Memorias de un solterón: 26

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Memorias de un solterón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXVI
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Capítulo XXVI

Aquí vuelvo yo a danzar en los anales de una familia de Neira, pudiendo decir que mi acción fue de sumo provecho, y, que desempeñé el papel de ese amigo incondicional sin cuyos buenos oficios las desgracias son más irreparables, más resonante el escándalo, y la caída conduce a un abismo del cual nadie sale si no le tienden mano poderosa.

¿Quién -preguntáis- me impulsó a intervenir en el conflicto, a la manera de los dioses fabulosos en las anticuadas epopeyas, arrogándome fueros de bienhechora divinidad? ¿Quién me hizo andar, correr, tornar, virar, aceptar responsabilidades, cabildear, visitar redacciones de diarios, aprontar dinero, pasar malos días y peores noches, y en suma alterar y cambiar de tal suerte mi género de vida, mis hábitos y mis arraigados principios, que los dos únicos seres compañeros de mi soledad -el minino y doña Consola-, llegaron a desconfiar de mi razón, y a demostrármelo con su inquietud, su esquivez y su melancolía?

¡Bah! De sobra habéis adivinado el móvil que me dictaba rasgos de tan inverosímil abnegación y daba al traste con el bien cimentado edificio de mi sosiego. Ya estabais enterados de que me había cogido entre sus uñas el misterioso duende que desde el origen de los tiempos juguetea con la humanidad, después de expulsarla del paraíso y arrojarla a la ingrata superficie de la tierra, a peregrinar, a rabiar y a combatir. Conociendo el nombre de mi tirano, no extrañaréis el mal trato que me daba, ni la resignación con que yo lo sufría.

¿Resignación? No; ya es preciso decir gusto. -En aquellos días memorables para la familia de Neira comprobé la realidad del aserto de un sagacísimo autor sobre la actividad y brío que el amor comunica a la vida del enamorado, el interés que para él adquieren las más mínimas y sencillas circunstancias y advenimientos; la extraña confusión que hace del pasado y del porvenir con el presente; la existencia en los tres tiempos del verbo, existencia intensísima, fogosa y rica en sensaciones y en emociones continuadas. Conviene advertir que yo saboreaba sin reparo los frutos del árbol engañador, y había desertado tan resueltamente de mis banderas, que llegué a dudar si el Mauro Pareja cauto, precavido y cuerdo de las primeras páginas de estas Memorias, sería el mismo que sólo vivía para tomar como cosa propia aquellos cuidados ajenos que, según el proverbio, matan al... ¡No escribiré el poco halagüeño sustantivo!

Quiso la casualidad, maestra en aciertos, que un cuarto de hora después que D. Benicio Neira llegase yo al Gobierno civil; necesitaba hablar a Mejía de ciertos planos para el futuro palacio de la Diputación provincial marinedina, planos cuya ejecución se me había confiado y en los cuales deseaba desplegar toda mi ciencia, pues desde que soñaba en bodas, más o menos remotas y fantásticas, el trabajo me atraía. Indicome el ordenanza que esperase en el salón carmesí, contiguo al gabinete. Conociendo las costumbres de Mejía, sospeché que tal vez estaba entretenido con alguna alegre muchacha; de varias sabía yo que habían entrado y salido por la puertecilla de escape y la escalera angosta que conduce a un poco frecuentado callejón, a espaldas del edificio. Bajo el influjo de esta creencia, me expliqué a mi modo los ruidos como de lucha que venían del gabinete. «Retozan» pensé, algo contrariado por aguardar en tales condiciones, y paseando de arriba abajo, a fin de entretener la impaciencia. Un grito sofocado, pero de horror y agonía, un choque pesado y sordo, me obligaron a correr hacia la puerta del gabinete. En un segundo adiviné que allí se desarrollaban escenas bien distintas de las que al pronto supuse. Todo había quedado en silencio; sin embargo, no vacilé: abrí de pronto la puerta y vi el cuadro: Mejía en el suelo, ahogándose en sangre, dando las boqueadas, y Neira derrumbado en el diván, mirando con ojos de loco a su víctima.

No sé si parecerá creíble, pero lo cierto es que no me asombré, y en el mismo instante comprendí y me expliqué completa y satisfactoriamente lo acaecido. Aunque acción tan gallarda y fiera pareciese impropia del carácter inofensivo de D. Benicio, yo, que conocía el fanatismo de su amor paternal y le había oído anunciar una hombrada para el caso de que alguien afrentase a sus hijas; yo, que sé cuán probables son las reacciones violentas en un carácter débil y resignado, en un hombre sufrido -siempre que persista en él la noción de la dignidad moral y un espiritualismo fuerte y profundo-, no me maravillé de que al cabo aquel cordero, en un arranque terrible, desquitase sesenta años de paciencia y escarnio, de pasividad y de oculto dolor.

¡Cómo aguzan el entendimiento estos casos extremos! Siempre que recuerdo aquel trance crítico, me siento orgulloso, envanecido del ingenio y habilidad con que di salida a tan apretada situación. Mi ocurrencia fue rapidísima, según son las ideas geniales, que se nos presentan envueltas en la luz del relámpago y nos deslumbran. Allí había que proceder como el cirujano cuándo opera sobre el campo de batalla: sin perder instante, sin titubear, imponiéndose.

