Memorias de un solterón: 12
Capítulo XII
La sacaba yo del bolsillo, cuando sonó la campanilla, y con indecible susto oí resonar en la antesala el metal de voz de Primo Cova. ¡De Primo Cova nada menos! Se me erizó el cabello... el cabello que ya quiere empezar a emigrar... y me lancé del sillón. ¡Primo Cova! ¡La lengua más afilada de Marineda; el más implacable maldiciente; el que ni por casualidad dejaba honra sana; el que revolvía con fruición donde sospechaba que pudiese aparecer, palpitable y sangriento, el escándalo! ¡Primo Cova, entrando allí, encontrando a Feíta, enterando a toda la ciudad de que yo recibía visitas matinales de tal especie, y arrastrando por el lodo la buena fama de la muchacha, y lo que es peor, la de su padre!
No se me ocurrió sino levantarme, decir a doña Consola «Que se esconda Feíta por ahí, donde pueda» señalando al mismo tiempo a la puerta de escape que desde mi sala conducía al comedor y al cuarto de los libros... y precipitarme al pasillo, resuelto a que Cova, antes de salvar la antesala, pasase sobre mi cadáver. Sin que Cova intentase avanzar, ni yo articulase palabra, me alcanzó Feíta riendo a carcajadas, burlándose a todo trapo de mí y de mis recelos.
-Pase, Cova, pase -decía la muchacha sin conseguir recobrar la seriedad y el aplomo-. Pase, por Dios, no haga caso de D. Mauro, que está en Babia...
-Pero, ¿qué es esto? -preguntó Cova en tono de sorpresa, no tan exagerado, sin embargo, como las circunstancias requerían-. ¿Estaré viendo visiones? ¿Qué hace V. aquí, Feíta encantadora?
-Seductor Primo, aquí estoy porque quiero y porque me da la gana.
-Pues quedamos enterados. Por alguna rareza será.
-V. lo acierta -exclamé acogiéndome a la hipótesis, como el náufrago al palo flotante-. Un capricho de esta señorita, que nos ha de volver locos a todos.
-¡Puede! -respondió ella con alarde de chulesco desenfado-. Hijo (prosiguió, instando al maldiciente para que entrase en la sala, y señalándole un sillón), que se vuelva loco este señor (por mí), no tendrá nada de particular. Le falta equilibrio. La menor cosa le aturrulla y le pone en un estado... que necesitaría la camisa de fuerza. Cuando V. entró, ¿sabe lo que pretendía? Que yo me escondiese en un armario, ni más ni menos que en los sainetes.
-La señorita -intervino doña Consola, con toda su dignidad y pulcritud de expresión- obró bien en negarse a ocultarse, porque nada hacía de malo, y desde que se encuentra aquí la he acompañado yo...
-Y aunque no me acompañase nadie -replicó insolentemente la estrambótica.
-Y aunque no la acompañase a V. nadie -repitió persuadida y entera la insigne patrona-. La mujer virtuosa, a sí propia se acompaña. ¡Cuántas veces me lo ha dicho en vida la señora duquesa, que de Dios goza! Cuando estábamos en Londres salía sola mi señora casi diariamente, y se echaba por aquellas calles que marean, con el tropel de los coches, y de los ómnibus, y de los carros, y de los jinetes... Sola iba a las casas de los emigrados, sola hizo cada tres meses lo menos el camino de Londres a París... ¡ida y vuelta!... Yo al principio me asustaba y la decía: ¿Señorita... (porque en aquel tiempo era joven la señora) no le pasará algo? ¿No se desvergonzarán con V.? Y ella contestaba así, con el buen modo y la formalidad que tenía: Consolita, el respeto que nos tributan nos lo ganamos nosotros: nadie se mete conmigo, ni yo me meto con nadie.
-Eso pasaba allá en Inglaterra -objetó Primo Cova.
-Justamente -confirmó doña Consola, sin entender la malicia de la objeción.
-¿De modo -preguntó el maldiciente- que ya la tenemos a V. emancipada, Feíta? Porque este paso me parece decisivo. Venirse a la casa de un soltero, es pasar el Rubicón y la peña de la Marola. Puede V. decir que en horas ha sentado plaza de general.
-Sí, señor: estoy todo lo emancipada que puedo -respondió Feíta, enderezándose en el canapé, y recogiendo las pupilas para mirar con mayor fijeza a Primo Cova-. Digo todo lo que puedo, porque desgraciadamente... Yo me entiendo y bailo sola, amigo.
-Y tan sola como baila V.
-Completamente sola. ¿Sería mejor bailar acompañada?
-No he querido decir eso.
-Pues voy a pedirle a V. un favor. Tengo curiosidad de ver si me lo concede.
