja, la boca cínica, las trazas de un agente de la policía o de zurupeto. Vestía de una manera presuntuosa, le encantaba llevar una cadena gruesa en el chaleco y diamantes falsos, como garbanzos de grandes, en la pechera y en los dedos.

Mingote había ejercido todos los oficios que un hombre puede ejercer, no siendo persona decente; prestamista, policía, jefe de clac, zurupeto de la bolsa, agente de quintas, curial, revendedor y gancho...

Manuel pudo ir conociéndolo a fondo. Era maestro en todas las artes del engaño, ingrato, procaz, cobarde con los valientes, valiente con los cobardes, petulante y vanidoso como pocos, amigo de atribuirse las heroicidades y los méritos ajenos y de repartir entre los demás los defectos propios.

Manuel notó que la baronesa solía hablar siempre mal de Mingote, cuando se hallaba ausente, y, sin embargo, cuando lo escuchaba lo hacía con gusto; sin duda, al oírle, admiraba la sutileza y la finura de las malas artes de aquel pícaro.

Al cabo de algún tiempo de oírle su charla desvergonzada, repugnaba. La preocupación de Mingote era ocultar su natural cínico; pero el cinismo suyo, por su fuerza de expansión, le salía fuera del alma, apuntaba en sus ojos y en sus labios y fluía libremente en sus palabras. -Pierden el tiempo los que me insultan -decía tranquilamente-; a sinvergüenza no me gana nadie.

Y tenía razón. A veces se daba cuenta del mal efecto producido por alguna arlequinada suya, y se esforzaba entonces en presentarse como un Roldán o un Cid de la corrección; pero al poco rato por entre su coraza de puntilloso caballero, aparecía la garfa del truhán.

-En cuestiones de honor no admito distingos -decía el hombre cuando se sentía hidalgo-; usted me dirá: «El honor de una martingala». Es verdad. Pero yo tengo esa desgracia: soy caballeresco por temperamento. Mingote comulgaba en las ideas anárquico-filantrópico-colectivistas; algunas de sus cartas terminaban poniendo: «Salud y Revolución social», lo cual no era obstáculo para que intentase unas veces establecer una casa de préstamos; otras, una casa de citas o algún otro «honrado» comercio por el estilo.

Había hecho aquel ex prestamista una porción de ignominias con los compañeros de la dinamita y del ácido pícrico, sacándoles dinero, ya para dar un golpe y para comprar bombas, ya para escribir un diccionario libertario, en donde él, Mingote, desmenuzaría con su análisis formidable, más formidable que los más furiosos explosivos, todas las ideas tradicionales de esta estúpida sociedad. Cuando Mingote hablaba de su diccionario, su desdén por la existencia, su mirada de iluminado, su melancólica actitud de hombre no comprendido, todo indicaba al genio de las revoluciones. En cambio, al contar y especificar sus éxitos de agente de anuncios y de negocios, surgía el hombre moderno, el struggler for life de la almoneda y de la casa de préstamos, de la droguería y de la perfumería. -Yo -solía decir- hice la almoneda de la Chavito; yo le vendí la cuadra al marqués de Sacro-Cerro y el monte a la vizcondesa. Yo he lanzado el cataforético Pipot, el pectoral de sampaguita salvaje Álex, la pasta manicura de Chiper, la cataplasma eléctrica de Pirogoff, la harina pépsica de Clarckson, la auditina de Well, el corazón artificial de Tomás y Gil, el emplasto sudorífico de Rocagut, y, sin embargo, se ha hecho el vacío a mi alrededor.

Mingote suponía que Madrid entero se confabulaba contra él para no dejarle prosperar; pero él esperaba el momento bueno en que les daría en la cabeza a sus enemigos.

Sus mayores ilusiones se basaban en sus minas, que, a pesar de ser admirables, no tenía ningún inconveniente en venderlas en lotes de poco dinero. Constantemente llevaba en el bolsillo piedras, envueltas en papeles de periódico, de sus minas de aquí y de allá.

-Ésta -y Mingote mostraba un pedrusco- es de las minas del Suspiro del Moro. ¡Qué muestra! ¿Eh? Es admirable ¿verdad? De hierro... casi puro. Noventa y nueve y medio por ciento de hierro mineralizado. Esta otra es de calamina. Sesenta y ocho por ciento. Hay medio millón de toneladas.

Cuando se le descubría la mentira, no sólo no se incomodaba, sino que se echaba a reír.

La baronesa celebraba con carcajadas los proyectos de Mingote.

-Pero si no tiene usted minas, ¿cómo las va usted a vender? -le preguntaba.

