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Mala hierba/Parte III/I

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Mala hierba
de Pío Baroja
I
II

I

¿Será la buena? - Proposiciones de Vidal


Al día siguiente, cuando despertó Manuel daban las doce. Hacía tanto tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o de angustia, que al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando. Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y la conversación en la buñolería con la Rabanitos.

«Habrá venido la buena? -se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla no supo qué hacer-. Si me ven vestido así me echan», pensó. Y en la vacilación volvió a meterse entre las sábanas.

Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era Vidal.

-Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?

-Si me ven con eso me echan -replicó Manuel, señalando sus andrajos.

-La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta -dijo Vidal, contemplando la indumentaria de su primo-. Vaya unos zapatitos de baile -añadió, cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de barro y levantándola cómicamente para observarla mejor-. Es de la última moda de los poceros de la villa. Y de medias, nada, y de calzoncillos, ídem; de la misma tela que las medias. ¡Estás apañado! Ya ves.

-Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa mía; creo que te vendrá bien.

-Sí, tú eres un poco más alto.

-Bueno; espera un momento.

Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles vuelta por abajo; en cambio, las botas le venían estrechas y cortas.

-Tienes el pie pequeño -murmuró Manuel-. Has nacido para señorito. Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.

-Algunas señoritas darían algo por estos pinreles, ¿verdad? A mí, una mujer que tenga mucha pata no me gusta, ¿y a ti?

-A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde elegir... Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.

-¿Para qué?

-Para que no las vean aquí. Esto desacredita. Las tiraré a la calle. Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.

Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató con una guita y lo cogió en la mano.

-¿Vamos?

-Andando.

Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna parte.

-Tráelo, no seas lila-dijo Vidal; y quitándoselo de la mano, lo tiró a un solar por encima de la tapia.

Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.

Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.

«¡Qué aplomo tiene!», pensó Manuel.

Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las tostadas con ansia.

-¡Rediez! -exclamó Vidal, mirándole de hito en hito-. ¡Qué facha de golfo tienes!

-¿Por qué?

-¿Qué sé yo? Porque la tienes.

-¡Qué se le va a hacer! Uno parece lo que es.

-Pero ¿tú has trabajado? ¿Tú has aprendido oficio?

-Sí; he sido criado, panadero, trapero, cajista y ahora golfo, y no sé de todo eso lo que es peor.

-Y habrás pasado muchas hambres; ¿eh?

-¡Uf!..., la mar... ¡Y si fueran las últimas!

-Pues lo serán, hombre; lo serán, si tú quieres.

-¿Cómo? ¿Poniéndome otra vez a trabajar?

-O de otra manera.

-Pues yo no sé cómo se puede vivir de otra manera, chico; o hay que trabajar, o hay que robar, o hay que ser rico, o hay que pedir limosna.

De trabajar he perdido la costumbre; para robar no tengo agallas; rico no soy, conque me tendré que poner a pedir limosna. A no ser que caiga soldado un día de éstos.

-Todo eso que dices -replicó Vidal- es una pura pamplina. ¿De mí se puede decir que trabajo?, no; ¿que robo o que pido limosna?, tampoco; ¿que soy rico?, menos..., y ya ves, vivo.

-Bueno; tendrás algún secreto.

-Puede ser.

-Y ese secreto, ¿no se puede saber cuál es?

-Si lo supieses tú, ¿me lo dirías?

-Hombre..., verás; si yo tuviese un secreto y tú me lo quisieras birlar, la verdad, me lo guardaría para mí; pero si tú no pensases en quitármelo, sino en vivir, y no me estorbases, entonces sí, que no te quepa duda.

-Bien, eso es justo. Tú eres franco..., ¡qué moler! Mira, yo por ti haría cualquier cosa y no tengo inconveniente en ponerte al tanto de cómo vivimos nosotros. Tú eres un barbián; no eres un bruto de esos que no quieren más que matar y asesinar a las personas. Yo, te lo digo con franqueza, ¿por qué no? , yo no soy valiente...

