Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro III

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TERCER LIBRO



Argumento.

Luego que fué de día, la justicia, con sus ministros y hombres de pie, vinieron a la posada de Apuleyo y como a un homicida lo llevaron preso ante los jueces. Y cuenta del gran pueblo y gente que se juntó a verlo. Y de cómo el promotor le acusó como a hombre matador y cómo él defendía su inocencia por argumentos de grande orador; y cómo vino una vieja que parecía ser madre de aquellos muertos, a los cuales, por mandato de los jueces, Apuleyo descubrió por que la burla pareciese. Donde se levantó tan gran risa, entre todos, que fué con esto celebrada con gran placer la fiesta del dios de la risa. Fotis, su amiga, le descubrió la causa de los odres. Añade luego cómo él vió a la mujer de Milón untarse con ungüento mágico y transfigurarse en ave; de lo cual le tomó tan gran deseo, que por error de la bujeta del ungüento, por tornarse ave se transfiguró en asno. En fin, dice el robo de la casa de Milón, de donde hecho asno, lo llevaron los ladrones, cargado con las otras bestias, con las riquezas de Milón.

CAPITULO PRIMERO

Cómo Lucio Apuleyo fué preso por homicida y llevado al teatro público para ser juzgado ante todo el pueblo, y cómo el promotor fiscal le puso la acusación para celebrar la fiesta solemne del dios de la risa. Y cómo Apuleyo responde a ella, por defender su inocencia.

Otro día, de mañana, saliendo el Sol, yo desperté y comencé a pensar en la hazaña que me había acontecido antenoche; y torciendo las manos y pies, estirándome los dedos y puestas las manos sobre las rodillas, sentado de cuclillas en la cama, lloraba muy reciamente, pensando en mí y teniendo ante los ojos la casa de la justicia, los jueces y la sentencia que contra mí se había de dar y el verdugo que me había de degollar, y decía entre mí:

"¿Qué juez puedo yo hallar tan manso y benigno que me haya de dar por inocente y no culpado, estando ensangrentado y untado con sangre de la muerte de tantos hombres ciudadanos? ¿Esta es aquella prosperidad de mi camino que el sabio Diófanes con mucha vehemencia me decía?" Esto y otras cosas semejantes diciendo y replicando entre mí, lloraba y maldecía mi ventura. Estando en esto, oí abrir las puertas, y con grandes clamores y ruido entrar los alcaldes y alguaciles con mucha compañía y gente de pie, que llenaron toda la casa; y luego dos porteros de maza por mandato de los alcaldes me echaron la mano para llevarme por fuerza, como quiera que yo no resistía; y como llegamos a la primera calleja, toda la ciudad estaba por allí esperándonos, y con mucha frecuencia nos siguió. Y como quiera que yo llevaba los ojos en tierra y aun en los abismos, lanzados con mucha tristeza, torci un poco la cabeza a un lado y vi una cosa de gran maravilla: que entre tanto pueblo como allí estaba, ninguno había que no se rompiese las entrañas de risa; finalmente, habiéndome llevado por las calles públicas de la manera que purgan la ciudad cuando hay algunas malas señales o agüeros, que traen la víctima o animal que han de sacrificar por las calles y rincones de las plazas, así, después de haberme traído por cada rincón de la plaza, pusiéronse delante de la silla de los jueces, que era un cadalso muy alto, donde estaban sentados. Ya el pregonero de la ciudad pregonaba que todos callasen y tuviesen silencio, cuando todos a una voz dicen que por la muchedumbre de la gente, que peligraba por la gran estrechura y apretamiento del lugar, y que este juicio se fuese a juzgar al teatro. Y luego, sin más tardanza, todo el pueblo fué corriendo al teatro, que en muy poco tiempo fué lleno de gente, de manera que las entradas y los tejados todo estaba lleno: unos estaban abrazados a las columnas; otros, colgados de las estatuas; otros, a las ventanas y azoteas, medio asomados, tanto, que con la mucha gana que tenían de ver, se ponían a peligro de su salud. Entonces lleváronme por medio del teatro los hombres de pie de la justicia, como a una víctima que quieren sacrificar, y pusiéronme delante del asentamiento de los jueves. El pregonero, a grandes voces, comenzó otra vez a pregonar, llamando al acusador, el cual, citado, se levantó un viejo para acusarme, y para el espacio o término de su acusación o habla pusieron allí un reloj de agua, que es un vaso sutilmente horadado, a manera de coladera, y echando agua en aquél, gotea poco a poco. Echáronle agua y comenzó el viejo a hablar al pueblo de esta manera:

