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Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 11

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Negociaciones con Bolívar; Destierro de Monteagudo; Quejas de los limeños; Extravagancia del gobierno; Disculpa de San Martín; Efectos de las discordias populares; Mala inteligencia entre Bolívar y San Martín; Voto del Congreso peruano; Extraordinario abandono de la escuadra chilena; Llegada de San Martín a Valparaíso; Pido se le ponga en tela de juicio; Apóyalo el Supremo Director; Páganse por fin los salarios a la escuadra; Revolución en Concepción; Particípamela el general Freire; Pídeme éste mi concurso; No respondo a su carta; Influencia de San Martín.

Se ha dicho en uno de los precedentes capítulos que el general Canterac había destrozado completamente una divi­sión del Ejército libertador, y se han mencionado las procla­mas pomposas que San Martín echó en aquella ocasión para hacer ver “que sólo había sido dispersada, pero no vencida”, etc. El Protector, sin embargo, no teniéndolas todas consigo, se puso en comunicación con Bolívar, con la mira de obtener el socorro de las tropas de Colombia contra los españoles, quienes, continuando sus victorias, se preparaban a embestir a las tropas patriotas en Lima. Pedía además tener una entre­vista con Bolívar en Guayaquil. Igual despacho se envió a Santiago, pidiendo en los términos más encarecidos la ayuda del Gobierno chileno.

Todo este negocio, según se relató en aquel tiempo, pues nada tengo que ver con él personalmente, era algún tanto cu­rioso. Habiendo llegado a divulgarse los designios de San Martín sobre Guayaquil, Bolívar cruzó la Cordillera con las tropas de Colombia, invadió con éxito a Quito y se dirigía apresuradamente a Guayaquil con la mira de tomar la delan­tera a San Martín, cuyas intenciones sobre aquella provincia él conocía. Después que Canterac derrotó la susodicha divi­sión peruana se había visto San Martín obligado a retirar sus fuerzas a Trujillo, en vista de lo cual Sucre, que mandaba como segundo de Bolívar, avanzó sobre Guayaquil y tomó po­sesión de dicha villa. Por este tiempo, según fue después bien notorio, los limeños pedían en secreto a Bolívar les prestase su ayuda para librar al Perú, tanto del Protector como de los españoles.

Ignorante de esto, el Protector, después de haber delega do su autoridad al marqués de Torre Tagle, y nombrado al general Alvarado comandante en jefe durante su ausencia, se marchó a Guayaquil con motivo de la entrevista propuesta.

Apenas había vuelto la espalda San Martín cuando se formó públicamente en la plaza una reunión de limeños, pidiendo con instancia se reconstituyese el Cabildo, cuya cor­poración el Protector había disuelto inmediatamente después que se declaró la independencia. Habiendo consentido todos en ello se resolvió deponer al ministro Monteagudo, formarle causa y sujetarle “al rigor de la ley”, habiéndose a este efecto despachado una nota al supremo delegado Torre Tagle. Re­unióse el Consejo de Estado, el que comunicó a Monteagudo lo que había ocurrido y le indujo a que hiciese su dimisión, participando cortésmente el supremo delegado al Cabildo que el ex ministro tendría que responder al Consejo de Estado de los actos de su administración.

No satisfaciendo esto a la municipalidad, pidió se pu­siese inmediatamente en arresto a Monteagudo hasta que se le iniciase un juicio, lo que al punto se ejecutó; pero este paso lo desaprobaron los limeños, quienes temían volviese de nuevo al Poder por algún extraño artificio. El Cabildo, por lo tanto, a fin de contentar al pueblo y zafarse del ex minis­tro, hizo presente al Gobierno que se le podría meter a bordo de un buque y desterrarle para siempre al Perú. A esto se accedió también, y Monteagudo, el mismo aniversario de su llegada a Lima, fue conducido bajo escolta al Callao y de allí se le embarcó sin dilación.

