Mala hierba/Parte II/V
V
La hermana de Jesús aceptó con gran entusiasmo a los dos huérfanos recogidos por el cajista el día de Nochebuena, y la Salvadora y el chiquitín entraron a formar parte de la familia.
Tenía la Salvadora un genio huraño y despótico, una afición a limpiar, a barrer, a fregar, a sacudir, que a Jesús y a Manuel les fastidiaba; le gustaba ordenar y disponer; todo lo que tenía de esmirriada lo tenía de enérgica. Ella dispuso llevar la comida a Jesús y a Manuel, porque gastaban mucho en la taberna, y al mediodía, con un cesto que abultaba más que ella, iba a la imprenta. En tres meses de ahorros, la Fea y la Salvadora compraron en una casa de empeños una máquina de coser nueva.
-La chica esta no nos va a dejar vivir -decía Jesús.
La vida del cajista se había normalizado; no se emborrachaba; pero, a pesar de los cuidados de su hermana y de la Salvadora, estaba cada vez más sombrío y más tétrico.
Un día de invierno en que había cobrado el jornal, al salir de la imprenta, Jesús le preguntó a Manuel:
-Oye, ¿no estás tú cansado de trabajar?
-¡Psch!
-¿No te da asco esta vida tan igual y tan monótona?
-¿Y qué le vas a hacer?
-Cualquier cosa preferiría yo a esto.
-¡Si estuvieras solo como yo!
La Fea y la Salvadora se arreglan ya para vivir -dijo Jesús. En la primavera, añadió, tenían que hacer los dos un viaje a pie por los caminos, trabajando un poco en cada lado y siempre viendo pueblos nuevos. Sabía que en el Ministerio de la Gobernación daban un socorro, que consistía en dos reales por cada pueblo por donde se pasara. Si lograban ellos el socorro, inmediatamente debían marcharse.
Charlando de estas cosas iban por la plaza del Progreso cuando pasó por delante de ellos una estudiantina tocando un alegre pasodoble.
Empezaba a nevar; hacia mucho frío.
-¿Vamos a cenar hoy bien? -dijo Jesús.
-En casa nos estarán esperando.
-¡Que esperen! Un día es un día. Vamos a estar ahí toda la vida pensando en ahorrar dos perras gordas. ¡Ahorra!, ¿para qué?
Volvieron sobre sus pasos, recorrieron la calle de Barrionuevo, y en la de la Paz entraron en una taberna y dispusieron la cena. Mientras cenaban hablaron con entusiasmo del viaje proyectado. Brindaron una porción de veces. Manuel nunca había estado tan alegre. Se encontraba decidido, con alientos para explorar el Polo Norte.
-Ahora hay que ir al baile del Frontón -murmuró Jesús con voz estropajosa a los postres-. Allí encontraremos unas golfas, y ¡venga juerga!, y la imprenta pa el gato.
-Eso es -repetía Manuel-; ¡al baile! Y al cojo, que le den morcilla. ¡Anda, tú!
Se levantaron, pagaron y, al pasar por la calle de Carretas, entraron en una taberna a tomar dos copas.
Tropezando con todo el mundo llegaron a la calle de Tetuán, y allí se empeñó Jesús en que debían tomar otras copas; entraron en una taberna y se sentaron. El cajista tenía rabia por beber; estaba pálido y desencajado; Manuel, en cambio, sentía arder su sangre y sus mejillas le echaban fuego.
Anda, vamos -le dijo a Jesús; pero éste no podía levantarse. Manuel vaciló en quedarse allí o en salir a la calle; pero se decidió por marcharse, y dejó a Jesús dormido, con la cabeza echada sobre la mesa de la taberna.
Manuel salió a la calle tambaleándose; los copos de nieve, danzando ante sus ojos, le mareaban. Llegó a la Puerta del Sol. En la esquina de la carrera de San Jerónimo vio a una muchacha que se detenía a hablar con los hombres. La confundió primero con la Rabanitos, pero no era ella.
Ésta tenia la cabeza abotagada y erisipelada.
Tú, ¿qué haces? -le dijo Manuel bruscamente.
-¿No lo ves? Vender Heraldos.
-¿Y nada más?
Ella bajó la voz, que era ronca y quebrada, y añadió:
-Y jugar.
Manuel estaba con el corazón palpitante.
-¿No tienes novio? -la dijo.
-No quiero chulos.
-¿Por qué no?
-Pa que le quiten a una el dinero que gana y la harten, además, de palos. SI, sí...
-¿Cuánto quieres por venir conmigo?
-¡Ay, qué guasa! ¡Si tú no tienes ni una perra!
-¿Que no?
-Vaya que no.
-Yo tengo -murmuró Manuel con jactancia- cinco duros para tirarlos, y tú no me sirves a mí para nada.
Y tú a mí ni pa la limpieza.
-Oye -añadió Manuel, y agarró a la muchacha del brazo y le dio un empellón.
-¡Vamos, quita, asaúra!-gritó ella.
-No quiero.
-Pues no eres tú nadie. A ver si no te andas con tientos aquí, ¿eh?
-Si quieres te convido a café -y Manuel hizo sonar el dinero en su bolsillo.
La muchacha vaciló, dio los números del periódico que llevaba a una vieja, se ató el pañuelo al cuello y fue con Manuel a una buñolería de la calle de Jacometrezo. Un perrillo de color canela los siguió.
-¿Este perro es tuyo?
-Sí.
-¿Cómo se llama?
-Sevino.
-¿Y por qué le llamas así?
-Porque se presentó en casa sin que nadie lo trajera.
