Memorias de un solterón: 04

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Memorias de un solterón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IV

Capítulo IV

A pesar de mi buen comportamiento, que, o mucho me engaño o es todo lo correcto que se puede desear ni imaginar, repito que la marejada crece y sube, y voy a verme en la precisión de renunciar a este dulce y (para mí) aventurado juego imaginativo, porque temo que un día se pongan de acuerdo mis conciudadanos para lincharme. Lo más curioso es, ya lo he dicho, que los principales caudillos de la cruzada contra mí no son precisamente mis víctimas, mis Didos y Ariadnas, ni siquiera sus padres y parentela, sino una colección de buenas señoras que no tienen con ellas conexión de ninguna especie, que si me conocen no han cruzado conmigo tres palabras, y andan por ahí creándome una reputación siniestra, de malvado, de seductor mefistofélico, de verdugo en frío de los corazones, con otros mil disparates que llegan a mis oídos ¡vaya si llegan! y unas veces me dan coraje y otras risa.

No saben esas señoras abogadas del matrimonio que, al armar tal gresca, perjudican a la causa a que creen ser útiles. Porque si yo doy en aislarme, en renunciar de una vez a mis idílicos sueños, en declararme oficialmente solterón, ya no queda ni leve resquicio por donde mi resolución heroica y sabia pueda quebrantarse nunca. En el juego con fuego, alguna probabilidad existe de quemarse las alas, porque hombres somos, y a las tentaciones y fragilidades humanas estamos sujetos...

Tan sujetos estamos, que mientras mis víctimas creen que me dedico a celebrar la victoria y a gozar secretamente pensando en sus torturas, en sus lagrimitas y en sus inapetencias y retiros momentáneos, yo, a solas, entre mi gato vivo y los pájaros disecados de la heroína, me entrego a nostalgias que nadie sospecha. Tengo horas en que comprendo que mi supuesto egoísmo no es sino abnegación heroica, por lo que me cuesta perseverar en él y romper los lazos que nos tiende ese maldito genio de la especie, esa naturaleza que, según dice un gran poeta italiano, no se cuida del bien, sino únicamente del ser, y envía al universo gérmenes que luego han de convertirse en criaturas, sin dársele un ardite de que tengan o no tengan cama, ropa, abono al teatro e impermeable para cuando llueve. Con toda formalidad aseguro a Vds. que yo también soy juguete de la naturaleza, y nunca despierto de uno de mis graciosos sueños de dicha con una muchacha encantadora, sin sentir que a la vez se rompe algo de mí mismo, alguna fibrita de un rincón delicado que no enseño para que no se me burlen, pero que allí está, sensible, sangriento. Siempre que ocurren tales rupturas noto la misma impresión, que es una especie de íntimo desconsuelo, una convicción cruel de que se me acaba irremediablemente la juventud. Porque otra clase de relaciones con otra clase de mujeres, son de cualquier edad si hay bolsa repleta; pero el idilio prematrimonial, parece que sólo corresponde a la edad hermosa que voy dejando atrás ¡ay de mí! Mis frustrados idilios representan para mí la juventud, y me son doblemente caros.

En los días de mi abandono, en vez de reírme cínicamente del poco o mucho disgusto que sufre la abandonada, lo que hago es pensar en ella a todas horas, y, sin poderlo remediar, representármela como un modelo de virtudes, hechizos y condiciones admirables, incluso una benéfica esterilidad, gracias a la cual se orillarían muchos inconvenientes del matrimonio. Claro está que mi razón me dice «tente», pues los inconvenientes del matrimonio no son accidentales sino esencialísimos; pero váyale V. con eso a la exaltada fantasía. Para curarme empleo todos los medios que recomiendan Ovidio y Feijóo; me represento a mi compañera de idilio en los momentos menos poéticos y bonitos de su existencia, consagrada a las faenas más vulgares e ingratas, en las horas de descuido en el tocado; me empeño en figurármela tal cual será después de cuatro o seis años de matrimonio, con sus encantos marchitos, el nácar convertido en hueso rancio, las rosas en algo seco como la camomilla officinalis... y nada, siempre la veo en el palco del teatro, derecha, empolvadita y mona, o en la ventana, sofocada, gentil, con la risa en los rojos labios.

