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Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 12

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Quítanme el mando de la escuadra; Acepto el llamamiento del Brasil; Carta al Supremo Director; San Martín sale de Chile; Su prudencia; Opinión de su ayudante de campo; Abandono ministerial; Se me permite salir de Chile; Carta al general Freire; Publícase por primera vez; Carta a los capitanes y oficiales; Al pueblo chileno; A los negociantes extranjeros; Al Presidente del Perú; San Martín animado de venganza; Pruébanlo sus cartas.

La ocurrencia a que aludí en el capítulo anterior fue la llegada de un expreso del Encargado de Negocios brasileño en Buenos Aires, con una propuesta de la corte imperial de Río de Janeiro para que, puesto que por mis esfuerzos los españoles habían sido ya expulsados del Pacífico, aceptase el mando de la Marina del Brasil, a fin de expeler a los portugueses, que aun dominaban en la mayor parte de aquel lado del continente de la América del Sur. Como el asentir a esta propuesta podría arrancarme de la situación embarazosa en que me hallaba en Chile, principié seriamente a meditar la conveniencia de aceptarla.

En este intervalo, Freire había emprendido su marcha hacia la capital, enviando al propio tiempo a Valparaíso al capitán Casey con un buque mercante armado, para saber el resultado de la carta que me había dirigido. Sin echar el anda, aquel oficial envió un bote al O’Higgins, a fin de cerciorarse de mis sentimientos; pero sabiendo que me negaba a cooperar a la revolución, se volvió a dar a la vela. Los ministros, empero, juzgándome según ellos mismos y sospechando (que) iba a tomar parte en los designios del general Freire, principiaron a retirarme los buques de mi mando, bajo el pretexto de repararlos o convertirlos en navíos de almacén, llevándose así muchos pertenecientes a la Escuadra. Se me había también mandado poner el O’Higgins y el Valdivia a la disposición del comandante de Marina para recorrerlos y hacer del Lautaro un navío de almacén. Privándoseme así de la menor autoridad sobre ellos, estaba ahora considerado como una especie de prisionero de Estado; pero al obrar de esta suerte pasaron por alto la goletita Moctezuma, que yo había rescatado del Perú, y a bordo de ella enarbolé mi pabellón.

El Galvarino lo habían enviado a la mar sin mi permiso, y sin un inglés a bordo. El Lautaro, el presunto navío de almacén, lo estaban también preparando para la mar, cuando en esto dirigí la siguiente nota al capitán Worcester que lo mandaba:

Habiendo recibido órdenes del supremo gobierno para que el Lautaro sea colocado como navío de almacén, al mando del gobernador, y observando que se contraviene a dichas órdenes, atendidos los preparativos que se están haciendo para enviarlo a la mar, se le manda a usted, por lo tanto, enarbole mi bandera, y obedezca todas las órdenes que recibirá usted de mí en el servicio del Estado.
Firmado de mi puño, el 8 de Enero de 1823, a bordo del Moctezuma.
Cochrane.

Cansado de esta cobarde ingratitud y disgustado de que se sospechase iba yo a unirme al general Freire con la Escuadra, idea que sólo podía arrancarse del recelo que tenían me diese de este modo por sentido de las injurias que se me habían hecho, me resolví a aceptar el llamamiento de su majestad el emperador del Brasil, confiando todo lo que el Gobierno chileno me debía al honor de otro más justo y esclarecido que le sucediese. En consecuencia, dirigí al supremo director la siguiente carta:

