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Metzengerstein (de Verneuil tr.)

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

METZENGERSTEIN



Pestis eram vivus,—moriens tua mors


E

l horror y la fatalidad han imperado en todos los voy á referiros? Baste decir que en la época de que hablo conservábase en el centro de Hungría una creencia secreta, aunque bien sentada, sobre las doctrinas de la metempsicosis. No diré nada de ellas en si, sobre si son falsas ó probables; pero si afirmo que una buena parte de nuestra incredulidad proviene—como dice La Bruyére, que atribuye toda nuestra desgracia á esta causa única,—de no poder estar solos[1]. Pero había al gunos puntos en la superstición húngara que tendian marcadamente á lo absurdo, pues los húngaros diferian de una manera muy esencial de sus autoridades de Oriente. Así, por ejemplo, el alma, á lo que ellos creian—cito los términos de un sutil é inteligente parisiense, no reside más que una vez en un cuerpo sensible; de modo que un caballo, un perro, y hasta el hombre, no son sino la semejanza ilusoria de esos seres[2].

Las familias Berlifitzing y Metzengerstein habían vivido enemistadas durante varios siglos, y jamás se habían conocido dos casas tan ilustres que se odiaran tan mortalmente. Esta aversión podia tener su origen en las palabras de cierta antigua profecía: —Una gran familia caerá de un modo terrible cuando, así como el caballero en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfará de la inmortalidad de Berlifitzing.

A decir verdad, los términos tenían poco ó ningún sentido; pero causas más vulgares han dado nacimiento, y esto sin remontarnos mucho, á consecuencias igualmente preñadas de acontecimientos. Además, las dos casas, que eran vecinas, habían rivalizado por su influencia largo tiempo en los asuntos de un gobierno tumultuoso; y por otra parte, vecinos tan próximos rara vez son amigos: desde lo alto de sus sólidos terrados, los habitantes del castillo de Berlifitzing podian ver muy bien las ventanas mismas del palacio de Met- zengerstein. En fin, la ostentación de una magnificencia más que feudal era poco propia para mitigar los sentimientos irritables de los Berlifitzing, no tan antiguos y menos ricos. ¿Hay motivo pues para extrañar que los términos de aquella predicción, aunque muy extravagantes, crearan y mantuvieran la discordia entre dos familias ya predispuestas á la hostilidad por todas las instigaciones de una envidia hereditaria? La profecia parecia implicar, si algo implicaba, el triunfo de la casa más poderosa, y naturalmente, esto preocupaba á la más débil, acrecentando su animosidad.

Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de antigua nobleza, no era en la época de que hablo más que un viejo achacoso, y no tenía nada notable, como no fuese su antipatía inveterada y loca contra la familia de su rival; distinguíase además por su afición á los caballos y á la caza, de la cual no le retraían ni sus achaques físicos, ni su avanzada edad, ni la debilidad de su espíritu, tanto que diariamente se exponía á los peligros de semejante ejercicio.

Federico, barón de Metzengerstein, no era todavia mayor de edad: su padre, el ministro G... había muerto joven; y su madre, Maria, no tardó en seguirle á la tumba. Federico contaba en aquella época diez y ocho años, que en la ciudad no son un largo período; pero en una soledad tan magnifica como aquel antiguo señorío, el péndulo vibra con más profunda y significativa solemnidad.

A causa de ciertas circunstancias resultantes de la administración de su padre, el joven barón entró en posesión de sus vastos dominios apenas murió aquél.

Rara vez se había visto un noble de Hungria poseedor de semejante patrimonio; sus castillos eran innumerables, pero el de Metzengerstein se consideraba como el más vasto y magnifico; la linea fronteriza de sus dominios no se había determinado nunca claramente; pero el parque principal abarcaba un circuito de cincuenta millas.

Tratándose de un propietario tan joven, de carácter tan bien conocido, y de tan incomparable riqueza, no era necesario hacer muchas conjeturas sobre cuál sería probablemente su línea de conducta; y en efecto, á los tres días, el proceder del heredero dejó muy atrás la nombradía de Herodes, excediendo por mucho á las esperanzas de los más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes infamias y atrocidades sin nombre, hicieron comprender muy pronto á sus atemorizados vasallos que nada, ni la sumisión servil por su parte, ni los escrúpulos de conciencia por la del castellano, serian para ellos en lo futuro garantía de seguridad contra las crueldades de aquel pequeño Caligula.

Hacia la media noche del cuarto dia, observóse que se había prendido fuego en las cuadras del castillo de Berlifitzing, y la opinión pública estuvo unánime en agregar un crimen más á la lista, ya horrible, de los delitos y atrocidades del barón.

