Marianela: 19

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Marianela de Benito Pérez Galdós
Capítulo XIX

Capítulo XIX

Domesticación


Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz, sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al de la mujer-niña, como hombre que lleva un chico a la escuela. En cierto paraje del camino donde había tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas que parecían huesos de gigantescos animales, el doctor se sentó, y poniendo delante de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuentas de travesuras graves, tomole ambas manos y seriamente le dijo:

-¿Qué ibas a hacer allí?

-¿Yo... dónde?

-Allí. Bien comprendes lo que quiero decirte. Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre.

-Yo no tengo padre -replicó la Nela con ligero acento de rebeldía.

-Es verdad; pero figúrate que lo soy yo, y responde. ¿Qué ibas a hacer allí?

-Allí está mi madre -le fue respondido de una manera hosca.

-Tu madre ha muerto. ¿Tú no sabes que los que se han muerto están en el otro mundo o no están en ninguna parte?

-Está allí -afirmó la Nela con aplomo, volviendo tristemente los ojos al punto indicado.

-Y tú pensabas ir con ella, ¿no es eso?, es decir, que pensabas quitarte la vida.

-Sí, señor; eso mismo.

-¿Y tú no sabes que tu madre cometió un gran crimen al darse la muerte y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿A ti no te han enseñado esto?

-No me acuerdo de si me han enseñado tal cosa. Si yo me quiero matar ¿quién me lo puede impedir?

-Pero tú misma, sin auxilio de nadie, ¿no comprendes que a Dios no puede agradar que nos quitemos la vida?... ¡Pobre criatura abandonada a tus sentimientos naturales sin instrucción, ni religión, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te guíe!... ¿Qué ideas tienes de Dios, de la otra vida, del morir?... ¿De dónde has sacado que tu madre está allí?... ¿A unos cuantos huesos sin vida, llamas tu madre?... ¿Crees que ella sigue viviendo, pensando y amándote dentro de esa caverna? ¿Nadie te ha dicho que las almas una vez que sueltan su cuerpo jamás vuelven a él? ¿Ignoras que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran más que polvo, descomposición y miseria?... ¿Cómo te figuras tú a Dios? ¿Como un señor muy serio que está allá arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en lugar suyo pongamos espíritus, duendes y fantasmas que nosotros mismos hacemos?... Tu amo, que es tan discreto, ¿no te ha dicho jamás estas cosas?

-Sí me las ha dicho; pero como ya no me las ha de decir...

-Pero como ya no te las ha de decir ¿atentas a tu vida? Dime, tonta, arrojándote a ese agujero ¿qué bien pensabas tú alcanzar?, ¿pensabas estar mejor?

-Sí, señor.

-¿Cómo?

-No sintiendo nada de lo que ahora siento, sino otras cosas mejores, y juntándome con mi madre.

-Veo que eres más tonta que hecha de encargo -dijo Golfín riendo-. Ahora vas a ser franca conmigo. ¿Tú me quieres mal?

-No, señor, yo no quiero mal a nadie, y menos a usted que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo.

-Bien: pero eso no basta: yo no sólo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en mí, y me confíes tus cosillas. A ti te pasan cosillas muy curiosas, picarona, y todas me las vas a decir, todas. Verás como no te pesa; verás como soy un buen confesor.

La Nela sonrió con tristeza. Después bajó la cabeza, y doblándose sus piernas, cayó de rodillas.

-No, tonta, así estás mal. Siéntate junto a mí; ven acá -dijo Golfín cariñosamente sentándola a su lado-. Se me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. ¿No es verdad? ¡Y no hallabas ninguna! Efectivamente estás demasiado sola en el mundo... Vamos a ver, Nela, dime ante todo, ¿por qué... pon mucha atención... por qué se te puso en la cabeza quitarte la vida?

La Nela no contestó nada.

-Yo te conocí gozosa y al parecer satisfecha de la vida, hace algunos días. ¿Por qué de la noche a la mañana te has vuelto loca?...

