Memorias Íntimas, Capítulo V - Las Cucas, Martínez Serra

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Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo V - Las Cucas / Martínez Serra
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

Había in illo témpora una clase social de la clase media, que ya no existe: Las cucas.

Eran señoras, viudas de intendentes, esposas de retirados, huérfanas de corregidores, literatas de camilla y brasero, sobrinas de alcaldes mayores y cursis sueltas, que bajo la dirección de una señora más ó menos gorda tenían casa de juego. Es decir, que periodistas, estudiantes y puntos madrileños tenían en aquellas casas el doble atractivo del juego y del amor a precios convencionales.

Las cucas eran respetadas por la autoridad, porque a veces, hasta los gobernadores civiles iban de tapadillo a echar una íirmita y ver lo que pasaba. Era un medio ambiente mitad vicioso mitad medio honrado. Se hablaba en tono muy redicho, ninguna de las señoritas quería aceptar su verdadero calificativo, se dejaban enamorar de un modo un poco atrevido, llevaban una baca de dos pesetas con el novio, iban antes del juego a la novena del Carmen, jugaban a la sota y se hacían traer a costa del amigo, leche amerengada. No era aquello ni una tertulia ni un garito, pero era las dos cosas a un tiempo. La señora de la casa solía siempre hablar de cuando fué gobernadora en Caís y al hablar de la Reina la llamaba Isabel. El Salón tenía en medio una mesa grande a la que se sentaban caballeros y señoras y en la que los pies ejercían más que las manos. En esas tertulias era asiduo Narciso Serra, y si Luis Taboada hubiera sido de aquel tiempo habría hecho como los hace ahora deliciosos artículos de costumbres. El golpe de la peseta del autor de Don Tomás llegó a ser célebre. Narciso Serra se colocaba junto a la señora ó al caballero que tallaban al monte, los cuales tenían a derecha e izquierda candelabros de plata ó a lo menos que parecían de plata. Con gran disimulo metía una peseta debajo del candelera y jugaba a la carta que cerca del candelera estaba. Venía la carta del lado contrario y Narciso se aguantaba y no decía nada. Pero venía la de este lado y entonces el poeta levantaba el candelera, encendía con él el cigarrillo y decía mientras fumaba: «¡Esa pesetita!» Esto duró tres meses, y al fin las cucas se cotizaron para poner luz de gas y se acabaron los candeleras y Narciso Serra decía que en esas condiciones no había juego posible.

¡Oh! ¡Narciso Serra! Era con legítima popularidad el hombre de la escena. Sus versos facilísimos y la ternura con que hacían contraste con el estilo cursi y adocenado de los zarzueleros en boga y la mejor prueba de lo que valía está en que hoy resulta tan encantador como ayer, porque ésta es la verdadera gloria, la que subsiste cuando al través de los años las obras no mueren y una generación las oye como si hieran nuevas.