Mezclilla: 04

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III[editar]

Hace poco tiempo se publicó en París un libro que llamó la atención de todos, que provocó discusiones fogosas, que mereció ser estudiado por la crítica más seria y dividió en dos campos la opinión del público y de los escritores. Un M. Frary; proponía la cuestión del latín, que este nombre se dio a la batalla, y opinaba que las nuevas generaciones no necesitan conservar la enseñanza clásica. El elemento que a sí propio se apellida liberal fue el que, por lo común, se inclinó al parecer de M. Frary; los partidarios de cambiar la sociedad cada ocho días; los que piensan que rompen cadenas ominosas quebrando las ineludibles de la tradición y de la herencia, se afanaban por demostrar que los estudios clásicos sobran; que puesto que ya casi nadie sabe griego, también se debía olvidar la lengua del Lacio, aquella lengua que, según la Carmenta de Renán (que no contaba con los liberales romancistas), habían de hablar los pueblos bárbaros. Algunas Revistas positivistas, de esas que creen que el hombre fue tonto hasta que apareció en el mundo la filosofía de los boticarios, se apresuraron a batir palmas y a propagar la proposición de Frary: -¡No más latín! ¡Muera Horacio, muera Virgilio, muera Cicerón! ¡Abajo las humanidades en nombre de la nueva humanidad!

-Estos Sicambros olvidan que los primeros humanistas fueron aquellos sabios liberales y protestantes, que se llamaron los Reuchlin, los Hutten, los Erasmo, los colampadio, que se sirvieron de las humanidades para defender la libertad política y la del pensamiento; como también lo hicieron en Holanda -la Grecia del Norte en aquel tiempo, la que dio asilo a otros humanistas franceses también liberales;- como lo hicieron en Holanda digo, los Dousa, los Heinsio, los Grocio, los discípulos insignes de Scalígero y Justo Lipsio hasta Perizonio...

-¡Pero qué Perizonio ni qué niño muerto! -oigo que grita, interrumpiéndome, algún crítico de salón. -¿Qué tenemos nosotros con que en Francia discutan si se debe prescindir del latín, de la educación clásica? En Francia podrán discutir eso, aquí no; aquí es ociosa la discusión: la cuestión del latín está resuelta por sí misma. Ya nadie sabe latín, y se acabó. Cuando un poeta cita un dios griego o romano, como hace Menéndez Pelayo, se le silba, se dice que no se le entiende, ni falta: «¡qué valiente pedante está hecho!», y se añade, que ha traducido mal a Horacio, aunque no lo haya traducido. Si Valera traduce las pastorales de Longo, se le mira con sorna y se le dice medio en francés: ¿Es, pues, verdad que el Sr. Valera sabe griego, griego auténtico? ¡Todavía hay quien sabe griego! Y el que habla así hace alarde de ignorar esa lengua, que, si no es madre, es tía de la nuestra, siendo hermana de la latina. Déjese usted, por consiguiente, de resucitar la cuestión del latín, que podrá ser cuestión en Francia, pero que aquí está resuelta por los hechos.

Esta supuesta interrupción de cualquier crítico temporero me tapa la boca, o por lo menos me hace cambiar de rumbo.

En efecto; en España, donde algún día la gran revolución humana, la del espíritu, el Renacimiento, encontró eco poderoso, hoy nos volvemos paso a paso a la barbarie disimulada y olvidamos toda nuestra gloriosa tradición clásica. El que esto escribe tiene ocasión todos los años de comprobar con dolorosa experiencia que nuestra juventud no sabe ni siquiera declinar en latín. Los jóvenes más estudiosos, los de más talento y curiosidad científica, tropiezan al traducir la más sencilla frase del sintético lenguaje del Derecho Romano.

Entre nuestros literatos, igual ignorancia. Los más confiesan sin vergüenza que no entienden la lengua de Virgilio, y, algunos hasta hacen alarde de ello. No falta quien crea que el latín es cosa de clérigos, un signo de reacción y oscurantismo. Y aun los discretos disimulan apenas esta lamentable deficiencia de su cultura.