Valparaíso, Enero 8 de 1823.
Excmo. señor:
Las dificultades que he experimentado en llevar a cabo las empresas navales felizmente consumadas durante el período de mi mando como almirante de Chile, no han sido efectuadas sin una responsabilidad que con dificultad volvería a asumir sobre mí, no porque vacilase en hacer cualquier sacrificio personal en favor de una causa de tamaño interés, sino porque aun estos mismos prósperos resultados han conducido a enajenar enteramente las simpatías de beneméritos oficiales cuya cooperación era indispensable, en consecuencia de la conducta del Gobierno.
Lo que más impresión ha hecho en sus ánimos ha sido no las privaciones que han sufrido, ni el haberles retenido sus pagas y lo demás que se les debe, sino el que el Gobierno se haya enteramente abstenido de reconocer públicamente las distinciones y honores prometidos a su fidelidad y constancia hacia Chile, especialmente en un tiempo en que no se perdonaba medio alguno para inducirles a abandonar la causa de este Estado por el servicio del protector del Perú; y aun desde entonces, bien que el Gobierno chileno no careciese de arbitrio o desconociese los hechos, se ha sometido a la influencia de los agentes de un individuo que, habiendo perdido su poder en el Perú, volvió a reasumirlo en Chile.
Es tan profundamente sensible el efecto que esto produjo en mí, que no puedo fiarme en mí mismo para expresar con palabras mis sentimientos personales. Deseando, como lo hago, atenuar más bien que acusar, no diré nada en una narración de estas circunstancias que no pueda ser probado de un modo incontestable.
Todo cuanto he recomendado o pedido por el bien del servicio naval ha sido mal acogido o denegado, bien que el asentir a ello hubiese colocado a Chile en el primer rango de los Estados marítimos en esta parte del globo. Mis solicitudes y sugestiones se fundaban en lo que se practica en el primer servicio naval del mundo, el de Inglaterra, y, sin embargo, no se tomaron en consideración, como si su objeto hubiese tenido por mira mi utilidad personal.
Hasta aquí nunca he comido el pan de la ociosidad. No puedo habituar mi ánimo a un estado de inacción que aun ahora mismo pudiese ser gravoso a la República de Chile, exigiendo una pensión anual por servicios prestados; especialmente cuando un almirante del Perú está actualmente mandando una parte de la Escuadra chilena, en tanto que se envían a la mar otros buques sin que se me comunique bajo qué órdenes obran, y es el supremo Gobierno quien los ha despachado por medio del gobernador de Valparaíso (Zenteno). Menciono incidentalmente estas circunstancias por haberme confirmado en la determinación de retirarme por un tiempo de Chile, no pidiendo nada para mí durante mi ausencia; por lo que respecta a las sumas que se me están debiendo, me abstengo en el ínterin de apremiar por el pago hasta que el Gobierno esté más desahogado de sus dificultades. He cumplido con todo cuanto mi deber público reclamaba, y si no me ha sido posible consumar mayores cosas, la falta debe imputarse a circunstancias independientes de mi voluntad; de todos modos, teniendo aún el mundo abierto delante de mí, espero probar que no ha sido por mi culpa.
He recibido propuestas de parte de México, Brasil y un Estado europeo; pero aun no he aceptado ninguno de estos ofrecimientos. Sin embargo, el género de vida activa a que estoy acostumbrado no me permite rehusar mis servicios a aquéllos que gimen en la opresión, como le acontecía a Chile antes de que fuese aniquilada la fuerza naval española en el Pacífico. En esto estoy pronto a justificar cualquier partido que creyere adoptar. Al despedirme en estos términos de Chile lo hago con el hondo y pesaroso sentimiento de que no se me haya permitido ser de mayor utilidad a la causa de la libertad, y de que me vea obligado a separarme de individuos con quienes había esperado vivir largo tiempo sin violar aquellos sentimientos de honor que, si llegasen a ser hollados, me habrían hecho odioso a mí mismo y despreciable a sus ojos.
Hasta este día me he abstenido de importunar la atención de V. E. acerca de la respuesta que di a las infames acusaciones presentadas por los agentes de San Martín, conociendo tenía V. E. objetos más urgentes a que atender. Sin embargo, hoy me veo obligado a rogarle se sirva tomar este asunto en consideración, a fin de que, según ha acontecido en el Perú, estas falsedades puedan hacerse manifiestas, así como el innoble carácter de aquel hombre que alevosamente se agarró los tributos de general y legislador, a pesar de carecer de valor y conocimientos legislativos, sirviéndose en lugar de la duplicidad y astucia.
Cochrane.

No pudiendo San Martín obtener uno de los buques de la escuadra para escaparse de la tempestad que le amenazaba, permaneció en Santiago hasta principios de enero de 1823; mas, notando entonces que las cosas de Chile se iban volviendo peligrosas para su seguridad, cruzó la cordillera con dirección a Mendoza, de cuyo punto se marchó a Europa, a fin de escapar en el retiro a la animadversión general.

