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Mala hierba/Parte II/IV

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III
Mala hierba
de Pío Baroja
IV
V

IV

La Navidad de Roberto - Gente del Norte


A la misma hora, Roberto Hasting marchaba a casa de Bernardo Santín envuelto en su abrigo. La noche estaba fría; apenas transitaba nadie por la calle; los tranvías pasaban de prisa, resbalando por los raíles con un zumbido suave.

Roberto entró en la casa, subió al último piso y llamó. Abrió la puerta Esther y pasó adentro.

-¿Y Bernardo? -preguntó Roberto.

-No ha venido en todo el día —contestó la ex institutriz.

-¿No?

-No.

Esther, envuelta en un chal, se sentó ante la mesa. El cuarto, la antigua galería fotográfica, estaba iluminado por un quinqué de petróleo.

Todo denunciaba allí la mayor miseria.

-¿Se han llevado la máquina? -preguntó Roberto.

-Sí, esta mañana. Tengo el dinero guardado en este cajón. ¿Qué me aconseja usted que haga, Roberto?

Roberto paseó de un lado a otro del cuarto, mirando al suelo; de repente se detuvo ante Esther.

-¿Usted quiere que le hable con entera franqueza?

-Sí, con entera franqueza; como hablaría usted con un camarada.

-Pues bien; entonces yo creo que lo que debe usted hacer es, no sé si el consejo le parecerá a usted brutal...

-Diga usted.

-Lo que creo que debe usted hacer es separarse de su marido.

Esther calló.

-Ha caído usted en manos, no de un infame, ni de un canalla, pero sí en manos de un desgraciado, de un pobre imbécil, sin talento, sin energía, incapaz de vivir e incapaz de comprender a usted.

-¿Y qué voy a hacer?

-¿Qué? Volver a su vida pasada, a sus lecciones de piano y de inglés. ¿Es que le sería a usted dolorosa la separación?

-No, al revés; puede usted creerlo, no siento el menor cariño por Bernardo; me inspira lástima y repulsión. Es más, no le he querido nunca.

-Entonces, ¿por qué se casó usted con él?

-Qué sé yo. La fatalidad, el consejo pérfido de una amiga, el no conocerle; fue una de esas cosas que se hacen sin saber por qué. Al día siguiente estaba arrepentida.

-Lo creo. Yo, cuando supe que Bernardo se casaba, pensé: Será alguna aventurera que quiere legitimar su situación con un hombre; luego, cuando la fui conociendo a usted, me pregunté: ¿Cómo ha podido esta mujer engañarse con un hombre tan insignificante como Bernardo? No hay explicación. Ni dinero, ni talento, ni energía. ¿Qué le ha impulsado a una mujer ilustrada, de corazón, a casarse con un tipo así? Nunca me lo he podido explicar. ¿Es que creyó usted ver en él un artista, un hombre, aunque pobre, dispuesto a trabajar y a luchar?

-No; me hicieron ver todo esto. Para que comprenda usted mi decisión tendría que contarle mi vida, desde que llegué a Madrid con mi madre.

Vivíamos las dos modestamente con una pequeña pensión que nos mandaba un pariente de París. Yo había concluido de estudiar en el Conservatorio y buscaba lecciones. Tenía dos o tres de piano y una de inglés, con lo que sacaba bastante para mis gastos. En esta situación se puso enferma mi madre, perdí mis lecciones para atenderla y me vi en una situación angustiosísima. Luego, cuando murió, me encontraba sola en una casa de huéspedes, asediada de hombres que me hacían proposiciones indignas a todas horas; correteando por las calles para encontrar una plaza de institutriz; verdaderamente desesperada. Crea usted que hubo días en que sentí la tentación de suicidarme, de echarme a la mala vida, de tomar una resolución extrema para no tener que pensar. En esta situación, un día leo que una señora inglesa que se hospedaba en el hotel de París quería una señorita de compañía que conociera bien el español y el inglés. Me presento en el hotel, espero a la señora, y ésta me recibe con los brazos abiertos y me trata como a una hermana. Puede usted comprender mi satisfacción y mi gratitud. Nunca he sido ingrata; si en aquella época mi protectora me hubiera pedido la vida, se la habría dado con gusto. Créalo usted. Esta señora era aficionada a pintar y acostumbraba ir al museo; yo solfa acompañarla.

