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Mala hierba/Parte III/II

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I
Mala hierba
de Pío Baroja
II
III

II

El Garro - Marcos Calatrava - El Maestro - Confidencias


Una noche salió Manuel del Círculo acompañado de un hombrecito con trazas de enfermo. Los dos llevaban el mismo camino; entraron en el café de Lisboa; el hombre se reunió allí con una mujer gorda y se sentó con ella, y Manuel se acercó a su primo.

-¿Qué hablabas con ése? -le preguntó Vidal al verle.

-Nada; de cosas indiferentes.

-Te advierto que es uno de la policía.

-¿Sí?

Ya lo creo.

-Pues lo he visto en el Círculo.

-Sí, cobra allí. Le llaman el Garro. Está casado con ésa, que es la Chana, una timadora antigua. Vivía en la calle de la Visitación, en casa de María la Guerrero, cuando yo me fui con la Violeta. La Chana entonces ya se dedicaba a perista; conocía a todos los inspectores y estaba liada con un matón que llamaban el Ministro, y a quien le mataron en la calle de Alcalá. Ten cuidado con el Garro, si te pregunta algo, no le digas nada; ahora, si puedes sonsacarle alguna cosa, eso sí, hazlo.

Al día siguiente el Garro volvió a reunirse con Manuel y le preguntó quién era y de dónde venía. Manuel, advertido, contó una porción de embustes con gran candor, y se hizo el engañado por Vidal y el Cojo.

-Le advierto a usted que son dos pájaros de cuenta -le dijo el policía.

-¿Sí, eh?

-¡Uf!, que se pierden de vista! El Cojo sobre todo, es atravesado. No se meta usted con él, porque es capaz de todo.

-¿Tan fiero es?

-Ya lo creo. Yo conozco su historia; él no lo sabe. Se llama Marcos Calatrava y es de buena familia. Hace algunos años cursaba medicina.

El Garro contó toda la historia de Marcos. Al principio había sido un gran estudiante. Luego, de pronto, comenzó a frecuentar garitos, y en uno de éstos robó una capa. Tuvo la mala suerte de que le cogieran ‘’in fraganti’’; le llevaron a la Cárcel Modelo y estuvo allí arriba dos meses. Al año siguiente tomó la decisión de no estudiar, y como de su casa no le mandaban dinero, comenzó a matonear por garitos y chirlatas. Una navajada que le dieron en una bronca que tuvo le quitó por algún tiempo sus arrestos de matón. Cuando se puso bueno fue a ver a la superiora de las Hermanas de la Caridad de San Carlos y le pidió dinero. Quería hacerse fraile, le había herido la gracia divina; y con su manera de hablar melosa la convenció, la sacó los cuartos y, además, una carta para el prior de un convento de Burgos.

Calatrava se gastó el dinero, y a los dos o tres meses estaba muerto de hambre. Entonces organizó una compañía de cómicos de la legua, a quienes explotó de una manera miserable, y al año o cosa así de recibir la carta de la superiora, en un período de hambre horrorosa, se encontró en el fondo de una maleta la carta y determinó aprovecharse de ella.

Como era hombre de decisiones rápidas, no vaciló; tomó el tren sin billete, y entre los fardos de los vagones de mercancías llegó a Burgos, se presentó en el convento y entró de novicio. Al poco tiempo pidió que le enviaran por los pueblos pidiendo limosna; al principio estuvo bien, hasta se distinguió por su celo; pero después empezó a hacer barbaridades, escandalizó a las personas piadosas de las aldeas, y cuando el prior, a quien había llegado la noticia de sus fechorías, le mandó llamar y volver al convento, Calatrava, sin hacer caso, anduvo explotando los hábitos, y cuando ya iban a pescarle, volvió a Madrid. A los tres o cuatro meses de estar aquí agotó todo su dinero y su crédito, y tomó la determinación de sentar plaza en Sanidad Militar y marcharse a Filipinas.

Un médico del regimiento, viendo a Marcos tan servicial y tan listo, trató de ayudarle a terminar la carrera, y le colocó de interno en el Hospital Militar de Manila.

Inmediatamente Calatrava empezó a robar de la botica del hospital medicamentos, vendajes, aparatos, todo lo que podía, para venderlo; le despacharon de allá; pidió la absoluta y se dedicó a cobrar el barato en los chabisques de Manila. Como era tan quisquilloso, pronto allí se le hizo la vida imposible, y entonces recurrió a un Círculo de militares y consiguió que se hiciera una colecta para él, y con el dinero vino a España.

