Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro IV
CUARTO LIBRO
Argumento.
CAPITULO PRIMERO
Andando nuestro camino, sería casi mediodía, que ya el sol ardía, llegamos a una aldehuela donde hallamos ciertos amigos y familiares de los ladrones; lo cual yo, aunque era asno, conocí, porque en llegando hablaron largamente y se abrazaron y besaron como personas que mucho se conocían, y también porque sacaron algunas cosas de medio de la carga que yo llevaba y se las dieron, diciéndoles secretamente cómo eran cosas robadas. Allí nos descargaron de toda nuestra carga y nos echaron en un prado que estaba allí cerca para que a nuestro buen placer paciésemos; pero la compañía de pacer con el otro asno y con mi caballo no pudo tenerme allí, porque yo no era usado de comer heno; mas como yo estaba perdido de hambre, vi tras de la casa un huertecillo en el cual me lancé. Y como quiera que de coles crudas, pero abundantemente, yo henchí mi barriga. Andando en el huerto, yo miraba a to das partes, rogando a los dioses si por ventura hubiese algún rosal, a lo cual me daba buena confianza la soledad que por allí había; y estando yo fuera de camino y escondido, en tomando el remedio que deseaba de tornarme de asno de cuatro pies en hombre, podríalo hacer sin que nadie me viese. Así que, andando en este pensamiento, vacilando, veo un poco más lejos un valle con árboles y sombra, en el cual valle, entre otras hierbas verdes y hermosas, resplandecían rosa3 coloradas y muy frescas; ya en mi pensamiento, que del todo no era de bestia, pensaba que aquel lugar fuese de la diosa Venus y de sus ninfas,cuyas flores y rosas relucían entre aquellas arboledas y sombras. Entonces, invocando por mí el alegre y próspero evento, comencé a correr cuanto pude, que por Dios yo no parecía ser asno, sino caballo corredor y muy ligero; pero aquel mi osado y buen esfuerzo no pudo huir de la crueldad de mi fortuna. Ya que llegaba cerca de aquel lugar, veo que no eran aquellas rosas tiernas y amenas, rociadas de rocío y gotas divinas, cuales suelen engendrar las fértiles zarzas y espinas, ni tampoco el valle era todo arboleda, salvo la ribera de un río, que estaba lleno de árboles de una parte y de otra, los cuales tenían la hoja larga, a manera de laureles, y las flores, sin olor, que son unas campanillas un poco coloradas, a que llaman los rústicos o el vulgo rosas de laurel silvestre, cuyo manjar mata a cualquier animal que lo coma. Con tales desdichas, fatigado ya y desesperado de mi remedio, quería de mi voluntad propia comer de la ponzoña de aquellas rosas; pero como con mala gana y alguna tardanza quisiera llegar a morder de aquellas rosas, un mancebo, que me pareció debía de ser el hortelano del huerto donde yo había destruído y comido las coles, como vió haberle hecho tanto daño, arrebató un gran palo, y con mucho enojo fué hacia mí, y dióme tantos palos, que casi me pusiera en peligro de muerte si yo discretamente no buscara algún remedio; el cual fué que alcé mis ancas y los pies en alto y sacudíle muy bien de coces; de manera que él, bien castigado y caído en ese suelo, yo eché a huir hacia una sierra alta que estaba allí junto; mas luego una mujer que parece debía de ser mujer del hortelano, como lo vió de un altozano, que estaba tendido en tierra y medio muerto, vino corriendo a él, dando gritos, porque habiendo los otros mancilla de ella, diesen a mí mala muerte; los labradores y villanos de alrededor, alborotados con los gritos y lloros de la mujer, comienzan a llamar y acumular los perros contra mí, para que, como rabiosos, me vengan a despedazar. Entonces, como yo me vi sin ninguna duda cerca de la muerte, y los perros que venían contra mí, valientes y muchos, y tan grandes que eran para pelear con osos y leones, del mismo peligro me vino el consejo: dejé de huir a la sierra y tonnéme para casa corriendo cuanto más podía, y lancéme en el establo de donde había salido. Ellos, de que vieron pacificados los perros, tomáronme con un cabestro bien recio y atáronme a una argolla, dándome otra vez tantos palos, que cierto me mataran, si no fuera que con el dolor de los palos, como tenía la barriga tersa y llena de coles crudas, vínome flujo y solté un chisquete, que unos, rociados de aquel extremo licor, y otros, del gran hedor que les dió, se apartaron de mis abiertas espaldas. No tardó mucho, que ya pasaba del mediodía que el Sol se inclinaba, cuando los ladrones sacaron a mí y a los otros del establo y cargáronnos de nuestras cargas, aunque la echaron a mí más pesada. Ya que habíamos andado buena parte del camino, yo iba muy desfallecido con el largo camino y cansado con el peso de la gran carga, y fatigado con los golpes de las varadas que me daban, y también iba cojo y titubeando, porque llevaba los pies y manos desportillados.
Llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, parecióme haber hallado, con mi buena dicha, sutil ocasión para lo que pensaba: lo cual era derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy cierto y obstinado de no levantarme para pasar el agua con ningunos palos que me diesen; y aun aparejado no solamente a sufrir palos, pero aunque me diesen con una espada, antes morir que levantarme; porque yo pensaba que ya como cosa débil y casi muerto era merecedor de ser ahorrado; y también creía cierto que los ladrones, así por no sufrir tardanza como por huir con mucha prisa, quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros dos mis compañeros, y por vengarse mejor de mí, que me dejarían allí para que me comiesen los lobos y buitres.