-Quería ir con mi madre -repuso la Nela, después de vacilar un instante-. No quería vivir más. Yo no sirvo para nada. ¿De qué sirvo yo? ¿No vale más que me muera? Si Dios no quiere que me muera, me moriré yo misma por mi misma voluntad.

-Esa idea de que no sirves para nada es causa de grandes desgracias para ti, ¡infeliz criatura! ¡Maldito sea el que te la inculcó o los que te la inculcaron, porque son muchos!... Todos son igualmente responsables del abandono, de la soledad y de la ignorancia en que has vivido. ¡Que no sirves para nada! ¡Sabe Dios lo que hubieras sido tú en otras manos! Eres una personilla delicada, muy delicada, quizás de inmenso valor; pero ¡qué demonio!, pon un arpa en manos toscas... ¿qué harán?, romperla... Porque tu constitución débil no te permita romper piedra y arrastrar tierra como esas bestias en forma humana que se llaman Mariuca y Pepina, ¿se ha de afirmar que no sirves para nada? ¿Acaso hemos nacido para trabajar como los animales?... ¿No tendrás tú inteligencia, no tendrás tú sensibilidad, no tendrás mil dotes preciosas que nadie ha sabido cultivar? No: tú sirves para algo, aún podrás servir para mucho si encuentras una mano hábil que te sepa manejar.

La Nela, profundamente impresionada con estas palabras, que entendió por intuición, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golfín. Asombro y reconocimiento llenaban su alma.

-Pero en ti no hay un misterio solo -añadió el león negro-. Ahora se te ha presentado la ocasión más preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo de virtud y de bondad como las suyas... ¿y tú qué has hecho?... huir de ella como una salvaje... ¿Es esto ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos?

-No, no, no -replicó la Nela con aflicción- yo no soy ingrata. Yo adoro a la señorita Florentina... Me parece que no es de carne y hueso como nosotros y que no merezco ni siquiera mirarla...

-Pues, hija, eso podrá ser verdad, pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ingrata, muy ingrata.

-No, no soy ingrata -exclamó la Nela, ahogada por los sollozos-. Bien me lo temía yo... sí, me lo temía... yo sospechaba que me creerían ingrata, y esto es lo único que me ponía triste cuando me iba a matar... Como soy tan bruta, no supe pedir perdón a la señorita por mi fuga, ni supe explicarle nada...

-Yo te reconciliaré con la señorita... yo, si tú no quieres verla más, me encargo de decirle y de probarle que no eres ingrata. Ahora descúbreme tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperación. Por grande que sea el abandono en que una criatura viva, por grande que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando hay un motivo muy poderoso para aborrecerla.

-Sí, señor, eso mismo pienso yo.

-¿Y tú la aborreces?...

Nela estuvo callada un momento. Después cruzando los brazos, dijo con vehemencia:

-No, señor, yo no la aborrezco, sino que la deseo.

-¡A buena parte ibas a buscarla!

-Yo creo que después que uno se muere tiene todo lo que aquí no puede conseguir... Si no, ¿por qué nos está llamando la muerte a todas horas? Yo tengo sueños, y soñando veo felices y contentos a todos los que se han muerto.

-¿Tú crees en lo que sueñas?

-Sí, señor. Y miro los árboles y las peñas que estoy acostumbrada a ver desde que nací, y en su cara...

-¡Hola, hola!... ¿también los árboles y las peñas tienen cara?...

-Sí, señor... Para mí todas las cosas hermosas ven y hablan... Por eso cuando todas me han dicho: «ven con nosotras; muérete y vivirás sin pena»...

¡Qué lástima de fantasía! -murmuró Golfín-. Alma enteramente pagana.

Y luego añadió en voz alta:

-Si deseas la vida, ¿por qué no aceptaste lo que Florentina te ofrecía? Vuelvo al mismo tema.

