Memorias de un solterón: 06
Capítulo VI
Por entonces daba yo desenlace a uno de aquellos consabidos idilios prematrimoniales cuyas emociones describí, y encontrándome libre otra vez, alegre y melancólico juntamente, como el ave que ha logrado evadirse de una jaula linda y bien surtida de lechuga apetitosa, me dejé inducir a frecuentar la tertulia de absoluta confianza que formaban las hijas de D. Benicio y dos o tres amiguitas, reforzadas con media docena de amigos, entre los cuales se contaban Baltasar Sobrado y León Cabello, el virtuoso marinedino, como solía llamarle Primo Cova. La tertulia era entre anodina y familiar; había mucha labor de gancho, excesivo aporreamiento de piano, y algún tortoleo en los rincones; todos sabíamos que Baltasar Sobrado, «ponía los puntos» a Rosa; pero lo hacía con tan diestra maña y tal estrategia de cotorrón experto, que era difícil predecir si se dejaría coger en las blandas redes conyugales.
Yo también estaba a salvo, pues nunca se me había ocurrido dedicarme a ninguna de las niñas de Neira, creo que por respeto o conmiseración hacia su padre, al cual me pesaría mucho de ocasionar la más mínima desazón. Era este un sentimiento puro, altruista, que yo cultivaba para tener el derecho de afirmar que mi alma no está desecada por el egoísmo. Lejos de atraerme a la tertulia de Neira los tortuosos y maquiavélicos planes que sin duda llevaban allí a Sobrado, me condujo el interés por el estudio de las miserias de la paternidad, y la sospecha de que algún drama fértil en peripecias y en lances hondos iba a representarse en aquel hogar tranquilo en la superficie, pero interiormente trabajado por las pasiones y los anhelos de varias mujeres jóvenes, bellas y sedientas de vivir.
Tal vez sabía yo más que el mismo Neira de lo que allí latía y se agitaba. Sabíalo, no sólo por las indiscreciones de Primo Cova, por dichos de la gente, por antecedentes históricos, sino por detalles, pormenores y hechos que sorprendía mi ojeada investigadora de desapasionado curioso. Lo que no observaba el ciego padre, me saltaba a mí a la vista, y declaro que mi honrado propósito era enterarle, si se terciaba la ocasión, cuando me pareciese llegado el momento de que interviniendo la autoridad se evitase tal vez una gran desventura, algún irreparable bochorno. Al entrar en aquella casa como antojadizo y frío espectador, podía también (y esto calmaba en alto grado los escrúpulos de mi conciencia) ser útil al excelente D. Benicio, salvarle de peligros que yo presentía y él era muy capaz de no sospechar si quiera. Lo demostraba la benditez con que se había dejado engañar por la hipocritona aquella de Tula, que bajo su capa de soberbia y desdén, bajo sus alardes de rigidez y sus asquillos púdicos, encubría unas ganas rabiosas de encontrar marido, a cualquier precio y de cualquier clase o género que fuese, y el propósito firme de agarrarse a lo primero que saliera, cómo lo efectuó en las barbas del confiado padre.
Por esa especie de fuero que lleva consigo el derecho de primogenitura, la hija que empuñaba hoy la batuta en casa de D. Benicio era María Rosa, pues de las dos mayores, Tula ya estaba casada y vivía con su calamidad de marido en una casa humildísima del barrio del Faro, y Clara, la segunda, paseaba sus majestuosos hábitos por el claustro de las Benedictinas de Compostela. Rosa, pues, había asumido el gobierno de la casa, y cierto que no pudo caer en peores manos tan delicada misión. Era Rosa una de esas mujeres fatales y vitandas, de quienes se dijo con expresiva frase que son como el toro, que acuden más al trapo que al hombre. Sólo al ver las locuras que los varones cometen por una hembra se comprenden las que son capaces de cometer las hembras por un pedazo de tela bonita: pasión infinitamente más violenta y terrible que la afición amorosa, aun cuando parezca que de ella nace y se origina, y que a no mediar el deseo de agradarnos a nosotros, no se compondría la mujer: pero yo he llegado a creer que esta es una de las muchas infundadas fatuidades masculinas, y que la mujer no se compone por nosotros, sino más bien por el gusto de componerse y emperifollarse, por el arte puro; y quizá, caso de impulsarla un móvil interesado, la impulse antes que el ansia de conquistarnos, el deseo de lucir, de brillar entre las amigas, de eclipsar a las otras mujeres y que estas rabien de envidia y de vanidad mortificada...