En Madrid volvió a encontrarse apurado, y como no era de los que se ahogan en poca agua, se alistó en el batallón de Voluntarios que iba a Cuba. Marcos se distinguió por su valor en muchas acciones; ascendió pronto a sargento, cuando una bala le atravesó la pierna y tuvieron que cortársela en el Hospital de la Habana; y el hombre volvió a España, ya sin porvenir y con un retiro ridículo.

Aquí anduvo fingiéndose agente de policía secreta, rondando por las calles, hasta que encontró un socio y se dedicó con él al timo del entierro, que, a pesar de lo divulgado que está, suele dar resultados entre los estafadores. Formó en una época una sociedad de espadistas y criadas de servir para desvalijar las casas; falsificó billetes; luego no hubo engaño ni timo que no intentase; y como tenía una inteligencia clara y despierta, estudió metódicamente todos los procedimientos conocidos de la estafa; calculó el pro y el contra de cada uno de ellos, y encontró que todos tenían grandes quiebras.

Al último -concluyó diciendo el Garro-, se encontró con el Maestro, que se ha retirado, y yo no sé de dónde han cogido dinero para estos garitos; el caso es que lo tienen.

-¿Hay más de un Círculo de éstos? -preguntó Manuel.

-Abierto al público no hay más que éste; pero tienen la casa de la Coronela, en donde se juega mucho más. Allá está todas las noches el Maestro. ¿No ha ido usted a aquella casa?

-No.

-Ya le llevarán. Si tiene usted dinero que perder, entre Vidal y el Cojo ya le llevarán. Luego la Coronela, como mete a la hija bailarina, va a abrir un salón.

-Esa Coronela, ¿es cubana? -preguntó Manuel.

-Sí.

-La conozco, y conozco también a un amigo suyo que se llama Mingote.

El policía miró con cierta reserva a Manuel.

-Puede usted decir -le dijo- que conoce usted lo peorcito de Madrid.

Mingote está ahora con Joaquina la Verdeseca. Tiene una casa de citas elegante. Van señoras y dejan su retrato. Este Mingote fue el que organizó aquel baile célebre. Se pagaba a duro la entrada, y al final se rifaba una señorita: la hija de la querida de Mingote.

Unos días después de esta conversación, Manuel, al salir del Círculo y encontrarse con Vidal sintió la necesidad de hablarle del malestar que experimentaba con aquella vida. Vidal estaba también aquella noche de humor triste, e hizo lamentables confidencias a Manuel.

Fueron a un teatro, pero no había gente; entraron en un café, y después de pasear con una noche horrible de frío, Vidal propuso que entraran a tomar algo en casa de la Concha, en la calle de Arlabán.

Manuel no quería, porque no tenía ganas de comer ni de nada; pero a remolque entró en la taberna. Hacía dentro mucho calor, y esto les reanimó a los dos; se sentaron y Vidal pidió unas copas y luego unas chuletas.

-Hay que olvidar -dijo después de dar estas disposiciones.

Manuel hizo un gesto de desaliento y vació un vaso de vino que llenó Vidal.

Después contó lo que le había dicho el Garro. Su primo le escuchaba atentamente.

-No sabía la historia de Calatrava -dijo, al concluir, Vidal.

-Pues historia por historia -repuso Manuel-. Dime tú: ¿Quién es ese Maestro?

-El Maestro... es un coloso. ¿Tú has leído Rocambole?

-No.

Vidal quedó un poco parado; la figura de Rocambole, sin duda, le parecía la más a propósito para comparar al Maestro.

Bueno; pues figúrate tú un hombre como el Cojo, ¿sabes?, pero muchísimo más listo que él; un hombre que imita las letras, que sabe cuatro o cinco idiomas, que tiene una serenidad como nadie, que viste la blusa lo mismo que la levita, que habla con una señora y parece un caballero, y habla con una golfa y parece un chulo; y une a esto que es una especie de payaso, que toca el acordeón, imita el tren, gesticula, se ríe de todo el mundo. Y luego, ¡chiquillo!, le ves medio llorando porque ha visto un viejo medio desnudo por la calle o le ha pedido limosna una golfilla.

-¿Y cómo se llama?

-¡Qué sé yo! Cualquiera lo sabe. Algunos dicen que han conocido a su padre y a su madre, pero no es verdad. Yo he pensado si será hijo natural de algún personaje, pero no lo creo del todo, porque si hubiera sido así, sería chocante que le prendieran, como le prendieron, cuando tenía diecisiete años.

-Pronto empezó.

-Sí; le prendieron sin culpa. Él era empleado de uno que había hecho una estafa, y lo metieron en el Saladero con su principal. Esto lo cuenta él mismo. Un día pare que fue el juez a tomar declaración a un preso, y estando el escribiente copiando la declaración, le dio un mal y tuvieron que llevarle a su casa. El juez preguntó al alcaide si no tenía algún preso que supiera escribir al dictado, y el alcaide llamó al Maestro. Éste se sentó en la silla, miró los papeles y se puso a escribir. El juez, al terminar la declaración, echa una mirada a los autos y queda asombrado. No se conocía donde había empezado a escribir el Maestro y dónde había acabado el escribiente; la letra de uno y otro eran iguales.