Pero mi desdichada suerte pervertió tan bello consejo, porque el otro asno, adivinado y tomado mi pensamiento, mintiendo que iba cansado, cayó con su carga en tierra. Y caído así de manera de muerto, ni con que le daban de palos, ni con aguijones, ni por alzarle por la cola, ni por las ore jas, ni aunque le alzaban las piernas de una parte a otra, nunca probó a levantarse; hasta que, finalmente, los ladrones, fatigados con la postrimera esperanza, habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo a un asno muerto y más en verdad se podría decir de piedra, y no detuviese su huida, quitáronse la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él con sus espadas cortáronle las piernas y apartáronle un poco del camino, y medio vivo lanzáronlo de una altura abajo en un valle muy hondo. Entonces, yo, pensando entre mí la desdicha del triste de mi compañero, acordé, apartados de mí todos farudes y engaños, como buen asno provechoso servir a mis señores. Cuanto más que, según lo que yo les oía estar hablando, cerca de allí estaba su casa, donde habíamos de descargar y reposar del fin de nuestro camino, porque allí era su morada. Finalmente, pasada una cuestecilla no muy áspera, llegamos al lugar adonde íbamos. En llegando, luego nos descargaron y metieron con muy mucha diligencia; metieron lo que traíamos dentro de casa; yo, aliviado del peso de la carga, por refrescarme del cansancio del largo camino, en lugar de baño, comencé a revolcarme por el polvo.
CAPITULO II
Paréceme que, en este lugar, el tiempo y la misma cosa demanda que recuente el sitio y forma de aquella estancia y cueva donde los ladrones moraban, porque en ella yo experimentaré mi ingenio y haré que vosotros sintáis si por ventura, en mi descreción y seso, yo era ajeno como parecía. Era allí una montaña bien alta y muy horrible y umbrosa de muchos árboles silvestres; de esta montaña descendían ciertos cerros llenos de muy ásperos riscos y peñas, que no había persona que pudiese llegar a ellos, los cuales la ceñían; abajo había muchas y hondas lagun as en aquellos valles, llenas de espinas y zarzas que, naturalmente, fortalecían aquel lugar; de encima del monte descendía una fuente de agua muy hermosa y clara, que parecía color de plata, y corría por tantas partes, que henchía los valles que abajo estaban, a manera de un mar o de un gran río o lago que está quedo. Estaba una gran torre a la puerta de la cueva, donde llegaban las puntas de los cerros, con un muro fuerte que era aparejado para encerrar ovejas, altas las paredes de una parte y de otra. Entre ellas iba un pequeño camino hasta la puerta de la cueva. La cual estancia, según que yo bien conocí, no puede ser otra cosa sino cueva de ladrones; cerca de ella ninguna otra habitación había, salvo una chozuela hecha de carrizos, donde los ladrones, por suertes, según que después yo supe, velaban a noches por atalaya. Así, que descargáronnos ante la puerta, y ellos cargados de lo que nosotros traíamos lanzáronse en la cueva, y a nosotros atáronnos con los cabestros, bien recios, a la puerta; luego comenzaron a reñir con una vejezuela corcova de vieja, la cual sólo tenía cargo de la guarda y salud de tantos mancebos, y dícenle:
—¡Oh sepulcro de la muerte, deshonra de la vida, enojo del infierno! ¿Así nos has de burlar estándote sentada, no haciendo nada, que no nos tengas aparejado algún solaz y refección por tantos y tan grandes peligros y trabajos como hemos pasado? Que tú, días y noches, no entiendes en otra cosa que lanzar vino en ese tu vientre sediento, que nunca se harta.
La vieja, con su voz medrosa y temblando, respondió a éste diciendo:
—¡Oh señores, valientes mancebos y mis defen sores fidelísimos, todo está presto y aparejado abundantemente: yo tengo guisado de comer muy sabroso, muy mucho pan y mucho vino puesto en sus copas, y jarros limpios y bien fregados, y también tengo agua cocida, como es costumbre, para que en tumulto y juntos os lavéis.
En acabando la vieja de decir esto, ellos se desnudaron luego, y desnudos y lavados con agua caliente, después de recreados al fuego, untáronse con aceite. Y puestas las mesas con sus manjares, sentáronse a comer.
Luego, en aquel tiempo que se sentaron a la mesa, he aquí que vienen otros mancebos más que los que estaban; los cuales, en viéndolos, quienquiera viera que eran ladrones como los otros. Porque éstos también traían muchos vasos y monedas de oro y plata, vestiduras y ropas de seda y brocado. Así que, por el semejante, lavados y refrescados, sentáronse a comer con sus compañeros, y cada uno de todos ellos, por su suerte, levantábanse a servir a los otros; ellos comían y bebían sin orden los manjares a montones, el pan a canastos, el beber sin cuenta ni razón; burlan unos con otros a voces, cantan con gran ruido, juegan entre sí, motejándose, y todas las otras cosas semejantes al convite de los medios fieros lapitas, tebanos y centauros. Entonces un mancebo de aquellos, que parecía más valiente que los otros, dijo:
—Nosotros combatimos esforzadamente la casa de Milón de Hipata y demás de la presa y grandes riquezas que por nuestro esfuerzo ganamos; tornamos a nuestra casa todos sin que uno faltase. Y aun, si hace a propósito, digo que venimos con ocho pies más acrecentados. Pero vos otros, que habéis andado por las ciudades de Beocia, ¿dónde perdisteis vuestro muy esforzado capitán Lamaco y habéis disminuído el número de vuestra flaca y débil compañía? Cierto yo quisiera más su salud y remedio que todo cuanto tra—jisteis en estos líos y fardeles; pero en cualquier manera que su virtud haya perecido, la memoria y fama de tan gran varón podrá ser celebrada entre los reyes ínclitos y grandes capitanes de batallas. Que hablando verdad, vosotros sois ladrones hombres de bien, medrosillos y para hurtos pequeños y de esclavos, andando por los baños y casillas de viejas escudriñando sus rinconcillos.