En cuanto al joven caballero, durante el tumulto ocasionado por aquel accidente, hallábase sumido al parecer en profunda meditación en una vasta cámara solitaria del piso superior del palacio de familia de los Metzengerstein. Los tapices, ricos, aunque gastados, que pendian melancólicamente de las paredes, representaban las figuras fantásticas y majestuosas de mil antecesores ilustres; en uno veíanse prelados vistiendo ricos trajes de armiño; grandes dignatarios estaban reunidos con el autócrata y el soberano, y oponían su veto á los caprichos de un rey, ó contenían con el fiat del poderío papal el cetro rebelde del Gran Enemigo, príncipe de las tinieblas. En otro se representaban las sombrías y grandes figuras de los príncipes de Metzengerstein, con sus robustos caballos de guerra, que caracoleaban sobre los enemigos caidos; y más allá veíanse, voluptuosas y blancas como cisnes, las imágenes de las damas de antiguas épocas, flotando á lo lejos en fantástica danza, en medio de una melodía imaginaria.

Pero mientras el barón prestaba oído ó aparentaba escuchar el estrépito creciente de las cuadras de Berlifitzing, meditando tal vez alguna nueva crueldad ó un rasgo de audacia, sus ojos se fijaron maquinalmente en la imagen de un caballo enorme, de color extraño, representado en el tapiz como perteneciente á un antecesor sarraceno de la familia de su rival. El cuadrupedo estaba en primer término inmóvil como una estatua, y un poco más allá, el jinete desmontado moría bajo el puñal de un Metzengerstein.

En los labios de Federico surgió una expresión diabólica, como si echase de ver la dirección que su mirada había tomado involuntariamente; pero no apartó la vista. Muy lejos de ello, no podía haber motivo para que experimentase la ansiedad que al parecer le sobrecogió, envolviéndole como con un paño mortuorio; érale difícil conciliar sus sensaciones incoherentes como las de los sueños con la certidumbre de estar despierto; cuanto más contemplaba, más absorbente era el encanto, y más imposible le parecia arrancar su mirada de aquel tapiz fascinador. Sin embargo el tumulto que se oía fuera era cada vez más ruidoso; el barón hizo un esfuerzo como á pesar suyo, y fijó su atención en una luz rojiza proyectada desde las cuadras que ardían sobre las ventanas de la habitación.

Pero este movimiento sólo fué momentáneo, pues las miradas del heredero volvieron á fijarse maquinalmente en el tapiz. Con grande asombro suyo observó entonces ¡cosa horrible!—que la cabeza del gigantesco corcel había cambiado de posición; el cuello del animal, antes inclinado compasivamente hacia el cuerpo de su jinete, estaba ahora tendido rigidamente y en toda su longitud hacia el barón; los ojos, un momento antes invisibles, tenían una expresión enérgica y humana, con un brillo rojizo extraordinario; y los labios caídos dejaban ver sus grandes dientes repugnantes.

Poseido de terror, el joven barón se acercó á la puerta con paso vacilante; al abrirla, un resplandor rojizo, iluminando á lo lejos la sala, reflejóse en la tapiceria; y como el heredero vacilara un instante en el umbral, se estremeció al ver que aquel reflejo tomaba la posición exacta y llenaba precisamente el contorno del implacable y triunfante matador del Berlifitzing sarraceno.

Para aliviar su espiritu atemorizado, el barón Federico salió rápidamente para respirar el aire. En la puerta principal del palacio halló tres de sus escuderos, que con mucha dificultad y gran peligro de su vida, refrenaban los botes convulsivos de un caballo gigantesco, de color de fuego.

—¿De quién es ese caballo? ¿Dónde le habéis encontrado?—preguntó el barón con acento de enojo, reconociendo al punto que el misterioso corcel de la tapicería era en un todo semejante al furioso animal que estaba viendo.

—Es vuestro, señor—replicó uno de los escuderosó por lo menos nadie le ha reclamado. Le hemos cogido cuando se escapaba, humeante y cubierto de espuma, de las cuadras abrasadas del castillo de Berlifitzing. Suponiendo que pertenecería á alguna yeguada del anciano conde, le hemos traido aquí; pero los criados no reconocen el animal, lo cual es muy extraño, puesto que lleva señales evidentes del fuego, como prueba de haber escapado de éste.

—Además—añadió otro escudero—las letras W. V. B.están marcadas en la frente con mucha claridad; yo supuse que eran las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing; pero toda la gente del castillo afirma positivamente no conocer el caballo.

—¡Es muy singular!—dijo el barón con aire pensativo, sin fijarse al parecer en el sentido de sus palabras. En efecto, es un caballo notable, prodigioso, aunque, como decís muy bien, sombrio é intratable.