-Porque... porque... porque la señorita Florentina no me ofrecía sino la muerte -dijo la Nela con energía.

-¡Qué mal juzgas su caridad! Hay seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y miserable, a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. Tú te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la Naturaleza, y prefieres esta libertad grosera a los afectos más dulces de una familia. ¿Has sido tú feliz en esta vida?

-Empezaba a serlo...

-¿Y cuándo dejaste de serlo?

Después de larga pausa, la Nela contestó:

-Cuando usted vino.

-¡Yo!... ¿Qué males he traído?

-Ninguno: no ha traído sino grandes bienes.

-Yo he devuelto la vista a tu amo -dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la Nela-. ¿No me agradeces esto?

-Mucho, sí, señor; mucho -replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas.

Golfín sin dejar de observarla, ni perder el más ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer-niña, habló así:

-Tu amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene vista, no ha hecho más que preguntar por la Nela. Se conoce que para él todo el Universo está ocupado por una sola persona, la Nela; que la luz que se le ha permitido gozar no sirve para nada, si no sirve para ver a la Nela.

-¡Para ver a la Nela!, ¡pues no verá a la Nela!... ¡la Nela no se dejará ver! -exclamó ella con brío.

-¿Y por qué?

-Porque es muy fea... Se puede querer a la hija de la Canela cuando se tienen los ojos cerrados; pero cuando se abren los ojos y se ve a la señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela.

-Quién sabe...

-No puede ser... No puede ser -afirmó la vagabunda con la mayor energía.

-Eso es un capricho tuyo... No puedes decir si agradas o no a tu amo mientras no lo pruebes. Yo te llevaré a la casa...

-¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.

-Tranquilízate, ven acá -le dijo con dulzura-. Hablaremos... Es verdad que no eres muy bonita... pero no es propio de una joven discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer.

Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto como lo estaba en su tema, pronunció solemnemente esta sentencia:

-No debe haber cosas feas... Ninguna cosa fea debe vivir.

-Pues mira, hijita, si todos los feos tuviéramos la obligación de quitarnos de en medio,¡cuán despoblado se quedaría el mundo! ¡Pobre y desgraciada tontuela! Esa idea que me has dicho no es nueva. Tuviéronla personas que vivieron hace siglos, personas de fantasía como tú, que vivían en la Naturaleza como tú, y que como tú carecían de cierta luz que a ti te falta por tu ignorancia y abandono, y a ellas porque aún esa luz no había venido al mundo... Es preciso que te cures de esa manía; es preciso que te hagas cargo de que hay una porción de dones más estimables que el de la hermosura, dones del alma que ni son ajados por el tiempo, ni están sujetos al capricho de los ojos. Búscalos en tu alma y los encontrarás. No te pasará lo que con tu hermosura, que por mucho que en el espejo la busques, jamás la hallarás. Busca aquellos dones preciosos, cultívalos, y cuando los veas bien grandes y florecidos, no temas; ese afán que sientes se calmará. Entonces te sobrepondrás fácilmente a la situación desairada en que te ves, y elevándote tendrás una hermosura que no admirarán quizás los ojos, pero que a ti misma te servirá de recreo y orgullo.

Estas sensatas palabras o no fueron entendidas o no fueron aceptadas por la Nela, que, ocultándose otra vez junto a Golfín, le miraba atentamente. Sus ojos pequeñitos, que a los más hermosos ganaban en elocuencia, parecían decir: -¿Pero a qué viene todas esas sabidurías, señor pedante?

-Aquí -continuó Golfín, gozando extremadamente con aquel asunto, y dándole a pesar suyo un tono de tesis psicológica- hay una cuestión principal y es...

La Nela le había adivinado y se cubrió el rostro con las manos.