A esto comenzó a hablar uno de aquellos que estaba al cabo de todos, y dijo:
—¡Como tú solo ignoras que las casas mayores son más fáciles de robar que las otras, porque, como quiera que en las casas grandes hay muchos servidores, cada uno cura más de su salud que de la hacienda de su señor! Pero los hombres de bien, solitarios y modestos, sus bienes, pocos o muchos, disimuladamente los encubren y reciamente los defienden, y con peligro de su sangre y vida los fortalecen. El mismo negocio que ahora pasó os hará creer lo que digo. Casi como llegamos a Tebas, ciudad de Beocia, que es principal para el trato de esta nuestra arte, andando con diligencia buscando lo que habíamos de robar entre los populares, no se nos pudo esconder Criseros, un cambiador muy rico y señor de gran dinero, el cual, por miedo de los tributos y pechos de la ciudad, con grandes artes disimulaba y encubría gran riqueza. Finalmente, que él, solo y solitario en una pequeña casa, aunque bien fortalecida, contento, sucio y mal vestido, dormía sobre los zurrones de oro; así, que todos de un voto acordamos que el primer ímpetu y combate fuese en esta casa, porque, todos a una, comenzada la batalla, sin dificultad pudiésemos apañar los dineros de aquel cambiador rico. Lo cual, puesto en obra, al principio de la noche fuimos a las puertas de su casa, las cuales ni pudimos alzar ni mover ni quebrar, porque, como eran fuertes, el ruido de ellas despertó toda la vecindad en daño nuestro. Entonces aquel esforzado nuestro capitán y alférez Lamaco, con la fianza de su gran esfuerzo y valentía, metió la mano poco a poco por aquel agujero que se mete la llave para abrir la puerta, y probaba a arrancar el pestillo o cerradura. Pero aquel Criseros malvado y maligno, más que hombre del mundo estaba velando, y sintiendo lo que pasaba, vínose hacia la puerta muy pasico, que casi no resollaba, y traía en su mano un gran clavo y martillo, con el cual súbitamente, con gran golpe e ímpetu, enclavó la mano de nuestro capitán en la tabla de la puerta; y dejado allí cruelmente clavado, como quien lo deja en la horca, subióse encima de una azotea de su casilla, y de allí, con grandes voces, llamaba a los vecinos, rogándoles por sus propios nombres y llamándolos que socorriesen a la salud de todos, porque su casa ardía a vivas llamas. Cuando los vecinos oyeron esto, cada uno, espantado del peligroque les podía venir a su casa por la vecindad de la del cambiador, venían corriendo a socorrerle. Entonces nosotros, puestos en uno de dos peligros, o de matar a nuestro compañero o desampararlo, acordamos un remedio terrible, queriéndolo él, y fué éste: que cortamos el brazo a nuestro capitán por la coyuntura donde se junta con el hombro, y dejado allí el brazo, atada la herida con muchos paños, porque las gotas de sangre no hiciesen rastro por donde nos sacasen, arrebatamos a Lamaco y llevámoslo como pudimos; y como íbamos huyendo, espantados de aquel tumulto, y nos era forzado huir del instante peligro, él ni nos podía seguir ni podía quedar seguro. Y como era valiente, animoso, esforzado, rogábanos muchas veces cuanto él podía, por la diestra del dios Marte y por la fe del juramento que entre nosotros había, que librásemos a un buen compañero del tormento que recibía y de ser cautivo y preso. Diciendo asimismo que cómo había de vivir un hombre esforzado teniendo el brazo cortado, con el cual solía robar y degollar; que él se tenía por bienaventurado si muriese a manos de sus compañeros. Así que, después que él vió que a ninguno de nosotros podía persuadir que de nuestra gana lo matásemos, tomó con la otra mano un puñal que traía, besándole muchas veces, dió un gran golpe que se lanzó el puñal por los pechos. Entonces nosotros, alabando el esfuerzo de tan gran varón, tomamos su cuerpo, y envuelto en una sábana echámosle dentro en la mar para que lo escondiese, y así quedó allí nuestro capitán Lamaco cubierto de aquel elemento, el cual hizo fin conforme a sus virtudes. Además de esto, el otro nuestro compañero Alcimo, que tenía muy buenos y muy astutos comienzos en lo que había de hacer, no pudo huir la sentencia de la cruel Fortuna: el cual, después de quebradas las puertas de casa de una vejezuela que estaba durmiendo, subió a la cámara donde dormía y pudiera muy bien ahogarla si quisiera; pero quiso primero lanzar por una ventana a la calle todas las cosas que tenía, para que nosotros las recoglésemos por parte de fuera; ya que tenía echadas muy bien a su placer todas aquellas cosas, no quiso perdonar la cama en que la vieja dormía, así que revolvióla en su camilla y tomóle la manta de encima para echarla por la ventana. La mala de la vieja, cuando esto vió, hincóse de rodillas ante él, diciendo:
—¡Oh hijo mío!, ruégote que me digas por qué estas cosas pobrecillas y rotas de una vieja mezquina das a los vecinos ricos sobre cuyas casas cae esta ventana.
Alcimo, oyendo esto, fué engañado, creyendo que la vieja decía verdad, y temiendo que las cosas que primero había lanzado, y las que después echase, ya que estaba avisado, por ventura no las hubiese echado a sus compañeros, sino a otras casas ajenas, asomóse a la ventana, colgándose para ver muy bien todas las cosas, especialmente de la casa que estaba junta, donde dijo la vieja que habían caído las cosas que había echado. Cuando la vieja lo vió, el cuerpo medio salido de la ventana, y que estaba atónito mirando a una parte y a otra, aunque ella tenía poca fuerza, súbitamente lo empujó, que dió con él de allí abajo. El cual, demás de caer de la ventana, que era bien alta, dió en una piedra grande que allí estaba, donde se quebró y abrió todas las costillas, de manera que salieron de él ríos de sangre. Y desde que nos hubo contado todo lo que le había acontecido, no pudiendo sufrir tanto tormento, hizo fin de su vida, al cual dimos sepultura en la mar, como la otra, dando compañero a Lamaco.