Torre Tagle no podía lidiar contra el espíritu ascen­diente de los limeños, quienes no se aventuraban así no más, pues el Ejército estaba tan disgustado como los mismos habi­tantes y no hubiese alzado jamás una mano contra ellos. La libertad de imprenta recobró su imperio, y el primer uso que de ella se hizo fue el siguiente bosquejo acerca del ministro desterrado, que tomo de los diarios de Lima; y esto no lo hubiese insertado aquí si no fuese para hacer ver la clase de hombres contra quienes tuve por tanto tiempo que luchar:

Todo honrado ciudadano encontró en don Bernardo Monteagudo (éste es el nombre del sujeto de quien habla­mos) un enemigo dispuesto a sacrificarle a cualquier precio. ¡Cuántas víctimas no ha inmolado en el solo año de su mi­nisterio! ¡Más de ochocientas honradas familias han sido, a causa de él, reducidas a la extrema indigencia, y la ciudad entera, a la miseria! Entre los patriotas de Lima no se pen­saba en otra cosa más que en ver adónde podrían encontrar un asilo en país extranjero. Sin agricultura, comercio e in­dustria, sin seguridad personal, propiedad y leyes, ¿qué es aquí la sociedad sino una escena de los más desgarradores tormentos?
La religión de nuestros mayores sufrió igual persecu­ción en sus ministros y sus templos; éstos fueron despojados de sus riquezas, no en servicio de nuestro país, sino para recompensar al espionaje y engañarnos con inútiles artificios. Los satélites de este bandido eran tan despóticos como él, y cometían a la sombra de su apoyo los más horribles crímenes. No es éste el lugar adecuado para insertar la bajeza con que él ha abusado de la hermosura y debilidad del bello sexo. Padres de familia.., cada cual estaba intimidado. Todo hom­bre de sentimientos se lamentaba, porque todos eran víctimas del capricho de este insolente advenedizo, que hizo ostenta­ción de ateísmo y ferocidad.
Es imposible recapitular sus acciones. Se necesitarían volúmenes para mostrar al orbe los arbitrarios crímenes de tan atroz villano. No parece sino que ha debido tener un motivo que le haya impelido a cometer tantas maldades, pues era imposible que fuesen hijas de la ignorancia. Era imposible creer que insultando y arruinando a cada cual, saqueando nuestras haciendas, despreciando la buena fe y talentos de los peruanos, y haciendo todo lo posible para sembrar la anarquía, se le pudiese por más tiempo tolerar en esta capi­tal. ¿Era el reducir al Perú a la más degradante esclavitud el medio de hacernos y aun hacerse a sí mismo dichoso?, etc., etc., etc.

Por lo que ya llevo dicho en estas páginas puede el lector formarse medianamente una idea de la mayor parte de las poderosas razones que lanzaron a Monteagudo al destierro. De su carácter privado me abstuve siempre de hablar, por considerarlo una cosa impropia de los actos oficiales; pero como los limeños mismos aludieron a él en términos tan enérgicos, puedo decir que bajo ningún respecto pueden po­nerse en duda sus acusaciones.

La opinión de los sublevados limeños de que las expo­liaciones, insultos y crueldades de Monteagudo debieron ha­ber tenido una causa motriz, es fundada, aunque es harto sorprendente no la hubiesen apreciado con más exactitud. La enorme cantidad de plata y oro que he dejado intacta en el Sacramento en Ancón, por ser propiedad del Protector, hace ver el abismo que se tragó los despojos de los habitan­tes. La opulenta extravagancia del Gobierno, en medio de la cual el fausto degradante de los ministros era aún más notable que la del mismo Protector, no podía tener otro origen que la expoliación, pues que habiendo apenas rentas legítimas para subvenir a los gastos del Gobierno, mucho más difícil era las hubiese para una lujosa ostentación, la cual, sin embargo, competía con la del imperio romano en su peor período, pero sin el panem et circenses.