Entre los que copiaban en el museo había un joven alemán, alto, rubio, amigo de mi protectora, que comenzó a hacerme el amor. Yo le encontraba petulante y poco simpático. Cuando mi protectora notó que el pintor me galanteaba, se incomodó mucho y me dijo que era un perdido, un canalla cínico; hizo un retrato horrible de él, lo pintó como un egoísta depravado. Yo, que no sentía gran simpatía por el alemán, escuché los consejos de mi protectora y le manifesté al pintor claramente mi desprecio. A pesar de esto, Oswald, así se llamaba, insistía, cuando apareció allí Bernardo. Creo que conocía algo al alemán, y un día habló con nosotras. Entonces mi protectora hizo, sin que yo lo advirtiera, una labor contraria a la que había hecho con Oswald: me alabó a Bernardo a todas horas; me dijo que era un gran artista, de un talento superior, de una sensibilidad exquisita, un corazón de oro; me dijo que me adoraba.

Efectivamente, recibí cartas de él encantadoras, llenas de sentimientos delicados, que me conmovieron. Ella, mi protectora, facilitó nuestras entrevistas, excitó mi imaginación, me impulsó a este matrimonio desdichado y, viéndome casada, se fue de Madrid. A las dos o tres semanas de matrimonio, Bernardo me confesó riendo que las cartas que me había escrito se las había dictado Fanny.

-¿Fanny dice usted? -preguntó Roberto.

-Sí; ¿la conoce usted?

-Creo que sí.

-Estaba ella enamorada de Oswald. Había hecho, para impedir que Oswald me galantease, una gran perfidia. Después de salvarme de la miseria, me ha llevado a una situación aún peor que aquella en que me encontró. Abusó de la confianza ciega que en ella tenia. Pero me vengaré, sí; me vengaré. Fanny está aquí con Oswald. Los he visto. Le he escrito a él citándole para mañana.

-Ha hecho usted mal, Esther.

-¿Por qué? ¿Se juega así con la vida de una persona?

-¿Qué adelantará usted con eso?

-Vengarme; ¿le parece a usted poco?

-Poco. Si ha conservado usted cariño por Oswald, es otra cosa.

-No; yo, no. No le quiero; pero no dejaré a Fanny sin castigar su perfidia.

-¿Llegaría usted al adulterio por la venganza?

-¿Y quién le ha dicho a usted que llegaría al adulterio? Ademas, en mí sería un derecho, no una falta.

-Haría usted, además, desgraciado a Oswald.

-¿No me han hecho desgraciada a mí?

Esther se hallaba presa de una gran excitación.

-¿Cree usted que mañana vendrá Oswald a esta casa? -le preguntó Roberto.

-Sí, creo que sí.

-Esta protectora de usted, ¿es alta, delgada, con ojos grises?

-¡Sí!

-Es mi prima.

-¿Su prima de usted?

-Sí. Le advierto a usted que es muy violenta.

-Lo sé.

-Que es capaz de atacarla a usted en cualquier parte.

-Lo sé también.

-¿Ha pensado usted con calma en su resolución? Como comprenderá usted, un hombre a quien se le cita y se le dice: «Si no le correspondí a usted fue porque me engañaron respecto a usted, y me dijeron que era usted lo que no era», ese hombre no puede resignarse a oír tranquilamente esta confidencia.

-¿Y qué va a hacer?

-Buscará una compensación. Nadie se resigna a ser un instrumento de venganza ajena. Usted perturba la tranquilidad de ese hombre.

-¿No perturbaron la mía?

-Sí; pero vengar la perfidia de Fanny en su amante no me parece justo.

-No me importa. Sólo una cosa me haría olvidar mi venganza.

-¿Cuál?

-El que le pudiera ocasionar a usted algún perjuicio. Usted ha sido bueno para mí -murmuró Esther, ruborizándose.

-No; a mí ningún perjuicio puede ocasionarme; pero a usted, sí. Fanny es colérica.