En el curso de esta narración he tenido cuidado de no presentar las acciones de San Martín, sino como se desprenden de sus propios actos y cartas, no apareciendo en este libro una sola que no haya sido publicada en las gacetas de Chile y el Perú, o cuyos originales no existan actualmente en mi poder. Podría comunicar por docenas las cartas que San Martín me tenía dirigidas, y si así hubiese abusado de la paciencia del lector, sus actos aparecerían todavía con colores más odiosos. Lo que se ha hecho conocer es estrictamente relativo a su vida pública, y que pertenece al pueblo chileno como parte de su historia nacional; lo que he tenido en vista al darlas a luz, y no el hacer una defensa de mi propia conducta, de la que el Gobierno, ni menos el pueblo chileno, nunca han dudado.

Habrá, sin embargo, quien crea que he confundido la prudencia del general San Martín en no acercarse a Lima cuando militaban en su favor todas las ventajas posibles, con otra peor cualidad que nunca le había públicamente atribuido antes de escribir al supremo director O’Higgins la carta acabada de citar, aunque en el concepto de los oficiales del Ejército y de la Escuadra altamente la merecía. El lector recordará que en vez de marchar sobre Lima, desperdició cerca de dos meses en Huara, y que por la condición pestilencial del clima las tropas cayeron enfermas en número espantoso. Daré aquí la carta que me escribió su ayudante de campo, Paroissien, de quien se sirvió San Martín para divulgar sus infames acusaciones contra mí cuando perdió toda esperanza de obtener mi cooperación. Dando por sentado que el Ejército entraría al punto en Lima, y no sospechando por entonces los secretos designios de San Martín, aposté con Paroissien a que un día dado nos encontraríamos en la capital del Perú; el ayudante de campo, sabiendo juzgar de su jefe mejor que yo, aceptó la apuesta, la que ganó, por supuesto.

Huara, 10 de Abril de 1821.
Querido mi lord:
Con qué gusto perdería yo veinte apuestas como aquélla que desgraciadamente le he ganado, si solamente pudiera usted decirme que yo sería el perdedor. Aún más: le haré a usted ahora la misma apuesta a que en otras tres semanas no habremos llegado al cuartecillo que está encima de la grande entrada del palacio. Acabo de recibir esta tarde una magnífica y gruesa tortuga, y ¡por vida de sanes!, que si supiera perder no la engordaría sino más y mejor; pero, ¡ay! me temo que tendremos que guisarla en Huara; sin embargo, la baraúnda que reina de poco tiempo a esta parte parece indicar algún movimiento, y aquéllos de entre nosotros que están buenos se hallan preparados a marchar dentro de una hora de aviso. Por supuesto, usted está infinitamente al corriente de estas cosas mejor que yo; empero se me figura que si fuéramos más activos y emprendedores mucho más se pudiera hacer, particularmente con nuestra caballería, cuyos sables, por falta de uso, comienzan a enmohecerse. Si ahora no damos un empujón, Dios sabe cuándo lo haremos....
Parece que el general desea dar un golpe contra Valdés. Puede ser que haga bien y tal vez tiene razón; pero más quisiera que diéramos un tiento a la capital. Gracias al cielo estamos a punto de hacer algo.
De usted muy sincero,
Paroissien.

El lector habrá colegido de esta narración que San Martín no dio un golpe en ninguna parte, titubeando aún si entraría en Lima cuando no se necesitaba dar golpe para ello. El modo con que su ayudante miraba el asunto, con dificultad da margen a equívoco.

No es poco notable el que en una carta que escribí al supremo director antes de hacerme a la vela con la expedición libertadora para el Perú, hubiese yo desde un principio sabido apreciar en su justo valor el carácter de San Martín cuando persistía en no hacer ningún movimiento militar sin una fuerza superflua que protegiese su seguridad personal, aunque nuestra reciente victoria en Valdivia con sólo una fuerza de 350 hombres no podría haberle dado una muy grande idea de las dificultades que hubo que vencer. Como esta carta ha sido omitida en su lugar, la transcribiré aquí.