Mejía iba a expirar, sin poder articular palabra, asfixiado y desvanecido por la hemorragia que le cortaba a un tiempo el habla y la vida. Yo había pasado, solo, en el salón contiguo, un cuarto de hora. Nadie podía afirmar que, en vez de esperar allí, no hubiese penetrado en el gabinete, y asistido a toda la escena entre el padre y el seductor de Argos. Velozmente subí al diván, arranqué de la panoplia otro florete y lo coloqué en la mano derecha de Mejía, engarrotando alrededor de la empuñadura los dedos inertes del moribundo. Y abrazando a D. Benicio, y con palabras persuasivas, repitiendo el nombre de sus hijas inocentes, de las menores, que no habían de pagar los ajenos pecados, le convencí de que no consintiese en pasar por asesino, de que aceptase mi estratagema y confirmase mi versión. Al pronto manifestó escrúpulos y un insano afán de correr a delatarse; por fortuna (nadie se asuste de esta frase despiadada en apariencia) en aquel mismo momento se estremeció Mejía; un borbotón de sangre salió de su boca, y quedó inmóvil, con los ojos vidriados. «Muerto el perro, acabose la rabia». «¿Quiere V. que las chiquillas tengan un padre en presidio... en la horca?». Neira, casi tan difunto como Mejía, cedió; sus nervios no le sostenían, y ya era incapaz de resistirá mis apremiantes ruegos. Me di cuenta de que se entregaba a discreción, y procedí sin demora a salvarle. Lo primero que hice fue buscar al secretario -cuyo despacho se encuentra dos o tres puertas más allá del salón carmesí, al extremo de un largo pasillo-. Le referí mi historia inventada, la llegada del ofendido padre; la burla del ofensor, mi intervención conciliadora e inútil, el reto, el combate que presencié y en que Mejía, creyendo desarmar de buenas a primeras a su adversario, recibió la mortal estocada... La narración -verosímil o no-, fue creída, y don Benicio dejado en libertad provisionalmente. Así y todo, mal lo habría pasado, y no escaparía de las garras de la justicia, ni yo tampoco, si ciertas instrucciones pedidas a Madrid y en viudas con gran reserva por el Gobierno, no moviesen a las autoridades marinedinas a echar tierra, muchas paletadas de tierra, sobre el cadáver de Mejía y el drama que le costó la vida. La prensa de oposición intentó alborotar el cotarro; pero se hizo de suerte que no tuviese datos con qué robustecer ciertas malignas insinuaciones, y se evitó que un ruidoso proceso descubriese, en los antecedentes de un gobernador, nidadas de sapos y culebrones. Si me preguntáis cómo se puede echar tierra a todo aquello a que conviene echarla... os diré que sois poco avisados o poco observadores, y desconocéis el mecanismo de nuestra sociedad, de nuestras instituciones, de nuestras leyes. Milagros como estos se ven, no diré cada día, pero sí harto a menudo, y la opinión va habituándose a paladear con delicia el jarabe de adormideras, el dulce opio del olvido. Dadme tiempo y favor, y entierro yo, no un crimen: todas las Causas célebres y todos los Panamás del mundo...

En Marineda, la gente se puso de parte de D. Benicio; es justo declararlo. Se le perdonó y hasta en voz baja se le ensalzó y glorificó. Fue héroe en sus postrimerías. -La única persona que no transigía con el atentado... era su autor. No pudo aquel hombre, saturado de escuelas cristianas, predispuesto a la santidad, olvidar que había teñido sus manos de sangre. La acción, la única acción significativa y poderosa de su vida, gastó toda la provisión de fuerzas físicas y morales que tenía disponible, y D. Benicio, como suele decirse, ya no levantó cabeza. Medio alelado, agravado su padecimiento del corazón, se postró, no en la cama, donde se ahogaba, sino en un sillón ancho y viejo; en breve hincháronse sus piernas, síntoma fatal, y poco tardó en acudir la gran libertadora -a la cual recibió pertrechado con los sacramentos, consolado por la absolución, arrepentido, lleno de fe y de esperanza, y humilde y engreído a la vez, como el vasallo a quien su rey visita. La ceremonia de administrar el Viático a Neira nos conmovió hasta a los que tenemos el espíritu asaz profano. Después de tan solemne instante fue cuando, entre dos sofocaciones mortales, me rogó que aceptase la tutela de sus hijas, cargo que admití con toda mi alma y hasta con pueril alegría: mi estéril existencia era, por fin, útil y provechosa para alguno.