-¿Quiere usted venir mañana?

-Pero yo, ¿con qué derecho voy a intervenir?

-¿No es usted amigo mío?

-Sí.

-Entonces, venga usted.

Fue Roberto al día siguiente por la tarde. Bernardo estaba, según su costumbre, fuera de casa; Esther se hallaba muy excitada. A las cuatro llegó Oswald. Era un joven rubio, encarnado, chato, con los ojos rojos, muy alto y con el pelo largo. Pareció sufrir una gran decepción al encontrar sólo a Roberto. Hablaron. A Roberto, Oswald le pareció un pedante insoportable. Tomó la palabra para decir, en tono de dómine, que no podía aguantar a los españoles ni a los franceses. Iba a escribir un libro, el Antilatino, considerando a estos pueblos como degenerados, que deben conquistar cuanto antes los germanos. Le indignaba que se hablara de Francia. Francia, no existía; Francia no había hecho nada. Francia tenía a su alrededor la muralla de la China. Como ha dicho Bjoernson, desde hace mucho tiempo el mundo tiene como el mejor músico a Wagner; como el mejor dramaturgo, a Ibsen; como el mejor novelista, a Tolstoi; como el mejor pintor, a Bocklin; sin embargo, en Francia se sigue hablando de Sardou, de Mirabeau y de otros imbéciles por el estilo. Los escritores originales de París plagian a Nietzsche; los músicos latinos han copiado y saqueado a los alemanes; la ciencia francesa no existe, ni la filosofía, ni el arte. El hecho histórico de Francia era una completa ilusión. Toda la raza latina era una raza despreciable.

Roberto no contestó a esto, y observó atentamente a Oswald. ¡Le parecía tan absurdo, tan pedantesco aquel hombre largo, a quien citaba una mujer y hablaba de sociología, de política y de historia!

Entró Esther. La saludó el alemán muy gravemente, y le preguntó de sopetón el motivo de la cita. Esther nada dijo; Roberto, discretamente, salió del taller y comenzó a pasear por el corredor.

-¿Sabe Fanny que ha venido usted aquí? -dijo Esther a Oswald.

-Sí; creo que sí.

-Me alegro.

-¿Por qué?

-Porque vendrá también ella.

-¿Tiene algo que ver en este asunto?

-Sí. ¿Hace tiempo que vive con usted?

-Sí. Ya hace tiempo.

Callaron los dos y esperaron sin hablarse en una situación embarazosa. De pronto se oyó un campanillazo formidable.

-Aquí está ella -dijo Esther, y abrió la puerta. Penetró Fanny en el estudio. Venía pálida, descompuesta.

-¿No me esperabas? -preguntó a Esther.

-Sí;’sabía que vendría usted.

-¿Qué le quieres a Oswald?

-Nada; quiero decirle qué clase de mujer es usted; quiero contarle sus perfidias nada más. Usted ha cometido conmigo, que me fiaba en usted como en mi madre, una acción villana; usted me ha vendido. Me dijo usted que Oswald había engañado a una mujer para abandonarla después.

-¡Yo! -dijo con asombro el pintor.

-Sí, usted; ella me lo contó; me dijo también que usted era un pintor despreciable y sin talento.

Fanny, asombrada, desprevenida, no contestó una palabra.

-Durante el tiempo que usted y yo nos tratamos -siguió diciendo Esther, dirigiéndose a Oswald-, no dejó ocasión de hablar mal de usted, de insultarle; decía que usted quería seducirme; le pintaba a usted como un malvado, como un canalla, como un hombre repugnante...

-¡Mientes, mientes! -gritó Fanny, con voz chillona.

-Digo la verdad, sólo la verdad. Yo entonces creía que sus consejos eran por mi bien, por el cariño que me tenía; después vi que había cometido conmigo la perfidia más grande, más inicua que se puede cometer, valiéndose del ascendiente que tenía sobre mí.

-Pero usted me escribió una carta -dijo Oswald.

-Yo, no.

-Sí, una carta en que contestaba con burlas a mis palabras.

-No; yo no he escrito esa carta; la escribiría Fanny, que quería a todo trance apartarle a usted de mí.

