Marianela: 20

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Marianela de Benito Pérez Galdós
Capítulo XX

Capítulo XX

El nuevo mundo


Retrocedamos algunos días.

Cuando Teodoro Golfín levantó por primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que él creía chocar contra los objetos. Las montañas lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su mano, y los objetos y personas que le rodeaban los veía cual si rápidamente cayeran sobre sus ojos.

Teodoro Golfín observaba estos fenómenos con la más viva curiosidad, porque era aquél el segundo caso de curación de ceguera congénita que había presenciado. Los demás no se atrevían a manifestar alegría; de tal modo les confundía y pasmaba la perturbada inauguración de las funciones ópticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegría delirante. Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo:

-Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay también mucho dolor.

Más tarde el joven mostró deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad preciosa, que Teodoro consintió en abrirle un resquicio del mundo visible.

-Mi interior -dijo Pablo, explicando su impresión primera- está inundado de hermosura, de una hermosura que antes no conocía. ¿Qué cosas fueron las que entraron en mí llenándome de terror? La idea del tamaño, que yo no concebía sino de una manera imperfecta, se me presentó clara y terrible, como si me arrojaran desde las cimas más altas a los abismos más profundos. Todo esto es bello y grandioso, aunque me hace estremecer. Quiero ver repetidas esas sensaciones sublimes. Aquella extensión de hermosura que contemplé me ha dejado anonadado: era una cosa serena y majestuosamente inclinada hacia mí como para recibirme. Yo veía el Universo entero corriendo hacia mí y estaba sobrecogido y temeroso... El cielo era un gran vacío atento, no lo expreso bien... era el aspecto de una cosa extraordinariamente dotada de expresión. Todo aquel conjunto de cielo y montañas me observaba y hacia mí corría... pero todo era frío y severo en su gran majestad. Enséñenme una cosa delicada y cariñosa... la Nela, ¿en dónde está la Nela?

Al decir esto, Golfín, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxiliándoles con anteojos hábilmente graduados, le ponía en comunicación con la belleza visible.

-¡Oh! Dios mío... ¿esto que veo es la Nela? -exclamó Pablo con entusiasta admiración.

-Es tu prima Florentina.

-¡Ah! -dijo el joven lleno de confusión-. Es mi prima... Yo no tenía idea de una hermosura semejante... Bendito sea el sentido que permite gozar de esta luz divina. Prima mía, eres como una música deliciosa, eso que veo me parece la expresión más clara de la armonía... ¿Y la Nela dónde está?

-Tiempo tendrás de verla -dijo D. Francisco lleno de gozo-. Sosiégate ahora.

-¡Florentina, Florentina! -repitió el ciego con desvarío-. ¿Qué tienes en esa cara que parece la misma idea de Dios puesta en carnes? Estás en medio de una cosa que debe de ser el sol. De tu cara salen unos como rayos... al fin puedo tener idea de cómo son los ángeles... y tu cuerpo, tus manos, tus cabellos vibran mostrándome ideas preciosísimas... ¿qué es esto?

-Principia a hacerse cargo de los colores -murmuró Golfín-. Quizás vea los objetos rodeados con los colores del iris. Aún no posee bien la adaptación a las distancias.

-Te veo dentro de mis propios ojos -añadió Pablo-. Te fundes con todo lo que pienso, y tu persona visible es para mí como un recuerdo. ¿Un recuerdo de qué? Yo no he visto nada hasta ahora... ¿Habré vivido antes de esta vida? No lo sé; pero yo tenía noticias de esos tus ojos. Y tú, padre, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo. Eres tú... se me representa contigo el amor que te tengo... ¿Pues y mi tío?... Ambos os parecéis mucho... ¿En dónde está el bendito Golfín?

-Aquí... en la presencia de su enfermo -dijo Teodoro presentándose-. Aquí estoy más feo que Picio... Como usted no ha visto aún leones ni perros de Terranova, no tendrá idea de mi belleza... Dicen que me parezco a aquellos nobles animales.

-Todos son buenas personas -dijo Pablo con gran candor-; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja... ¿Y la Nela?, por Dios, ¿no traen a la Nela?

Dijéronle que su lazarillo no parecía por la casa, ni podían ellos ocuparse en buscarla, lo que le causó grandísima pena. Procuraron calmarle, y como era de temer un acceso de fiebre, le acostaron, incitándole a dormir. Al día siguiente era grande su postración, pero de todo triunfó su naturaleza enérgica. Pidió que le enseñaran un vaso de agua y al verlo dijo:

-Parece que estoy bebiendo el agua sólo con verla.