¡Vamos! quede para mi, consiento en ello—añadió el barón después de una pausa;—tal vez un jinete como Federico de Metzengerstein podrá domar al diablo mismo de las cuadras de Berlifitzing.

—Os engañáis, monseñor; el caballo, como hemos dicho, no pertenece á las cuadras del conde; si hubiese sido asi, conocemos demasiado bien nuestro deber para haberle conducido á presencia de una noble persona de vuestra familia.

—Es verdad—repuso el barón secamente.

En aquel momento llegó un paje del palacio apresuradamente y dijo á su señor en voz baja que había desaparecido un tapiz de la habitación que designo; después extendióse en detalles minuciosos; pero como lo decía todo casi al oído de su señor, los escuderos no pudieron satisfacer su curiosidad excitada.

Durante esta conversación, el joven Federico parecía agitado por diversas emociones; pero muy pronto recobró su sangre fría, y pintóse en su semblante una expresión de malignidad al dar órdenes para que se condenase al punto la citada cámara y se le entregaran las llaves.

—Habéis sabido la deplorable muerte de Berlifitzing, el viejo cazador?—preguntó al barón uno de sus vasallos cuando se hubo alejado el paje; mientras que el enorme corcel, adoptado por el heredero, se precipitaba, saltando con redoblada furia, por la avenida que conducía desde el palacio á las cuadras de Metzengerstein.

—No—contestó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que hablaba.— Dices que ha muerto?

—Es la pura verdad, señor, y presumo que no os desagradará mucho la noticia.

Una sonrisa entreabrió los labios del barón.

—¿Cómo ha muerto?—preguntó.

—En sus imprudentes esfuerzos para salvar la parte preferida de su equipo de caza, ha perecido miserablemente entre las llamas.

—Ver... da... de... ramente ha sido así?—exclamó el barón deletreando, y como impresionado por algún sentimiento misterioso.

—Asi es—repuso el vasallo.

—¡Eso es horrible!—dijo el joven con mucha calma, y volviendo tranquilamente al palacio.

A partir de aquella época, observóse un notable cambio en la conducta del joven libertino, el barón Federico von Metzengerstein, conducta que burlaba todas las esperanzas y daba al traste con las intrigas de más de una madre. Sus costumbres y manera de obrar difirieron cada vez más de las de la aristocracia de los alrededores. No se le veía nunca fuera de los límites de su propio dominio, y en el mundo sociable no se le conocia compañero alguno, á menos de que se considerase que el enorme caballo impetuoso, de color de fuego, que montaba siempre desde aquella época, tenia en realidad algún derecho misterioso al titulo de amigo.

Sin embargo, el barón recibía periódicamente invitaciones de sus vecinos, para asistir á alguna fiesta, á una cacería, á un baile ó á otra reunión cualquiera; pero limitábase á contestar lacónicamente: «Metzengerstein no irá.» Una nobleza imperiosa no podía soportar estos repetidos desaires; las invitaciones comenzaron á ser menos cordiales y frecuentes, y al fin cesaron del todo.

Habíase oido decir á la viuda del desgraciado conde de Berlifitzing, que su más ardiente deseo era «que el barón se quedase en casa cuando no deseara estar en ella, puesto que despreciaba la compañía de sus iguales; y que se viera á caballo cuando no quisiera montar, puesto que preferia á sus semejantes la sociedad de un cuadrúpedo.» Esto no era seguramente más que la simple explosión de un pique hereditario, y probaba que nuestras palabras llegan á ser singularmente absurdas cuando queremos darles una forma extraordinariamente enérgica.

Las personas caritativas, sin embargo, atribuían el cambio de conducta del joven caballero al pesar natural de un hijo privado prematuramente de sus padres; pero olvidando sin duda su inicuo proceder durante los días que siguieron á la irreparable pérdida. Hubo algunos que supusieron en el barón un sentimiento exagerado de su importancia y de su dignidad, mientras que otros (y entre ellos tal vez el médico de la familia) hablaban siempre de una melancolía morbosa, de un mal hereditario; pero entre la multitud hacíanse insinuaciones más tenebrosas, de carácter equívoco.

A decir verdad, el perverso cariño del barón al caballo recientemente adquirido, cariño que parecía tomar más incremento cuando el animal manifestaba sus feroces y diabólicas inclinaciones, llegó á ser á los ojos de todas las personas razonables una ternura horrible, contraria á la naturaleza. En medio del día, en las horas silenciosas de la noche, enfermo ó sano, en la calma ó en la tempestad, el barón de Metzengerstein parecía clavado en la silla del caballo colosal, cuyo carácter intratable se avenía tan bien con el suyo.