CAPITULO III
Entonces, con la pérdida de estos dos compañeros, nosotros, tristes y con pena, pareciónos que debíamos dejar de más entender en las cosas de aquella provincia de Tebas, y acordamos venirnos a una ciudad que estaba cerca de allí, que ha nombre Plateas, en la cual hallamos gran fama de un hombre que moraba allí, llamado Democares, el cual celebraba grandes fiestas al pueblo, porque él era principal de la ciudad, hombre muy rico y liberal; hacía estos placeres y fiestas al pueblo por mostrar la magnificencia de sus riquezas. ¡Quién podría ahora explicar y tener idóneas palabras para decir tanta facundia de ingenio, tantas maneras de aparatos como tenía! Los unos eran jugadores de esgrima afamados de sus manos; otros, cazadores muy ligeros para correr; en otra parte había hombres condenados a muerte, que los engordaba para que los comiesen las bestias bravas. Había asimismo torres hechas de madera, a la manera de unas casas movedizas, que se traen de una parte a otra, las cuales eran muy bien pintadas, para acogerse a ellas cuando corrían toros u otras bestias en el teatro. Además de esto, ¡cuántas maneras de bestias había allí y cuán fieras y valientes! Tanto era su estudio de hacer magníficamente aquellos juegos, que buscaban hombres de linaje que fuesen condenados a muerte, para que ellos peleasen con las bestias. Pero sobre todo el aparato que buscaba para estas fiestas principalmente, y con cuanta fuerza de dineros podía, procuraba tener número de grandísimas osas, las cuales, además de las que él hacía cazar y además de las que a poder de dineros compraba, y otras que sus amigos le presentaban, las tenía en casa bien guardadas y a cebo, para que engordasen y se hiciesen grandes. Mas este tan claro y magnífico aparejo de placer y fiesta popular no pudo huir los ojos mortales de la envidia. Porque con la fatiga de estar mucho tiempo presas, y con el gran calor del verano, y también por estar flojas y perezosas, por no andar ni correr, dió tan gran pestilencia en ellas, que casi ninguna quedó; estaban por esas plazas muchas de ellas muertas, con tanto estrago, que parecía haber habido naufragio de bestias. Aquellos pobres del pueblo, a los cuales la pobreza y necesidad constriñe a buscar algo para henchir el vientre, sin escoger manjares, andaban tomando de la carne de aquellos animales que por allí estaban para hartarse. Cuando yo y este nuestro compañero Bardulo vimos aquello, inventamos del mismo negocio un muy sutil consejo; estaba allí una osa muerta, mayor que todas las otras, la cual, diciendo que la queríamos para comer, llevamos a nuestra estancia. Y allí la desollamos muy bien, guardando de no tocarle en las uñas, y dejándole la cabeza desde la cerviz arriba, tomamos el cuero muy bien raído de la carnaza, y con ceniza polvoreado por encima, y pusímoslo a secar al sol. En tanto que el cuero se secaba al sol y se purgaba de aquella humedad, nosotros nos dimos de buen tiempo con la carne e hicimos todos juramento, para el negocio presente, de esta manera: que uno de nosotros, el más valiente, no de cuerpo, mas de esfuerzo y de su propia voluntad, se metiese dentro de aquella piel y se hiciese oso, el cual llevaríamos a casa de Democares, para que de noche, cuando todos durmiesen, nos abriese las puertas de casa. No pocos de nuestra esforzada compañía se ofrecían a hacerlo, entre los cuales Trasileón fué escogido por voto de todos y se puso al tablero del juego dudoso. El cual se metió en el cuero y comenzó a tratarlo y ablandarlo para ejercitarse en lo que había de hacer. Entonces nosotros rehenchimos algunas partes del cuero con tacos y lana, para igualarlo todo, y la junta del cuero, aunque era bien sutil, cosímosla, y con los pelos de una parte y de otra cubrímoslo muy bien.
Hicimos a Trasileón que juntase su cabeza con la de la osa, cerca del pescuezo, y por las narices y ojos de la osa abrimos ciertos agujeros por donde pudiese mirar y resollar. Así, que nuestro valiente compañero, hecho bestia, lanzámoslo en una jaula que compramos por poco precio, en la cual él entró con gran esfuerzo y muy presto. De esta manera comenzado nuestro negocio, lo que restaba para el engaño, proseguimos en este modo:
Supimos cómo este Democares tenía un grande amigo en Tracia, que se llamaba Nicanor, del cual fingimos cartas que le escribía, diciendo que por honrar sus fiestas le enviaba aquel presente, que era la primera bestia que había cazado. Así, que siendo ya prima noche, aprove chándonos de la ayuda de ella, presentamos la jaula, con Trasileón dentro, a Democares, y dímosle aquellas cartas falsas. El cual, maravillándose de la grandeza de la bestia y muy alegre de la liberalidad de su amigo, mandó luego darnos diez ducados de oro, por ser los que le habíamos traído tanto placer y gozo. Entonces, como suele acaecer que las cosas nuevas atraen los corazones de los hombres a querer ver lo que súbitamente acontece, muchos venían a ver aquella bestia, maravillándose de su grandeza. Pero Trasileón, con astucia y discreción, desmentíales la vista con su fiero ímpetu, saltando a una parte y a otra. Todos a una voz decían que Democares era dichoso, que después de habérsele muerto tantos animales y bestias como tenía, había resistido y contradicho a la Fortuna, pues que de nuevo tal joya le era venida. Así que Democares mandó llevar la osa al pasto donde las otras andaban. Entonces yo le dije:
—Mira, señor, lo que haces, porque esta bestia viene fatigada de la calor del Sol y del largo camino; paréceme que por ahora no se debía echar con las otras fieras, mayormente que, según he aído decir, están enfermas y amorbadas; antes la deberías mandar poner en algún lugar ancho y que corra grande aire por de dentro, en esta tu casa, y aun, si pudiese ser que estuviese cerca de alguna alberca o laguna de agua fresca. ¿Cómo, señor, no sabes tú que la natura de es tas bestias es buscar y andar siempre en montañas espesas y valles húmedos, en collados fríos y fuentes claras y deleitosas?
