Memorias Íntimas, Capítulo XIX - Balart
Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Una tarde, saliendo de un ensayo en el teatro de la Zarzuela, Rivera, director del Gil Blas, me dijo:
—Robert y tú vais a ir a la cárcel el mejor día, esto es cosa indudable.
—Lo sentiría, respondí.
—Yo también, pero quiero estar prevenido y tener un redactor de reserva.
—Como los picadores.
—Exactamente. Y he encontrado uno, de primer orden.
—¿Quién es?
—Un muchacho murciano que tiene mucho talento; el que firma con el pseudónimo de Cualquiera en La Democracia...
—¡Ah!
—Dicen que será un escritor satírico de primer orden. Ha pasado once años en el Ministerio de Fomento, y le han dejado cesante, según dice la cesantía, por reformas; pero, en realidad, porque se ha negado a tomar parte en las elecciones. No ha querido votar por el candidato del Gobierno; es un hombre de opiniones arraigadas. Es demócrata.
Entonces se llamaban demócratas los que después se han llamado republicanos, porque hasta el nombre de República estaba prohibido, y por eso vino. ¡No hay que prohibir nada!
Recordamos entonces los cuatro compañeros los folletines de La Democracia, que habían llamado justamente la atención. Revelábase en ellos un espíritu crítico más adelantado de lo que en aquella época se usaba, y sobre todo, una erudición extraordinaria. Los once años de ministerio los había empleado aquel Cualquiera, en leer, y leer, y leer, como otros los emplean en fumar, y fumar, y fumar, y si el Estado perdió un funcionario, las letras comenzaban a ganar una gloria.
—Y ¿cómo se llama ese señor Cualquiera? preguntó uno de nosotros al director.
—Se llama Federico Balart. Vente mañana al café Suizo por la tarde —me dijo Rivera— porque me ha dado cita allí para traerme su primer artículo, que te llevarás a la imprenta. Es menester publicarlo en seguida.
En efecto, al día siguiente a las tres, hallándonos reunidos tres ó cuatro amigos, vi entrar en el café y dirigirse a nuestra mesa al hombre nuevo. No se me olvidará nunca aquella primera impresión de su persona, porque fué la única vez que le vi andar de prisa y sin cojear. Era entonces todo un buen mozo, en la fuerza de la vida, porque apenas tenía treinta y cinco años. La tez morena, los ojos muy brillantes, los cabellos largos y sedosos, negros como la inora, le caían sobre los hombros. Una cabeza de moro peinada a la moda romántica. Vestía de negro como ha vestido siempre, y andaba marcialmente, como alemán altivo. Denunciaba un carácter impresionable y vivo y nos pareció a todos hombre de pocas palabras. Entró rápidamente en el café, saludó con cierta ceremonia a Luis Rivera, le tendió un rollo de papel que traía en la mano, y después de cuatro palabras corteses, dichas de pie y aprisa, saludó de nuevo, volvió la espalda y le vimos salir a buen paso fumando, con aire satisfecho, su cigarro.
Era víspera de día de número.
—Yo no tengo tiempo de leer esto —me dijo Rivera—Además, los folletines que he leído de este señor y la recomendación de Castelar nos bastan; anda corriendo a la imprenta; por el camino verás si hay algo de particular. ¡Corre!
Salí. Y al leer en un coche las cuartillas de aquel primer artículo de Balart, que era muy gracioso y muy atrevido, me dió miedo por 61. La última frase ya no era un chiste, era algo peor, ó mejor dicho, era de esos chistes que ofenden. Como yo conocía a la persona a quien iba dirigido, que no era hombre de aguantar ancas de nadie, no quise arrostrar la responsabilidad de lo que pudiera ocurrir. Volví al café, encontré a Rivera ya solo y discutimos la última línea del artículo.
—Esta línea promoverá un duelo —decía yo.
— Hombre, no; peores cosas hemos dicho todos.
—Sí, pero no en forma tan cruda.
—¿Y a nosotros qué? El artículo va firmado, y yo no quiero resentir a un escritor que hable por primera vez en el periódico.