—Ciudadanos, nobles y honrados: no penséis que se tratan aquí cosas de muy poca substancia, mayormente, que toca a la paz y pro común de toda la ciudad y al buen ejemplo para el provecho de lo porvenir. Así que más os conviene a todos y a cada uno de vosotros, según la dignidad de vuestro cargo, proveer que un homicida malvado como éste no haya cometido sin pena muerte tan cruda y carnicería de tantos hombres. Y no penséis que por tener yo enemistad privada contra éste diga esto por odio propio que le tenga. Porque yo soy capitán de la guardia de la noche, y creo que ninguno hay, de todos cuantos velan de noche hasta hoy, que con razón pueda culpar mi diligencia; yo diré con mucha verdad la cosa cómo pasó. Andando yo ancche, como a las tres horas de la noche, con mucha diligencia, cercando y rondando la ciudad de puerta en puerta, veo este crudelísimo hombre con una espada en la mano matando a cuantos podía; ya tenía entre sus pies tres muertos, que aun estaban expirando, envueltos en mucha sangre, y él, como me sintió y vió el tan grandísimo mal y traición que había hecho, huyó luego, y como hacia muy obscuro, lanzóse en una casa, donde toda la noche estuvo escondido. Mas la providencia de los dioses, que no permite a los malhechores quedar sin pena alguna, proveyó que éste, antes que escondidamente huyese, lo prendiese esta mañana y lo presentase ante la autoridad sagrada de vuestro juicio; de manera que aquí tenéis a este culpado de tantas muertes; culpado que fué tomado en el delito; culpado que es hombre extranjero. Así que, con mucha constancia y severidad, pronunciad la sentencia contra hombre extraño de aquel crimen y delito que contra un vuestro ciudadano pronunciárades."

De esta manera hablando, aquel recio acusador, en fin, acabó su cruel razón; y luego el pregonero me dijo que si quería responder a alguna cosa a lo que aquel decía, que comenzase. Pero yo, en todo aquel tiempo, ninguna otra cosa podía hacer sino llorar, y no tanto por oír aquella cruel acusación, cuanto por saber y ser cierto que estaba culpado de aquel delito. Con todo eso, Dios me dió un poco de osadía, con que respondí de esta manera:

—No ignoro yo, señores, cuán recia y ardua cosa sea, estando muertos tres ciudadanos, que aquel que es acusado de su muerte, aunque diga verdad y espontáneamente y de su voluntad confiese el hecho, persuada a tanta muchedumbre de pueblo ser inocente y estar sin culpa; mas si vuestra humanidad me quiere dar una poca de audiencia pública, fácilmente os mostraré este peligro de mi cabeza en que ahora estoy, no por mi culpa y merecimiento, sino por caso fortuito y con mucha razón que tuve, lo padezco y sostengo. Porque viniendo de cenar anoche un poco tarde, y habiendo bebido muy bien, lo cual, como crimen verdadero, no dejaré de confesar, llegando ante las puertas de mi posada, que es en casa de Milón, vuestro ciudadano honrado, veo unos cruelísimos ladrones que intentaban entrar en casa y procuraban con toda diligencia de quebrar las puertas y arrancarlas de los quicios, rompiendo las cerraduras con que estaban cerradas, deliberando y determinando ya consigo cómo ellos habían de matar a los que dentro moraban; de los cuales ladrones el más principal, así en cuerpo como en fuerzas, incitaba a los otros con estas y otras palabras: "Ea, mancebos, con esfuerzos de muy valientes hombres y alegres corazones, asaltemos a estos que duermen; apartad de vosotros toda pereza y tardanza; con las espadas en las manos andemos matando por toda la casa; el que halláremos durmiendo, muera luego; el que se defendiere, herirle reciamente, y así nos iremos en salvo si ninguno dejáremos vivo en casa." Yo, señores, confieso que, pensando hacer oficio de buen ciudadano, y también temiendo no hiciesen mal a mis huéspedes y a mí, con mi espada, que para semejantes peligros traía conmigo, salté sobre ellos por espantarlos y hacerlos huir. Ellos, como hombres bárbaros y crueles, no quisieron huir, antes, aunque me vieron con la espada en la mano, pusiéronse con grande audacia en gran resistencia, hasta que la batalla se partió en dos partes, y el capitán o alférez de ellos, con mucha valentía, arremetió conmigo; con ambas manos trabóme de los cabellos, y volviéndome la cabeza atrás, quería darme con una piedra; y en tanto que gritaba pidiendo a otro que le diese la piedra, dile una estocada, que luego cayó muerto; a otro que me mordía de los pies, le di por las espaldas; al tercero que con discreción vino contra mí, por los pechos, y así los despaché a todos tres. En esta manera, hecha y sosegada la paz, la casa de mi huésped y salud de todos defendida y amparada, no pensaba yo que me habían de dar pena, sino que era digno que públicamente fuese alabado: porque hasta hoy no se hallará que, en cosa alguna, yo haya hecho ni cometido crimen ni nunca de ello fuí acusado; antes, siempre fuí mirado y tenido en honra, y en mi tierra entre los míos siempre mi limpieza e inocencia antepuso a todo otro provecho y utilidad; ni puedo hallar qué razón haya para acusarme e tan justa venganza como fué la que hice contra unos ladrones tan malignos; mayormente, que nadie podrá mostrar que entre nosotros hubiese precedido enemistad antes de ahora, ni que yo los conociese ni hubiese visto en toda mi vida; cuanto más, que no se podría mostrar alguna cosa para robarles, por codicia de la cual se crea haber cometido tan gran crimen.