Con estas palabras, Democares, habiendo miedo que no se le muriese aquélla como las otras muchas que se le habían muerto, fácilmente consintió a nuestras persuasiones, y mandó que pusiésemos la jaula o caja donde a nosotros pareciese. Además de esto, yo dije que si él mandaba, que estábamos prestos a velar allí algunas noches cerca de la jaula, para dar de comer a la bestia cuando menester fuese, por que prestamente se le quitase la fatiga del sol y cansancia del camino. A esto respondió Democares:
—No es menester que os pongáis en este tra bajo, porque todos los de mi casa, por la luenga costumbre, están bien ejercitados para saber curar en estas bestias.
Dicho esto, tomamos licencia y fuímonos. Saliendo por la puerta de la ciudad vimos estar un enterramiento, apartado y escondido del camino: allí abrimos algunos de aquellos sepulcros medio abiertos, donde moraban aquellos muertos, hechos ceniza y comidos de carcoma, para esconder allí lo que robásemos. Después, al principio de la noche, según es costumbre de la drones, al primer sueño, cuando más gravemente carga los cuerpos humanos, con toda nuestra gente armada fuimos a ponernos ante las puertas de Democares para robarlo, como cuando vamos citados a juicio. No menos fué perezoso Trasileón, que, como vió la oportunidad de la noche, saltó fuera de la jaula y luego degolló con su espada a los que lo guardaban y dormían cerca de él, y también al portero. Después abriónos las puertas, y como nosotros prestamente nos lanzamos en casa, mostrónos un alınacén donde antes de la noche sagazmente él vió meter y encerrar mucha plata: al cual, quebradas las puertas por fuerza, mandó a cada uno de los compañeros que entrasen y cargasen cuanto pudiesen llevar de aquel oro y plata, y prestamente lo llevasen a esconder en las casas de aquellos fieles muertos. Y que luego, corriendo, tornasen por más, y que para lo demás, yo quedaría allí al umbral de las puertas, a resistir si alguno 'viniese, y para espiar solícitamente hasta que tornasen. Además de esto, la osa. andaba por casa aparejada para matar a los que despertasen, porque, en la verdad, ¿quién podría ser tan fuerte y esforzado que viendo una forma de bestia tan fiera, y mayormente de noche, que, vista, no se pusiese a huir, y aceleradamente, o que no échase la aldaba a la puerta de su cámara y se encerrase de miedo? Estas cosas así prósperamente dispuestas, sucedió en ellas fin desdichado, porque en tanto que yo estaba esperando a mis compañeros que tornasen, un esclavillo de casa, que parece Dios le despertó, como vió la osa que libremente discurría por toda la casa, vase muy pasico y callando de cámara en cámara, llamando a unos y a otros, diciéndoles lo que había visto. No tardó mucho cuando salen todos de una parte y de otra, que hinchen toda la casa, unos con candiles, otros con teas, otros con mechones de sebo y otros instrumentos de lumbre para de noche que alumbraban toda la casa, y nadie de los que salieron venía sin armas: unos con lanzas y dardos, otros, las espadas sacadas, se ponían a guardar las puertas y postigos de casa. Además de esto, llamaban los perros de monte, grandes y bravos como leones, exhortándolos para tomar la osa.
Cuando yo esto vi, y que crecía el ruido y tumulto, apartéme de casa, retrayéndome un poco, y púseme tras de la puerta, de donde veía a Trasileón pelear y resistir maravillosamente a los perros; el cual como quiera que estaba en el último término de su vida, no se le olvidaba su esfuerzo y virtud, ni la fe de nuestra compañía, antes, con cuanto ímpetu podía, resistía a la muerte y a la boca del cancerbero infernal; así que, reteniendo con la vida la figura de la osa, que había tomado, ora huyendo, ora resistiendo, con actos varios y movimientos de su cuerpo, finalmente se escapó huyendo, por la puerta de fuera, y aunque ya estaba en la calle pública, donde hay libertad para poder escapar huyendo, no lo pudo hacer, porque otros muchos perros de esas callejas cercanas, asaz bravos y fieros, se mezclaron con aquellos monteros de casa, que seguían a la osa, y hechos una compañía, yo vi una negra, amarga y miserable vista. Nuestro Trasileón estaba ceñido y cercado de estos pe—, rros, de una parte y de otra, que le mordían y despedazaban muy cruelmente. Entonces yo, no pudiendo sufrir tanto dolor, lancéme en medio de la gente, y, en lo que podía, ayudaba secretamente a nuestro buen compañero, persuadiendo a los principales de esta caza, en esta manera:
—¡Oh qué gran mal! ¡Oh qué extremo daño y pérdida! ¿Por qué queremos perder ahora una tan preciada y hermosa bestia?
Pero todas estas cautelas no aprovecharon al desdichado mancebo, porque, diciendo esto, salió de casa un hombre alto de cuerpo y valiente, el cual arrojó una lanza a la sa, que se la metió por medio de las entrañas, y tras de él, otro hizo lo mismo, y otros muchos, ya perdido el miedo, con sus espadas, de una parte y de otra, arremetieron a la osa, dándole hasta que la mataron.
En todo esto, Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía, dió el ánima digna de inmortalidad, con tanta paciencia y esfuerzo, que ni en voces ni en gemidos descubrió la fe del juramento que había hecho; mas, ya despedazado de las bocas de los perros y atravesado de las lanzas y espadas, sufriéndose de no dar voces con un manso bramido, como de alguna bestia muy fiera, tomando la muerte con ánimo muy generoso, reservó para sí gloria y dió su vida a los hados.
Tanto miedo y espanto tenían todos de aquella osa, que hasta otro día bien tarde ninguno fué osado de tocarle solamente con el dedo, aunque estaba muerta tendida, hasta que uno de éstos que andaba a desollar bestias, con miedo y poco a poco se llegó, y así un poco esforzado a abrir la barriga de la osa, de donde sacó aquel magnífico ladrón. En esta manera fué muerto Trasileón, como quiera que no pereció su gloria. Entonces nosotros cogimos nuestros líos, que tenían guardados aquellos fieles muertos, y, cuan presto pudimos, salimos de los términos de aquella ciudad de Plateas.