-No tiene nada de extraño; al contrario, es muy natural lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, imaginativo; has llevado con tu amo la vida libre y poética de la Naturaleza siempre juntos, en inocente intimidad. Él es discreto hasta no más, y guapo como una estatua... Parece la belleza ciega hecha para recreo de los que tienen vista. Además su bondad y la grandeza de su corazón cautivan y enamoran. No es extraño que te haya cautivado a ti, que eres niña casi mujer, o una mujer que parece niña. ¿Le quieres mucho, le quieres más que a todas las cosas de este mundo?...

-Sí, sí, señor -repuso la chicuela sollozando.

-¿No puedes soportar la idea de que te deje de querer?

-No, no, señor.

-Él te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho juramentos...

-¡Oh!, sí, sí, señor. Me dijo que yo sería su compañera por toda la vida, y yo lo creí...

-¿Por qué no ha de ser verdad?...

-Me dijo que no podría vivir sin mí, y que aunque tuviera vista me querría mucho siempre. Yo estaba contenta, y mi fealdad, mi pequeñez y mi facha ridícula no me importaban, porque él no podía verme, y allá en sus tinieblas me tenía por bonita... Pero después...

-Después... -murmuró Golfín traspasado de compasión-. Ya veo que yo tengo la culpa de todo.

-La culpa no... porque usted ha hecho una buena obra. Usted es muy bueno... Es un bien que él haya sanado de sus ojos... Yo me digo a mí misma que es un bien... pero después de esto, yo debo quitarme de en medio... porque él verá a la señorita Florentina y la comparará conmigo... y la señorita Florentina es como los ángeles, y yo... compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol... ¿Para qué sirvo yo? Yo soñé que no debía haber nacido, ¿para qué nací?... ¡Dios se equivocó!, hízome una cara fea, un cuerpecillo chico y un corazón muy grande, ¿de qué me sirve este corazón muy grande? De tormento nada más. ¡Ay!, si yo no le sujetara, él se empeñaría en aborrecer mucho; pero el aborrecimiento no me gusta, yo no sé aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi corazón para que no me atormente más.

-Te atormenta con los celos, con el sentimiento de verte humillada. ¡Ay! Nela, tu soledad es grande. No puede salvarte ni el saber que no posees, ni la familia que te falta, ni el trabajo que desconoces. Dime, la protección de la señorita Florentina ¿qué sentimientos ha despertado en ti?...

-¡Miedo!... ¡vergüenza! -exclamó la Nela con temor, abriendo mucho sus ojuelos-. ¡Vivir con ellos, viéndoles a todas horas... porque se casarán, el corazón me ha dicho que se casarán; yo he soñado que se casarán!...

-Pero Florentina es muy buena, te amaría mucho...

-Yo la quiero también; pero no en Aldeacorba -dijo la de la Canela con exaltación y desvarío-. Ha venido a quitarme lo que es mío... porque era mío, sí, señor... Florentina es como la Virgen María... yo le rezaría, sí, señor, le rezaría; pero no quiero que me quite lo que es mío... y me lo quitará, ya me lo ha quitado... ¿A dónde voy yo ahora, qué soy, ni de qué valgo? Todo lo perdí, todo, y quiero irme con mi madre.

La Nela dio algunos pasos; pero Golfín, como fiera que echa la zarpa, la detuvo fuertemente por la muñeca. Haciendo esto observó el agitado pulso de la vagabunda.