Y héteme constituido en consejero, director y árbrito de aquella familia desconsolada. Desconsolada, sí; la doble tragedia, el triste fin de Mejía y de su matador, habían caído como pavoroso aviso del cielo hasta sobre las más desjuiciadas de las hijas de Neira. Todas lloraban lágrimas sinceras y hermosas, de pesar, de expiación: Rosa andaba por la casa despeinada y con una bata de zaraza de a real, indicio segurísimo en ella del dolor más verdadero. -¿Y Feíta? -oigo que pregunta el lector curioso en cuestiones del corazón-. ¡Feíta! ¡Creo que nadie habrá dudado de que la independiente seguía en Marineda, y del gran viaje no se había vuelto a hablar ni por asomos! Conque entre Feíta y yo asumimos la dictadura y agarramos el timón de aquella casa, sin que a nadie se le ocurriese discutir nuestra legítima autoridad, fundada en mi buena intención y en las altas dotes de gobierno y energía de la encantadora extravagante...

¡Y qué tino y firmeza demostramos al desenredar la madeja del conflicto económico, que no había cesado, claro está, de afligir a la prole de Neira! Todas las noches nos reuníamos a deliberar, y de nuestras deliberaciones salía siempre alguna resolución extraña al parecer, y en realidad bizarra y feliz. Empezamos por eximir a Argos del horrible bochorno que en Marineda sufría, despachándola a Barcelona, a la hospitalaria casa de doña Milagros. La consigna fue que Argos siguiese estudiando canto y música, y que, pasado algún tiempo, buscase en el teatro la gloria y el provecho que le prometen su rara voz y su no menos rara belleza. -«Empeñarse en hacer de Argos una mujer casera y metódica, es errarla» -me decía Feíta-. «Nació para una vida... agitada, pasional. Si llega a ser una brillante artista, es mejor que cualquier tronera si la lleva a París, o si ella labra la desdicha de un marido, caso de que llegue a encontrarlo». Enderezada ya Argos con rumbo a nuevos destinos, se realizó la mudanza y se buscó un piso en el Ensanche, alto, barato, modesto, con buen aire y alegre vista. Allí se reservó una sala decente y un cuarto desahogado y limpio para taller de Rosa... Sí; en el programa de Feíta entraba también esto: Rosa aprovecharía su buen gusto y su afición a los trapos, ganándose la vida, trayendo el correspondiente grano de trigo al pan del hogar. «Ya hemos dejado de ser señoritas» -repetía la independiente-. «A arrimar el hombro todas. No faltarán parroquianas, Rosita; he recibido encargos para un mes, lo menos; tus oficialas serán Constanza y Mizucha, que cosen divinamente. Si eres buena, si trabajas asiduamente y la labor produce, con el tiempo irás a Madrid y a París a traer la novedad, y de paso a divertirte, a gozar con los pingos. Y no se me replica; porque si haces ascos al santo trabajo, te meto en una casa a servir». En cuanto a Froilán, me encargué yo de él: como no apencaba con el estudio, le coloqué de dependiente en La ciudad de Londres -cuyas facturas se pagaron con el dinero enviado por la siempre generosa doña Milagros-. No parecía torpe el mozo para medir y despachar género, y su buena educación y agrado le hicieron simpático a la clientela femenina. Desairado por Minerva, creemos que el único varón de la casa de Neira ha encontrado un excelente patrono en Mercurio.

Como he dicho, la familia obedecía a Feíta sin replicar, y las antes díscolas hermanas ni pensaron en discutir sus prudentes disposiciones. Del patrimonio salvamos algo, más de lo que se esperaba; sin duda Dios tocó en el corazón a Baltasar Sobrado, para que no apretase el dogal hasta estrangular a las huérfanas. Siempre he sospechado que, en aquella ocasión, Dios habló a Sobrado por boca de su hijo, el cual demostraba de mil modos que Feíta, ahora como antes, era dueña de su albedrío y señora de sus pensamientos. Y por cierto que los paseos y rondaduras del ex compañero por la calle de mi amiga llegaron a preocuparme de tal modo, que, rompiendo mi propósito de no decir a Feíta palabra sobre lo que más me importaba en el mundo, la interpelé, y oí de sus labios estas palabras, para mí decisivas:

-No quería casarme. A V. le consta. Soñaba con la libertad, y con algo que a mí me parecía el ideal. Las cosas se me han arreglado de muy diferente modo. El Deber y la Familia (con mayúscula, amigo Mauro) han caído sobre mí... y ¡cuánto pesan! Me declaro rendida... Necesito un Cirineo... pero no ese compañero, hoy burgués. Francamente: quizás me hacía gracia cuando gastaba blusa: ahora me parece un tipo de lo más vulgar. Ese no tenía fe... Buscaba lo que hoy posee: dinero, comodidades, holganza... Ya lo consiguió. No le hace falta Feíta. Crea V. que, si me presto a que me echen la consabida estola, ¡que a Vds. les ponen por el cuello y nosotras por la cabeza, mal rayo!, no será Ramón Sobrado quien se arrodille a mi vera...

Comprendí, y deslumbrado de alegría, tendí las manos, cogí la cara de la independiente y la besé con arrebato, largamente, sobre los párpados de fina seda que cubren las pupilas verdes. Fue la única libertad que me tomé (te lo juro) hasta que pude llamarme esposo de Feíta Neira. -Tal vez, ya que emborroné las Memorias de un solterón, merezcan escribirse las de un casado... con mujer tan singular como la que me tocó en suerte.