La causa motriz era el mismo Protector. Ambicioso insaciable, pero con una capacidad sumamente inconmensura­ble con su ambición, creía que el dinero lo podía todo. Mon­teagudo se lo suministraba literalmente por medio del pilla­je y la crueldad, en tanto que San Martín lo desperdiciaba sin miramiento en ostentación y soborno. En recompensa de estos medios de prodigalidad se le permitía al ministro go­bernar como le agradaba, en tanto que el Protector se entre­gaba al otium cum dignitate en su palacio de campo cerca de la Legua. Sus fuerzas físicas estaban extenuadas con el uso del opio y del aguardiente, de que era esclavo, en tanto que sus facultades mentales se entorpecían cada día más a causa de las mismas enervadoras influencias. Esto me era harto conocido, y se lo mencioné en la carta que le dirigí el 7 de Agosto de 1821, en la que le pedía encarecidamente des­terrase a sus consejeros y se condujese de un modo digno de su posición. Menciono ahora esto, no para ajar la reputa­ción de San Martín, sino con el objeto contrario, es decir, para que no se le censure injustamente, por más que fuese mi más cruel enemigo. Las atrocidades cometidas en su nom­bre no eran suyas en la mayor parte, sino de Monteagudo; pues, según el dicho agudo de un francés: “San Martín reinaba, pero su ministro gobernaba”. La duplicidad y la astu­cia eran los grandes resortes de San Martín cuando no tenía demasiada indolencia para manejarlos; y mientras que él estaba rodeado de comodidades, su ministro añadía a estos bienes toda la crueldad y ferocidad que a veces convierten al jefe de un Estado en un monstruo, como los limeños propiamente le llamaban. San Martín no era naturalmente cruel, aunque en la ejecución capital de los Carrera no vaciló en sacrificar hombres de mucho mayor patriotismo y talento que él, por considerarlos sus rivales; pero nunca hubiera, como lo hizo Monteagudo, intentado instigarme a ir a tierra a casa de Torre Tagle, con el objeto de asesinarme, y no saliendo con ello no hubiese, como Monteagudo también lo hizo, puesto en libertad a un presidiario con el expreso designio de matarme alevosamente a bordo de mi propio buque. Des­pués del tiempo que va transcurrido es permitido recordar estas cosas, pues no puede haber escrúpulo en aludir así a Monteagudo, quien, habiendo vivido como un tirano, tuvo la muerte de un perro; pues habiendo algún tiempo después imprudentemente vuelto a la capital del Perú, se echaron sobre los exasperados limeños y le mataron en las calles.

Este mal principio del Gobierno peruano vinculó sub­siguientemente al país años de desdicha y de guerra civil por las discordias intestinas y disensiones de partido, resulta­dos naturales de los tempranos abusos con que desgraciada­mente inauguraron su libertad. Semejantes acontecimientos no se han presentado en Chile, en donde la fuerza naval de mi mando al punto aniquiló para siempre el poder español, no dejando a la madre patria ni secuaces ni defensores; de modo que todos convinieron en consolidar la libertad que habían obtenido. Los mismos buenos resultados se siguieron de haber yo expulsado las escuadras y ejércitos portugueses del Brasil, en donde, cualesquiera que fuesen las luchas de partido en que el país estuviese dividido, el imperio perma­neció desde entonces exento de esas revoluciones que invariablemente caracterizan a los Estados cimentados desde un principio en acerbas contiendas. En el Perú, la libertad pro­metida fue pisoteada por los esbirros de San Martín, a tal extremo que una parte del pueblo, y la más influyente, hu­biese gustosa cambiado la degradación de su país volviendo a la dominación española, lo que estuvo muy expuesto a verificarse. Otra parte del pueblo, temiendo a los españoles, pidió a Bolívar la libertase del despotismo a que, en nombre de la libertad, se la había sujeto. Un tercer partido ansiaba la independencia, por haber esperado en un principio que confiaban llegaría a establecerse. De este modo la comuni­dad se halló dividida en objeto, y, por consecuencia, en fuerza; estando continuamente amagada del opresor, y aun en mayor riesgo a causa de sus intestinas discordias, éstas han continuado hasta el día, no sólo en el Perú, sino en la mayor parte de los Estados de la América del Sur, los cuales, ha­biendo comenzado su carrera en medio de privadas discordias y públicas disensiones, nunca han sido capaces de destruir ni las unas ni las otras.

El 21 de septiembre se recibió en Valparaíso la noticia del destierro de Monteagudo; y si esto causó sorpresa a los chilenos, mucho mayor debió haber sido su asombro cuando el mismo general San Martín llegó el 12 de Octubre a Valpa­raíso, huyendo con su pasajero esplendor del seno de la deso­lación del despotismo.

La historia de este acontecimiento es breve, pero instruc­tiva. Habiendo ido a encontrar a Bolívar, según estaba pre­viamente convenido, el Libertador, en vez de entrar en cual­quier arreglo con San Martín le reprochó amargamente la demencia y crueldad de su conducta con los limeños, en tales términos, que temiendo abrigasen designios contra su perso­na salió precipitadamente de Guayaquil, y se volvió al Callao poco después de la expulsión de Monteagudo. Al ver lo que había ocurrido permaneció a bordo de su buque, lanzando vanas amenazas contra todos los que habían tomado parte en el destierro de su ministro, e instando se le volviese inme­diatamente a llamar y se le instalase de nuevo. Un congreso, sin embargo, se había formado por este tiempo, con D. Javier de Luna Pizarro a la cabeza, y, por consiguiente, las representaciones del Protector fueron despreciadas. Después de haber gastado algún tiempo en inútiles recriminaciones hizo de la necesidad virtud y envió su abdicación del protectorado, volviéndose a Chile, como ya lo dije antes.