Entraron en la buñolería. Era un local largo, con columnas, en cuyo fondo estaba la cocina, con su caldero grande para freír buñuelos. Dos luces de gas, con mecheros envueltos en fundas blancas, iluminaban con luz triste las paredes y las columnas cuadradas, recubiertas de azulejos blancos con dibujos azules. Se sentaron Manuel y la muchacha en una mesa próxima a una puerta que daba a un callejón.
La muchacha habló por los codos mientras mojaba trozos de una ensaimada agria en la jícara de chocolate. Se llamaba Petra; pero la decían Matilde porque era más bonito. Tenía dieciséis años y vivía en la calle del Amparo, en un sotabanco. Se levantaba a las dos; para cuando ella se levantaba, su madre tenía ya arreglada la casa. No salía hasta el anochecer; vendía una mano de Heraldos y diez Corres, y luego... lo que se terciase. Entregaba todo el dinero que ganaba a su madre, y cuando ésta suponía algún engaño le daba unas cuantas tortas.
Manuel, mientras sorbía con gravedad una copa de aguardiente, oía, sin comprender apenas lo que le hablaban.
Era la chica fea de veras. Llevaba la cara empolvada. A Manuel, luego de observarla atentamente, se le ocurrió que parecía un pez enharinado a quien espera la sartén. Hacía muchos visajes al hablar y movía los párpados, abultados y blancos, que se cerraban sobre los ojos saltones.
La muchacha siguió charlando de su madre, de su hermano, de un tío de un puesto de periódicos que prestaba un duro a los chicos que vendían el Blanco y Negro por la mañana, y que por la noche le tenían que devolver el duro y una peseta más, y de otra porción de cosas.
Mientras hablaba Manuel recordó que Jesús había dicho algo de un baile, aunque ya no recordaba dónde.
-Vamos a ese baile -dijo.
-¿A cuál? ¿Al del Frontón?
-Sí.
-¡Hale!
Salieron de la buñolería. Seguía nevando; por unas callejuelas desiertas llegaron al juego de pelota; los dos arcos voltaicos de la puerta iluminaban fuertemente la calle blanca. Manuel tomó los billetes; dejaron él la capa y ella el mantón en el guardarropa, y entraron.
Era el Frontón un amplio espacio rectangular, con una de las dos paredes largas pintada de azul oscuro y marcada a trechos con rayas blancas y números. En la otra pared larga estaban las gradas y los palcos.
Dos grandes mamparas verdes cerraban los testeros del juego de pelota. Arriba, en el alto techo, entre la armazón de hierro, diez o doce puntos brillantes de arco voltaico, no recubiertos por globos de cristal, centelleaban de un modo deslumbrador.
Aquel local ancho y pintado de oscuro parecía un taller de máquinas desocupado.
Algunas busconas de bajo vuelo, ataviadas con mantones de Manila y flores en la cabeza, mostraban su busto en los palcos. Se sentía frío.
Cuando la charanga comenzó a tocar con estrépito, la gente de los pasillos y del ambigú salió al centro a bailar, y poco a poco se formó una corriente de parejas alrededor del salón. No había más que media docena de máscaras. Se generalizó el baile; a la luz fría y cruda de los arcos voltaicos se veía a las parejas dando vueltas, hombres y mujeres, todos muy graves, muy estirados, tan fúnebres como si asistieran a un entierro.
Algunos hombres apoyaban los labios en la frente de las mujeres. No se sentía una atmósfera de deseos, de fiebre; era un baile de gente apagada, de muñecos con ojos de aburrimiento o de cólera. A veces algún gracioso, como sintiendo la necesidad de demostrar que se estaba en un baile de Carnaval, se tiraba al suelo o gritaba desaforadamente; había un momento de confusión; se restablecía pronto el orden y se formaba de nuevo la corriente.
Manuel sentía ganas de hacer locuras; se levantó y se puso a bailar con la muchacha. Ésta, incomodada porque no llevaba el compás, se sentó.
Manuel quedó desconsolado e hizo lo mismo. Pasaban parejas por delante de ellos; las mujeres, pintarrajeadas, con los ojos sombreados y la expresión encanallada en la boca roja por el carmín; los hombres, con aspecto petulante y la mirada agresiva.
Éstos rompían con cólera las serpentinas que echaban desde los palcos y que se les enredaban al pasar.
Un negro borracho, sentado cerca de Manuel, saludaba el paso de alguna mujer guapa, gritando con voz aniñada:
-¡Olé ahí! ¡Vaya caló!
-Adiós, Manolo -oyó Manuel que le decían.
Era Vidal, que bailaba con una máscara elegante, muy ceñido a ella.
-Vete a verme mañana -dijo Vidal.
-¿Adónde?
-A las siete de la noche, en el café de Lisboa.
-Bueno.
Vidal se perdió con su pareja en el remolino de gente. Cesó la música de tocar en un intermedio.
-¿Vamos? -preguntó Manuel a la muchacha.
-Si, vamos.
Manuel temblaba de emoción al pensar que llegaba el momento trágico. Tomaron las prendas en el guardarropa y salieron.
Seguía nevando; la luz de los globos eléctricos de la puerta del Frontón iluminaba la calle, cubierta de una capa blanca de nieve. Atravesaron Manuel y la muchacha la Puerta del Sol de prisa, subieron por la calle del Correo y en la de la Paz se detuvieron en un portal abierto, iluminado por la claridad, entre confidencial y misteriosa, que daba un farol grande con una luz muy triste.
Empujaron una puerta de cristales, y en la escalera oscura desaparecieron...