Del mismo modo se expresó con respecto a otros objetos, los cuales hacían viva impresión en su fantasía. Golfín después de tratar de remediar la aberración de esfericidad por medio de lentes, que fue probando uno tras otro, principió a ejercitarle en la distinción y combinación de los colores; pero el vigoroso entendimiento del joven propendía siempre a distinguir la fealdad de la hermosura. Distinguía estas dos ideas en absoluto, sin que influyera nada en él ni la idea de utilidad, ni aun la de bondad. Pareciole encantadora una mariposa que extraviada entró en su cuarto. Un tintero le parecía horrible, a pesar de que su tío le demostró con ingeniosos argumentos, que servía para poner la tinta de escribir... la tinta de escribir. Entre una estampa del Crucificado y otra de Galatea navegando sobre una concha con escolta de tritones y ninfas, prefirió esta última, lo que hizo mal efecto en Florentina, que prometió enseñarle a poner las cosas sagradas cien codos por encima de las profanas. Observaba las caras con la más viva atención, y la maravillosa concordancia de los accidentes faciales con el lenguaje le pasmaba en extremo. Viendo a las criadas y a otras mujeres de Aldeacorba, manifestó el más vivo desagrado, porque eran o feas o insignificantes; y es que la hermosura de su prima convertía en adefesios a todas las demás mujeres. A pesar de esto, deseaba verlas a todas. Su curiosidad era una fiebre intensa que de ningún modo podía calmarse. Cada vez era mayor su desconsuelo por no ver a la Nela; pero en tanto rogaba a Florentina que no dejase de acompañarle un momento.

El tercer día le dijo Golfín:

-Ya se ha enterado usted de gran parte de las maravillas del mundo visible. Ahora es preciso que vea su propia persona.

Trajeron un espejo y Pablo se miró en él.

-Este soy yo... -dijo con loca admiración-. Trabajo me cuesta el creerlo... ¿Y cómo estoy dentro de esta agua dura y quieta? ¡Qué cosa tan admirable es el vidrio! Parece mentira que los hombres hayan hecho esta atmósfera de piedra... Por vida mía que no soy feo... ¿no es verdad, prima? ¿Y tú, cuando te miras aquí, sales tan guapa como eres? No puede ser. Mírate en el cielo trasparente y allí verás tu imagen. Creerás que ves a los ángeles cuando te veas a ti misma.

A solas con Florentina, y cuando esta le prodigaba a prima noche las atenciones y cuidados que exige un enfermo, Pablo le decía:

-Prima mía, mi padre me ha leído aquel pasaje de nuestra historia, cuando un hombre llamado Cristóbal Colón descubrió el Mundo Nuevo, jamás visto por hombre alguno de Europa. Aquel navegante abrió los ojos del mundo conocido para que viera otro más hermoso. No puedo figurármelo a él sino como a un Teodoro Golfín, y a la Europa como a un gran ciego para quien la América y sus maravillas fueron la luz. Yo también he descubierto un Nuevo Mundo. Tú eres mi América, tú eres aquella primera isla hermosa donde puso su pie el navegante. Faltole ver el continente con sus inmensos bosques y ríos. A mí también me quedará por ver quizás lo más hermoso...

Después cayó en profunda meditación, y al cabo de ella preguntó:

-¿En dónde está la Nela?

-No sé qué le pasa a esa pobre muchacha -dijo Florentina-. No quiere verte sin duda.

-Es vergonzosa y muy modesta -replicó Pablo-. Teme molestar a los de casa. Florentina, en confianza te diré que la quiero mucho. Tú la querrás mucho también. Deseo ardientemente ver a esa buena compañera y amiga mía.

-Yo misma iré a buscarla mañana.

-Sí, sí... pero no estés mucho tiempo fuera. Cuando no te veo, estoy muy solo... Me he acostumbrado a verte, y estos tres días me parecen siglos de felicidad... No me robes ni un minuto. Decíame anoche mi padre que después de verte a ti no debo tener curiosidad de ver a mujer ninguna.

-¡Qué tontería! -dijo la señorita ruborizándose-. Hay otras mucho más guapas que yo...

-No, no, todos dicen que no -afirmó Pablo con vehemencia, y dirigía su cara vendada hacia la primita, como si al través de tantos obstáculos quisiera verla aún-. Antes me decían eso y yo no lo quería creer; pero después que tengo conciencia del mundo visible y de la belleza real, lo creo, sí, lo creo. Eres un tipo perfecto de hermosura; no hay más allá, no puede haberlo... Dame tu mano. El primo estrechó ardientemente entre sus manos la de la señorita.

-Ahora me río yo -añadió él- de mi ridícula vanidad de ciego, de mi necio empeño de apreciar sin vista el aspecto de las cosas... Creo que toda la vida me durará el asombro que me produjo la realidad... ¡La realidad! El que no la posee es un idiota... Florentina, yo era un idiota.

-No, primo; siempre fuiste y eres muy discreto... Pero no excites ahora tu imaginación... Pronto será hora de dormir. D. Teodoro ha mandado que no se te dé conversación a esta hora, porque te desvelas... Si no te callas me voy.

-¿Es ya de noche?

-Sí, es de noche.

-Pues sea de noche o de día, yo quiero hablar -afirmó Pablo, inquieto en su lecho, sobre el cual reposaba vestido y muy excitado-. Con una condición me callo, y es que no te vayas de mi lado y de tiempo en tiempo des una palmada en la cama, para saber yo que estás ahí.