-A sus órdenes de V. -exclamó Primo con afectada galantería.
-¿A mis órdenes? Bueno. Pues se trata de lo siguiente, y dese prisa a probar que no es jarabe de pico lo que acaba de brindarme. ¡A ver si es usted capaz de este rasgo! Todo lo que piensa V. murmurar de mí...
-Qué, qué es eso de murmurar?... ¡Si yo no murmuro! ¡Si soy un inocente!
-Todo lo que ha de desollarme V.... -no me interrumpa, desollar he dicho- por este paso o esta genialidad de venirme a ver a D. Mauro Pareja, que tantas veces ha ido a verme a mí, por lo cual le debo aún muchísimas visitas que tendré que pagarle; todo lo que ha de cortar V. en mi pellejo y en mi honra- ¡córtelo ahora, delante de mí, en mi cara, frente a frente! ¡Salga el bisturí, y vaya alegando razones, fundando sus censuras, demostrando por a más b que soy una loca o una bribona; lo que le plazca! Pero repito que delante de mí, ahora mismo, sin reparo...
-¡Feíta, Feíta! -tartamudeó Cova, algo sobrecogido por tan briosa arremetida- V. parte del supuesto de que yo la voy a poner como un trapo y a pregonar en todas partes que merece V. reprobación... ¿y V. qué sabe si haré tal cosa? Casualmente no pienso hacerla.
-¿No piensa V. zaherirme?
-No, señora.
-¿De veritas?
-Palabra.
-¡Bien! -exclamó la indómita batiendo palmas de gozo-. Ahora empiezo a creer que mi propósito está en buen camino, que Dios guía mis pasos, y que la fortuna, como dicen los autores cursis, me sonríe. Eu Marineda, todo lo que se murmura lo guisa Primito. Si cuento con la benevolencia del capitán de los maldicientes, tengo la mitad del camino andado. Procure V. no faltar al convenio -añadió levantándose y cogiendo a Primo por la solapa de la americana, que sacudió entre risueña y amenazadora-. Porque como yo averigüe que anda V. por ahí despellejándome, después de comprometerse a no hacerlo, soy capaz de darle a V. un soplamocos en mitad de la calle Mayor o donde le encuentre, ¿se entera V.?
-Lo que procedería sería desafiarnos. Con sus teorías de V., Feíta, no será extraño que lleguemos al terreno.
-¡Al terreno! ¡Valiente farsa la del terreno, y valientes gallinas están Vds.! En fin, no hablemos más del caso. ¿V. promete no ensañarse conmigo?
-Prometo más -dijo Cova, cuyo semblante, de ordinario frío y sin expresión, se animó algún tanto-. Prometo que voy a ser su defensor en todas partes y contra todos los follones y malandrines que la roan a V. los zancajos. ¿Qué tal? Este sí que es rasgo, o no los hay en el mundo.
-Pues mira que he de agradecértelo -advertí yo interviniendo en el debate-. Sentiría mucho que a Feíta y a su padre les originase disgustos este nuevo sistema, pero el sentimiento sería mayor si los disgustos proviniesen de la venida de esta señorita a mi casa. Y quiero que conste que la censuro, y que todo esto va contra mi criterio y contra mi voluntad enteramente. Esta señorita ha venido aquí...
-A dar lección al chico de arriba -respondió flemáticamente Primo-. Antes había ido a dar otra lección al barrio del Ensanche... Estas lecciones se las proporcionó el Doctor Moragas, que tiene la mitad de la culpa de que Feíta se nos vaya del seguro.
-¿Cómo lo sabes? -pregunté asombrado.
-¡Pch, pch! -respondió desdeñosamente el murmurador-. ¡A buena parte vienes! Yo sé al dedillo las cosas que hay más empeño en ocultar... figúrate si sabré las que se hacen a gritos, en mitad de la plaza. A Feíta se la podrá poner toda clase de defectos, menos el de recatarse y disimular. ¡Saber los pasos en que anda! Pues si se ha empeñado en que hasta los gatos los sepan. Cuando vine aquí me daba el corazón que encontraría a nuestra gran Feíta, y mira si acerté.
-¿Le daba a V. el corazón que me encontraría aquí? Ese corazón merece embalsamarse y guardarse en urna, como el del general Esteva -dijo Feíta soltando la carcajada-. ¿Y qué vengo yo a hacer aquí? Vamos, dígalo.
-¡Qué sé yo!
-¿Ve V. cómo no todo se puede adivinar?
-Viene -me apresuré a advertir- a consultar la biblioteca de la difunta duquesa.