Habiendo hablado de esta manera, los ojos llenos de lágrimas, las manos alzadas, rogando, ora a éstos, ora a aquéllos, suplicaba por pública misericordia y por la caridad y amor de sus hijos. Y como yo creyese que ya todos, por su humanidad estaban conmovidos, habiendo mancilla de mis lágrimas, comencé a protestar y traer por testigos a los ojos del Sol y de la justicia, a quien nada se puede esconder, y encomendando mi caso presente a la providencia de los dioses, alcé un poco la cabeza y veo a todo el pueblo que quería reventar de risa, y no menos a mi buen huésped y padre Milón, que se deshacía riendo. Entonces, cuando yo esto vi, comencé a decir entre mí:

—¡Mirad qué fe, mirad qué conciencia! Yo, por la salud de mi huésped, soy homicida y me acusan por matador; y él, no contento que aun siquiera por consolarme no está cerca de mí, antes está riendo de mi suerte.

CAPITULO II

Cómo estando Apuleyo aparejado para recibir sentencia, vino al teatro una mujer vieja llorando, la cual, con grande instancia, acusa de nuevo a Lucio, diciendo haber muerto a sus tres hijos; y cómo, alzando la sábana con que es aban cubiertos los cuerpos, pareció ser odres llenos de viento, lo cual movió a todos a gran risa y placer.

Estando en esto viene una mujer por medio del teatro, llorando con muchas lágrimas, cubierta de luto y con un niño en los brazos; tras de ella venía una vieja vestida de jerga y llorando como la otra, y ambas venían sacudiendo unos ramos de oliva. Las cuales, puestas en torno del lecho donde los muertos estaban cubiertos con una sábana, alzados grandes gritos y voces, y llorando reciamente, decían:

—¡Oh señores! Por la misericordia que debéis a todos y también por el bien común de vuestra humanidad, habed merced y piedad de estos mancebos muertos sin ninguna razón, y también de nuestra viudez y soledad; y por nuestra consolación daduos venganza socorriendo con justicia las desventuras de este niño huérfano antes de tiempo; sacrificad a la paz y sosiego de la república con la sangre de este ladrón, según vuestras leyes y derechos.

Después de esto, levantóse uno de los jueces, el más antiguo, y comenzó a hablar al pueblo en esta manera:

—Sobre este crimen y delito, que de veras se debe punir y vengar, el mismo que lo cometió no lo puede negar; pero una sola causa y solicitud nos resta: que sepamos quiénes fueron los compañeros de tan gran hazaña, porque no es cosa verosímil que un hombre solo matase a tres tan valientes mancebos. Por ende, me parece que la verdad se debe saber por cuestión de tormento; porque quien le acompañaba huyó, y la cosa es venida a tal estado, que por tortura manifieste y declare los que fueron con él a hacer este crimen, porque de raíz se quite el miedo de facción tan cruel.

No tardó mucho que, a la manera de Grecia, luego trajeron allí un carro de fuego y todos otros géneros de tormentos. Acrecentóseme con esto y más que doblóseme la tristeza, porque al menos no me dejaban morir entero, sino despedazarme con tormentos; pero aquella vieja, que con sus plantos y lloros turbaba todo, dijo:

—Señores: antes que me pongáis en la horca a este ladrón, matador de mis tristes hijos, permitidme que sean descubiertos sus cuerpos muertos, que aquí están; porque contemplada y vista su edad y disposición, más justamente os indiguéis a vengar este delito.

A esto que la vieja dijo concedieron. Y luego uno de los jueces me mandó que con mi mano descubriese los muertos que estaban en el lecho. Yo, excusándome que no lo quería hacer, porque parecía que con la nueva demostración instauraba y renovaba el delito pasado, los porteros me compelieron que por fuerza y contra mi voluntad lo hubiese de hacer, y tomáronme la mano poniéndola sobre los muertos, para su muerte y destrucción; finalmente, que yo, constreñido de necesidad, obedecía a su mandato, y aunque contra mi voluntad, arrebatada la sábana, descubrí los cuerpos. ¡Oh buenos dioses! ¡Oh qué cosas vi! ¡Oh qué monstruo y cosa nueva! ¡Qué repentina mudanza de mi fortuna! Como quiera que ya estaba destinado y contado en poder de Proserpina, y entre la familia del infierno, súbitamente, atónito y espantado de ver lo contrario que pensaba, estuve fijos los ojos en tierra, que no puedo explicar con idóneas palabras la razón de aquella nueva imagen que vi. Porque los cuerpos de aquellos tres hombres muertos eran tres odres hinchados, con diversas cuchilladas. Y recordándome de la cuestión de antenoche, estaban abiertos y heridos por los lugares que yo había dado a los ladrones. Entonces de industria de algunos detuvieron un poco la risa, y luego comenzó el pueblo a reír tanto, que unos, con la gran alegría, daban voces; otros se ponían las manos en las barrigas, que les dolían de risa, y todos, llenos de placer y alegría, mirándome, hacia atrás se partieron del teatro. Yo luego que tomé aquella sábana y vi los odres, me helé y torné como una piedra, ni más ni menos que una de las otras estatuas o columnas que estaban en el teatro; y no torné en mí hasta que mi huésped Milón llegó y me echó la mano para llevarme, y renovadas otra vez las lágrimas y sollozando muchas veces, aunque no quise, mansamente me llevó consigo; y por las callejas más solas y sin gente, por unos rodeos, me llevó hasta su casa, consolándome con muchas pa'abras, que aún el miedo y la tristeza no me había salido del cuerpo. Con todo esto, nunca pudo amansar la indignación de mi injuria, que muy arraigada estaba en mi corazón. En esto estando, he aquí que vienen luego los senadores y jueces con sus maceros delante, y entrados en nuestra casa, con estas palabras me comienzan a halagar:

—No ignoramos tu dignidad y el noble linaje de donde vienes, señor Lucio, porque la nobleza de tu famosa e ínclita generación tiene comprendida y abrazada toda esta provincia. Y esto porque tú ahora tan reciamente te quejas no lo recibiste por hacerte injuria; por esto, aparta de tu corazón toda tristeza y fatiga, porque estos juegos, que pública y solemnemente celebramos en cada año al gratísimo dios de la risa, florecen siempre con invención de alguna novedad; y este dios acompaña y tiene por encomendado con mucho amor al inventor de tales placeres, y nunca consentirá que tengas pena ni enojo en tu ánimo, antes, con su apacible hermosura, alegrará siempre tu cara. Además de esto, toda esta ciudad te ofrece señalados honores, porque ya te ha asentado en sus libros por su patrón y ha deliberado de hacer tu imagen de bronce, que esté aquí perpetuamente por esta gracia que les has hecho.

A esto que me decían yo respondí en esta manera:

—A ti, ciudad única y más noble de Tesalia tengo en singular gracia tal y tan grande cuanto merece los beneficios que de tu propia voluntad me has ofrecido, pero imágenes y estatuas déjolas a los más honrados y mayores que soy yo.

De esta manera, habiendo hablado con alguna vergüenza, mostrando un poco la cara alegre, sonriéndome y fingiéndome alegre, cuanto más podía, les hablé y se partieron de mí.

CAPITULO III

Cómo acabada la fiesta del dios de la risa, Birrena envió a Lucio a que fuese a cenar, y por estar afrentado no lo aceptó; y cómo después de haber cenado con Milón, su huésped, se fué a dormir, donde, venida su Fotis, le descubrió cómo su ama Panfilia era grande hechicera, y por su ocasión había sido afrentado en la fiesta de la risa. Y cómo Lucio le importunó que se la quisiese mostrar, cuando obrase los hechizos que la deseaba mucho ver.

En esto, he aquí un criado de Birrena que entró de prisa y díjome:

—Ruégate tu madre, Birrena, que vayas a comer con ella, como anoche le prometiste, que es ya hora.

Yo, como estaba amedrentado y tenía aborrecida también su casa como las otras, dije:

—¡Oh señora madre!, cuánto querría obedecer tus mandamientos, si guardando mi fe lo pudiese hacer, porque mi huésped Milón me tomó juramento por la fiesta presente de este dios de la risa que comiese hoy con él, y así estoy comprometido, que no me conviene hacer otra cosa, ni él se apartará de esto, ni consentirá que yo me aparte de él; por ende, dejemos para adelante la promesa del convite.

Estando yo hab'ando en esto, vino Milón y tomóme por la mano para que nos fuésemos a bañar a unos baños que allí estaban cerca. Yo iba por la calle, escondiéndome de los ojos de quien encontrábamos, huyendo de la risa que yo mismo había fabricado, metido y encubierto a su lado; así que ni cómo me lavé ni me limpié, ni cómo torné a casa, con la gran vergüenza no me recuerdo, pero notado y señalado con los ojos, gestos y manos de todos, que casi sin alma estaba pasmado. Finalmente, que habiendo comido la pobre cenilla de Milón y tocado un paño de cabeza, por el gran dolor que en ella tenía, a causa de las muchas lágrimas que me habían salido, tomada fácilmente licencia me entré a dormir; y echado en mi cama, con mucha tristeza, recordábame de todas las cosas, cómo habían pasado, hasta tanto vino mi Fotis, que ya su señora era ida a dormir; la cual vino muy desemejada de como ella era: la cara no alegre, ni con habla graciosa, mas con mucha tristeza y severidad, arrugada la frente y temerosa, que no osaba hablar. Después que comenzó a hablar, dijo:

—Yo misma, de mi propia gana, confieso, yo misma digo que fuí causa de este enojo.

Y diciendo esto, sacó un látigo del seno, el cual me dió y dijo:

—Toma este látigo; ruégote que de esta mujer, quebrantadora de fe, tomes venganza, y aun si te pluguiere, cualquier otro mayor castigo que te pareciere; pero una cosa te ruego, creas y pienses, que no te di ni inventé este enojo, de mi gana, a sabiendas: mejor lo hagan los dioses que por mi causa tú padezcas un tantico de enojo; y si alguna adversidad tú has de haber luego, la pague yo con mi propia sangre. Mas lo que a causa de otro a mí mandaron que hiciese, por mi desdicha y mala suerte se tornó y cayó en tu injuria.

Entonces yo, incitado de una familiar curiosidad, deseando saber la causa encubierta del hecho pasado, comienzo a decir:

—Este látigo, malo y falso, que me diste para que te azotase, antes morirá y lo haré pedazos que tocar con él en tu blanda y hermosa carne. Pero ruégote que con verdad me digas y cuentes en qué manera éste tu yerro se convirtió en mi daño; que por tu vida, que la quiero como la mía, a ninguno podría creer, ni a ti misma, aunque lo digas, que cosa alguna pensases contra mí en daño mío; pero los pensamientos sin malicia, si en contrario cuento sucedieren, no son de culpar ni echarlos a mala parte.