Mayo 4 de 1820.
Excmo. Señor:
Hallando que todas las medidas propuestas para la expedición del Perú se hacen públicas; que todo lo que se decide hoy se contradice mañana; que no se sigue sistema alguno con respecto a asuntos navales o de estado que promueva los intereses de V. E.; que se oponen retardos judiciales de toda clase al buen éxito de una empresa que V. E. desea adelantar; que la expedición de 2.000 hombres (ampliamente suficiente) no debía diferirse por ningún concepto, pero que se ha dilatado con el objeto de aumentarla hasta 4.000; y que aun se la detiene a fin de asegurarse de la posición y fuerza del enemigo en el Callao, del que ahora sabemos tanto como sabríamos cuando el Moctezuma volviese dentro de unos cuarenta días, después de una investigación inútil; hallando, en una palabra, que se ha desviado de todo cuanto estaba estipulado y convenido, es mi ánimo ceder el mando de la Escuadra a cualquiera que posea la confianza de V. E., cuyo acto espero aumentará su tranquilidad, dispensándole de mis opiniones con respecto a lo que debía hacerse, pero no se ha hecho, y a lo que podía ejecutarse, pero que ni aun se ha ensayado.
Me he abstenido de enviar el Moctezuma a un viaje de cuarenta días al Callao, sin objeto, hasta que reciba órdenes definitivas de V. E., porque considero que el despachar este buque es, no solamente inútil, sino un pretexto de demora, de naturaleza a frustrar todo cuanto V. E. tiene premeditado. ¡Ojalá pudiese V. E. notar la palpable traición que impide reunir todo cuanto es de importancia para la expedición!, y digo palpable traición, porque no se ha procurado ni un solo artículo necesario.
¿Puede V. E. creer que sólo un buque está en las manos del contratista y aun ese no está corriente para la mar? ¿Querrá imaginarse que los únicos víveres que el agente del contratista tiene reunidos son veintiún días de raciones de pan y seis de carne salada, y que al preguntar si tenía pronto algún charqui, su respuesta fue que el país abundaba de él? ¿Se persuadirá V. E. de que solamente hay aprestados 120 cascos de agua para 4.000 hombres de tropa y las tripulaciones de la Escuadra?
Esté V. E. seguro de que sólo su propio interés y el del Estado podían inducirme a expresar estas opiniones; pero, a fin de convencerle de que no deseo abandonar el servicio, si mi permanencia en él puede ser de alguna utilidad, siendo mi anhelo evitar hacerme el blanco de desastres después que hayan ocurrido, propongo ahora ceder el mando de la escuadra y aceptar en su lugar el de las cuatro presas armadas que el O’Higgins cogió en el último corso, y con 1.000 hombres de mi elección consumar todo lo que se espera de los 4.000 de tropa y la Escuadra; siendo aquéllos una fuerza manejable, capaz de frustrar todas las combinaciones defensivas del enemigo, en tanto que éstos, bajo el mando militar solamente, no sólo serán inmanejables en operaciones irregulares, sino que por su falta de destreza paralizarán los movimientos navales.
En conclusión, debo repetir a V. E. que en las actuales circunstancias el secreto inviolable en las resoluciones y la rapidez en las operaciones son la sola seguridad sobre que reposa la prosperidad del Gobierno chileno y la esperada libertad del Perú. Si se ha de tener esto en nada, vuelvo a poner a las órdenes de V. E. el nombramiento con que se me ha honrado, para que pueda convencerse de que no tengo otro objeto más que servir a V. E. en todo lo que sea compatible con el honor.
Tengo el honor, etc.,
Cochrane.

A su excelencia el supremo director, etc., etc.

Volvamos ahora a mi real y próxima partida de Chile. El permiso que pedí para retirarme por un tiempo del servicio me fue al instante acordado, y con placer, sin duda, por creer el Gobierno que tal vez podría confederarme con el general Freire, si bien es cierto que yo no tuve semejante intención, como se verá por la adjunta respuesta a sus comunicaciones, escrita poco después que dejé a Chile, y cuando ya había él logrado derribar el Gobierno del general O’Higgins:

Bahía, Junio 21 de 1823.
Mi respetable amigo:
Me causaría sumo placer el saber que el cambio que se ha efectuado en el Gobierno de Chile es igualmente ventajoso para su dicha como para los intereses del Estado. Por mi parte, lo mismo que usted, he padecido por muy largo tiempo, y tanto, que no pude soportar más el desdén y la doblez de los que estaban en el Poder, por lo que adopté otros medios para huir de tan desagradable situación.
No hallándome bajo aquellos imperiosos deberes que le obligan a usted, como nativo chileno, a rescatar su país de los males que lo agobiaban, efecto de las escandalosas medidas de algunos de aquellos que desgraciadamente estaban en la confidencia del anterior supremo director, no me fue posible aceptar sus ofrecimientos. Aprobaba de todo corazón las disposiciones que usted tomaba para hacer desaparecer aquéllos, y mi mano estaba sólo detenida por el convencimiento de que mi interposición como extranjero en los negocios interiores del Estado no sólo hubiese sido impropia, sino que habría contribuido a debilitar aquella confianza en mi inflexible rectitud, que era mi ambición pudiese siempre el pueblo chileno justamente admirar. A la verdad, antes que usted me hubiese favorecido con sus comunicaciones ya había resuelto dejar el país, a lo menos temporalmente, y volverme a Inglaterra; pero la casualidad quiso que, en momentos en que me estaba preparando para llevar a cabo esta resolución, recibiese un ofrecimiento del emperador del Brasil para mandar su Marina, el que acepté condicionalmente.
El Brasil tiene una gran ventaja sobre los otros Estados de la América del Sur: la de estar libre de toda cuestión respecto a la autoridad de su jefe, quien nada tiene que temer de la rivalidad a la que comúnmente están sujetos los que han sido elevados al Poder [1]. Ruego a Dios no se vea usted en ese trance. El mandar el Ejército le pondrá a usted en el caso de consumar grandes cosas sin rivalidad; pero el poseer el supremo poder del Estado, con dificultad dejará de excitar la envidia de los egoístas y ambiciosos, a tal grado que quizá arruine sus esperanzas de hacer el bien y dañe a la causa que ha abrazado.
Permítame usted exprese aquí mi opinión: cualquiera que empuñe las riendas de la autoridad suprema en Chile, mientras tanto que la presente generación, educada como lo ha sido bajo el yugo colonial español, no haya pasado, tendrá que lidiar con tan numerosos errores y preocupaciones, hasta ver frustrados sus mayores esfuerzos para adoptar con entereza los medios mejor calculados al adelanto de la libertad y dicha del pueblo. Admiro la clase media e inferior de Chile; pero al senado, los ministros y la convención siempre los he encontrado movidos de la más mezquina política, la que les indujo a adoptar las peores medidas. Mi más ardiente deseo es que usted encuentre por cooperadores hombres mejores; si lo lograre, podrá ser afortunado y salir airoso con lo que de todas veras desea, el adelanto de su país.
Reciba usted mi agradecimiento por la manera generosa y desinteresada con que siempre me ha tratado, y créame su invariable y fiel amigo,
Cochrane.
A su excelencia D. Ramón Freire, supremo director de Chile, etc.

Esta carta nunca había salido antes a luz y al publicarla aquí he tenido por objeto hacer ver que el Gobierno del general O’Higgins no tenía nada que temer, ni aun de su ingratitud para conmigo, siendo mí único deseo librarme de ella aunque fuese a costa de dejar atrás todo lo que se me adeudaba por mis servicios, ninguno de los cuales me han reconocido.

Antes de mi partida dirigí a la Escuadra la siguiente carta:

A los capitanes y oficiales, en general, de la Marina Chilena.
Enero 18 de 1823.
Señores:
Estando para despedirme de vosotros, por algún tiempo al menos, no me es posible dejar de manifestaros mi satisfacción por la manera placentera con que se ha llenado el servicio, la conformidad de sentimientos que ha reinado y el celo de que habéis dado prueba en todas las ocasiones apuradas. Esto me ha compensado de las dificultades con que he tenido que luchar, las cuales, estoy seguro, han sido como nunca se ofrecieron en ningún otro servicio. Vuestra paciencia y perseverancia en medio de toda clase de privaciones han sido tales cual nunca Chile tenía motivos de esperar y como ningún otro país habría jamás exigido, ni aun de sus nativos súbditos. En todos los Estados marítimos se pone el más estricto cuidado en subvenir a las necesidades de los oficiales y tripulación; regularidad en la paga y adecuadas recompensas por servicios prestados, son requisitos indispensables para estimular la perseverancia y realizar actos de mayor heroísmo; pero vuestros conatos y hazañas han sido independientes de esos alicientes.
Señores: el poder naval que el enemigo tenía en estos mares, aunque superior al nuestro, ha sido aniquilado con nuestros mutuos esfuerzos, y el comercio del Pacífico se ejerce con seguridad por todas partes, bajo la protección de la bandera independiente de Chile. Me es sumamente satisfactorio el considerar que ningún acto de ilegalidad o inexactitud, por parte vuestra, ha venido a desdorar esos servicios, y que mientras habéis sostenido los derechos de Chile y mantenido y confirmado su independencia, os habéis conducido de manera de conservar uniformemente la más estricta concordia y buena inteligencia con los oficiales de los buques de guerra de todos los Estados neutrales. Los servicios que habéis prestado a Chile serán, sin embargo, mejor apreciados en lo venidero, cuando las pasiones que ahora mueven a los hombres hayan cesado de influir en los que están en el Poder, y vuestros nobles motivos dejarán de ser considerados como un reproche por parte de aquellos cuyo egoísmo os ha denegado la recompensa debida a vuestra fidelidad y cuya rivalidad os ha rehusado hasta la manifestación oficial de la alabanza pública.
Señores: la mejor aprobación es la de vuestras conciencias; de esa nadie podrá privaros. Empero, si pudiese serviros de alguna satisfacción el recibir de mi parte la seguridad de que vuestro comportamiento ha merecido en todas ocasiones mi más cumplido aplauso, puedo decir con entera verdad que es mi mayor placer el daros esta seguridad y el ofreceros mis más cordiales gracias por vuestra uniforme, amistosa y eficaz cooperación en favor de la causa que hemos servido.
Para con los intrépidos marineros que han estado bajo mis órdenes conservo iguales sentimientos, que me haréis el favor de comunicarles en los términos más gratos a sus corazones.
Al despedirme de vosotros y de ellos, sólo tengo que añadir, que si no me ha sido posible demostrar mi gratitud tan cumplidamente como debiera, no ha sido por falta de celo, sino por circunstancias que no he podido dominar.
Soy de ustedes, señores, su muy agradecido y fiel amigo y servidor,
Cochrane.

Al saberse que había aceptado servicio en el Brasil, varios oficiales de alto mérito me pidieron acompañarme, perdiendo, como yo, toda esperanza de ver por el presente recompensados sus servicios de un modo adecuado. Sabiendo que en el Brasil, como había sucedido en Chile, sería necesario organizar una Marina, asentí gustoso a esta súplica; de manera que ni entonces ni después recibieron de Chile la más leve recompensa por su valor sin igual y su constancia por la causa de la independencia.

Al pueblo de Chile, en medio del cual, disgustado del trato que había experimentado en mi país, había esperado pasar el resto de mis días con mi familia, dirigí la siguiente proclama:

¡Chilenos, mis compatriotas!
Quintero, Enero 4 de 1823.
El enemigo común de América ha sucumbido en Chile. Vuestra bandera tricolor tremola en el Pacífico, afianzada con vuestros sacrificios. Algunas conmociones intestinas perturban a Chile; no me toca investigar sus causas ni acelerar o retardar sus efectos; sólo me es permitido desear que el resultado sea favorable a los intereses nacionales.
Chilenos: habéis expulsado de vuestro país a los enemigos de vuestra independencia; no mancilléis acto tan glorioso, alentando la discordia y promoviendo la anarquía, el mayor de todos los males. Consultad la dignidad a que os ha elevado vuestro heroísmo, y si os veis en la precisión de adoptar alguna medida para afianzar vuestra libertad nacional, juzgad por vosotros mismos, obrad con prudencia y dejaos guiar por la justicia y la razón.
Cuatro años hace que la sagrada causa de vuestra independencia me llamó a Chile. Os ayudé a conquistarla y la he visto consumada. Sólo resta ahora conservarla. Os dejo por algún tiempo, a fin de no mezclarme en asuntos ajenos a mi deber, y por otras razones que guardo por ahora en el silencio, para no fomentar el espíritu de partido.
Chilenos: Sabéis que la independencia se obtiene a la punta de la bayoneta. Sabed también que la libertad se funda en la buena fe y en las leyes del honor, y que aquéllos que las contravienen son vuestros únicos enemigos, entre los que nunca encontraréis a
Cochrane.