A no dudarlo, Rosa era un caso de estos, caso de estudio, invasión total de la enfermedad trapera. Altísima fiebre la abrasaba al ponerse en contacto con cintas y moños. Su vida no tenía más clave ni más norma que el tocado y el vestido. Si volviésemos al estado paradisíaco, a la cándida desnudez de la aurora del mundo, Rosa, con su blanca mano, ensartaría las primeras conchas para el primer collar bárbaro, o tejería la primer guirnalda de silvestres flores.
Hay que decir que Rosa era una belleza soberana. A la edad de veinticinco años que contaba cuando yo me metí a observador y fisgón en casa de las Neiras, Rosa podía arrostrar la comparación con las más celebradas hermosuras. No tenía tipo marcado: ni era rubia, ni pelinegra, sino de abundoso pelo castaño con reflejos dorados, y garzos ojos que se oscurecían o irradiaban espléndidamente según la cantidad de luz que recogían: su magnífica tez tampoco podía clasificarse entre las blancas ni entre las morenas, pues en ella se combinaban varios tonos finos y ricos, mezcla suave y maravillosa de sonrosados, de carmines, de nácares y de ágatas lustrosas y tersas. Tampoco la distinguía especialmente la estatura, que no pasaba de mediana, verdadera estatura femenil, pues la mujer demasiado alta parece que sobrepuja a su sexo. Las líneas del cuerpo de Rosa delataban una morbidez exquisita, tan distante de la obesidad como de la delgadez; una plenitud de carnes que no atentaba en lo más mínimo a la gracia y a la agilidad de los movimientos, a la esbeltez del talle, a la delicadeza de pies y manos, a la longitud de la tornátil garganta. Si hubiese que poner algún defecto a Rosa (pues no existe belleza intachable), sería que su rostro, tan lindo, tan bien coloreado y modelado por la naturaleza, expresaba poco; era un rostro vacío. Se diría que lo vano y fútil de las preocupaciones de tocador, únicas que en el cerebro se aposentaban, imprimía huella en la faz, y que Rosa, en ciertos momentos, sobre todo cuando no la animaba el reír o no resplandecía en su cara la vanidad satisfecha, se parecía a las perfectas muñecas de cera que se ven en los escaparates de las peluquerías exhibiendo el último peinado o el más reciente adorno de plumas y flores artificiales.
En Marineda se criticaba acerbamente el «lujo asiático» que había dado en gastar la hija de D. Benicio Neira. Las devotas amigas de saber vidas ajenas, como Zoe Martínez Orante y Regaladita Sanz, se hacían lenguas del derroche, boato y locuras de aquella muchacha. «Nunca lleva dos veces seguidas el mismo traje», suspiraban levantando los ojos al cielo. «Ahí está -añadían- Remedios Veniales, que ha tenido la curiosidad de contarle los trajes a Rosa Neira, y ¿cuántos dirá V. que resultan? Resultan quince, ¡quince!, todos de seda o de raso; y a proporción los abrigos, los gorros (aún hay en Marineda quien llama así a los sombreros), los guantes, los abanicos, el calzado y todo lo demás... Me consta (aquí bajaban la voz las noticieras) que compró en La Ciudad de Londres -¿no sabe V.? ¿esa tienda que dicen que facilitó para ella los fondos Sobrado?- unos encajes anchísimos, soberbios, para enaguas y peinadores. Nada, igual que una novia... ¡Cómo está el mundo, hija! Pasman las cosas que se ven... ¿Y de dónde saldrán esas misas? Al padre parece que ya sólo le falta por hipotecar las narices...».
Aunque es fama que los hombres no entienden de trapos, he creído siempre que eso es como lo de las casas desordenadas que, en opinión del vulgo, deben tener los solteros; y me confirmo en que no es privativo del sexo femenino entender de trapos, cuando noto que los árbitros de la moda son los señores modistos. Declaro, pues, y vengan cuchufletas, que entiendo de trapos, y sé muy bien cuándo, cómo y por qué va bien ataviada una señora. Pues con la autoridad que me presta mi explícita y valerosa declaración, digo que Rosa, la pobrecilla, después de tantos esfuerzos, de consagrar exclusivamente su vida y sus escasos recursos a deslumbrar a Marineda y atraerse las censuras de todas las personas sensatas... iba mal, rematadamente mal; para alguien en tendido y exigente en achaques de gusto, tan mal, que era un dolor.