Uno de los primeros actos del Congreso peruano, des­pués de la abdicación del Protector, fue dirigirme el siguiente voto de gracias, no solamente ensalzando mis servicios por haber hecho libre a su país, sino declarando a San Martín por un déspota militar:

Resolución de gracias acordada a Lord Cochrane por el soberano Congreso del Perú.

El soberano Congreso constituyente del Perú, en aten­ción a los servicios prestados a la libertad del Perú por lord Cochrane, por cuyos talentos, mérito y bizarría el Océano Pa­cífico ha sido libertado de los insultos de enemigos y el estan­darte de la libertad ha sido plantado en las playas del Sur,
Ha resuelto:
Que la junta suprema, en nombre de la nación, ofrezca a lord Cochrane, almirante de la Escuadra chilena, sus más expresivos sentimientos de gratitud por sus arriesgadas haza­ñas en favor del Perú, hasta aquí sumido bajo la tiranía del despotismo militar, pero ahora árbitro de sus propios des­tinos.
Esta resolución será comunicada a la junta suprema para que mande ejecutar lo necesario a su cumplimiento, ordenando se imprima, publique y distribuya.
Dado en la sala del Congreso, en Lima, a 27 de Sep­tiembre de 1822.
Javier de Luna Pizarro, presidente.- José Sánchez Ca­rrión, diputado y secretario. Francisco Javier Mariátegui, diputado y secretario.
En cumplimiento de la resolución que antecede, mandamos se lleve a ejecución.
José de la Mar.- Felipe Antonio Alvarado.- El conde de Vista Florida.
De orden de S. E.,
Francisco Valdivieso.

San Martín, empero, había hecho su juego tan astutamente, que el Gobierno peruano, para desembarazarse de su persona le asignó una pensión anual de 20.000 pesos, en tanto que a mí sólo se me dieron las gracias por haber libertado a su país y arrancádolo al despotismo militar, y a pesar de que el nuevo Gobierno del Perú se había quedado con nues­tras presas, la Prueba y la Venganza, debiendo ésta serle en­tregada sólo mediante el pago de 40.000 pesos a la Escuadra chilena, que a su propia costa le había forzado a meterse en Guayaquil. Estas sumas, no menos que el valor de la otra fragata, las está adeudando el Perú hasta el día de hoy a la Escuadra chilena. El haberme manifestado gratitud de un modo tan expresivo por ser el instrumento exclusivo de su independencia, y librádolos del yugo militar, y haber por otra parte recompensado al tirano, en tanto que a mí sólo me dieron las gracias por mis servicios, es una circunstancia que no podrá recordar con satisfacción el actual Gobierno perua­no, tanto más cuanto que Chile, después de un transcurso de treinta años, ha reparado en parte, la ingratitud de su pri­mer Gobierno, que se había aprovechado de mis servicios sin desembolsar una peseta por vía de recompensa, a pesar de haber sostenido a su escuadra con mis esfuerzos, comparativa­mente sin gastos para el Gobierno durante todo el tiempo que la mandé.

Para colmo de tan palpable injusticia el Congreso pe­ruano distribuyó 500.000 pesos entre veinte generales y jefes del Ejército; pero los oficiales de la Escuadra, cuyas proezas habían librado al Pacífico del enemigo, y según el mismo Congreso lo reconoció, al Perú también, no sólo fueron excluidos de la generosidad peruana, sino que les denegaron los premios de presas que habían ganado y generosamente cedido para subvenir a las exigencias momentáneas de Chile.

Tan monstruosa perversión de justicia, y aun de común pro­bidad, jamás había antes desacreditado a Estado alguno. So­bre esto hablaremos más adelante.