Y no obstante, ni desmaya mi fortaleza ni mi corazón se encoge y vacila, porque las largas reflexiones y meditaciones sobre el problema del matrimonio me prestan valor, y me siento por turno casto Josef y fugitivo Eneas. No han salido todavía a relucir las razones más graves y hondas por las cuales evito esa forma irrevocable de unión entre los sexos que se llama matrimonio. Las que aduje al comienzo de estas Memorias son de pura conveniencia, de una conveniencia llana, positiva, un tanto material y prosaica; pero bajo ideas que a cual quiera se le ocurren, me precio yo (a fuer de refinado hijo de mi siglo y de lector apasionadísimo de esos grandes novelistas extranjeros que tan bien escrutan los pliegues y reconditeces del alma), de esconder otros móviles altos, quintaesenciados y sublimes, habiendo descubierto, para abstenerme del gran compromiso y de la irremediable falta, razones que no se le ocurrirían al vulgo, y que tampoco el vulgo es capaz de comprender bien.

He formado allá en mi interior cierto concepto del matrimonio y de la parte alícuota de amor que en él entra. Se me figura a mí que la dignidad, el legítimo amor propio, el orgullo más natural en el varón, salen mal librados, mortificados, hasta sacrificados duramente cuando se determina al casorio. Me es insoportable el pensamiento de que la mujer a quien yo pudiese llevar al ara, fuese a ella conmigo... buenamente porque no iba con otro. No hay comparación más exacta de la que cabe establecer entre la situación de la mujer ante un baile y ante el altar de Himeneo.

Al anuncio de un baile, la mujer joven, linda, en la flor de su edad y de su esperanza, no sabe pensar sino en la atractiva y bulliciosa fiesta, y de antemano, tal vez con una quincena de anticipación, prepara sus atavíos, estudiando la mejor y más hábil manera de hacer valer y realzar sus encantos. Discurre qué color la favorece más; elige la tela que mejor se adapte a su talle y a sus formas; encarga el calzado de raso que oprima el mono piececín, previene el abanico, limpia el broche de oro, y mientras duran estos preparativos, una dulce calentura la exalta, una agitación invencible la estremece, sus noches están pobladas de dorados sueños, su imaginación acaricia mil brillantes quimeras. Es que ve en lontananza al hombre cuyo amor desearía; es que aquel tipo que cifra su ideal, aquel tipo que la haría feliz, quizás ha de aparecerse entre la multitud que al deseado baile concurra. Tal vez -esto es lo más verosímil, esto es lo que la malicia y la experiencia enseñan- ya el tipo ideal lo ha encarnado la muchacha en un hombre, que halaga su corazón, que es su elegido -porque quién duda que ellas también eligen, ¡pero en silencio!- y a ese hombre cree la niña que el baile la dará ocasión de verle de cerca, de hablarle, de bailar con él, siendo esto lo único que se necesitaba para que él descubra el mismo interés y el mismo pensamiento que ella alimenta escondido en lo más hondo del alma, como un pájaro a quien se encierra en la obscuridad a fin de que no cante.

Llega por fin la memorable noche, y la virgen (¡qué bien suena este púdico sustantivo!) de pie ante el espejo, vestidas ya sus mejores galas, artísticamente encrespado el hermoso cabello, descubierta la garganta y el nacimiento del intacto seno blanco como las azucenas, se mira y se encuentra tan linda, tan gallarda, que no duda de la victoria. ¿Cómo va el hombre preferido a resistir? Sería ciego, sería un estúpido, sería una piedra berroqueña, si al aparecer ella, triunfante en su gracia y en su elegancia sencilla, a todo su talante no la rindiese el albedrío. Sí: de aquel baile -es infalible- ha de salir la declaración, ha de quedar anudada la cintita de seda que junte pronto dos cabezas para siempre con la bendita estola.