Los quince vestidos contados por Remedios Veniales en realidad no pasaban de seis; pero la maña de Rosa consistía precisamente en disfrazarlos con tal arte, que nadie pudiese decir al verlos: «Mascarita, te conozco». Aquellos pichoncitos caseros mudaban la pluma cada semana. El negro, de seda brochada, emulaba a Proteo, según las transformaciones que sufría, ya por medio de lazos amarillos, ya de plegados verdes, ya de encajes blancos, ya de flecos de azabache; el cuerpo unas veces lucía escote cuadrado, otras una pañoleta, cuándo unas hombreras anchas, cuándo unas mangas de color pegadas la víspera. No le iban en zaga las metamorfosis del blanco, con el cual logró Rosa chasquearme a mí, pues los visos y cubiertas que recibía el traje lo hacían parecer enteramente distinto, inédito. ¡Qué diré de cierta casaquita de veludillo azul, ora guarnecida con densa piel, a la usanza rusa, ora velada por vaporosas gasas que remedaban nubes sobre un celaje puro!
Yo sabía perfectamente que tan laboriosas combinaciones harían sonreír de lástima a una verdadera lionne, de las que encargan sus trajes por cajas y docenas, y desdeñan la ciencia humilde y práctica de aprovechar las sobras.
Yo comprendía que el supuesto «lujo asiático», el «boato» de la chica de Neira, era en realidad penuria, y que con aquellos cuatro pinguitos, en Madrid, Rosa no pasaría de ser una de las bellas cursis en quienes nadie repara, y que desfilan por la ancha y soleada acera de la calle de Alcalá, o por las avenidas de Recoletos, oyendo piropos, a caza de un marido serio que las saque de penas. Mas, como decía el gracioso pedante moratiniano, todo es relativo en este mundo; y para Marineda, y sobre todo para la menguada renta de D. Benicio, el teje maneje de trapeteo en que andaba Rosa era excesivo y alarmante. Aquellas pobreterías -no me cabía duda- desequilibraban el presupuesto como lo podrían desequilibrar, si fuese mayor, los cajones llegados de París y las facturas del joyero y del peluquero de fama. La economía y el lujo son palabras que carecen de significación si no se consideran relacionadas con condiciones individuales y sociales. Aparte de que Rosa, en realidad, gastaba demasiado -pues esas vueltas y revueltas a un pingo, que al fin pingo se queda, nunca dejan de costar algunas pesetillas, y donde hay pocas todo abre surco-, en Rosa concurría una circunstancia que hacía más visible y escandaloso lo que daban en llamar su lujo: y era su belleza misma, su belleza triunfadora y resplandeciente.
En Rosa el más insignificante trapito causaba alboroto porque se veía de cien leguas. Los colores en ella parecían más vivos, los adornos más caprichosos y ricos, las flores más lozanas, la seda más crujiente, más atrevidos y provocadores los esprits y plumas de los tocados. Mientras las hijas del archimillonario Chucho Díaz, encargando a Madrid y a París la ropa, no lograban que nadie fijase en ellas los ojos, y parecían vestidas siempre con un mismo traje usado y de medio color, en Rosa las telitas peseteras y las puntillas de a real adquirían un aire de opulencia, majeza y frescura que les centuplicaban el mérito y el precio. Rosa ponía la moda en Marineda, y como a toda reina social, se la criticaba y se la imitaba a destajo.
Lo más singular es que D. Benicio, en medio de la gran confianza que conmigo tenía y que iba en aumento, lejos de quejarse del excesivo gasto de Rosa, alababa su economía, arreglo y habilidad.
-Es extraordinario -solía murmurar muy babosillo- cómo se las bandea esa muchacha. De un cuarto hace veinte. Oirá V. decir por ahí que derrocha, que tira el dinero. No, no, si ya sé que se murmura. ¡Infamias y picardías de la gente envidiosa, cuya maldad conozco! La pobre Rosa hace milagros. Aparece así... decentita... hasta elegante... en ella todo resulta... Claro; como que la figura la acompaña. Si fue se una cucaracha, una feróstica, de poco la serviría adornarse; porque aunque la mona se vista de seda... Lo que yo le aseguro a V. es que el ramo de trajes de Rosa no lo noto en mi presupuesto. Creo que con doscientos reales al año se las compone la chica. Vamos, que no he visto otra de más disposición.