-Sí por cierto -afirmó doña Consola-. Y si la critican por eso, que deje a las lenguas venenosas explayarse como gusten, que ya se cansarán. No hay envidia que cien años dure. Así sucedió con la señora duquesa, que en santa gloria esté. Vds. recordarán las muchas caridades que hacía; tantas, que S. M. la nombró duquesa de la Piedad, precisamente por las limosnas que daba y los establecimientos de beneficencia que fundaba. Pues a pesar de ser tan buena la señora y de que la alababan los papeles y dé que S. M. la escribía cartas de su puño y letra (que yo conservo ahí diez o doce lo menos y pueden verlas los que lo duden ¿Vds. entienden?) no faltó quien la mordiese y quien la pinchase, hasta en periódicos. ¡Nadie es doblón, nadie es doblón de a ocho, señorita! Dichosa V. si llegase a lo que llegó la señora duquesa, que al fin y al cabo la reconocieron por heroína sus mismos compatriotas.
Así habló doña Consola, dejándome atónito con su derroche de elocuencia. Pocas veces la insigne patrona, de suyo reservada y lacónica, enjaretaba párrafos de esta magnitud. Es verdad que el tema de la duquesa era el único que tenía el privilegio de que soltase la lengua doña Consola.
-¿Según eso V. viene a registrar librotes? -dijo Cova mirando irónicamente a la muchacha.
-A eso viene -respondí yo, poniéndome de pie y entregando a Feíta la llave-. Aquí tiene V. -añadí- la clave del tesoro, que acostumbro retener por indulgencia de doña Consola. V. queda en su casa, y puede revolver, no sólo la librería de la duquesa, sino mis pobres estantes, donde no faltan también algunos libracos. No todos se los dejaría yo a V. manejar, si V. fue se como las demás muchachas; pero si ha leído V. otros... bien puede leer los míos, que al fin y al cabo tampoco son de los que pervierten a nadie. Y adiós, amiguita. Nos vamos este y yo a tomar el sol, que el día parece hermoso.
-Bien pensado -respondió la emancipada-. Para nada necesito de Vds. Gracias por los libros. ¡Me voy a dar una atraquina! V., Covita, ya sabe... ¡Cuidado con cumplir el pacto, por que si no...!
Y le amenazó con la mano. Salimos de allí huyendo de la proximidad de la niña, como huiríamos de un dragón furioso. Mi fuga, según creí, cortaría las alas a las peores murmuraciones, a los comentarios más duros. Pero, ¡también era pensión haber de abandonar mi nido, porque se metía en él aquella insensata gorriona! Cogido del brazo del maldiciente, desahogué la contrariedad, y glosamos el suceso. Cova no mostraba, severidad ni mala intención, caso raro: el áspid no destilaba gota de veneno. -«¡Pobre criatura! -decía-. Comprendo su arrechucho. Está harta de miseria, y de sufrir a las hermanitas y al memo del papá. En toda la familia de Neira no hay persona mejor que esta chiquilla».
Discurriendo así, y llevándole yo la contraria, porque la conducta de Feíta me parecía incalificable, bajamos por los muelles, a la sazón obstruidos por carros, pipotes y bocoyes, y pasamos ante la casa donde vivía D. Benicio Neira. Natural asociación de ideas nos hizo fijarnos en la fachada, en las encristaladas galerías, a cuyos vidrios arrancaban destellos los rayos del sol; y en el ángulo de la que correspondía al piso habitado por las Neiras, la ojeada sagaz de Primo Cova sorprendió algo que le hizo darme un codazo significativo. Una de las vidrieras estaba abierta, pero muy poco, sostenida en las palomillas de apoyo a suficiente altura para dejar pasar una mano, blanca, diminuta y fina; y esta mano de mujer sostenía y tremolaba una microscópica banderita de cinta color de rosa.
-Es una seña -dijo Cova, que se ocultó bajo el primer arco de los soportales para atisbar mejor.
-¡Una seña! -repetí-. Pero, ¿a quién? En la calle, excepto los cargadores y las pescantinas, no hay nadie más que nosotros.
-¡Simplón! -repitió mi compañero-. Vuelva un poco la cabeza, mire hacia abajo...
Hice lo que me aconsejaba Cova, y distinguí, en la ventana que pertenecía al piso de Sobrado, y que aparecía entreabierta, a cuchillo, la figura de un hombre vuelto de espaldas, que alzaba el rostro en dirección de la banderita microscópica...
-Buena biblioteca se consulta aquí -dijo Cova sofocando la risa-. Mientras la otra revuelve infolios, esta saca por la galería el corazón... porque Rosa, en el lado izquierdo, lo que tiene es un cintajo de seda... -¡Qué de líos, amago Abad! No se sale a la calle sin tropezar en alguno...