-Ven acá -le dijo-. Desde este momento, que quieras que no, te hago mi esclava. Eres mía y no has de hacer sino lo que yo te mande. ¡Pobre criatura, formada de sensibilidad ardiente, de imaginación viva, de candidez y de superstición, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno; pero desvirtuada por el estado salvaje en que has vivido, por el abandono y la falta de instrucción, pues careces hasta de la más elemental! ¡En qué donosa sociedad vivimos, que se olvida hasta este punto de sus deberes y deja perder de este modo un ser preciosísimo!... Ven acá, que no has de separar de mí; te tomo, te cazo, esa es la palabra, te cazo con trampa en medio de los bosques, fierecita silvestre, y voy a ensayar en ti un sistema de educación... Veremos si sé tallar este hermoso diamante... ¡Ah!, ¡cuántas cosas ignoras! Yo te descubriré un nuevo mundo en tu alma, te haré ver mil asombrosas maravillas que hasta ahora no has conocido, aunque de todas ellas has de tener tú una idea confusa, una idea vaga. ¿No sientes en tu pobre alma?... ¿cómo te lo diré?, el brotecillo, el pimpollo de una virtud que es la más preciosa y la madre de todas, la humildad, una virtud por la cual gozamos extraordinariamente ¡mira tú qué cosa tan rara!, al vernos inferiores a los demás? Gozamos, sí, al ver que otros están por encima de nosotros. ¿No sientes también la abnegación, por la cual nos complacemos en sacrificarnos por los demás y hacernos pequeñitos para que los demás sean grandes? Tú aprenderás esto, aprenderás a poner tu fealdad a los pies de la hermosura, a contemplar con serenidad y alegría los triunfos ajenos, a cargar de cadenas ese gran corazón tuyo, sometiéndolo por completo, para que jamás vuelva a sentir envidia ni despecho, para que ame a todos por igual, poniendo por encima de todos a los que te han causado daño.

«Entonces serás lo que debes ser por tu natural condición y por las cualidades que posees desde el nacer. ¡Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y ni siquiera eres cristiana; vive tu alma en aquel estado de naturalismo poético, sí, esa es la palabra y te la digo aunque no la entiendas... en aquel estado en que vivieron pueblos de que apenas queda memoria. Los sentidos y las pasiones te gobiernan, y la forma es uno de tus dioses más queridos. Para ti han pasado en vano diez y ocho siglos consagrados a la sublimación del espíritu. Y esta sociedad egoísta que ha permitido tal abandono, ¿qué nombre merece? Te ha dejado crecer en la soledad de unas minas, sin enseñarte una letra, sin hacerte conocer las conquistas más preciosas de la inteligencia, las verdades más elementales que hoy gobiernan al mundo; ni siquiera te ha llevado a una de esas escuelas de primeras letras, donde no se aprende casi nada; ni siquiera te ha dado la imperfectísima instrucción religiosa de que ella se envanece. Apenas has visto una iglesia más que para presenciar ceremonias que no te han explicado; apenas sabes recitar una oración que no entiendes; no sabes nada del mundo, ni de Dios, ni del alma... Pero todo lo sabrás; tú serás otra, dejarás de ser la Nela, yo te lo prometo, para ser una señorita de mérito, una mujer de bien.»

No puede afirmarse que la Nela entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golfín con tal vehemencia y brío que olvidó un instante la persona con quien hablaba. Pero la vagabunda sentía una fascinación extraña, y las ideas de aquel hombre penetraban dulcemente en su alma hallando fácil asiento en ella. Parece que se efectuaba sobre la tosca muchacha el potente y fatal dominio que la inteligencia superior ejerce sobre la inferior. Triste y silenciosa recostó su cabeza sobre el hombro de Teodoro.

-Vamos allá -dijo este súbitamente.

La Nela tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmose más en ella, repitiendo:

-Vamos, vamos; aquí hace frío.

Tomó de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejercía era ya tan grande, que la muchacha se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después la Nela se detuvo y cayó de rodillas.

-¡Oh!, señor -exclamó con espanto- no me lleve usted.

Estaba pálida y descompuesta con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. Era preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.

Hace días -dijo Golfín- que en este mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías andar. Esta noche será lo mismo.

Y la levantó en sus brazos. La ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. Iba decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golfín sintió que su carga se hacía menos pesada. La Nela erguía su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación; pero callaba.

Entró. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina.

Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.

La sorpresa no permitió a la señorita de Penáguilas usar de la palabra cuando Teodoro, depositando cuidadosamente su carga sobre un sofá, le dijo:

-Aquí la traigo... ¿qué tal?, ¿soy buen cazador de mariposas?...