Con el fin de estas razones yo besaba los ojos de mi Fotis, que los tenía húmedos de lágrimas, medio cerrados y marchitos. Ella, con esta alegría recreada, díjome:

—Señor, te ruego que esperes; cerraré la puerta de la cámara por que no haya algún escándalo de las palabras que con nuestro placer hablaremos.

Y diciendo esto, echó la aldaba a la puerta, con su garabatillo bien afirmado, y tornada a mí, abrazándome con ambas manos, díjome con voz muy sutil y queda:

—Gran temor y miedo tengo de descubrir los secretos de esta casa y revelar las cosas ocultas y encubiertas de mi señora; pero confiando en tu discreción, que demás de la nob'eza de tu generoso linaje y de tu alto ingenio, lleno y consagrado de religión, soy cierta que conoces la santa fe del silencio, en tal manera, que cualquier cosa que yo sometiere al claustro de tu religioso pe— cho, te ruego y suplico siempre la tengas y guardes, y lo que simple y arrebatadamente te digo, hazlo de remunerar con la tenacidad de tu silencio: porque la fuerza del amor que, más que ninguna de cuantas viven, te tengo, me compele a descubrirte este secreto. Ya sabes todo el estado de nuestra casa, y también sabrás los secretos maravillosos de mi señora, por los cuales le obedecen los muertos, las estrellas se turban, los dioses son apremiados, los elementos le sirven, y en cosa alguna tanto esfuerza la violencia de ésta su arte como cuando ve a algún mancebo gentilhombre que le agrada: lo cual suele acontecer a menudo, que aun ahora está muerta de amores por un mancebo hermoso y de buena disposición, contra el cual ejerce y apareja todas sus artes, manos y artillería. Oíle decir ayer, a vísperas, por estos mismos oídos, amenazando al Sol, que si presto no se pusiese y diese lugar a que la noche viniese para ejercer las cautelas de su arte mágica, que lo haría cubrir de una niebla obscura y que perpetuamente estuviese obscurecido. Este mozo que digo, viniendo allá anteayer del baño, vió estar sentado en casa de un barbero, y como vió que lo afeitaban, mandóme a mí que secretamente tomase de los cabellos que le habían cortado y estaban en el suelo caídos; los cuales, como yo comencé a coger a hurto, el barbero me vió, y como nosotras somos infamadas de hechicerías, arrebató de mí riñendo y deshonrándome, diciendo:

"Tú, mala mujer, no cesa cada día de hurtar los cabellos de los mancebos bien dispuestos que aquí se afeitan; por Dios, si de esta maldad no te apartas, que sin más tardanza lo digo a los alcaldes y te pongo delante de ellos."

Diciendo y haciendo, lanzó la mano en medio de mis pechos con gran ira, y buscando sacó los cabellos que ya yo tenía allí escondidos. De lo cual yo fuí muy enojada. Y conociendo las costumbres de mi señora, que con tales resistencias ella se acostumbraba enojar mucho y darme de palos, acordé irme y no tornar a casa, lo cual no hice por tu causa; pero como yo me partiese de allí triste, por no tornar las manos vacías, veo estar un odrero con unas tijeras trasquilando tres odres de cabrón, los cuales, como los viese estar colgados tersos y muy hinchados, tomé algunos de los pelos que estaban por el suelo, y como eran rojos semejaban a los cabellos de aquel beocio gentilhombre de quien mi ama estaba enamorada: a la cual los di, disimulando la verdad. Mi señora Panfilia, en el principio de la noche, antes que tú tornases de cenar, con la pena y ansia que tenía en su corazón, subió a una azotea de casa que estaba abierta a las partes orientales y a las otras hacia donde querrían mirar, en la cual ella secretamente mora y frecuenta, porque es aparejada para sus artes mágicas. Y ante todas cosas, según su costumbre, aparejó sus instrumentos mortíferos, conviene a saber: todo linaje de especias odoríferas, láminas de cobre con ciertos caracteres, que no se pueden leer, clavos y tablas de navíos, que se perdieron en la mar y fueron llorados. Asimismo tenía allí delante de sí muchos miembros y pedazos de cuerpos muertos, así como narices, dedos y clavos con carne de hombres muertos en el patíbulo. También tenía sangre de muertos a hierro, huesos de cabeza y quijadas sin dientes de bestias fieras. Entonces abrió un corazón, y vistas las venas y fibras cómo bullían, comenzó a rociarlo con diversos licores: ora con agua de fuente, ora con leche de vacas, ora con miel silvestre. Asimismo añadió mulsa, que es hecha de miel y agua cocida. De esta manera, aquellos pelos retorcidos y anudados y con muchos olores perfumados puso en medio de las brasas para quemar. Entonces, con la gran fuerza y poder de la nigromancia, y por la oculta violencia de los espíritus apremiados y constreñidos, aquellos cuerpos, cuyos pelos crujían en el fuego, reciben humano espíritu y sienten y oyen y andan y se van hacia la parte los que llevaban el oro de su mismo despojo y llegaban a la puerta de casa, porfiando entrar, como si fuera aquel mancebo beocio. En esto, tú, engañado con la obscuridad de la noche y con el vino que habías bebido, armado con tu espada en la mano y con gran osadía, casi perdido el seso, como aquel Ajaces griego, no matando ovejas como él destrujó y mató muchas, pero muy más fuerte y esforzadamente mataste tres odres hinchados. De manera que, vencidos los enemigos sin haber mácula de sangre, te abrazaré, no como a matahombres, pero como a mataodres.