Una cosa veníamos siempre platicando entre nosotros: que ninguna fe se puede hallar entre los vivos, porque enojada y ma'quista de nuestra maldad, se es ida a vivir y está con los muertos. Finalmente, que de esta manera fatigados, con la carga y camino áspero, con tres de nuestros compañeros. vinimos cargados de esta presa que veis.
Acabada la habla, toman sus tazas doradas llenas de vino puro, y sacrifican, gustando un poco, en memoria de los tres compañeros muertos, y después de haber cantado ciertas canciones a dios Marte, reposaron un rato.
CAPITULO IV
Aquella buena vieja proveyó muy bien a nosotros de cebada abundante y sin ninguna medida; tanto, que mi rocín, como vió tanta abundancia y hartura para sí solo, creía que hacía carnestolendas. Y como quiera que otras veces hubiese comido cebada tarazándola con pena, por ser para mí manjar dañoso y desabrido, sin embargo, entonces miré á un rincón donde habían puesto los pedazos de pan que habían sobrado de aquellos ladrones y comencé a ejercitar mis quijadas, que tenían telarañas de luenga hambre; veni da la noche, que ya todos dormían, los ladrones despertaron con gran ímpetu y comenzaron a mudar su real, armados con sus espadas y lanzas, que parecían diablos, y botaron por la puerta fuera muy aprisa. Pero ni todo esto ni aun el sueño que bien me era menester pudo impedir el tragar y el comer que yo hacía; y como quiera, que, cuando era Lucio, con uno o dos panes me hartaba y levantaba de la mesa, mas entonces, contentando a un vientre de asno tan ancho y profundo, ya entraba rumiando por el tercer canastillo de pan, cuando estando atónito en esta obra me tomó el día claro; entonces yo, como asno empachado de vergüenza, salí de casa, aunque con pena, y hartéme de agua en un arroyuelo que allí estaba. No tardó casi nada, cuándo tornaron los ladrones muy solícitos y con gran baraúnda, como quiera que no traían cosa alguna, ni solamente la vil vestidura; pero con sus espadas en las manos y con toda su hueste traían cercada una doncella muy linda, la cual, según su gesto y hábito mostraba, debía de ser alguna hijadalgo de aquella tierra. Cierto, ella era tal, que yo, aunque asno, la deseaba; la mezquinilla venía llorando y también mesando sus cabellos, rasgando las tocas; después que la metieron en su cueva, comenzáronla a amansar su pena, diciéndole de esta manera:
—Tú, pues, está segura de la vida y honra, da un poco de paciencia por nuestra ganancia, que la necesidad y pobreza nos hace seguir este tra to; tu padre y madre, aunque sean avaros, pero de tanta abundancia de riquezas como tienen, sin dilación aparejarán de redimir a su hija.
Con estas burlas y otras parlas que le decían, no se le quitaba su dolor, antes, metida la cabeza entre las piernas, lloraba sin remedio. Los ladrones llamaron allá dentro la vieja y mandáronle que se sentase cerca de ella y la consolase con las más dulces y blandas palabras que pudiese; en tanto, ellos se partieron a hacer su oficio. Con todo lo que la vieja le pudo predicar y decir, nunca pudo acabar con la doncella que dejase de llorar como lo había comenzado. Antes, más reciamente daba gritos, sollozos y grandes suspiros que le arrancaban las entrañas y a mí me hacían llorar. Decía de esta manera:
—¡Ay, mezquina de mí! ¿Cómo podré yo vivir y dejar de llorar viéndome privada de micasa y de mi familia; de mis amados criados, desconsolada de tan honrados padres y madre como tengo? Verme ahora que soy cautiva y sin ventura hecha esclava, encerrada en esta cárcel de piedra para servir y ser apartada de tantas riquezas y deleites en que fuí criada? ¿Verme asimismo en esta carnicería sin esperanza de mi vida, entre tantos y tales ladrones, compañía de mala y abominable gente?
Llorando de esta manera, con el dolor del corazón y pena de las quijadas y cansancio del cuerpo fatigada, cerráronse los ojos y comenzó a dormir. Ya que había dormido un poco, aunque no mucho, despertó con un sobresalto, como mujer sin seso, y comenzó de nuevo a afligirse, llorando y dándose de puñadas en los pechos y bofetadas en aquel hermoso rostro. La vieja preguntábale con mucha instancia la causa por que de nuevo tornaba a llorar. La doncella, suspirando con gran pena, dijo:
—¡Ay, ay, triste de mí! Ahora soy cierta y muy certificada que soy muerta; ahora he perdido toda la esperanza de mi salud: cierto, o me tengo de ahorcar, o matar con un puñal, o despeñarme de alguna altura.
Entonces la vieja, con alguna ira, mostrando la cara enojada, mandóle que le dijese que por qué en mal hora lloraba, qué quería decir que después de haber reposado tornase con mayor ímpetu a refrescar los llantos y lloros ya pasados, diciendo:
—No te maravilles, pues que quieres defraudar a mis hijos con la ganancia de tu rescate, que si porfías en ello, yo haré que, no curando de tus lágrimas, las cuales ellos suelen tener en poco, que viva seas quemada.
