Memorias Íntimas, Capítulo V - El cura Medina

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Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo V - El cura Medina
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

Un extraño personaje apareció por aquellos años en el mundo de los periódicos revolucionarios, que a todos les inspiró simpatías y a todos les movió a hablar de él y a celebrar sus actos, escritos, palabras y gestos, y a mí, lo digo ahora como entonces lo dije, me inspiró horror y profunda antipatía, y este ser ilógico y anti-humano era el cura Medina.

D. Tristán Medina le llamaban y venía a escandalizar haciendo alarde de ser cura ateo y librepensador con sotana.

No puedo yo ser sospechoso de clerical. Creyente fervientísimo he hablado siempre en contra de los intermediarios entre mi Dios y yo porque no he podido nunca soportar al cura cabecilla, al cura explotador de la tamilia, al cura intransigente, al cura que pretende representar a Dios teniendo los defectos humanos míos. En un libro que hizo gran ruido entonces les combatí, y no contribuyó poco a aquella primera obra mía el contacto y relación con aquel don Tristán, que con la suavidad y dulzura del americano, y con irónica frase venía entre nosotros a burlarse de Dios y de la iglesia, a hatíer chistes de redacción sobre el Creador, a escribir artículos de fondo archi-revolucionarios cuando su misión era como debe ser la del verdadero sacerdote, ocuparse de las almas y'del culto, atender a los pobres y acudir a los desgraciados. La primera vez que vino a La Discusión nos convidó a comer a dos amigos en el célebre restaurant de Farrugia que era el más caro y el más entonado de todos entonces. Era día de Viernes Santo y dijo que nos dieran todos los platos de carne. Si no por convicciónjni por fanatismo, estaba yo acostumbrado a celebrar como costumbre española estos días como los celebra todo el mundo, con hábito nacional, como los celebraban aquellos mismos que preparaban la revolución naciente, siquiera por respeto a madre y mujeres. Y aquel D. Tristán pidiendo con sonriente cinismo lo que en tales días no se come y riendo de las ceremonias de la semana, me dió no solamente horror, sino asco. Comieron los demás por darle gusto todo lo que vino a la mesa y yo pretextando indisposición inesperada me fui gin comer ni carne ni pescado ni nada y pensando en sacar a la Tergüenza a los que por desviarse de su misión han hecho en España más ateos que todos los libros de filosofía.

Ya lejos de España, muchos años más tarde, oí que el D. Tristán había muerto y que había muerto convertido y pidiendo perdón a la Iglesia. No me extrañó; porque todos los cínicos son cobarde en la hora de la muerte y a veces al alardear de protestas y de ateísmos no es sino afán de llamar la atención y de pasar por original. El hombre profundamente convencido de la verdad que se busca en la ciencia, no tiene por qué arrepentirse ni alardea de nada. Respeta a los demás sin imponer su voluntad y va derecho a la muerte con el valor que da la convicción de que la verdad no es más que una.