Siendo yo de esta forma burlado y escarnecido con las graciosas palabras de Fotis, díjele:

—Pues que así es, paréceme, señora, que yo podré muy bien contar esta primera gloria de virtud, igualándola al ejemplo de los doce trabajos de Hércules, que como él mató a Gerión, que era de tres cuerpos, o al cancerbero del infierno, de tres cabezas, así yo maté otros tantos odres. Pero por el amor que te tengo y por que sin engaño te remita y perdone todo el delito en que con tanto trabajo y fatiga de mi corazón me lanzaste, te ruego que me digas lo que con mucha vehemencia te demando: y es que me enseñes a tu señora, cuando hace alguna cosa de esta arte mágica, cuando se muda en otra forma. Porque yo soy muy deseoso de conocer y ver por mis ojos alguna cosa de esta nigromancia, como quiera que bien sé yo cierto que tú no eres ruda y sin parte de esta ciencia, lo cual yo sé y siento muy bien, porque he sido hombre que menospreciaba amores y pláticas de mujeres casadas; ahora, con estos tus ojos resp'andecientes y tu rostro purpúreo y tus cabellos de oro y tu boca linda y pechos como el Sol relumbrantes, veo que me tienes como un ciervo preso y cautivo, queriéndolo yo, que ni curo de mi mujer e hijos, ni pienso en mi casa, pues ya a esta noche ninguna cosa prefiero ni antepongo.

Entonces, Fotis, respondió, diciendo:

—¡Cuánto querría yo, señor mío Lucio, enseñarte lo que deseas! Pero mi señora, por su envidia acostumbrada, siempre se aparta a solas y separada de la presencia de todos suele hacer los secretos de su magia; pero por tu amor pondría tu demanda a mi peligro; lo cual yo haré con diligencia, guardando el tiempo y lugar oportunos, con tal condición que, como te dije al principio, tú me des la fe de tener silencio a tan gran secreto.

En esta manera hablando y burlándose se incitó la gana de cada uno, y lanzadas las camisas que teníamos vestidas, tornamos a nuestros placeres, de los cuales y del velar ya fatigado me vino sueño a los ojos y dormí hasta que otro día amaneció.

CAPITULO IV

Cómo condescendiendo Fotis al deseo y petición de Lucio, le mostró a su ama Panfilia cuando se untaba para convertirse en buho, y él, queriendose untar, por experimentar el arte, fué por yerro de la bujeta del ungüento converti do en asno.

De esta manera, pasadas algunas noches de placer, un día vino a mí corriendo Fotis, medrosa y alterada, y díjome que viendo su señora cómo, con todas las otras artes que hacía, no le aprovechaba para sus amores, deliberaba aquella noche tornarse en un ave con plumas y así volar a su amigo deseado; por ende, que yo me aparejase cautamente para ver cosa tan grande y maravillosa. Así que a la prima de la noche tomóme por la mano, y con pasos muy sutiles, sin ningún ruido, llevóme a aquella cámara alta donde la señora estaba, y mostróme una hendedura de la puerta por donde viese lo que hacía. Lo cual Panfilia hizo de esta manera: primeramente ella se desnudó de todas sus vestiduras, y abierta una arquilla pequeña sacó muchas bujetas, de las cuales, quitada la tapadera de una y sacado de ella cierto ungüento y fregado bien entre las palmas de las manos, ella se untó desde las uñas de los pies hasta encima de los cabellos; y diciendo cientas palabras entre sí al candil, comienza a sacudir todos sus miembros, en los cuales, así temblando, comienzan poco a poco a salir plumas, y luego crecen los cuchillos de las alas; la nariz se endureció y encorvó; las uñas también se encorvaron, así que se tornó buho: el cual comenzó a cantar aquel triste canto que ellos hacen, y por experimentarse comenzó a alzarse un poco de tierra, y luego un poco más alto, hasta que con las alas cogió vuelo y salió fuera volando. Pero ella, cuando le pluguiere, con su arte torna luego en su primera forma. Entonces, cuando yo vi esto, aunque no estaba encantado y hechizado, pero estaba atónito y fuera de mí al ver tal hazaña, y parecíame que otra cosa era yo y que no era Lucio. En esta manera, fuera de seso, como loco, soñaba estando despierto, y por ver si velaba, fregábame los ojos fuertemente. Finalmente, tornado en mi seso, visto lo presente cómo había pasado, tomé por la mano a Fotis, y llegada ante mis ojos, díjele:

—Ruégote, señora, pues que se ofrece ocasión para ello, que me dejes gozar del fruto de tu singular amor y afición que tú, señora, me tienes. Untame con el unto de la bujeta, por mi vida y por estos tus hermosos pechos, mi dulce señora, prende a este tu siervo perpetuamente, con beneficio que yo nunca te podré servir. Ya, señora, hazlo ahora, porque yo, con plumas, como el dios Cupido, pueda estar ante ti como mi diosa Venus.