Espantada con estas palabras, la doncella, besando la mano a la vieja, dijo:
—Perdóname, señora madre, y por tu humanidad socorre y duélete de mi desdicha grande: que no puedo yo creer que en tan honrada vejez y largos años se haya perdido del todo la compasión y misericordia; espera ahora y oirás la can sa de mi triste pena. Pocos días ha que yo fuí desposada con un mancebo muy hermoso, rico y principal entre los suyos, al cual todos los de la ciudad deseaban por hijo; era primo mío y tres años mayor que yo; habíamonos criado ambos juntamente, desde niños, en una casa y en una mesa y en una cama; el cual me tenía tanto amor, y yo a él, como si fuéramos hermanos; así que, estando para velarnos, de todo consentimiento de nuestros padres, habiéndose llamado mi marido en la carta de arras y dote que me había hecho y yendo acompañado de mis hermanos y parientes, sacrificando sacrificios en los templos y casas públicas; estando la casa adornada de laureles y relumbrando con hachas ardiendo y cantando cantares de bodas; teniendo la desventurada de mi madre en su falda ataviándome para semejante fiesta, besándome suavemente y rogando a Dios que me diese hijos, he aquí do entra súbitamente una batalla de rufianes, con gran ímpetu, las espadas desnudas y relumbrando, los cuales no curaron de robar cosa alguna ni matar a nadie, sino todos juntos, hechos una cuña, se lanzaron en la cámara donde estábamos, y sin que ninguno de los familiares de casa los resistiese ni osase tantico contradecirles, arrebataron a mí, mezquina, que del miedo y pavor que hube estaba amortecida en las faldas de mi madre. En esta manera se estorbaron mis bodas, como las de Atides y Protesilao. Pero ahora, señora madre, otra cosa muy más cruel se me ha refrescado, que crece más mi desventura y desdicha, y es que soñaba que por fuerza y contra mi voluntad me sacaban de mi casa, de dentro de mi cámara y de mi cama, y que iba por unos desiertos y soledades, fuera de camino, llamando al desdichado de mi esposo. El cual, como estaba ataviado y vestido con ropas de bodas, iba tras de mí, que me habían apartado de sus brazos, y yo iba huyendo en pies ajenos, y como él iba dando voces, quejándose que le habían robado a su hermosa mujer, pedía socorro a todos. En esto, uno de los ladrones que me llevaban, enojado de sus voces e importuno seguimiento, arrebató una piedra delante de los pies e hirió al mezquino mancebo de mi esposo, de que luego murió, y con este sueño tan horrible y mortal, espantada, desperté medrosa y despavorida.
Entonces la vieja, suspirando a sus lloros y penas, dijo:
—Hija, esfuérzate y ten buen corazón, y por Dios no te espantes con vanas ficciones de sueños, porque además de tener por cierto que los sueños de día son falsos, aun las visiones o sueños de la noche traen los fines y salidas contrarios, porque llorar o ser herido o muerto traen el fin próspero y de mucha ganancia, y, por el contrario, reír o comer cosas dulces y sabrosas, o hallarse en placeres con quien bien quiere, significa gran tristeza del corazón o enfermedad del cuerpo u otros daños y fatigas. Pero yo te quiero consolar y decirte una novela muy linda, con que olvides esta pena y trabajo.
La cual luego comenzó en esta manera:
CAPITULO V
—Erase en una ciudad un rey y una reina, y tenían tres hijas muy hermosas: de las cuales, dos de las mayores, como quiera que eran hermosas y bien dispuestas, podían ser alabadas por loores de hombres; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poder exprimir ni suficientemente alabar su belleza. Muchos de otros reinos y ciudades, a los cuales la fama de su hermosura ayuntaba, espantados con admiración de su tan grande hermosura, donde otra doncella no podía llegar, poniendo sus manos a la boca y los dedos extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la honraban y adoraban. Y ya la fama corría por todas las ciudades y regiones cercanas, que ésta era la diosa Venus, la cual nació en el profundo piélago de la mar y el rocío de sus ondas la crió. Y decían asimismo que otra diosa Venus, por influición de las estrellas del cielo, había nacido otra vez, no en la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor de virginidad. De esta manera su opinión procedía de cada día, que ya la fama de ésta era derramada por todas las islas de alrededor en muchas provincias de la tierra: muchos de los mortales venían de luengos caminos, así por la mar como por tierra, a ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo; ya nadie quería navegar a ver la diosa Venus, que estaba en la ciudad de Paphos, ni tampoco a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde le solían sacrificar; sus templos eran ya destruídos, sus sacrificios olvidados, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas estaban sin honra ninguna, sus aras y sus altares sucios y cubiertos de ceniza fría. A esta doncella suplicaban todos, y debajo de rostro humano adoraban la majestad de tan gran diosa, y cuando de mañana se levantaba, todos le sacrificaban con sacrificios y manjares, como le sacrificaban a la diosa Venus. Pues cuando iba por la calle o pasaba alguna plaza, todo el pueblo con flores y guirnaldas de rosas le suplicaban y honraban. Esta grande traslación de honras celestiales a una moza mortal encendió muy reciamente de ira a la verdadera diosa Venus, y con mucho enojo, meciendo la cabeza y riñendo entre sí, dijo de esta manera:
"Veis aquí yo, que soy la primera madre de la natura de todas las cosas; yo, que soy principio y nacimiento de todos los elementos; yo, que soy Venus, criadora de todas las cosas que hay en el mundo, soy tratada en tal manera que en la honra de mi majestad haya de tener parte y ser mi aparcera una moza mortal, y que mi nombre, formado y puesto en el cielo, se haya de profanar en suciedades terrenales? ¿Tengo yo de sufrir que tengan en cada parte duda si tengo yo de ser adorada o esta doncella y que haya de tener comunidad conmigo, y que una moza, que ha de morir, tenga mi gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas: cuyo juicio y justicia aprobó aquel gran Júpiter; pero ésta, quienquiera que es, que ha robado y usurpado mi honra, no habrá placer de ello: yo le haré que se arrepienta de esto y de su ilícita hermosura."
Y luego llamó a Cupido, aquel su hijo con alas, que es asaz temerario y osado; el cual, con sus malas costumbres, menospreciada la autoridad pú blica, armado con saetas y llamas de amor, discurriendo de noche por las casas ajenas, corrompe los casamientos de todos y sin pena ninguna comete tantas maldades que cosa buena no hace. A éste, como quiera que de su propia natura él sea desvergonzado, pedigüeño y destruidor, pero de más de esto ella le encendió más con sus palabras y llevólo a aquella ciudad donde estaba esta doncella, que se llamaba Psiche, y mostrósela, diciéndole con mucho enojo, gimiendo y casi llorando, toda aquella historia de la semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole en esta manera:
"¡Oh hijo, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre, y por las dulces llagas de tus saetas, y por los sabrosos juegos de tus amores, que tú des cumplida venganza a tu madre: véngala contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer, y sobre todas las otras cosas has de hacer una, la cual es que esta doncella sea enamorada, de muy ardiente amor, de hombre de poco y bajo estado, al cual la Fortuna no dió dignidad de estado, ni patrimonio, ni salud. Y sea tan bajo que en todo el mundo no halle otro semejante a su miseria."