-¡Oh! Ha matado mi vida -exclamó Oswald de un modo enfático, y se sentó junto a la mesa y apoyó la frente en la mano; luego se levantó de la silla y comenzó a pasear de un lado a otro del cuarto.

-Ésta es la verdad, la pura verdad -afirmó Esther-, y quería que la supiera usted, y delante de ella, que no podrá desmentirme. A mí me ha hecho desgraciada; pero ella no gozará tranquilamente de su perfidia.

-¡Ha matado mi vida! -replicó Oswald con su tono enfático.

-Ella. Ha sido ella.

-Te mataré -gritó Fanny con voz ronca, agarrando de los brazos a Esther.

-Pero ¿ahora sabe usted que lo que ha dicho de mí es mentira?

-preguntó Oswald.

-Sí.

-Ahora, ¿podrá usted oírme?

-Ahora, ¡ja..., ja! -rió Fanny-;ahora tiene un amante.

-No es cierto -exclamó Esther.

-Sí lo es; viene todos los días a verte. Es uno rubio. No lo puedes negar.

-¡Ah! Estaba aquí hace un momento -dijo Oswald.

No es mi amante, es un amigo.

-Pero ¿por qué le has llamado a Oswald? -gritó Fanny con rabia-. ¿Es que le quieres?

-¡Yo, no! Pero quiero enseñarle a usted que no se juega con la vida de los demás como usted jugó con la mía. Me engañó usted; ya me he vengado.

-Te mataré volvió a gritar Fanny, y agarró del cuello a Esther.

-¡Roberto! ¡Roberto! -clamó Esther, asustada. Apareció éste en el taller, cogió a su prima del brazo, y violentamente la hizo separarse de Esther.

-¡Ah! ¿Eres tú, Bob? -dijo Fanny, serenándose inmediatamente-; has venido a tiempo; iba a matarla.

La entrada de Roberto apaciguó un tanto los ánimos; se sentaron los cuatro y hablaron. Discutieron el caso como si se tratara de un problema de ajedrez. Fanny quería a Oswald. Oswald estaba enamorado de Esther, y Esther no sentía inclinación alguna por el pintor. ¿Cómo iba a arreglarse? Nadie cedía; además, hablando se perdían en laberínticos análisis psicológicos, que no conducían a nada. Había oscurecido; Esther encendió el quinqué y lo colocó sobre la mesa. La discusión continuaba en frío; Oswald hablaba monótonamente.

-Sé tú el árbitro -dijo Fanny a Roberto.

-Yo, con que cada uno vaya por su lado, creo que resuelven su conflicto. Pero fuera del perjuicio moral, tú, Fanny, has producido a Esther un perjuicio material grandísimo.

-Estoy dispuesta a indemnizarla.

Yo nada quiero de usted -exclamó Esther.

-No; perdone usted -dijo Roberto-, perdone usted que tercie en este asunto. Tú, Fanny, tienes una gran fortuna, una alta posición social; Esther, en cambio, se encuentra, por tu causa, con su porvenir truncado, tiene que ganar su vida, y tú no conoces lo que es esto; pero yo, que lo conozco, sé lo amargo y lo triste que es. Esther podía haber vivido tranquilamente; por tu culpa se ve así.

-Ya he dicho que estoy dispuesta a indemnizarla.

-Yo he dicho también que no quiero nada de usted.

-No; usted debe dejarme a mí arreglar este asunto, Esther. ¿Mañana podré verte, Fanny?

-Toda la tarde te esperaré.

-Está bien, trataremos de este asunto.

Fanny se levantó para salir; saludó ligeramente a Esther, y tendió la mano a su primo.

-¿Sin rencor? -preguntó Roberto.

-Sin rencor -afirmó ella, dando una sacudida violenta a la mano de Roberto.

Oswald salió sombrío y humillado con Fanny. Esther y Roberto quedaron solos en el taller.

-¿Sabe usted una cosa? -dijo Roberto, riendo.

-¿Qué?

-Que no habría ganado usted gran cosa casándose con Oswald en vez de casarse con Bernardo... Adiós, hasta mañana.

