Mezclilla: 03
II
[editar]Ha dicho Mad. de Staël, en su famoso libro De l'Allemagne: «Ningún hombre, por superior que sea, puede adivinar lo que naturalmente se desarrolla en el espíritu de quien vive en otro suelo y respira otro aire; conviene, pues, acoger los pensamientos extranjeros, porque en este género de hospitalidad la mayor ventaja es para el que la otorga».
Estas palabras de la ilustre autora de Corina son una verdad profunda; y si todas las literaturas pueden servirles de prueba, tal vez la española como ninguna. En todo tiempo nuestro ingenio español, sin dejar de ser quien era, recibió y se asimiló poderosas influencias del arte extranjero, y ya de Oriente, ya de Grecia, o de Italia o de Francia, en los siglos que llevamos de literatura que propiamente pueda llamarse nacional, jamás dejó de asimilarse nuestra patria algo de la vida poética exterior, como si fuera ambiente necesario, alimento insustituible para renovar sus fuerzas. No hace falta insistir en estos lugares comunes, por más que aquellos tal vez obligados a saber mejor que nadie cuáles son los ejemplos constantes de tales influencias, son los que más vociferan defendiendo un proteccionismo literario absurdo, un aislamiento disparatado, que es a la retórica lo que la balanza de comercio a la Economía.
No hay novedad peligrosa, ni novedad siquiera, ni síntomas de decadencia (tales síntomas están en otra parte), en insistir con ahínco la crítica en el estudio de las producciones literarias extranjeras. No se debe confundir esta atención a lo extraño, cuando es prudente, discreta, reflexiva, con el atolondrado entusiasmo, de cierta parte de la juventud moderna española, que sin conocimiento serio y hondo y bien guiado de nuestras letras, ni menos de las clásicas (por culpas de los tiempos, y sobre todo de la enseñanza oficial), se entrega a los autores extranjeros, a vida de impresiones fuertes y nuevas, y no exenta de la disculpable pedantería que en ciertos años acompaña siempre a los estudios más o menos fáciles, pero que no están al alcance del vulgo vulgarísimo que no entiende más lengua que la suya. Ya D. Quijote decía en una imprenta de Barcelona que traducir las lenguas fáciles no tenía mérito alguno; pero los jóvenes -y algunos viejos- no recuerdan esto, y gustan con cierta vanidad del placer de penetrar el pensamiento de italianos, franceses e ingleses. Si en la juventud literaria, demasiado romancista entre nosotros sin duda, hay estos defectillos, disculpables por mil razones, la crítica que se precia de estudiar y respetar ante todo lo español, y aquello en que se funda gran parte de lo español, lo clásico, bien puede, protestando contra confusiones injustas, estudiar también con atención muy seria, con gran interés, el estado actual de la literatura extranjera, considerando, ante todo, que el pensamiento vive fuera de España hoy una vida mucho más fuerte y original que dentro de casa; viendo imparcialmente, aunque sea con tristeza, que lo más actual, lo más necesario para las presentes aspiraciones del espíritu, viene de otras tierras, y que lo urgente no es quejarse en vano, sino procurar que esas influencias, que de todos modos han de entrar y conquistarnos, penetren mediante nuestra voluntad, con reflexión propia, pasando por el tamiz de la crítica nacional que puede distinguirlas, ordenarlas y aplicarlas como se debe a los pocos elementos que quedan del antiguo vigor espiritual completamente nuestro.
Ejemplo de la importancia de este trabajo de la crítica lo tenemos en lo que está sucediendo con la importación del llamado naturalismo literario. Con excepción de muy pocas personas, el tal naturalismo ha servido a los escritores españoles para demostrar ignorancia, pasión ciega, imprudencia temeraria, pedantería y orgullo.
Pasma leer, v. gr., lo que acerca de Zola ha escrito el Sr. Cánovas del Castillo; y las lucubraciones de este ex presidente del Consejo de Ministros acerca de las tendencias actuales de la literatura, prueban que aun en hombres de indudable talento y de erudición reconocida, hay aquí, por lo que respecta a la literatura extranjera actual, tantas preocupaciones, errores y quijotescos desdenes, que urge, para aliviar un poco el ridículo de semejante situación, que escriban de estas materias los que de ellas sepan lo suficiente, sin entusiasmo ligero y precipitado, pero también sin prevenciones que nos dan cierto aire de semibárbaros, poco halagüeño.
No sólo son los enemigos declarados del naturalismo los que disparatan al tratar de él, sino también muchos bien intencionados partidarios de innovaciones que se hacen peligrosas en cuanto son mal comprendidas. Y no sólo en teoría, no sólo en manos de la crítica más o menos titulada, sino, lo que es peor, en poder de algunos novelistas, el tal naturalismo comienza a ser tomado por las hojas, y van apareciendo volúmenes y volúmenes de insulsas y vulgarísimas observaciones, poco más que meteorológicas, y estamos amenazados de poseer dentro de pocos años, si esto no cambia, una literatura tan abundante en páginas como soporífera.
Para evitar todos estos males, para animar a los escritores, buenos, que toman de los extraños lo útil, lo necesario, y combatir a los que sin juicio, sin conciencia siquiera, imitan malamente, sin distinguir ni apreciar; para advertir al público de los peligros ciertos y de las ventajas seguras de esas influencias, ya inevitables, puede servir, y mucho, el trabajo que la crítica se tome de extender el conocimiento de los libros extranjeros modernos, del espíritu a que obedecen y de las circunstancias en que nacen.
Los señores académicos debieran renunciar a sus inútiles lazaretos y cordones sanitarios; higiene literaria, eso es lo que hace falta, y por consiguiente no hay que pensar en que no entren aquí productos extranjeros, sino en ver si entran falsificados o corrompidos, y, sobre todo, fijémonos en lo de casa, en la podredumbre que puede haber en esos cadáveres literarios que nos empeñamos en tener de cuerpo presente años y años, consagrándonos a la idolatría más repugnante, la idolatría de la carne muerta. Venga el aire de todas partes; abrazamos las ventanas a los cuatro vientos del espíritu; no temamos que ellos puedan traernos la peste, porque la descomposición está en casa, y además, como dice perfectamente un gran jurisconsulto alemán, Ihering, hablando de otras ideas: «poner obstáculos a la admisión de las cosas que vienen de fuera, condenar al organismo a desarrollarse de dentro afuera, es matarle. La expansión de dentro afuera sólo empieza con el cadáver».