Memorias Íntimas, Capítulo VII - Nuevos periódicos, El cólera

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​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo VII - Periódicos, El teatro, El cólera
 de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

VII


Periódicos que nacen. — El teatro Español — Época animada. — ¡El cólera!—Casos de cólera en el teatro Real.— Castelar, Rivero y Sagasta organizadores de la Sociedad «Amigos de los pobres». — La corte se queda en la Granja. — El dibujante Perea.— Nota cómica.


Castelar fundó La Democracia, Rivera fundó el Gil Blas, Ortego puso en caricatura a los personajes políticos, gobierno, personas aun más altas, diputados, senadores, frailes, generales; comenzó una campaña nueva, la campaña del dibujo, la batalla del ridículo. Eduardo Gasset preparaba El Imparcial que había de hacer una revolución en las costumbres de la prensa, un periódico lleno de cosas por una peseta al mes. La Correspondencia de España estaba en toda su fuerza, era indispensable; D. Manuel Santa Ana era el hombre de la información, el genio de la actualidad en cuatro líneas; comenzaron las denuncias y las persecuciones; D. Miguel Vicente Roca tomó el Teatro Español y formó la compañía más notable que ha habido en España. Romea, Valero, Teodora Lamadrid, la Palma, Pizarroso, Morales, Mario, la Hijosa, la Dardolla, Mariano Fernández. Todos estos actores tomaron parte en la representación de El Alcalde de Zalamea a que fué un verdadero acontecimiento. No volverá a verse un conjunto parecido. Un empresario nuevo, Caballero del Saz, fastuoso, emprendedor largamente subvencionado, tomó el teatro Real y se puso a ensayar La Africana con inusitado lujo. Vino de la Habana una dama riquísima a quien Madrid llamó familiarmente Barbarita Riquelme y se puso de moda, y su casa fué teatro de grandes fiestas. María Buschental, ya viuda, hizo francamente revolucionario su salón y a él acudían todas las noches los hombres del porvenir; fué desterrado el barítono Obregón por cantar muy alto; soltóse la prensa festiva a atacar de frente y con saña al Padre Claret y el juez de imprenta no se daba momento de reposo. Los artículos de Rivero eran cotidianamente denunciados. El Pensamiento Español y La Esperanza pedían hogueras para todos nosotros; se hablaba en calés, calles y plazuelas de un hombre que había venido a ser una bandera. Este hombre era Prim; Prim, cuya gallarda retirada de Méjico le había hecho popular en Europa; Prim, que era cantado a todas horas por lo» periódicos democráticos, por los autores de libros y folletos, por la masa popular, por los ciegos de la calle. De todo lo que venía preparándose necesitaba un jefe, un guía, un hombre, y el hombre era él. Entrábamos en una época de extraordinaria animación, de pasiones que desbordaban, de contrastes tremendos, lujo y desgobierno arriba, impaciencia y enojo abajo, falso crédito e inmortal en los que debían dar ejemplo, diez años de gobiernos abusivos y de resellamientos y de fortunas improvisadas, una propaganda democrática hecha por hombres extraordinarios, el agua hervía con gran ruido y el vapor iba a estallar... y en aquellos momentos sonó una palabra terrible, espantosa, que suspendió toda vida anunciando mil muertes. ¡El cólera!

Ya se susurraba que había casos, pero al público se le ocultaba. El público lo vió, presenció su aparición brutal en medio de todos, se codeó con él. Caballero de Saz había convidado a mil personas al ensayo general de La Africana con trajes y decoraciones. El teatro más bien parecía un salón. En palcos y butacas lo mejor de Madrid. En galerías y paraíso, todas las clases. Y allí mismo, cuando se admiraba el barco del segundo acto y Naudín entusiasmaba cantando como un ángel, hubo dos casos de cólera fulminante en los palcos por asientos y en el paraíso. Casos de ese cólera que hiere como el rayo, que se ve surgir con sus calambres y sus vómitos y la descomposición horrible del rostro... ¡El cólera! Y cundió la voz y fué mas alarmante aun que la voz de ¡fuego! que tanto nos aterra. Allí se acabaron la alegría de Madrid y la animación política y los bailes y las fiestas y las conspiraciones y los discursos y todo. La muerte comenzó a recorrer las calles. Al cielo azul incomparable de Madrid sucedió una serie de días negros, de nubes plomizas que pesaban como una losa sobre los corazones. En vez de los ricos trenes y elegantes coches, comenzamos a ver féretros y carros funerarios en todas direcciones. Despertábase cada cual oyendo la muerte de un amigo; creíase dichoso al acostarse sin novedad, acudían masas de gentes a los templos, oíase el Santo Viático con terror, los días eran eternos, las noches madrileñas, silenciosas y negras, y la lectura de los periódicos espantaba... se respiraba una atmósfera de desolación y de miedo.

Y entonces Castelar y Rivero y Sagasta tuvieron una idea feliz, que ni aun en aquellos tristes días dejaron de ser propagandistas. Se organizó la Sociedad «Amigos de los pobres» y divididos por grupos y calles, todos los periodistas, políticos y patriotas y hombres de los partidos revolucionarios, se dedicaron, admirablemente organizados, a visitar personalmente a los coléricos pobres, exponiendo sus perdonas y vidas. Y el pueblo que les vió de cerca y les debió socorros y ayuda y consuelo, cuando la epidemia se acabó eran tan suyo que ya pudieron contar con él para todo. Se estableció como una relación de familia entre la masa popular y los que habían de guiarla a empresas atrevidas, y moralmente la revolución estaba hecha.

La Corte tuvo el mal acuerdo de quedarse en la Granja y al pueblo no le gustan reyes que huyen de los peligros y de las desventuras nacionales, les gusta verles junto a él como padres ó amigos compartiendo la desdicha; y así fué que el impulso de caridad dado por los demócratas contrastó con el egoísmo de arriba y ya fuimos de acuerdo los que habíamos sufrido juntos, para demostrar del modo más violento en aquel día de Junio del 66 que describiré en el próximo viernes. Al finalizar el cólera comenzaba la revolución de hecho. No hubo más que una nota cómica en medio de tantas tristezas. Y la dió el popular dibujante Perea, el mudo, que mudo y todo y enterado apenas de lo que pasaba, hizo durante los días más terribles de la epidemia su alegre vida de siempre. Una noche a las tres de la madrugada le atacó el cólera en plena Puerta del Sol; de allí se le llevó a su casa y medio muerto ya iba diciendo: ¡mala cosa! Y el médico llamado a toda prisa le dió por percudido y por pura fórmula ordenó que le diesen a beber a pasto manzanilla hirviendo. La criada ,creyendo que se trataba no de la planta de aquel nombre, sino de vino de Manzanilla, puso a hervir cinco ó seis litros de una manzanilla riquísima de San Lúcar que tenían en la casa; y a la mañana siguiente cuando fuimos a ver al mudo le encontramos sentado en la cama con un bastón haciendo de guitarra y muy colorado y gritando: «¡Con-ten-to! ¡¡Muy con-ten-tou» ¡Ya lo creo!

Fué, como digo, el único día en que tuvimos de qué reír aun en medio de aquellos horrores. Después vinieron otros sucesos que dejaremos para la próxima semana, antes de que hartos de oírme me diga cada uno de vosotros recordando al poeta:

Las once dan, yo me duermo, quédese para mañana.