Habiéndose circulado en Lima que San Martín había escondido una cantidad de oro en el Pueyrredón, se hicieron diligencias para buscar la verdad de ese rumor, en vista de lo cual, el 20 de Septiembre [1] a medianoche mandó el Protector al capitán levar el anda, bien que el buque no tuviese la mitad de la tripulación necesaria y estuviese des­provista de agua. En seguida se dirigió a Ancón, despachan­do un mensajero a Lima, a cuyo regreso mandó al capitán se hiciese inmediatamente a la vela con dirección a Valpa­raíso, en donde, a su llegada, se esparció la voz de que un ataque de reumatismo lo obligaba a recurrir a los baños de Cauquenes.

A la llegada del ex Protector mandó Zenteno dos ayu­dantes de campo a felicitarlo, y se saludó en debida forma su bandera, habiéndose enviado el carruaje del gobernador de Valparaíso para conducirlo a la casa de gobierno. Poco tiempo después, este mismo gobernador de Valparaíso había justamente infamado con la nota de desertores a aquéllos que habían abandonado la bandera chilena por la del Perú, y ahora recibía a uno de ellos con los honores de un prín­cipe soberano, justamente al hombre que no solamente ha­bía sido el primero en dar el mal ejemplo, sino que había inducido a otros a desertar. Los patriotas esperaban ansio­sos que yo arrestase al general San Martín, y los que estaban en el poder no se habrían quejado si así lo hubiese hecho; pero preferí dejar que el Gobierno siguiese su curso.

Al día siguiente el general San Martín fue conducido a Santiago en uno de los carruajes del director, acompañado de una escolta, siendo el pretexto de esta demostración de honor los temores que había por su seguridad individual, en lo que no dejaba de haber algo de verdad, pues el pueblo chileno sabía justamente apreciar su conducta pasada. Sin atormentarme acerca de semejantes materias dirigí al supremo director la adjunta petición, para que se le formase causa por haber desertado y por la conducta que subsiguientemente observó:

Excmo. señor:
Don José de San Martín, antiguo comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias de Chile para libertar el Perú, habiendo llegado hoy a Valparaíso, y hallándose ahora bajo la jurisdicción de las leyes de Chile, no pierdo un instante en informar a V. E. que, si fuese del beneplácito del Gobier­no formar una sumaria acerca de la conducta del mencionado don José de San Martín, estoy pronto a probar el haberse apoderado violentamente de la autoridad suprema del Perú, en contravención a las solemnes promesas hechas por S. E., el supremo director de Chile; el haber intentado seducir a la Marina de dicho Estado; el recibir y recompensar deser­tores del servicio chileno; el colocar sin derecho alguno a las fragatas Prueba y Venganza bajo la bandera del Perú, y otras demostraciones y actos hostiles hacia la República de Chile.
Firmado de mi puño el 12 de Octubre de 1822, a bordo del buque chileno O’Higgins, en la bahía de Valparaíso.
Cochrane.

En lugar de acceder a mi demanda se hizo a San Martín el honor de asignarle el palacio por residencia, en tanto que el Ministerio le tributaba toda clase de atenciones públicas, no llevando en esto más objeto que el de insultarme, tanto por el patrocinio que se le prodigaba en presencia de mi petición para que se encausara, cuanto por las infames acusa­ciones que él había vertido contra mí, pero que no se atrevió a sostener.

La pasiva condescendencia del supremo director a la des­lealtad de sus consejeros produjo un gran descontento popu­lar, el que también terminó con su destierro, indignándose chilenos y españoles con la idea de que San Martín fuese de ese modo públicamente obsequiado. El ver al supremo direc­tor hacer gala de ser el amigo y aliado de semejante hombre era más de lo que el espíritu patriótico podía sobrellevar, y la voz del descontento se hacía oír por todas partes. Los par­tidarios de San Martín imputaban esto a la Escuadra, y a instigación de ellos, según se creía generalmente, se enviaron tropas a Valparaíso con el objeto de ponerle un freno. Me habían avisado anduviese con cuidado de que no me pren­dieran o acometieran, como intentaron hacerlo en el Perú; pero no di bastante crédito al poder de mis oponentes para adoptar medidas que manifestasen dudaba yo del pueblo chileno, el cual estaba bien dispuesto hacia mí.