-¡Ah! , no importa-replicaba Mingote-; se inventan; es lo mismo. En seguida que le demos el golpe a don Sergio nos dedicamos a los negocios. Demarcamos una mina; depósito: trescientas, cuatrocientas pesetas, lo que sea; llevamos al terreno minerales de otra parte y en seguida hacemos acciones. «Sociedad Anónima del Coto Prosperidad»; capital: siete millones de pesetas; alquilamos una casa, ponemos una hermosa plancha de cobre con letras en la puerta y un criado con una librea azul; cobramos las acciones, y ya está hecho el negocio.

¿Creía Mingote en sus fantasías? Ni aun él lo sabía cierto; aquel hombre se hallaba desconocido a sí mismo. Allá, dentro de su alma, encerraba la idea de un hado adverso que le impedía prosperar, por ser un sinvergüenza; porque habilidad tenía de sobra; sabía como nadie recibir a un acreedor y no pagarle; sabía adular y mentir; pero, a pesar de su mentir constante, era crédulo para los embustes ajenos como nadie.

Creía en las sociedades secretas, en la masonería, en los h .•. y en otra porción de mojigangas por el estilo.

En el peligro y en las situaciones graves, a pesar de la cobardía extraordinaria del ex prestamista, no le abandonaba nunca su ingenio; el soltar una gracia constituía para él una necesidad y, probablemente, empalado, con la soga al cuello o en las gradas del patíbulo, temblando de miedo, hubiera tenido que decir, entre castañeteos de dientes y convulsiones, alguna cosa chusca.

Reñía con todo aquel a quien no necesitaba por cosas fútiles; vociferaba en los tranvías y teatros con cobradores y acomodadores; levantaba el bastón a los golfos; trataba desdeñosamente a todo el mundo; hacía proposiciones indecorosas a las mujeres delante de sus maridos o de sus padres, y, a pesar de esto, no recibía más que raras veces las bofetadas o palos que otro cualquiera en su lugar recibiera.

Vanidoso y petulante, él mismo se reía de su petulancia. Cambiaba la sonrisa en gesto amenazador; y el gesto amenazador, en sonrisa; a veces sentía cierta especie rara y cómica de pudor y se ruborizaba; pero no se desconcertaba nunca.

El ex prestamista, a pesar de que su tipo no era nada agradable, tenia grandes éxitos con las mujeres. Se dedicaba a la ancianidad. Su táctica era rapidísima y expedita: a la primera semana ya pedía dinero.

Contaba las queridas a pares, cada una con dos o tres pequeños Mingotes. Con ellas, el ex prestamista había organizado un servicio de mendicidad por medio de cartas, y como la agencia producía cada vez menos, gracias al dinero que traían las mujeres vivían ellas, el gran Mingote y los pequeños Mingotes. Cuando le preguntaban por aquellas mujeres, el ex prestamista decía que constituían su servidumbre.

Éste era Mingote, el maravilloso y peregrino Mingote, auxiliar y colaborador de la baronesa de Aynant.

El mismo día que Manuel y el sublime pedagogo contaron los detalles de la visita a don Sergio, la baronesa y Mingote se pusieron en compaña.

La baronesa alquiló un gabinete por unos días a una patrona del principal.

-Pero ¿por qué hace usted eso? -le preguntó Mingote-. Cuanto en peor situación la vea a usted, il vecchio será más espléndido.

-Yo le creía a usted más listo, Mingote -replicó fríamente la baronesa-. Si don Sergio me viera en este cuartucho indecente me daría una limosna; de otro modo, ya veremos. Además, déjeme usted a mí dirigir mis asuntos.

Mingote calló confundido. Indudablemente allí tenía que aprender.

La baronesa arregló el cuarto alquilado con gusto, mandó coser y planchar una de sus batas y vistió a Manuel y hasta le dio polvos de arroz, con gran desesperación del chico. Todo preparado. Mingote escribió a don Sergio, il vecchio Cromwell, como le llamaba él, una tarjeta con la firma de Peñalar, dándole las señas de la casa.

La baronesa y Manuel esperaron a que llegara il vecchio. A media tarde se oyó el ruido de un coche que paraba en al puerta.

-Éste es -dijo la baronesa; miró por las rendijas de la persiana-. Sí, es él -añadió, y se tendió en el sofá y cogió un libro.

Bien vestida y ataviada, resultaba apetitosa; una jamona rubia de buen ver.

-Mira: es mejor que te metas en ese otro cuarto -dijo la baronesa a Manuel, señalándole una alcoba-; le diré que estás estudiando. Manuel, a quien el papel que le designaron no le agradaba, se escabulló en la alcoba. Había entre ésta y el gabinete una puerta de cristales, con sus correspondientes cortinas. Manuel encontró el observatorio muy cómodo y se puso a mirar por los visillos; le interesaba ver cómo se desenvolvía la baronesa y manejaba los hilos de aquella trapisonda, en los cuales podía quedar enredada al menor descuido.