-¡Qué tío!

-Cuando contaba el Maestro esto, decía que si aquel juez no hubiera sido un estúpido, él no habría terminado mal; pero al juez lo único que se le ocurrió fue decir que aquel chico era peligroso y que había que tener con él mucho ojo. El Maestro, que vio que extremaban la vigilancia con él por el motivo de haberle hecho un favor, claro, se indignó. Luego, en el Saladero, conoció a un falsificador célebre, y entre los dos, desde la misma cárcel, le sacaron a un francés cuarenta mil duros por el registro del entierro.

-¡Qué bárbaros!

-Dieron cinco o seis golpes por el estilo. Al fin cayeron en que eran ellos dos y se les formó causa de nuevo. Le preguntaban a uno: «¿Quién ha sido el que ha escrito esto?». «Yo», contestaba. Le preguntaban al otro:

«¿Quién ha sido el que ha escrito esto?». «Yo», contestaba también. No podían saber cuál de los dos era. Entonces al juez se le ocurrió meterlos a cada uno de ellos en un cuarto y hacerles escribir la carta por la que habían venido a saber que estaban preparando un entierro: y, ¡chico!, los dos escribieron igual, con la misma letra y los mismos borrones. Figúrate tú qué maña tendrá este hombre, que algunas veces, cuando ha habido baile y banquetes en el Palacio Real, ha falsificado la invitación, se ha puesto un frac y allá se ha marchado, alternando con duques y marqueses.

-¡Rediez! -dijo Manuel, admirado-. ¿Y el compañero del Saladero vive?

-No; creo que murió en América.

-¿Ha estado allá también el Maestro?

-En todas partes; ha recorrido medio mundo, y en cada sitio ha dejado diez o doce falsificaciones.

-¿Será rico?

-Sí, seguramente.

-¿Y qué hace con el dinero?

-Chico, yo no lo sé. No le gustan las juergas, no tiene queridas. El Cojo me dijo una vez que el Maestro tenía una hija educándose en Francia y que le dejaría una fortuna.

-¿Y dónde vive ese hombre?

-Vive hacia Chamberí; allí creo que se pasa los días leyendo y tocando la guitarra y besando el retrato de su hija.

-Sería curioso saber lo que hace.

-No lo hagas; a mí me entró la misma curiosidad. Un día le vi salir de un juego de bolos de los Cuatro Caminos. «Vamos a ver lo que hace este punto», me dije, y fui al otro día, y lo encontré. Estaba muy alegre, jugando, hablando, accionando; parecía que no me había conocido. Al día siguiente, el Cojo me dijo:

-No vuelvas donde estuviste ayer si no quieres reñir conmigo para siempre.

Comprendí la advertencia y no he vuelto.

Era curiosa la vida, pura y sencilla, de aquel hombre, metido en combinaciones de estafas y de engaños. Manuel escuchaba a su primo como quien oye un cuento.

-¿Y la Coronela? -le preguntó.

-Nada..., una pendona. Fue la querida de un relojero, que se hartó de ella porque era una tía ordinaria, y luego se lió con ese militar. Es una tía sucia y mala.

-Es mala, sí. Desde el primer día que la vi me lo pareció.

-¿Mala? Es una loba y tiene furor..., ¿sabes? Hace ignominias. Antes, cuando algún señorito seguía a alguna de sus hijas, le hacía subir a su casa, y allá le decía que con sus hijas nada, pero que con ella, sí. Ahora va a los cuarteles... Es una tía de lo más indecente... Pero lo que está haciendo con su hijo es todavía peor.

-¿Pues qué hace?

-Nada. Que por entretenerse, le viste de chica y le pintan, y ya no le llaman Luis, como se llama él, sino Luisita la Ricopelo.

-¡Cristo! -murmuró Manuel, dando un puñetazo en la mesa-. Eso es demasiado. Hay que denunciar eso.

-Calla, que viene gente -advirtió Vidal.

Tres hombres y una muchacha se sentaron en la mesa de al lado.

Uno de ellos era un viejo teñido, con la cara llena de arrugas blandas y el aire de un cinismo repugnante; el otro tenía el tipo de un peluquero, patillas de hacha muy repeinadas y el pelo rizado; el tercero, calvo, con la nariz roja y las barbas deshilachadas y amarillas, presentaba el aspecto del joven decrépito.