Había además circunstancias que, relacionadas con los recientes acontecimientos, comunicaban un carácter sobrenatural y monstruoso á la manía del caballero y á las capacidades del animal. El espacio que franqueaba de un solo salto, medido cuidadosamente, resultaba exceder de una manera asombrosa á los cálculos más exagerados. El barón, por otra parte, no había puesto ningún nombre particular al cuadrupedo, aunque todos los demás tenían el suyo; y aquel caballo tenía su cuadra particular, separada de las otras.

Sólo su amo le cuidaba, porque nadie se atrevía á tocarle, ni siquiera entrar en el sitio á donde estaba.

Algunas pruebas de inteligencia particular en la conducta de un noble corcel, lleno de ardimiento, no bastarían seguramente para llamar la atención de un modo exagerado; pero ciertas circunstancias hubieran hecho impresión en los espiritus más excépticos y flemáticos; y decíase que algunas veces el animal habia hecho retroceder de espanto á la multitud curiosa ante la singular significación de su marca, añadiendose que el joven Metzengerstein habia palidecido ante la mirada del ojo casi humano del caballo.

Entre toda la servidumbre del barón no se contaba un solo individuo que dudara del afecto extraordinario que inspiraban al joven heredero las brillantes cualidades de su corcel, exceptuándose, sin embargo, un insignificante pajecillo muy feo y antipatico, de cuya opinión no se hacia aprecio. Tenía el descaro de asegurar que su amo no montaba nunca sin experimentar un inexplicable y casi imperceptible estremecimiento, y que al volver de sus largos y acostumbrados paseos observábase en las facciones del heredero una expresión de triunfante malignidad.

Durante una noche de borrasca, Metzengerstein, despertando de un profundo sueño, bajó como un sonámbulo de su habitación, y montando apresuradamente á caballo, precipitóse á través del laberinto del bosque.

Un acontecimiento tan habitual no podía llamar
particularmente la atención; pero esperóse la vuelta del barón con mucha ansiedad. A las pocas horas de ausencia, las magnificas construcciones del palacio de Metzengerstein comenzaron á crugir y a retemblar hasta en sus cimientos, bajo la acción de un fuego devorador é irresistible; y como cuando se vieron las llamas los progresos del elemento devorador hubieran hecho inútiles todos los esfuerzos para salvar una parte cualquiera de los edificios, la población de las inmediaciones contemplaba perezosamente, con silencioso asombro, sino apatia, aquella triste escena. Pero un objeto terrible llamó muy pronto la atención de la multitud, demostrando hasta qué punto es más intenso el interés excitado por una agonia humana que por el más espantoso espectáculo de la materia inanimada.

En la larga avenida de añosas encinas que comenzaba en el bosque, terminando en la entrada principal del palacio Metzengerstein, un corcel, cuyo jinete llevaba la cabeza descubierta y el traje en desorden, saltaba con una violencia sólo comparable con el Demonio de la Tempestad misma.

El caballero no podía evidentemente reprimir aquella desenfrenada carrera; la expresión angustiosa de su rostro, los esfuerzos convulsivos de todo su sér daban testimonio de aquella lucha sobrehumana; pero de los labios del jinete, lacerados á fuerza de oprimirse, sólo se escapaba un grito ronco. Un momento después, el choque de los cascos resonó con un ruido agudo y penetrante que dominó el estrépito del incendio y el mugido del viento; después, franqueando de un solo bote la gran puerta y el foso, el corcel se lanzó en las escaleras abrasadas del palacio, desapareciendo con su jinete entre un torbellino de llamas.

Entonces se calmó de repente la furia de la tempestad y volvió á reinar una calma serena. Una llama blanca envolvia siempre el edificio como un sudario, y prolongándose a lo lejos en la atmósfera tranquila, proyectaba una luz de brillo sobrenatural; mientras que una nube de humo, en forma de un gigantesco caballo, descendía pesadamente sobre los edificios.


  1. Mercier, en su Año dos mil cuatrocientos cuarenta, sostiene seriamente las doctrinas de la metempsicosis, y J. de Is- raeli dice, que no hay sistema tan sencillo ni que repugne menos á la inteligencia. El coronel Ethan Allen pasa también por ser un metempsicosista muy formal.—E. P.
  2. Ignoro quién es el autor de este texto extravagante y oscuro; pero me he permitido rectificarle ligeramente, adaptándole al sentido moral del relato. Poc cita algunas veces de memoria é incorrectamente. Bien mirado, el sentido parece asemejarse á la opinión atribuída al padre Kircher, según el cual los animales son espíritus encerrados.—N. del T.