Cuando la criada de la casa de huéspedes fue a anunciar la visita de don Sergio, la baronesa se hallaba ya posesionada de su papel. Il vecchio pasó gravemente, saludó; la baronesa hizo un gesto de asombro al verle; luego, con un ademán de languidez y de contrariedad, le indicó que podía sentarse.

Il vecchio Cromwell se sentó. Manuel pudo observarle con calma. Estaba pálido y tenía un color calcáreo.

«Vaya un papá feo que me he echado», se dijo Manuel.

La baronesa y don Sergio comenzaron a hablar en voz baja. No se oía lo que hablaban. El calcáreo anciano pasó la mirada por el cuarto, observó los muebles, indudablemente extrañado de ver el gabinete tan elegante.

Luego siguió hablando con calor; la baronesa le escuchaba lánguidamente, sonriendo con cierta amable y bondadosa ironía. Manuel pensó que no le faltaban al viejo más que unos cuernecitos y unas patas de cabra para representar, en unión de la baronesa, un grupo que él había visto unos días antes en un escaparate de la carrera de San Jerónimo, cuyo titulo era “La ninfa y el sátiro”. Manuel creyó que el viejo se iba a arrodillar, y le dieron ganas de gritarle: «¡Fuera, Cromwell».

Continuaba el viejo hablando de una manera insinuante, cuando se fue animando, y comenzó a accionar con violencia.

-Ese abandono del muchacho es incalificable -decía.

-¡Incalificable!

-Sí, señora.

-Pero usted, ¿qué derechos tiene para hablar?

-Tengo derechos, sí, señora.

La baronesa pareció asombrada de aquellas palabras, y replicó con vaguedades y excusas; luego se indignó, y levantándose del sofá con un gallardo ademán y tirando el libro al suelo, acusó al iracundo Cromwell de todo lo malo que podía ocurrir al niño. Él tenía la culpa de todo por ser un avaro y un miserable.

Replicó a esto el terrible vecchio, en tono brusco, diciendo que para las mujeres livianas y gastadoras todos los hombres eran avaros.

-Si usted ha venido aquí -interrumpió la baronesa- a insultar a una mujer porque está sola, no lo consentiré.

Entonces vinieron las explicaciones del calcáreo anciano, el sincerarse, el ofrecerse...

-No necesito de usted para nada -contestó la baronesa arrogantemente-. No le he llamado a usted.

El marrullero vecchio juró y perjuró que no había ido allá más que a ofrecerle todo lo que necesitara y a pedir que le dejara costear los gastos de los estudios del muchacho. También deseaba verle un momento.

La baronesa se dejó convencer; pero advirtió al calcáreo que el niño creta que sus padres hablan muerto.

-No, no tenga usted cuidado, Paquita -exclamó il vecchio.

Llamó la baronesa al timbre, y preguntó a la criada con indolencia:

-¿Está en casa Sergio?

-Sí, señora.

-Dígale usted que venga.

Entró Manuel confuso.

-Este señor quiere verte -dijo la dama.

-Ya sé, ya sé que eres un estudiante muy aprovechado -murmuró il vecchio.

Manuel levantó los ojos con el mayor asombro. Don Sergio dio unos golpecitos en la mejilla nada sonrosada del muchacho. Manuel quedó mirando al suelo, y se marchó, al darle la baronesa el permiso para salir.

-Es muy huraño -dijo la baronesa.

-Yo era igual a su edad -repuso don Sergio.

La dama sonrió maliciosamente. Manuel volvió a la alcoba y siguió observando la actitud de los dos; la baronesa se lamentaba de su falta de recursos; Cromwell se defendía como un león. Al terminar la conferencia, el calcáreo sacó su cartera y dejó unos billetes sobre el velador.

La baronesa le acompañó hasta la puerta.

-¿De modo, Paquita, que está usted contenta? -la dijo antes de marcharse.

-¡Contentísima!

-¿No siente usted que haya venido a verla?

-¡Ay, don Sergio! Me ha tenido usted muy abandonada. ¡Cuando es usted el único amigo de mi pobre padre!

-Sí, es verdad, Paquita; es verdad -murmuró il vecchio, acariciando entre las suyas una de las manos regordetas de la baronesa.

Y bajó las escaleras, deteniéndose a cada instante para saludar a la dama.

Jesús, qué lata de viejo -murmuró ella, dando un portazo-. ¡Manuel, Manolito, has estado muy bien! Hecho un héroe. ¿Has visto? Il vecchio Cromwell, como dice Mingote, ha dejado mil pesetas. Mañana mismito nos mudamos de casa.