Pisa la joven el umbral de la sala de baile. El cuerpo no la pesa una onza; la alfombra le acaricia los pies de un modo halagüeño. En un ángulo del salón acaba de divisar al héroe, al escogido. Allí está, más guapo, más compuesto que los otros días, con ese airecillo conquistador que a ella la sorbe el seso. ¡Ay! La mira: la dedica una ojeada larga, expresiva, inquisitorial. ¡Dios! ¿Si irá a acercarse, a sacarla para el vals próximo? Ella, sentada al lado de su madre, ruborosa, sonriente, adelantando los pies bien calzados de raso, espera, espera... Él vuelve la cabeza hacia otra parte, mira a otra señorita que acaba de entrar... precisamente a Natalia, ¡a la necia de Natalia!... La mira, sí... y no sólo la mira, sino que se destaca del grupo, se aproxima a ella, la dirige la palabra... Suena la música, Natalia deja su silla, y sale a bailar con él, ¡con el que la otra prefiere, adora, sueña!

La joven de mi cuento, como si la pinchasen dos docenas de agujas, se retuerce en su banqueta. Siente impulsos de gritar, de llorar, de morder, de arañar, de tirarse del pelo; y no puede sino roerse por dentro el alma. Daría ella la vida y hasta la divina gloria por disponer en aquel instante de la iniciativa masculina, y poder abofetear a su rival, requebrando a la vez con ardientes palabras al ser querido. Pero una valla invisible, más fuerte que un muro de diamante, la clava en la banqueta, la ata las manitas, la inmoviliza el rostro. ¡Su decoro! ¡El miedo a ponerse en ridículo! No, no haya temor de que se levante la pobre muchacha. Aunque la aspen, allí se estará. Un suplicio diferente, pero también grande, se añade al otro: la tortura del amor propio lastimado. ¿De qué la ha servido tanto emperifollarse, de qué, vamos a ver, si nadie repara en ella, si no la sacan? Y disimulando la tempestad con forzada sonrisa, y mordiéndose los labios mientras hace la mueca de la jovialidad, hinca los ojos ansiosos en el grupo de hombres disponibles que han venido al baile. Supongamos que entonces...

Yo, yo mismo, que no puedo leer en el corazón de la muchacha, y que no he sabido desgarrar el velo de su disimulo, la miro desde lejos, y la encuentro linda, así excitada, deseosa de bailar, según creo. La tentación me subyuga: me acerco, la invito, la saco. Ella acepta, radiante. Su sonrisa y su gozo -que no es sino la satisfacción del amor propio herido- me enajenan; creo que el júbilo de la chica se debe a mi presencia, y como la muchacha me agrada, al rodear con mi brazo su cintura, en esa terrible y peligrosa familiaridad que autoriza el baile, me siento trastornado, y sin saber lo que hago empiezo a deslizar mi declaración. Ella me escucha, sin dejar de sonreír, roja, confusa, palpitante... Yo ignoro que lo que palpita en ella es la vanidad, y lo que sonríe, la pueril alegría del cazador que, deseoso de tumbar una buena pieza, cobra al menos un pajarillo... Soy la conquista, y celebra su triunfo, su desquite instantáneo. Y mientras ella me halaga pensando en el otro, tal vez la que el otro lleva en sus brazos piensa en mí, y acepta al otro con resignación, obedeciendo a la fatal pasividad del sexo... Las pobrecillas, ¡qué diablo! no pueden...

Y si de aquel baile sale una boda... la situación será la misma. La elegida por mí vendrá a mi casa, mientras su deseo entra por la ventana del vecino; se apoyará en mi brazo, mientras otro brazo sería el que la hiciese estremecerse de júbilo; dará a luz mis hijos según la carne, que serán, según el espíritu, los hijos de otro, del soñado, del anhelado... Y me será fiel, materialmente, porque al otro -el que ella hubiese adorado-, no se le ocurre extender la mano y apoderarse de lo que le pertenece en virtud de las leyes del corazón. Y yo tampoco sabré nada, y atribuiré ciertas frialdades al modo de ser de mi esposa, y hasta quizá -¡necio!- me felicitaré de su condición tranquila...

¿Comprendes ahora, lector delicado, lector psicólogo, poeta lector, por qué, aparte de todo egoísmo, me infunde horror, dentro de la sociedad actual, la santa coyunda? ¿Comprendes por qué antes moriría que dar cima al idilio?