—No importa, borremos esto.
—¿Y si se enoja?
—¿Y si le pegan un tiro?
—O lo pegará él.
—Bueno, pero si se puede evitar...
—Bueno está así.
—Yo, yo soy el secretario de la Redacción y borro esta frase.
—¡Ah! No. Yo soy el director y la dejo.
—Bueno, pues conste que yo he querido evitar...
—No tengas cuidado, que no pasará.
—Pasará.
—¡Pero hombre, que son las cinco de la tarde!
—¡Allá, ustedes!
Y fui a la imprenta y di el trabajo.
El periódico salió a la venta a las ocho de la mañana. A las diez, la persona objeto de la broma pesada enviaba sus padrinos al redactor novel. Al día siguiente, Balart recibió un balazo en el pie que debía impedirle ya siempre andar con aquella gallardía, que era uno de sus atractivos personales. Quien sabe el daño que se puede hacer con una palabra impresa, y a dónde van a herir las balas. ¡Hubiera el adversario de nuestro escritor apuntado un poco más alto, y no celebráramos aquí esta fiesta de las letras!
Meses y meses estuvo en la cama el herido sufriendo operaciones dolorosísimas, y cerca de un año sin poder salir a la calle. íbamos todos a verle; pero entre todos, yo, que he tenido siempre predilección por los desgraciados, sin duda, porque para mí se escribió el non ignoramalis. La intimidad entre el herido y el sano se cimentó y fomentó en aquella enfermedad; me complacía en ir al modesto cuartito de la calle del Reloj, y darle conversación y aprender de él muchas cosas, porque sabía mucho, y en calmarle los nervios, porque siempre fué excitable, y se recomía de verse atado al hogar, y llegamos a ser como dos hermanos.
En aquellas intimidades conocí a Dolores.
Era la Dolores, a quien me parece estar viendo con su bata roja y la mano apoyada en la cabecera de la cama mirándose en su hombre, una esbelta mujer andaluza, sevillana pura, negros los cabellos, peinados hacia atrás, y pidiendo claveles, la color blanca, los ojos negros y vivos, un ligerísimo bozo sobre los rojos labios, alta, bien hecha, el talle breve, los pies como de su tierra, la presencia serrana y el andar garboso. Ese dejo andaluz en que tantos corazones caen, lo tenía sin exageración, pero bastante a cautivar al que la oía, porque, además, le acompañaba la voz, que es uno de los encantos mayores de una mujer bonita. Y a todas estas gracias unió, durante la enfermedad del escritor, una abnegación, un amor tan extraordinario, que no hay palabras con qué describirlo. Dos eternos meses pasó sin desnudarse, mal durmiendo una hora ó dos en un sofá, descuidada, despeinada, olvidada de sí, ella, que era limpia como los chorros del oro, por cuidar a su adorado compañero; y a semejanza de la Reina Católica, que juró, según fama, no desnudarse hasta que se lograse la conquista de Granada, la Dolores juraba y perjuraba que ni se había de cambiar de ropa, ni de acostar, ni de comer a la mesa mientras Balart no estuviese de pie. Probó con esto que las mujeres españolas, a diferencia de las de otros países, que parecen nacidas para fomentar los placeres, han nacido para consolar infortunios. Son a la vez amantes y amigas, esposas y enfermeras, sangre de nuestra sangre, alma de nuestras almas, y cuando nos ven caídos, entonces es cuando, dándonos aliento y queriéndonos más. Dolores era así, toda la España femenina en una hermosa pieza.
Cuando el escritor volvió a sus tareas literarias, y en brevísimo tiempo alcanzó fama de crítico notable en el Gil Blas, en La Democracia, en El Universal, no ya como Cualquiera, sino como Balart, desplegó tal erudición, tal caudal de conocimientos haciendo críticas de teatro y de artes, que su firma adquirió gran autoridad. Escribía como siente, entre duro y expresivo, con una ironía volteriana; le salían las citas y las comparaciones como si leyera de corrido cien libros a la vez, y tenía la manía de la corrección. Se le respetaba mucho.