Ella dijo:

—Así lo dices, amor falso y engañador; ¿quienes que yo misma, de mi propia gana, me ponga el hacha a mis piernas, que me las corte? Ahora que te tengo bien curado, que te guarde para las mozas de Tesa ia? Veamos: tú, hecho ave, ¿dónde te iré a buscar? Cuándo te veré?

Entonces yo respondí:

—¡Ah señora! Los dioses aparten de mí tan gran maldad, y como aunque yo volase por todo el cielo, más alto que un águila, y me hiciese Júpiter su escudero y mensajero, después de la dignidad y grandeza de mis plumas, ¿no tornaría muchas veces a mi nido? Yo te juro por este dulce trenzado de tus cabellos, con el cual ligaste mi corazón, que a ninguna de este mundo quiero más que a mi Fotis. Pero, además de esto, me ocurre una cosa al pensamiento: que después que me hayas untado y me tornare ave, yo te prometo apartarme de todas las casas, y también puedo decir: ¿qué enamorado tan hermoso y tan alegre es el buho para que las casadas lo deseen? Antes hay otra cosa peor que estas aves de la noche? Cuando pasan por alguna casa procuran de cogerlas, y vemos que las clavan a las puertas para que el mal agüero que con su desventurado volar amenazan a los moradores lo paguen ellas y se deshaga en su tormento. Pero lo que se me olvidaba de preguntar: Después que una vez me tornare ave, ¡qué tengo de hacer o decir para desnudarme aquellas plumas y tornarme Lucio?

Ella respondió:

—Está de buen ánimo de lo que a esto pertenece, porque mi señora me mostró todo lo que es menester para que los que toman estas figuras puedan tornarse a su natural y forma primera. Y esto no pienses que me lo mostró por quererme bien, sino porque cuando ella tornase le pudiese administrar medicina saludable. Y mira con cuán poca cosa y cuán liviana se remedia tan gran cosa: con un poco de eneldo y hojas de laurel echado en agua de fuente lavarla y darle a beber un poco.

Estas y otras cosas diciendo, con mucho temor lanzóse en la cámara y sacó una bujeta de la arquilla, la cual yo comencé a besar y abrazar, rogando que me favoreciese, volando prósperamente; así que prestamente yo me desnudé, lanzando allá todos mis vestidos, y con mucha ansia puse la mano en la bujeta y tomé un buen pedazo de aquel ungüento, con el cual fregué todos los miembros de mi cuerpo. Ya que yo con esfuerzo sacudía los brazos, pensando tornarme en ave semejante que Panfilia se había tornado, no me nacieron plumas, ni los cuchillos de las alas, antes los pelos de mi cuerpo se tornaron sedas y mi piel delgada se tornó cuero duro, y los dedos de las partes extremas de pies y manos, perdido el número, se juntaron y tornaron en sendas uñas, y del fin de mi espinazo salió una grande cola; pues la cara muy grande, el hocico largo, las narices abiertas, los labios colgando; ya las orejas, alzándoseme con unos ásperos pelos, y en todo este mall no veo otro solaz sino que a mí, que ya no podía tener amores con Fotis, me crecía mi natura, así, que estando considerando tanto mal como tenía, vime, no tornado en ave, sino en asno. Y queriéndome quejar de lo que Fotis había hecho, ya no podía, porque estaba privado de gesto y voz de hombre, y lo que solamente pude era que, caídos los labios y los ojos hundidos, mirando un poco de través a ella, callando, la acusaba y me quejaba; la cual, como así me vió, abofeteó su cara, y rascándose lloraba, diciendo:

—Mezquina de mí, que soy muerta; el miedo y prisa que tenía me hizo errar, y la semejanza de las bujetas me engañó; pero bien está, que fácilmente tendremos remedio para reformarte como antes. Porque solamente mascando unas pocas de rosas te desnudarás de asno y luego te tornarás mi Lucio. Y pluguiera a Dios que, como otras veces yo he hecho, esta tarde hubiera aparejado guirnaldas de rosas, porque solamente no estuvieras en esa pena espacio de una noche; pero luego en la mañana te será dado el remedio prestamente.

En esta manera ella lloraba. Yo, como quiera que estaba hecho perfecto asno y por Lucio era bestia, sin embargo, todavía retuve el sentido de hombre. Finalmente, yo estaba en gran pensamiento y deliberación si mataría a coces y bocados aquella maligna y falsa hembra; pero de este pensamiento temerario me apartó y revocó otro mejor; porque si matara a Fotis, por ventura también matara y acabara el remedio de mi salud. Así que, bajada mi cabeza y murmurando entre mí y disimulada esta temporal injuria, obedeciendo a mi dura y adversa fortuna, voyme al establo, donde estaba mi buen caballo que me había traído, donde asimismo hallé otro asno de mi huésped Milón, que estaba allí en el establo. Entonces yo pensaba entre mí que, si algún natural instinto o conocimiento tuviesen los brutos animades, aquel mi caballo tendría alguna compasión o conocimiento y me hospedaría y daría el mejor lugar del establo. Mas, ¡oh Júpiter hospedador! ¡Oh divinidad secreta de la fe! Aquel gentil de mi caballo y el otro asno juntaron las cabezas como que hacían conjuración para destruirme, temiendo que yo les comiese la cebada: apenas me vieron llegar al pesebre cuando, bajadas las orejas, con mucha furia me siguen echando pernadas, de manera que me hicieron apartar de la cebada, que poco antes yo había echado con estas manos a mi fiel servidor y criado. En esta manera, yo maltratado y desterrado, me aparté a un rincón del establo.