El 21 de noviembre ocurrió un terremoto que destruyó completamente a Valparaíso, quedando apenas una que otra casa habitable; el pueblo corrió precipitadamente a las mon­tañas o a los buques que había fondeados en la bahía. Al primer temblor, conociendo podían seguirse desastres terri­bles, me fui a tierra para mantener el orden en cuanto me fuese posible entre los aterrorizados habitantes, y entonces me encontré con el supremo director, que por poco no había perdido la vida al salir apresuradamente de su casa. Siendo imposible prestar a los desgraciados habitantes ninguna clase de servicios, presté a S. E. todas las atenciones posibles, aun cuando tenía motivos para creer que su visita no me era fa­vorable, estando falsamente persuadido de que mis incesantes instancias para que se pagase a la Escuadra eran un acto de hostilidad hacia su persona, en vez de una medida de justi­cia para con los oficiales y tripulación.

Hallándome determinado después de lo ocurrido a ob­tener el pago de la Escuadra, el entonces vacilante Gobierno tuvo que ceder, y hasta ese punto se decidió a hacer justicia; pero aun en esto, según tuve motivos para creerlo, los conse­jos de San Martín le sugirieron el plan de hacer el pago en tierra, principiando por la gente y la clase de cabos y sargentos, después de lo cual debía dárseles una licencia de cua­tro meses. Como este plan tenía evidentemente por objeto dejar a la Escuadra sin brazos, poniéndonos de este modo a mí y a los oficiales a discreción de los intrigantes, no pude permitir se llevase a ejecución; la gente fue, pues, pagada a bordo de sus respectivos buques.

Aquí Zenteno, que había de nuevo asumido el cargo de ministro de Marina, ejerció contra mí un nuevo sistema de incomodidades. Por haber descuidado reparar los buques, porque se dejaron en la misma deplorable condición en que se hallaban cuando volvieron del Perú y Méjico, sólo la In dependencia estaba en estado de navegar, y Zenteno la envió a la mar sin llenar siquiera la formalidad de transmitir las órdenes necesarias por mi conducto.

Pero una crisis estaba pronta a estallar. Estará aún pre­sente en la memoria del lector el insulto hecho al general Freire con el envío de Cruz a reemplazarlo. Inmediatamente después de esto se reunió la convención provincial de Con­cepción, y dirigió un voto de censura contra el consejo de Gobierno en Santiago, por haber reelegido supremo director al general O’Higgins después que había resignado, acto que se consideraba ilegal, por no estar el Ministerio revestido de semejantes poderes. Luego llegó a saberse que el general Freire se iba a poner en marcha con tropas de su mando para dar fuerza a esta resolución. El 17 había Freire avanzado sus tropas hasta Talca, por lo que se mandó preparar una divi­sión del ejército de Santiago para salirle al encuentro. Tam­bién se dio orden para que los marinos pertenecientes a la Escuadra al mando del mayor Hind, fuesen a reforzar las tropas del director.

Yo me encontraba a la sazón en mi residencia de campo en Quintero; pero al saber lo que estaba pasando me fui in­mediatamente a Valparaíso y volví a tomar el mando de la Escuadra, a la cual se habían pasado órdenes contrarias a los arreglos hechos al respecto al premio de presas debido a los oficiales y tripulaciones, pues el Galvarino, que estaba en prenda para ser vendido con aquel objeto, tenía órdenes de salir a la mar, para conducir a San Martín a algún punto seguro, porque éste, no previendo la desorganización que en­contró en Chile, temía caer ahora en las manos del general Freire, quien, sin duda alguna, le hubiera hecho toda la jus­ticia que su conducta merecía. La Escuadra, sin embargo, durante mi ausencia había tomado el negocio de su propia cuenta colocando al Lautaro, con sus cañones cargados en posición de echar a pique al Galvarino si intentaba moverse. Los fuertes de tierra habían también cargado sus cañones por vía de represalia, aunque de esto la Escuadra habría hecho buen zafarrancho.

Apenas había yo restablecido el orden, volviendo a to­mar el mando, recibí del general Freire la siguiente carta, que no me dejó la menor duda respecto de sus intenciones:

Concepción, Diciembre 18 de 1822.
Mi lord:
Estando la provincia de mi mando fatigada de sufrir los efectos de una administración corrompida, que ha redu­cido la república a un estado de mayor degradación que aquél en que se encontraba cuando hizo el primer esfuerzo para obtener su libertad, mientras que, con la ayuda de una convención ilegítimamente creada, sin el consentimiento del pueblo, se han forjado planes para esclavizarlo, haciéndolo patrimonio de un déspota ambicioso, que, para afianzarle en el mando, se han hollado los imprescriptibles derechos de los ciudadanos, proscribiéndolos de su país natal del modo más arbitrario.
Ya no nos queda más que resolvemos heroicamente a salvar el fruto de once años de penosos sacrificios; para este efecto he depositado en las manos de los representantes lega­les, que se hallan reunidos en la ciudad, la autoridad que hasta aquí he ejercido; pero a pesar de mi falta de mérito y sincera renuncia, el Poder constituyente se ha dignado colo­car sobre mis hombros este enorme peso, volviendo a confe­rirme el mando civil y militar como V. E. verá por la adjun­ta resolución que tengo el honor de remitirle.
Dios guarde a V. E. muchos años,
Ramón Freire.