-Bueno, así lo haré, y ahí va la primer fe de vida -dijo Florentina, dando una palmada en la cama.

-Cuando te siento reír, parece que respiro un ambiente fresco y perfumado, y todos mis sentidos antiguos se ponen a reproducirme tu persona de distintos modos. El recuerdo de tu imagen subsiste en mí de tal manera que vendado te estoy viendo lo mismo.

-¿Vuelve la charla?... Que llamo a D. Teodoro -dijo la señorita jovialmente.

-No... estate quieta. Si no puedo callar... si callara, todo lo que pienso, todo lo que siento y lo que veo aquí dentro de mi cerebro me atormentaría más... ¡Y quieres tú que duerma!... ¡Dormir! Si te tengo aquí dentro, Florentina, dándome vueltas en el cerebro y volviéndome loco... Padezco y gozo lo que no se puede decir, porque no hay palabras para decirlo. Toda la noche la paso hablando contigo y con la Nela... ¡la pobre Nela!, tengo curiosidad de verla, una curiosidad muy grande.

-Yo misma iré a buscarla mañana... Vaya, se acabó la conversación. Calladito, o me marcho.

-Quédate... Hablaré conmigo mismo... Ahora voy a repetir las cosas que te dije anoche, cuando hablábamos solos los dos... voy a recordar lo que tú me dijiste...

-¿Yo?

-Es decir, las cosas que yo me figuraba oír de tu boca... Silencio, señorita de Penáguilas... yo me entiendo solo con mi imaginación.

Al día siguiente cuando Florentina se presentó delante de su primo, le dijo:

-Traía a Mariquilla y se me escapó. ¡Qué ingratitud!

-¿Y no la has buscado?

-¿Dónde?... ¡Huyó de mí! Esta tarde saldré otra vez y la buscaré hasta que la encuentre.

-No, no salgas -dijo Pablo vivamente-. Ella parecerá, ella vendrá sola.

-Parece loca.

-¿Sabe que tengo vista?

-Yo misma se lo he dicho. Pero sin duda ha perdido el juicio. Dice que yo soy la Santísima Virgen y me besa el vestido.

-Es que le produces a ella el mismo efecto que a todos. La Nela es tan buena... ¡Pobre muchacha! Es preciso protegerla, Florentina, protegerla, ¿no te parece?

-Es una ingrata -dijo Florentina con tristeza.

-¡Ah!, no lo creas. La Nela no puede ser ingrata. Es muy buena... yo la aprecio mucho... Es preciso que me la busquen y me la traigan aquí.

-Yo iré.

-No, no, tú no -dijo prontamente Pablo, tomando la mano de su prima-. La obligación de usted, señorita sin juicio, es acompañarme. Si no viene pronto el señor Golfín a levantarme la venda y ponerme los vidrios, yo me la levantaré solo. Desde ayer no te veo, y esto no se puede sufrir, no, no se puede sufrir... ¿Ha venido D. Teodoro?

-Abajo está con tu padre y el mío. Pronto subirá. Ten paciencia; pareces un chiquillo de escuela.

Pablo se incorporó con desvarío.

-¡Luz, luz!... Es una iniquidad que le tengan a uno tanto tiempo a oscuras. Así no se puede vivir... yo me muero. Necesito mi pan de cada día, necesito la función de mis ojos... Hoy no te he visto, prima, y estoy loco por verte. Tengo una sed rabiosa de verte. ¡Viva la realidad!... Bendito sea Dios que te crió, mujer hechicera, compendio de todas las bellezas... Pero si después de criar la hermosura, no hubiera criado Dios los corazones, ¡cuán tonta sería su obra!... ¡Luz, luz!

Subió Teodoro y le abrió las puertas de la realidad, inundando de gozo su alma. Después pasó el día tranquilo, hablando de cosas diversas. Hasta la noche no volvió a fijar la atención en un punto de su vida, que parecía alejarse y disminuir y borrarse, como las naves que en un día sereno se pierden en el horizonte. Como quien recuerda un hecho muy antiguo, Pablo dijo:

-¿No ha parecido la Nela?

Díjole Florentina que no, y hablaron de otra cosa.

Aquella noche sintió Pablo a deshora ruido de voces en la casa. Creyó oír la voz de Teodoro Golfín, la de Florentina y la de su padre. Después se durmió tranquilamente, siguiendo durante su sueño atormentado por las imágenes de todo lo que había visto y por los fantasmas de lo que él mismo se imaginaba. Su sueño, que principió dulce y tranquilo, fue después agitado y angustioso, porque en el profundo seno de su alma, como en una caverna recién iluminada, luchaban las hermosuras y fealdades del mundo plástico, despertando pasiones, enterrando recuerdos y trastornando su alma toda. Al día siguiente, según promesa de Golfín, le permitirían levantarse y andar por la casa.