Al llegar la revolución, los amigos políticos le dieron, como a todos nosotros, un puesto oficial. Fué primero oficial en el Ministerio de Estado, y después subsecretario de la Gobernación. La suerte que nos había unido en el mundo literario nos reunió en el mundo antiliterario, porque más antiliterario que la vida oficial no hay nada.
De aquella época en que Balart fué subsecretario y yo secretario particular del ministro, se pudiera escribir un volumen muy cómico. La política nos era refractaria; Balart, que era esclavo de las letras, padecía horriblemente de tener que leer expedientes y redactar de prisa y corriendo notas, circulares, oficios, todas capaces de volver tonto al más sabio. Solíamos tener nuestras expansiones por las noches en su despacho, y cuando habíamos pasado un día entre notas de orden público, telegramas, discursos, recomendaciones, y aun asuntos graves de Estado, le decía yo muy desconsolado:
—Pero dime, Federico, a nosotros, ¿qué nos importa de todo esto?
Se hizo gruñón, y le temían los empleados porque el temor de la menor responsabilidad le ponía fuera de sí, y sulría de no poder escribir cosas literarias. Un día le dijo el ministro:
—Hágame usted la petición de un crédito para empapelar los cuartos de los escribientes y porteros.
—¿Te parece?—gritaba el correctísimo escritor.—¿Es esto para hombres de letras?
A esto asoma el ministro y le dice:
—Haga usted eso en estilo levantado.
—¡En estilo levantado para empapelar unos cuartos! decía el subsecretario.
—Espera—le decía yo. — ¿Dónde están los cuartos?
—Arriba, en el tercer piso.
—¡Pues por eso pide el estilo levantado!
Época relativamente feliz aquélla, vino a interrumpirla lo que llamamos un cambio de cosas. Balart volvió a ser «particular»; escribió con aplauso, siempre en prosa. Un día, memorable en su biografía, el 25 de Junio de 1879, Dolores murió.
Aquella muerte fué como un rayo para Balart. No había pensado nunca que se iba a quedar solo en el mundo. ¡Solo! Dolores era todo para él: mujer, madre, hermana, hija, amiga... Con ella desapareció de nuestra vista también él. ¡Nueve años... nueve años! estuvimos todos sin verle. ¿Qué hizo durante esos nueve años? ¡Rezar!
Cayó, como San Pablo, en la oscuridad de la noche de su alma, oyendo algo como una voz desconocida, que cambió su carácter, su modo de ser, sus ideas, sus puntos de vista... ¡todo! Cayó anonadado, y rezó. El revolucionario se hizo devoto.
Aquella vuelta a Dios, inspirada por el amor de una mujer, impidió que la desesperación hubiera traído con ella la locura, el suicidio, ¡qué sé yo!, algo que hubiera acabado con él para siempre. Los ojos, puestos en el cielo, del amante afligido ha salido un poeta.
Un día, en uno de mis viajes a este Madrid, nido de mis recuerdos, entré al azar en la iglesia de San Ginés; los tiestos de albahaca y de claveles que venden a la puerta; los pobres con las manos tendidas; los monaguillos, con sus trajes colorados, asomando a las rejas; las campanas tocando a Misa de nueve; todo esto, bañado por el sol madrileño, era tan característico y tan local, que, sin saber cómo, me encontré en la iglesia, y me fui derecho a la capilla del Cristo, oscura y triste como pocas.
Allí, solo, envuelto en la sombra, había un hombre de rodillas, rezando con tal unción, que no pude por menos de fijarme en él. No solamente rezaba en verdadero éxtasis, sino que, de vez en cuando, besaba humildemente el suelo. Como tenía el pelo blanco y estaba encorvado y me volvía la espalda, no pude figurarme quién era. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, al levantarse, reconocí en él al amigo de mi alma, al festivo escritor Balart, al crítico irónico y radicalísimo en sus ideas! Evité que me viera; me salí antes de que se fijara en mí; no quise distraerle ni descubrirle, su devoción era muy respetable, porque se adivinaban en ella muchas cosas.