Al día siguiente, muy de mañana, la baronesa y Manuel se echaron a la calle a buscar un cuarto. Después de mucho corretear y de andar con la cabeza descoyuntada de tanto mirar hacia arriba, encontraron un tercer piso en la plaza de Oriente, que a la baronesa le encantó. Costaba veinticinco duros al mes.

-A niña Chucha le va a parecer caro; pero yo lo alquilo -dijo la baronesa.

Y llamó en el primer piso, donde vivía el administrador, y habló con él, y pagó la casa por adelantado.

El mismo día se hizo la mudanza, y Manuel trajinó con entusiasmo, llevando trastos de un lado a otro y colocándolos en la nueva casa en el sitio que designaba niña Chucha.

Como la casa quedaba vacía y la baronesa tenla algunos muebles guardados en casa de una amiga cubana, unos días después fue a verla para pedírselos. No apareció en todo el día, ni aun a cenar, y volvió a la noche, muy tarde. Niña Chucha y Manuel la esperaron. Al llegar a casa, venía con los ojos más brillantes que de ordinario.

-La coronela no me ha querido dejar venir -murmuró-; he cenado en su casa, y luego he ido con sus chicas a Apolo y me han acompañado hasta aquí mismo.

No pudo Manuel comprender qué tendría esto de extraño para la baronesa, y se asombró bastante al oír contestar a los reproches de niña Chucha, balbuceando y riéndose a carcajadas de una manera insustancial. Hubiese jurado Manuel que al salir del comedor la baronesa había dado un traspiés; pero con el sueño no se enteró bien, y se abstuvo de comentarios.

Al día siguiente, poco antes de la hora de comer, estaba niña Chucha en la calle, cuando llamaron a la puerta. Abrió Manuel. Era el calcáreo.

-¡Hola, estudiante! -dijo-. ¿Y doña Paquita?

-En su cuarto -contestó Manuel.

Llamó don Sergio en la puerta con los nudillos, y repitió varias veces:

-¿Se puede?

-Pase usted, don Sergio -dijo la baronesa-, y abra usted las ventanas.

Entró el viejo en el cuarto, tropezando con los bultos desparramados por el suelo, y abrió el balcón.

-Pero, Paquita, ¿todavía en la cama? -preguntó en el colmo de la estupefacción-. Eso no es sano.

-¡Oh! Si viera usted cómo he trabajado -replicó la baronesa, desperezándose-. Ayer me acosté rendidita, y hoy para las cinco estaba ya trabajando; pero de tanto trajinar se me ha levantado un dolor de cabeza que me he tenido que acostar otra vez.

-¿Para qué trabajas tanto? No te conviene.

-Es que hay que hacer las cosas; luego, en esta casa no ayudan.

Chucha no hace más que leer novelas; a Sergio no le voy a poner a andar como un mozo de cuerda, y yo sola tengo que hacerlo todo. Espero que otro día seré más feliz y tendrá usted el gusto de presenciar lo buena chica que soy y cómo sigo sus consejos al pie de la letra.

-Bueno, Paquita, bueno. Sigues siendo una chiquilla.

La baronesa, para demostrar que era verdad esto, hizo unos cuantos arrumacos a Cromwell y después, en tono indiferente, le pidió cincuenta pesetas.

-Pero...

-Si ya sé que me va usted a reñir. No crea que he gastado todo el dinero, ni mucho menos. Es que, la verdad, un billete de quinientas pesetas no quiero cambiarlo, y como tengo que pagar una cuentecilla...

-Vaya, ahí va.

Y don Sergio, con una sonrisa que quería ser amable, sacó la cartera del bolsillo y dejó un papel azul sobre la mesilla de noche; luego, le pareció poco galante dar lo que le había pedido, y dejó otro.

La baronesa puso el candelero encima de los dos billetes, y después, acurrucándose entre las sábanas, con voz soñolienta, murmuró:

-¡Ay, don Sergio, me vuelve el dolor de cabeza!

-Pues cuídate, hija; cuídate y no trabajes tanto.

Don Sergio salió de la alcoba, luego de cerrar el balcón, y se encontró con la niña Chucha, que volvía de la calle.

-No debes dejar que trabaje tanto tu ama-le dijo secamente-; se pone enferma.

La mulata contempló sonriendo al viejo.

-Bueno, señó -dijo.

-Y el muchacho, ¿qué hace?

-Etá estudiando -contestó la niña Chucha con malicia, y le mostró con los codos sobre la mesa del comedor y la cabeza entre las manos.

Efectivamente, estaba devorando una novela por entregas de Tárrago y Mateos.