Después que Venus hubo hablado esto, besó y abrazó a su hijo y fuése a la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus pies hermosos holló el rocío de las ondas de aquel río, y luego se fué a la mar, adonde todas las ninfas de la mar le vinieron a servir y hacer lo que ella quería, como si otro día antes se lo hubiese mandado. Allí vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Portuno, con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer Salacia, y Palemón, que es guiador del Delfín. Después, las compañías de los Tritones, saltando por la mar: unos tocan trompetas y otros trazan un palio de seda por que el Sol, su enemigo, no le tocase; otro pone el espejo delante de los ojos de la señora, de esta manera nadando con sus carros por la mar; todo este ejército acompañó a Venus hasta el mar océano.
Entre tanto, la doncella Psiches, con su hermosura, sola para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y todos la alababan; pero ninguno que fuese rey ni de sangre real, ni aun siquiera del pueblo, la llegó a pedir, diciendo que se quería casar con ella. Maravillábanse de ver su divina hermosura, pero maravillábanse como quien ve una estatua pulidamente fabricada. Las hermanas mayores, porque eran templadamente hermosas, no eran tanto divulgadas por los pueblos y habían sido desposadas con dos reyes, que las pidieron en casamiento, con los cuales ya estaban casadas y con buena ventura apartadas en su casa; mas esta don cella Psiches estaba en casa del padre, llorando su soledad, y, siendo virgen, era viuda; por la cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón; aborrecía en sí su hermosura, como quiera que a todas las gentes pareciese bien. El mezquino padre de esta desventurada hija, sospechando que alguna ira y odio de los diosescelestiales hubiese contra ella, acordó de consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Milesia, y con sus sacrificios y ofrendas, suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la triste de su hija. Apolo, como quiera que era griego y de nación jonia, por ra zón del que había fundado aquella ciudad de Milesia, sin embargo respondió en latín estas palabras: "Pondrás esta moza adornada de todo aparato de llanto y luto, como para enterrarla, en una piedra de una alta montaña y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal; mas espéralo fiero y cruel, y venenoso como serpiente: el cual, volando con sus alas, fatiga todas las cosas sobre los cielos, y con sus saetas y llamas doma y enflaquece todas las cosas; al cual, el mismo dios Júpiter teme, y todos los otros dioses se espantan, los ríos y lagos del infierno le temen."
El rey, que siempre fué próspero y favorecido, como oyó este vaticinio y respuesta de su pregunta, triste y de la mala gana tornóse para atrás a su casa. El cual dijo y manifestó a su mujer el mandamiento que el dios Apolo había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y plañeron algunos días. En esto ya se llegaba el tiempo que había de poner en efecte lo que Apolo mandaba: de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella había menester para sus mortales bodas; encendieron la lumbre de las hachas negras con hollín y ceniza, y los instrumentos músicos de las bodas se mudaron en lloro y amargura; los cantares alegres en luto y lloro, y la doncella que se había de casar se limpia las lágrimas con el velo de alegría. De manera que el triste hado de esta casa hacía llorar a toda la ciudad, la cual, como se suele hacer en lloro público, mandó alzar todos los oficios y que no hubiese juicio ni juzgado. El padre, por la necesidad que tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba de llevar la mezquina de Psiches a la pena que le estaba profetizada: así que, acabada la solemnidad de aquel triste y amargo casamiento, con grandes lloros vino todo el pueblo a acompañar a esta desdichada, que parecía que la llevaban viva a enterrar y que éstas no eran sus bodas, más sus exequias. Los tristes del padre y de la madre, conmovidos de tanto mal, procuraban cuanto podían de alargar el negocio. Y la hija comenzóles a decir y a amonestar de esta manera:
"Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar? ¿Por qué fatigáis vuestro espíritu, que más es mío que vuestro, con tantos aullidos? ¿Por qué arrancáis vuestras honradas canas? ¿Por qué ensuciáis esas caras que yo tengo de honrar, con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por qué rompéis en vuestros ojos los míos? ¿Por qué apuñáis a vuestros santos pechos? Este será el premio y galardón claro y egregio de mi hermosura. Vosotros estáis heridos mortalmente de la envidia y sentís tarde el daño. Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus, entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por muerta: ahora veo y siento que sólo este nombre de Venus ha sido causa de mi muerte; llevadme ya y dejadme ya en aquel risco, donde Apolo mandó: ya yo querría haber acabado estas bodas tan dichosas, ya deseo ver aquel mi generoso marido. ¿Por qué tengo yo de contener aquel que es nacido para destrucción de todo el mundo?"
Acabado de hablar esto, la doncella calló, y como ya venía todo el pueblo para acompañarle, lanzóse en medio de ellos y fueron su camino a aquel lugar donde estaba un risco muy alto, encima de aquel monte, encima del cual pusieron la doncella, y allí la dejaron, dejando asimismo con ella las hachas de las bodas, que delante de ella llevaban ardiendo, apagadas con sus lágrimas, y abajadas las cabezas, tornáronse a sus casas. Los mezquinos de sus padres, fatigados de tanta pena, encerráronse en su casa, y cerradas las ventanas, se pusieron en tinieblas perpetuas. Estando Psiches muy temerosa, llorando encima de aquella peña, vino un manso viento de cierzo, y, como quien extiende las faldas, la tomó en su regazo; así, poco a poco, muy mansamente la llevó por aquel valle abajo y la puso en un prado muy verde y hermoso de flores y hierbas, donde la dejó que parecía que no le había tocado.