-¿Me abandona usted, Roberto? -murmuró Esther con melancolía.

-No; vendré mañana a verla a usted.

-No quiero estar en esta casa. Lléveme usted de aquí, Roberto.

-¿No le parece a usted peligroso?

-¿Peligroso? ¿Para quién? ¿Para usted o para mí?

-Para los dos quizá.

-¡Oh! Para mí, no. Quisiera salir de aquí, no ver a Bernardo, que no me moleste.

-No la molestará ya más.

-Lléveme usted de aquí a cualquier parte.

-Mire usted, Esther; yo soy un hombre que va por la vida en línea recta. Es mi única fuerza; tengo anteojeras, como los caballos, y no me desvío de mi camino. Mis dos aspiraciones son hacer una fortuna y casarme con una mujer; todo lo demás para mí es una tardanza en conseguir mis fines.

-¿Y yo entro en todo lo demás?

-Sí, porque si no, me desviaría de mi camino.

-Es usted inflexible.

-Sí; pero lo soy también conmigo mismo. Usted se encuentra en una situación difícil. Se ha casado usted con un hombre hace un año, no enamorada de él, es cierto, pero creyendo que era un hombre leal, trabajador, a quien llegaría usted a querer; ese hombre ha resultado un miserable embrutecido, depravado, sin sentido moral. Se siente usted ofendida en su orgullo de mujer, de mujer enérgica y buena, yo lo comprendo. Quiere usted encontrar una tabla de salvación.

-Y usted me dice fríamente: «Yo no puedo ser el que te salve; yo tengo otras aspiraciones; yo no me fijo si en mi camino hay gente que agoniza, porque nadie la entiende; yo sigo adelante».

-Es verdad; yo sigo adelante. ¿Es que sería mejor lo que otro cualquiera, lo que un hombre galante haría en mi posición? ¿Aprovecharse de su desconcierto y hacer que usted fuera mi querida, y luego dejarla a usted abandonada? Yo tengo mi conciencia. Quizá sea rectilínea, como mis aspiraciones; es así.

-No hay salvación; mi vida está aniquilada -murmuró Esther con la mirada brillante.

-No; hay el trabajo. No todos los hombres son mezquinos y miserables; luchar, ¡si ésa es la vida!; vale más la inquietud, el ajetreo continuo, la alternativa continua de placeres y dolores que no el estancamiento.

Esther se enjugó una lágrima con el pañuelo.

-Adiós; trataré de seguir sus consejos -y le tendió la mano. Roberto la tomó, y con su aire de caballero se inclinó y la besó. Iba a marcharse cuando ella murmuró con angustia, con la voz de un niño que implora:

-¡Oh, no se vaya usted!

Roberto volvió.

-Yo no le desviaré de su camino -exclamó Esther-. Lléveme usted de aquí. No, no me quejaré; seré como una hermana, como una criada, si usted quiere. Haga usted de mí lo que quiera, pero no me abandone. Cualquiera se aprovecharía de mi debilidad y sería peor para mí.

-Vamos -murmuró Roberto emocionado-. ¿No le va usted a avisar a Bernardo?

Esther cogió un papel de cartas y escribió con letras grandes: «No me esperes; no vuelvo». Luego se puso el sombrero nerviosamente, y se acercó a Roberto, que la, esperaba en la puerta.

-Pero si no quiere usted acompañarme, no lo haga usted, Roberto. Por compromiso, no -dijo Esther, con los ojos llenos de lágrimas.

-la dicho usted que sería mi hermana, vamos -repuso él con cariño.

Ella entonces se refugió en su pecho: él, apartando con la mano los rizos de la frente, la besó con dulzura.

-No, así no, así no -exclamó Esther temblando, y agarrando a Roberto por las muñecas le presentó los labios.

Roberto perdió la cabeza y los besó frenético. Esther se abrazó a su cuello; un sollozo largo de dolor y de deseo le hizo temblar de la cabeza a los pies.

-¿Vamos?

-Vamos.

Salieron de casa.

Unas horas después, Bernardo Santín, con la carta de su mujer en la mano, murmuraba:

-¿Y mi padre? ¿Qué va a ser de mi pobre padre?