En una palabra, había comenzado una revolución para deponer al supremo director, y el general Freire, apoyado por los habitantes de Concepción y Coquimbo, estaba en armas para efectuarla. Me había determinado a no tener nada que ver con esa revolución, porque, en mi calidad de extranjero, no era apetecible hacerme del partido de ninguna facción, aunque era evidente que el poder del general O’Higgins pronto tocaría a su término.

Tomando la carta del general Freire por una súplica in­directa para que le ayudase a deponer al general O’Higgins ni siquiera contesté a ella. El 20 de noviembre me hizo abiertamente la siguiente proposición, pidiéndome tomase parte en la revolución:

Concepción, Noviembre 20 de 1822.
Mi mejor y más distinguido amigo:
Es llegado el momento en que la Patria y las circunstancias que zozobran la causa pública exigen imperiosamente la protección de los hombres que generosa y juiciosamente saben arrostrar toda clase de sacrificios para sostenerla en sus sagrados derechos. Corramos el velo a las tramoyas con que se juega y alucina a la República, llevándola precipitada­mente a su última ruina. Su deplorable estado es público y notorio. No hay habitante que no lo conozca y llore la pér­dida de su libertad, próxima a verse más aherrojada que cuando gemía bajo el yugo peninsular.
El viciado modo con que el Supremo Gobierno dispuso la reunión de representantes, escogiéndolos y nombrándolos por medio de billetes dirigidos a todos los jueces de cabece­ras de partidos, ha producido el fruto que podía esperarse. El reglamento de Comercio y la Constitución que han salido a luz han acabado de poner en claro las ambiciosas miras del primer magistrado, la intriga y corrupción de sus ministros de Estado. Todo descubre que las aspiraciones de aquél se han trastornado. La fortuna que lo ha favorecido constante­mente ha dado ya a la ambición un lugar preferente en su corazón. El encantador halago de una corona no puede re­sistirse más; y así se ve que la red se tiende sin disimulo en toda la extensión del Estado, para conducirlo como de la mano al fin propuesto. Es un dolor ver instantáneamente marchitarse los laureles en la mano de aquél que tan glorio­samente supo adquirirlos. Tengo por superfluo detenerme en hacer a usted reflexiones sobre estos particulares, pues de todo está mejor penetrado que yo; y así, vamos a otra cosa.
Permítame usted, sin ofender su moderación, que le haga unos breves recuerdos, aunque son bien públicos y no­torios. Usted disfrutaba de honores, graduación y fortuna en el seno de una nación de las más brillantes de Europa. Todo lo abandonó generosamente, impelido por la nobleza de sus liberales sentimientos, y quiso, arrostrando peligros, venir a trabajar por nuestra libertad, y ser el principal instrumento que nos ha hecho arribar a ella. El orbe entero está lleno de las heroicas y señaladas acciones de usted para destruir la tiranía y librar a la América. Los habitantes de toda la Re­pública están tan penetrados de este vivo reconocimiento, que cada uno siente no estar en sus alcances el poder dar a usted la completa prueba de su sensible gratitud. Esta pro­vincia, que por carácter ama la virtud y verdadero mérito, idolatra a usted al mismo tiempo que detesta y abomina al libertador del Perú, que acaba de regresar a este suelo, en donde con lágrimas de sangre se llora el premio que ha to­mado por los servicios prestados. En Chacabuco se habría concluido la guerra para toda la República si se hubiera querido; pero era preciso conservarla para hacerse necesario, y llevar a cabo las negras miras de la ambición.