-Ni yo tampoco -exclamó Manuel.

-¡Bah! Tú eres templado. El Bizco mismo te tenía respeto. -¿A mí?

-A ti.

-¡Quia!

-Como quieras. Pero voy a lo de antes. Tú y yo, yo sobre todo, hemos nacido para ser ricos; pero ha dado la pijotera casualidad de que no lo somos. Ganarlo no se puede; a mí que no me vengan con historias. Para tener algo hay que meterse en un rincón y pasarse treinta años trabajando como una mula. ¿Y cuánto reúnes? Unas pesetas cochinas; total, na. ¿No se puede ganar dinero? Pues hay que arreglarse para quitárselo a alguno y para quitárselo sin peligro de ir a la trena.

¿Y cómo?

-Ése es el busilis. Ahí está la cuestión. Mira: cuando yo me vine al centro desde Casa Blanca era un descuidero, un randa. Me tuvieron sin culpa una quincena en el abanico, en la jaula, y cuando lo recuerdo, ¡chico!, me tiemblan las carnes. Me daba más miedo que vergüenza robar, ésa es la verdad; pero ¿qué iba a hacer? Un día cogí unas lamparillas eléctricas de una casa de la calle del Olivo; la portera me vio, una tía vieja indecente, y se echó a correr tras de mí, gritando: «¡A ése! ¡A ése!». Yo tenía alas en los pies; figúrate. Al llegar a la iglesia de San Luis tiré las bombillas al suelo, me colé entre la gente de la iglesia y me agazapé en un banco; no me cogieron; pero desde entonces, ¡gachó!, tuve un miedo que no podía con mi alma. Pues ya ves, a pesar del miedo, no escarmenté.

-¿Volviste a coger otras lámparas?

-No, verás. Estaba en el patio de Apolo con aquella florera a la que tanto odiaba la Rabanitos. ¿Te acuerdas?

-Sí, hombre.

-Era muy interesada la chica aquella. Pues estaba allá cuando veo a un señor gordo, de chaleco blanco, que estaba de palique con unas golfas. Había mucha gente; me acerco a él, cojo la cadena, tiro suavemente hasta sacar el reloj del bolsillo, doy la vuelta a la anilla y la hago saltar. Como la cadena era bastante pesada, había el peligro de que al soltarla le diera al señor en la barriga y le hiciese comprender que le habían afanado; pero en aquel momento dieron unas palmadas, la gente comenzó a entrar en el teatro a empellones, yo solté la cadena y me escabullí. Iba escapado por frente á San José a meterme por la calle de las Torres cuando siento que me cogen del brazo. ¡Chico, me entró un sudor...! «Déjeme usted», dije yo. «Calla; si no, llamo a uno del Orden. (Yo me callé.) Te he visto cómo limpiabas el reloj a ese pimpi.» «¿Yo?» «Tú, sí. Tienes el reloj en el bolsillo del pantalón; conque no seas memo y anda a tomar una copa a la taberna del Brígido.» Vamos -pensé yo-; éste es un vivo que viene a la parte. Entramos en la taberna, y allí el hombre me habló dato. «Mira -me dijo-, tú quieres prosperar de cualquier manera, ¿no es verdad?; pero le tienes asco al abanico, y lo comprendo, porque tú no eres tonto; pero, bueno, ¿cómo quieres prosperar? ¿Qué armas tienes tú para luchar en la vida? Tú eres un cimbel, que no conoce la sociedad ni el mundo. Mañana vienes a mi casa; yo te llevaré a un bazar de ropas hechas; compras un traje, un sombrero y un baúl y te recomendaré a una casa de huéspedes buena; te haré ganar dinero, porque, que te conste, que ganar dinero cuando se está en un sitio donde lo hay es lo más mollar de la vida. Ahora dame ese reloj; a ti te engañarían.,

-¿Y le diste el reloj?

-Sí. Al día siguiente...

-Te quedarías de boqueras...

Al día siguiente estaba yo ganando dinero.

-¿Y quién es ese hombre?