La muchacha era muy bonita; tenía la nariz afilada, los labios finos, el pelo negro, separado en dos bandas; llevaba una capa de color perla con cuello de plumas, la mantilla prendida en el moño, que encuadraba su rostro y caía sobre el pecho.

En su cara latía una continua nerviosidad y una expresión sarcástica; no paraba un momento de moverse, y cuando escuchaba, accionaba y movía nerviosamente los labios.

Tenían todos las mejillas rojas y los ojos brillantes. El hombre de las barbas hacía preguntas y más preguntas a la muchacha, y ésta contestaba con gran descoco. Manuel y Vidal se pusieron a escuchar.

-¿De veras eres partidaria del amor libre? -decía el de las barbas.

-Sí.

-¿No quisieras casarte?

-Yo, no.

-Es una mujer indiferente -interrumpió el de las patillas-; no comprende esas cosas de cariño.

-¡Bah!, no lo creo.

-Lo que tiene la pobre es que es muy... bruta -murmuró el viejo con voz aguardentosa.

-¿Y tu mujer? -preguntó ella, agitándose en la silla y mirando al viejo con los ojos fríos y burlones.

La muchacha aquella daba la impresión de una avispa o de un bicho con aguijón. Se agitaba en el asiento cuando iba a decir algo, pinchaba, y quedaba ya tranquila y satisfecha por el momento.

El viejo masculló una serie de blasfemias. El de las barbas rojas siguió preguntando a la muchacha:

-¿Pero tú no has querido a nadie?

-Yo, no; ¿para qué?

-Si te digo que es fría como el mármol -murmuró el de la facha de peluquero.

-Cuando le conocí a éste -añadió ella, riéndose y señalando al de las patillas- tenía un hombre que me había puesto un cuarto, y la patrona de la casa pasaba por mi madre. Además, tenía otros amigos; pues ya ves, ninguno notó nada.

-Es terrible -exclamó el de las barbas, llenando un vaso de vino y vaciándolo-; no nos quieren, y nosotros, suponiendo siempre que tienen corazón. Pero, de veras, dime de veras: ¿no has querido nunca a nadie?

-A nadie, a nadie.

-¡Si te digo que es fría como el mármol! -repitió el hombre con facha de peluquero-. ¡Si supieras las majaderías que hice por ella! Preguntaba tímidamente en la portería; pasé un mes sin atreverme a hablarla; y luego, al conseguirla, supe que era una mujer a quien se dice: «(Mañana estás libre a tal hora?». «Sí.» «Pues mañana nos veremos.»

-Como quien avisa a un afinador de pianos -repuso el de la barba, encontrando no se sabe qué relación entre las mujeres y los pianos-. Es terrible -añadió; y después, con un arrebato de ira, golpeó la mesa con el puño e hizo tambalearse los vasos.

-¿Qué te pasa? -preguntó el viejo. .

-Nada. Había que destruir esta cochina humanidad. Me siento anarquista.

-¡Bah!, yo creo que te sientes borracho -interrumpió el de las patillas.

-¡San Dios! Porque tú seas un indecente burgués dedicado a los negocios...

-Si tú eres más burgués que yo.

El hombre de la nariz roja y de la barba amarilla se calló indignado; luego, dirigiéndose a la muchacha, con voz iracunda la dijo:

-Dile a este imbécil que cuando habla un hombre de talento él debe callar. La culpa la tenemos nosotros, que le otorgamos la beligerancia.

-¡Pobre hombre!

-¡Idiota!

-Si eres más pesado que un artículo tuyo -gritó el de las patillas-; y todavía, si esa soberbia de que haces gala la sintieras, estaría bien; pero si no la sientes, si eres un pobre desgraciado que te reconoces a ti mismo imbécil, si te pasas la vida aburriéndonos, recitándonos artículos que ya has publicado y que ni siquiera son tuyos, porque los coges de cualquier parte... La palidez del de las barbas hizo callar a su contrincante, y siguieron los tres hablando en tono tranquilo.

De pronto el viejo se puso a chillar.

-Pues no será una persona decente decía.

-¿Por qué no? -replicaba la mujer.

-Porque no. Será carpintero, basurero, o ladrón, o hijo de mala madre, porque una persona decente no sé a qué se va a levantar por la mañana.

Cenaron Manuel y Vidal. Poco después se levantaron la muchacha y sus tres acompañantes.

-Ahora va uno a casa -murmuró el de las barbas rojas en tono lúgubre-,arregla la cama, se mete uno dentro, enciende un pitillo, bebe un vaso de agua, orina y se duerme uno. La vida es repugnante.

Al salir los cuatro a la calle, Vidal fue detrás de ellos.

-Voy a enterarme quién es ella -le dijo a Manuel-. Hasta mañana.

-Adiós.