Todo pasa, sólo Dios es eterno, decía Santa Teresa. Poco a poco fué reapareciendo el escritor. Grilo le llevó a La Ilustración. El Imparcial se apoderó de él sabiendo cuán preciosa era su colaboración, y de pronto, cuando menos se lo esperaba el público, aparece su libro Dolores, que produce en el país una verdadera explosión de entusiasmo. Un noble andaluz, gran amante de las letras y de las artes, amigo fraternal del autor, ha prestado a la literatura patria el servicio de publicar la obra, y este ilustre protector de los versos es el conde de las Almenas, a quien cabe gran parte en la gloria de nuestro poeta.
Mas... ¿cómo se reveló poeta y de tan grandes cualidades? Esto es lo único que he debido decir aquí sin cansaros tanto, y el poeta mismo nos lo ya a decir, porque, como periodista viejo, no puedo menos de ser indiscreto.
Acaso Balart lo llevará a mal, pero quiero leer párrafos de una carta íntima suya.
Preguntábale yo, después de leer su libro, cuál había sido la gestación de la obra, porque el estudio, para mi, era curioso.
Y escribía él:
«La gestación del libro fué la siguiente:
Desde mi desgracia hasta el 28 de Octubre de 1879 (cuatro meses), viví como loco, sin darme cuenta de lo que me pasaba.
La noche del 28 al 29 de Octubre, a media noche empezó a llover. Yo estaba desvelado, como de costumbre, y también como de costumbre, sin poder llorar, en fin, ahogándome. El ruido de la lluvia en el silencio de la media noche, me trajo el recuerdo de mi pobre Dolores, dormida en su sepultura, sobre la cual caería el agua con el mismo ritmo monótono que yo estaba oyendo allá en la calle. Aquello me arrancó las primeras lágrimas, y con ellas salieron de rondón, no sé cómo, sin corregirles ni una sílaba, mis primeros versos, que son los que se titulan Primer lamento.
Desde aquel día fueron saliendo los demás, casi en el orden que llevan y en las fechas indicadas al pie.
Generalmente los componían de memoria, al volver del cementerio, adonde iba todas las tardes, y aun algunas veces en las altas horas de la noche, cuando no podía ir de día; y así fué el libro haciéndose solo.
Nunca pensé en publicarlos, esta es la verdad; pero en Febrero de 1889 se empeñó Grilo en que apareciesen algunos en La Ilustración, que los recibió con los brazos abiertos. ¡Dios se lo pague!
En Noviembre último, mi fraternal amigo, el conde de las Almenas, se empeñó en que los imprimiera y tomando el libro a su cargo, logró vencer mi repugnancia y mis temores. A él se debe la publicación de Dolores: ahí tienes lo ocurrido.»
¡Las lágrimas!
A ellas se debe la relación del poeta. Antes no era más que crítico, escritor en prosa. Le conocían los doctos y le celebraban los letrados. Después la nación se ha identificado con su obra porque el poeta ha sentido y llorado, y ha llorado todo el mundo con él. Eso es lo que importa. ¿Quién no ha pasado por esa crisis del llanto, que quiere asomarse a los ojos y se queda en el corazón ahogándole y amargando la vida? Perdemos al padre, a la madre, al hijo adorado, pasamos esos primeros días que siguen a la muerte en el atontamiento de la sorpresa, en la prisa de los cumplimientos del deber, en ir y venir, y amortajar y rezar y dominar al sentimiento y matar los nervios que nos traen y nos sostienen. Un día, de pronto, el sitio vacío, la prenda abandonada en un cajón de la mesa, una hora de crepúsculo, una música que pasa, un detalle que despierta un mundo de recuerdos, hace saltar el volcán que hervía en el fondo del pecho, y el llanto estalla en raudales de lágrimas, que siempre parecen pocas, y ensanchan el corazón y dan la paz al alma; compréndese entonces qué bienaventurados son los que lloran, y se bendicen las lágrimas que hacen a los malos buenos, a los indiferentes apasionados, a los desdichados sufridos y a los descreídos cristianos.