-Marcos Calatrava.

-¿El Cojo? ¿El amigo del repatriado?

-El mismo. Conque ya sabes; lo que me dijo a mí él te lo digo yo a ti.

-¿Quieres entrar en la comba?

-¿Pero qué hay que hacer?

-Eso depende del negocio... Si tú aceptas, vivirás bien, tendrás una buena hembra..., peligro no hay..., conque tú dirás.

-No sé qué decirte, chico. Si hay que hacer una granujada, casi, casi prefiero vivir así.

-Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te lo han de regalar.

-Sí, es verdad.

-¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo, chico. No hay más diferencia que negociando eres una persona decente, y robando te llevan a la cárcel.

-¿Crees tú...?

-Sí, hombre. Es más: creo que en el mundo hay dos castas de hombres: unos, que viven bien y roban trabajo o dinero; otros, que viven mal y son robados.

-¡Sabes que me parece que tienes razón!

-Y tal... No hay más que comer o ser comido. Conque tú dirás.

-Nada, se acepta. Otra sociedad como la de los Tres.

-No compares, que aquello no hay que recordarlo. Aquí no hay un Bizco.

-Pero hay un Cojo.

-Sí, pero es un Cojo que vale un riñón.

-¿Es el jefe de la partida?

-Te diré, chico..., yo no lo sé. Yo me entiendo con el Cojo, el Cojo se entiende con el Maestro, y el Maestro no sé con quién se entiende; lo que sé es que arriba, arriba, hay gente gorda. Una advertencia te tengo que hacer: tú ves, oyes y callas. Si te enteras de algo, me lo dices a mí; pero fuera, ni una palabra. ¿Comprendes?


-Comprendido.

-Aquí todo es cuestión de habilidad y de mucha pupila. Si marchamos bien, dentro de unos años se puede uno encontrar viviendo bien, hecho una persona decente..., al pelo.

-Y oye: ¿tú has entrado ya en quintas? -preguntó Manuel-, porque yo maldito si lo sé.

-Yo, sí; estoy rebajado. Debes arreglar eso; si no, te van a coger por prófugo.

-¡Psch!

-Se lo diremos al Cojo. Cuándo le veremos?

-Dentro de un momento estará aquí.

Efectivamente, poco después el Cojo entraba en el café. Vidal le indicó lo que había propuesto a su primo en breves palabras.

-¿Servirá? -preguntó Calatrava, mirando atentamente a Manuel.

-Sí, es más listo de lo que parece -contestó, riendo, Vidal.

Manuel se irguió con un sentimiento de amor propio.

-Bueno; ya veremos. Por ahora no tiene que hacer gran cosa -repuso el Cojo.

Se pusieron inmediatamente Calatrava y Vidal a tratar de sus asuntos, y Manuel entretuvo el tiempo leyendo un periódico.

Cuando concluyeron de hablar salió Calatrava del café y quedaron nuevamente solos los dos primos.

Vamos al Círculo -dijo Vidal.

El Círculo estaba en una calle céntrica. Entraron; en el piso bajo había billares y algunas mesas de café.

Se sentó en una de ellas Vidal, llamó en un timbre, y a un mozo que apareció le dijo:

-Dos cubiertos.

-Van.

-Oye -añadió Vidal-; desde que entres aquí, ni una palabra; ni me preguntas ni me dices nada. Lo que tengas que saber, yo te lo diré. Comieron los dos. Vidal charló de teatros, de casinos, de cosas que Manuel no conocía, y éste estuvo callado.

Vamos a tomar café arriba -dijo Vidal.

Junto al mostrador había una puerta, y de ella subía una escalera de caracol, muy estrecha, hasta el entresuelo. A la terminación de la escalera se topaba con una puerta de cristales esmerilados. La empujó Vidal y pasaron a un corredor a cuyos lados se veían mamparas forradas de verde.

Al final del pasillo, sentado en una mesa, escribía un hombre; contempló a Vidal y a Manuel y siguió escribiendo. Vidal abrió una puerta, empujó una pesada cortina y pasaron los dos.