Toda esta sacrificada y asolada provincia ha arribado al término de su exasperación. Sus habitantes están unáni­memente decididos a prorrumpir de una vez con el grito de mutación y reforma de Gobierno; y protestan que el sol los verá respirar el aire de libertad en el suelo araucano, o que quedará yermo, muriendo todos en el campo de la gloria para alcanzarla. Este es el voto general manifestado por el pue­blo, sin excepción de sexos ni edades. Este es el voto de las virtuosas tropas que tengo el honor de mandar; esto es lo que quiere la oficialidad y esto es lo que quiere el sacerdo­cio. Acometido yo con estas declaraciones, ¿qué debo contestar a ellas? ¿Debo confesar mi uniformidad de sentimientos y recordar que ayer era un simple ciudadano, cuyo corazón inflamado por los deseos de cooperar al quebrantamiento de nuestras cadenas, me hizo empuñar la espada para obrar más activamente? El cielo ha favorecido mi suerte más allá de mi corto mérito. A la patria debo el ser y rango que obtengo; luego, ¿cabría en un alma sensible la negra ingratitud de rebelarse contra la madre que, amante y amorosa me ha nu­trido, clavarle el puñal en el pecho para darle la muerte? No, mi caro amigo; lejos de mí semejante pensamiento. Frei­re ha jurado vivir o morir por la salud y libertad de la Repú­blica, y hoy resuena este sagrado voto, penetrado del más acerbo dolor, en vista del motivo que se lo obliga; pero fía que el Dios propicio protegerá la justicia y rectitud de sus intenciones secundando sus humanos deseos para economizar toda efusión de sangre.
Sé que usted está más interesado que yo en ver consu­mada en su plenitud y en su verdadero sentido la libertad de Chile, por quien tan gloriosamente ha trabajado. Sé que sentiría usted más que yo, ver perdido el fruto de sus oficio­sos desvelos. En la nobleza de su pecho y en la pureza de mis sentimientos, no puede tener lugar la indiferencia; es preciso obedecer a los preceptos de probidad grabados en nuestros corazones; caminemos consecuentes en la obra em­prendida; no permitamos se tizne a la faz de las naciones la gloria de Chile; oigamos los clamores de la patria que nos llama, entrando en nuevas aflicciones cuando había llegado el tiempo en que debía respirar. Yo cuento, así como toda esta provincia, con que usted se unirá a mis sentimientos, para dar el golpe de mano que exige la salud de la patria, como usted lo presencia. Disponga usted lo que convenga con la Escuadra para guardar aquél y este puerto; tocamos el momento de dar el grito; contésteme usted sin pérdida de tiempo con la sinceridad que me prometo de su amistad y nobleza. Tengamos la satisfacción de contribuir empeñosa y desinteresadamente en remediar los males y salud de la Re­pública, sin que otro objeto alguno sea el norte de nuestras aspiraciones.
Téngase por odiosa y sospechosa la residencia de San Martín en cualquier punto del Estado chileno. Salga de él para ir a ser feliz en otra parte, pues que tan cara vende su protección a los desgraciados.
Repito que cuento con el voto de usted, el de toda la Escuadra y el mío serán uno solo, y este mismo es el que está sellado en el corazón de todos los verdaderos amantes de la justicia y libertad; este amor lo comparo solamente al de usted y al mío; únanse, pues, íntima y fraternalmente, para tener la dulce satisfacción de ser felices y cortar en su raíz los pasos que tienen sus miras y tendencias hacia la esclavitud de la República. Esto espera de usted la rectitud de mis in­tenciones, y que esta invitación será recibida con la más re­levante prueba de que puedo darle de la alta consideración con que siempre soy de usted su más fiel e invariable amigo.
Ramón Freire.
Señor Vicealmirante de la Escuadra de Chile.

No le respondí de pronto, pues creí que no era parte de mi misión mezclarme en contiendas civiles. Esta carta, em­pero, me confirmó en la opinión que yo me había formado respecto a la influencia que San Martín ejercía con el supre­mo director, y a su reciente frialdad para conmigo. Si los in­formes del general Freire eran exactos, existía evidentemente un deseo de restaurar a San Martín en el imperio del Perú, cuando hubiesen podido apoderarse de la Escuadra, y en cambio había embaucado al general O’Higgins a tomar parte en el complot, con promesas de prestarle apoyo. Esto parece problemático; pero ahí está la carta del general Freire, publi­cada por primera vez, y el pueblo chileno puede, en vista de ella, deducir sus conclusiones.

Afortunadamente tuvo lugar una ocurrencia que me sacó del dilema en que me veía, como se verá en el próximo ca­pítulo.


[1] Día de la instalación del Congreso Peruano y de la dimisión de San Martín como Protector del Perú.