CAPITULO V

Que trata cómo estando Apuleyo convertido en asno, considerando su dolor, vinieron súbitamente ladrones a robar la casa de Milón, y cargado el caballo y asno de las alhajas de la casa, huyeron pana su cueva.

En tanto que estaba entre mí, pensando la soberbia de mis compañeros y el ayuda y remedio de las rosas, que otro día había de haber, tornándome de nuevo Lucio, pensando la venganza que había de tomar de mi caballo, miré a una columna sobre la cual se sustentaban las vigas y maderos del establo, y veo en el medio de la columna una imagen, que estaba metida en un retablillo, de la diosa Epona, la cual estaba adornada de rosas frescas. Finalmente: que, conocido mi saludable remedio, lleno de esperanza alcéme cuanto pude con los pies delanteros y levantéme esforzadamente, y tendido el pescuezo, alangando los labios con cuanta fuerza yo podía, procuraba llegar a las rosas. Lo cual yo, con mala dicha procurando, un mi criado que tenía cuidado del caballo, como me vió, levantóse con gran enojo y dijo:

—¿Hasta cuándo hemos de sufrir esta jaca castrada? Antes, quería comer la cebada de los otros; ahora, quiere hacer daño y enojo a las imágenes de los dioses; por cierto que a este bellaco sacrílego yo le quiebre las piernas y lo amanse.

Y luego, buscando un palo, encontró con un haz de leña que allí estaba, del cual sacó un leño nudoso y más grueso de cuantos allí habia, y comenzó a sacudirme tantos palos, que no acabó hasta que sonó un gran ruido y golpes a las puertas de casa, y con temeroso rumor de la vecindad, que daba voces: "¡Ladrones, ladrones!" De esto él espantado huyó. Y sin más tardar, súbitamente abiertas las puertas de casa, entra un montón de ladrones, los cuales, armados, cercan la casa por todas partes, resistiendo a los que venían a socorrer de una parte y de otra; porque ellos venían todos bien armados con sus espadas y armas y con hachas en las manos, que alumbraban la noche, de manera que el fuego y las armas resplandecían como rayos del Sol. Entonces llegaron a un almacén que estaba en medio de la casa, bien cerrado con fuertes candados, lleno de todas las riquezas de Milón, y con fuertes hachas quebraron las puertas: el cual abierto, sacaron todas las riquezas que allí había, y muy prestamente hechos sus líos de todo ello, repártenlos entre sí. Pero la mucha carga excedía el número de bestias que lo habían de llevar. Entonces, ellos, puostos en necesidad por la abundancia de la gran riqueza, sacaron del establo a nosotro los asnos y a mi caballo y cargáronnos con cuanto mayores cargas pudieron, y dejando la casa vacía y metida a saco mano, dándonos de varadas, nos llevaron; y para que les avisase de la pesquisa que se hacía de aquel delito, dejaron allí a uno de sus compañeros. Y dándonos mucha prisa y varadas, lleváronnos fuera de camino por esos montes; yo, con el grän peso de tantas cosas como llevaba y con las cuestas de aquellas sierras y el camino largo, casi no había diferencia de mí a un muerto. Yendo así, vínome al pensamiento, aunque tarde, pero de veras, recurrir a la ayuda de la justicia para que, invocando el nombre del emperador César, me pudiese librar de tanto trabajo. Finalmente, como ya fuese bien claro el díe, pasando que pasábamos una aldea bien llena de gente, porque había allí feria aquel día, entre aquellos griegos y gentes que allí andaban quise invocar el nombre de Augusto César en lenguaje griego, que yo sabía bien, por ser mío de nacimiento. Y comencé valiente y muy claro a decir: "ho, ho"; lo otro que restaba del nombre de César nunca lo pude pronunciar. Los ladrones, cuando esto oyeron, enojados de mi áspero y duro canto, sacudiéronme tantos palos, hasta que dejaron el triste de mi cuero tal que aun para hacer cribas no era bueno. Al fin, Dios me deparó remedio no pensado, y fué éste: que como pasábamos por muchos casares y aldehuelas, vi un huerto muy hermoso y deleitable, en el cual, además de otras muchas hierbas, había allí rosas incorruptas y frescas con el rocío de la mañana. Yo, como las vi, con gran deseo y ansia, esperando la salud, alegre y muy gozoso lleguéme cerca de ellas; y ya que movía los labios para comerlas, vínome a la memoria otro consejo muy más saludable, creyendo que si dejase así de improviso de ser asno y me tornase hombre, manifiestamente caería en peligro de muerte por las manos de los ladrones. Porque sospecharían que yo era nigromántico o que los había de acusar del robo. Entonces, con necesidad, me aparté de las rosas, y sufriendo mi desdicha presente, en figura de asno roía heno con los otros.