Se encontraron en una sala con tres balconcillos a la calle y otros tres a un patio. Hacia el lado de la calle había una mesa verde grande con dos escotaduras, una frente a otra, en los lados largos; hacia el patio se veía una mesa más pequeña, iluminada por dos lámparas, alrededor de la cual se agrupaban treinta o cuarenta personas. Había un gran silencio; no se oía más que las palabras de los croupiers y el ruido que hacían al recoger con el rastrillo las monedas y fichas colocadas sobre el tapete verde.

Cuando cesaban las jugadas cambiábanse algunas observaciones entre los puntos. Luego la voz monótona del banquero decía:

-Hagan juego, señores.

Callaban todos y el silencio era tan grande, que se oía el roce de las cartas entre los dedos del croupier.

-Esto parece una iglesia, ¿verdad? -murmuró Vidal-. Como dice un señor que viene aquí, el juego es la única religión que queda.

Tomaron café y una copa.

-¿Tienes cigarros? -preguntó Vidal.

-No.

-Toma. Fíjate bien en este juego; yo me voy.

-¿Se podrá saber cómo se llama?

-Sí; el bacará. Oye, a las ocho en el café de Lisboa.

Vidal salió y Manuel quedó solo; miró con atención cómo iba y venía el dinero de la banca a los puntos y de los puntos a la banca. Después se entretuvo en observar a los jugadores. Era un anhelo tan grande el que sentían todos, que nadie se fijaba en los demás.

Los que estaban sentados tenían delante de ellos montones de plata y de fichas y las ponían sobre el tapete. El croupier echaba las cartas francesas, y poco después pagaba o recogía el dinero puesto.

Los que estaban en pie alrededor, y de los cuales la mayoría no jugaban, parecían interesarse en el juego tanto o más que los que se hallaban sentados y jugaban fuerte.

Eran aquellos, tipos de miseria y sordidez horrible; llevaban chaquetas rozadas, sombreros grasientos, pantalones con rodilleras, llenos de barro.

En sus ojos brillaba la pasión del juego, y se les veía seguir la marcha de las jugadas, con los brazos cruzados sobre la espalda y el cuerpo echado hacia adelante conteniendo la respiración.

Manuel se aburría allá; miró por los balcones a la calle; vio cómo se reemplazaban los jugadores, y al anochecer salió y fue al café de Lisboa. Cuando llegó Vidal, mientras cenaron, le expuso sus dudas acerca del juego.

-Bueno; eso en seguida lo aprendes -le dijo el otro-. Además, los primeros días yo te daré un cartoncito con la indicación de cuándo debes jugar.

-Muy bien; ¿y el dinero?

-Toma, para mañana. Cincuenta duros.

-¿Son buenos?

-Enséñaselos a cualquiera.

-¿De modo que es una combina como la del Pastiri?

-Igual.

La tarde siguiente, con los cincuenta duros que le dio su primo y las indicaciones en una tarjeta, jugó y ganó veinte duros, que entregó a Vidal.

Unos días después le llamaron de un cuartel, le preguntaron el nombre en una oficina y le despacharon.

-Te han rebajado -le advirtió Vidal.

-Bueno -contestó alegremente Manuel-; me alegro de no ser soldado. ‘

Siguió acudiendo al Circulo todos los días que le indicaron, y al cabo de algún tiempo conocía al personal de la casa de juego. Había mucha gente empleada allá: varios croupiers muy atildados, con las manos limpias y perfumadas; unos cuantos matones, otros medio ganchos, y otros que vigilaban a los que entraban y a los ganchos.

Eran todos tipos sin sentido moral, a quienes, a unos la miseria y la mala vida, a otros la inclinación a lo irregular, había desgastado y empañado la conciencia y roto el resorte de la voluntad.

Manuel experimentaba, sin darse cuenta de ello con claridad, la repugnancia por aquel medio, y sentía oscuramente la protesta de su conciencia.