Con la misma fecha di otra proclama a los ingleses y demás negociantes de Valparaíso, quienes en un principio me habían prestado todo género de confianza y. apoyo, pero que después me enajenaron sus voluntades, a pesar de la protección que la Escuadra ofrecía a su legítimo comercio, por no querer permitirles un tráfico ilícito, al cual los corrompidos ministros no sólo prestaban su consentimiento sino que lo favorecían, por su lucro personal, dando licencias para abastecer al enemigo hasta de contrabando de guerra. En la adjunta, hago alusión a esto.

A los comerciantes de Valparaíso.
Quintero, Chile, Enero 4 de 1823.
Señores:
No me es posible dejar este país sin manifestaros la viva satisfacción que me causa el ver la extensión que se ha dado a vuestro comercio, abriendo a todos el tráfico de estas vastas provincias sobre las cuales alegaba España en otro tiempo un exclusivo derecho. La Escuadra que mantenía ese monopolio ha desaparecido de la superficie del océano, y la bandera de la independencia de la América del Sur tremola por todas partes triunfante, protegiendo aquellas comunicaciones que entre naciones son el manantial de riqueza, poder y prosperidad.
Si para el logro de este gran objeto se impusieron algunas restricciones, sólo fueron aquellas que sanciona la práctica de todos los Estados civilizados; y si bien ellas han herido los intereses inmediatos de un pequeño número que deseaba aprovecharse de las circunstancias accidentales presentadas duran te la lucha, es satisfactorio saber que semejantes intereses sólo han sido pospuestos por el bien general. Si hubiese, sin embargo, algunos que se considerasen agraviados con mi conducta, les ruego me hagan saber sus quejas, para tener la oportunidad de darles una respuesta particular.
Espero me haréis la justicia de creer que no me he determinado a alejarme de estos mares hasta no ver que nada quedaba por hacer, según los medios de que podía disponer, en vuestra ventaja y seguridad.
Tengo el honor de ser, señores, su muy adicto y humilde servidor,
Cochrane.

Aunque permanecí en Chile quince días después de haber dirigido la precedente proclama, no recibí queja de ninguna especie de parte de los comerciantes; ni yo tampoco la esperaba, considerando la protección que la escuadra ofrecía a su tráfico existente y las facilidades que ésta les había dado para extenderlo.

Las referidas proclamas las había impreso en mi casa de Quintero, en una prensa litográfica, la primera que se introdujo en los Estados del Pacífico. La había encargado a Inglaterra, con otras mejoras sociales, y algunos instrumentos de agricultura, creyendo de este modo, bien que a mi propia costa, dar impulso a la industria en Chile. Todo esto, empero, salió frustrado, y mi mortificación no se había agravado poco con la circunstancia de que, mientras que me volvía impresor de propósito, se hallaba enfrente de mi casa en Quintero una de nuestras mejores naves de presa, el Águila, que había naufragado y era habitada sólo por mariscos, habiendo encallado mientras se esperaba la decisión del Gobierno chileno sobre si habría de venderse en beneficio de sus apresadores.

Como el Gobierno de Chile no permitió dar a luz mi refutación a los cargos que San Martín dirigió contra mí de un modo tan público como éstos habían sido divulgados, dirigí la siguiente carta al Congreso peruano, añadiendo una copia de dicha refutación:

A Su Excelencia el Presidente del Congreso del Perú.
Valparaíso, Diciembre 12 de 1822.
Excmo. Señor:
Tengo el honor de elevar al soberano Congreso, por conducto de V. E., copia de una carta que dirigí a don José de San Martín, y de la que envié traducciones a Europa y a la América del Norte, para que llegue a conocimiento del mundo por medio de la prensa. El linaje humano dejará de acusar a los peruanos de ingratitud, y no se sorprenderá por más tiempo de que se haya denegado al Protector una corona imperial como recompensa de sus labores en favor de la causa de la libertad; aplaudirá, sí, su resolución de haber elegido de entre los más esclarecidos ciudadanos de vuestro país hombres capaces de afianzar la independencia y promover la prosperidad del Estado conforme a los principios de libertad nacional bajo el imperio de la ley.
Sírvase V. E. rogar en mi nombre al soberano Congreso se digne mandar sea depositada en sus archivos la adjunta carta, y los cargos que la acompañan que don José de San Martín presentó contra mí al Gobierno chileno, relativos a mi conducta en el Perú, a fin de querer con eso quede un antecedente constante por donde se pueda juzgar de los actos cuando los actores hayan desaparecido de esta escena. Entonces, la niveladora mano del tiempo equilibrará la balanza de la justicia, repartiendo igualmente a cada uno la medida de aprobación o vituperio que se merece.
Que los actos del soberano Congreso y del Gobierno ejecutivo del Perú sean de naturaleza a obtener la admiración y a granjearse el afecto de sus gobernados, es, Excmo. Señor, el constante ruego de este muy obediente y humilde servidor,
Cochrane.

Una palabra más acerca de estas acusaciones de San Martín. Sólo cuando vio que eran infructuosos los ofrecimientos que me hacía para que quebrantase mi fidelidad a Chile y tomase parte en su rebeldía, pensó vengarse con tales cargos, sabiendo bien que Zenteno y su partido en el ministerio chileno aprovecharían cualquiera ocasión de denigrarme en la opinión pública por la aversión personal que continuaban teniéndome, efecto de mi constante oposición a sus medidas egoístas de utilidad privada. No es mi ánimo entrar en estas materias, aunque poseo bastantes documentos para hacer conocer una carrera de fraudes de Estado, sin paralelo en la historia de los gobiernos.

Hasta que rehusé por última vez los ofrecimientos que San Martín me había hecho por conducto de Monteagudo todo era de color de rosa, haciendo mil declaraciones que mi suerte sería igual a la suya, aunque, gracias a Dios, la mía ha sido de muy diferente naturaleza. Estas acusaciones contra mí se forjaron la semana después de mi última negativa. Escogeré otra de sus muchas cartas, que tengo actualmente en mi poder, para hacer ver que nada más que una venganza por la contrariedad de obtener mi cooperación para asegurar su personal engrandecimiento pudo haberle movido a perpetrar semejante acto de bastardía:

Lima, Agosto 20 de 1821.
Mi estimado amigo:
Su apreciable de ayer me hace conocer que la franqueza de sus sentimientos sólo es igual al interés con que mira la causa del país y particularmente el acierto en la dirección de los negocios que tengo a mi cargo. Yo no puedo ver la suerte y la opinión de usted sin el mismo grado de aprecio que usted mira todo lo que me pertenece. Conozco cuánto ama usted la gloria, y no puedo menos que simpatizar con los deseos que tiene de aumentar la que ha adquirido. Usted no debe dudar que contribuiré a ello eficazmente y que es muy vasto el campo que aún nos queda que andar, particularmente a usted. Ojalá que las empresas en que se versan tan grandes intereses no exijan cierta lentitud que no está de acuerdo con nuestro ardor de perfeccionarlas todas. Crea usted, mi lord, que nada me desviará de estos sentimientos y que la suerte de lord Cochrane será la del general San Martín.
Espero que en las contestaciones de usted con el comodoro Hardy todo se allanará de un modo satisfactorio a ambos; entiendo que él es capaz de guardar a nuestro pabellón todos los miramientos que exige la justicia, o sea la política del Gobierno inglés; sobre todo yo confío en la circunspección de usted.
No dude jamás, mi lord, de la sincera amistad y aprecio con que soy su afectísimo,
José de San Martín.

Parece increíble que un hombre que tenía tales opiniones de mí, me hiciese los cargos que después me hizo, con respecto a sucesos ocurridos mucho antes de este período, llegando a imputarme el “poner en riesgo la seguridad de la Escuadra desde el primer instante que salimos de Valparaíso”. Es excusado, pues, cansar la paciencia del lector haciendo más comentarios sobre esto mismo.


[1] La independencia de Brasil fue proclamada en 1822, y desde ese año hasta 1834, el país fue gobernado por el Enperador Pedro I.