Muchas son las causas que contribuyen a tan deplorable decadencia, o, mejor, ruina de los estudios clásicos. Estudiarlas y aun señalarlas todas, fuera trabajo para muchos artículos, y acaso algún día lo emprenda desde el punto de vista que en esta serie me he propuesto; hoy sólo debo indicar que uno de los principales motivos de este abandono está en el escaso atractivo que, dada la cultura general, ofrecen la literatura griega y romana. ¿Por qué no es agradable para los más lo que algunos alaban de buena fe, porque lo comprenden de veras? También la determinación de todos los elementos destructores que contribuyen a esta deficiencia del gusto sería muy larga tarea; pero lo principal es dejar sentado que no consiste en los autores clásicos la falta de encanto, y aun de amenidad, que la ignorancia les atribuye; no es el mal aquí objetivo, como se dice, sino subjetivo; están los lectores mal preparados para tales lecturas.

Las letras clásicas, entendidas como se debe, son la ocupación más noble en que puede emplearse el espíritu; ellas fueron alimento exquisito de las más sublimes inteligencias durante los primeros siglos del Renacimiento, y aun antes; pero las letras clásicas abandonadas a los pedantes a los que sin comprenderlas, sin sentirlas, las alaban, a los eruditos materiales que adoran lo viejo por vicio, lo oscuro por oscuro, lo difícil por difícil, son áridas, antipáticas, repugnantes y en rigor incomprensibles. Griegos y latinos pasados por el tamiz del dómine pedante, del Don Hermógenes de Moratín, ya no son ni los latinos ni los griegos que conoció la Historia, los de la literatura clásica profanada por tantos leguleyos del arte más puro. Los cuales puede decirse que están representados en aquel ejemplar de Horacio que, a manera de símbolo de tales profanaciones, nos describe Menéndez Pelayo diciendo:


En sus hojas doquier, por vario modo
de diez generaciones escolares
a la censoria férula sujetas,
vése la clara huella señalada.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


En mal latín sentencias manuscritas,
escolios y apostillas de pedantes,
lecciones varias, apotegmas, glosas,
y pasajes sin cuento subrayados
y addenda y expurganda y corrigenda.
Todo pintado con figuras toscas,
de torpe mano, de inventiva ruda.


Tamañas profanaciones debiéronse en gran parte, desde hace ya siglos, a la enseñanza de los jesuitas, que quisieron corregir el espíritu de clasicismo arrancándole, hasta donde fuera posible, el elemento pagano, es decir, la vida, y reduciendo el estudio de las humanidades a un mecanismo en que la memoria y la paciencia son las principales palancas. Sin llegar siempre a los absurdos del famoso Gaume, el espíritu ultramontano en general hizo grave daño, en nuestra tierra especialmente, a las letras clásicas. Basta para verlo una observación: hoy el latín se ha refugiado en los Seminarios, y allí es donde se maneja, sabe Dios cómo, a Virgilio, Horacio y Ovidio, con gran desprecio, por supuesto, de este último y demás escritores de baja latinidad. ¡Horacio y un seminarista! ¿Cómo han de entenderse?

El gusto de la poesía y de la historia clásica volvería si se convenciese el público de los lectores de mediano criterio de que no es lo mismo oír lo que dice un pedante de Las Geórgicas, por ejemplo, que leer Las Geórgicas mismas... previa la preparación necesaria. Hay que ponerse en condiciones de saborear los libros clásicos estudiando el ambiente dentro del cual se escribieran. Por fortuna, la filología moderna, gigantesco esfuerzo de la inteligencia humana, nos permite a poca costa saber lo suficiente de esta vida antigua para comprender a sus poetas.

Sin remontarnos a Los Vettori, Ricchiers, Marsilio Ficino y Ángel Policiano, no pasando de Wolf y Bentley, Heyne y Hermán, y, llegando en seguida a Ottfried Muller, a Grote y a Mommsen y a tantos y tantos otros ilustres buzos de la vida clásica, que la han hecho renacer a nuestros ojos; sin olvidar a los arqueólogos, que han tratado especialmente de esa misma civilización en los pormenores de la existencia ordinaria, en la descripción de plazas, baños, casas, muebles, utensilios, vestidos, etc., etc., como los famosos E. Guhl y W. Koner, tenemos sobrada materia para hacernos por algún tiempo contemporáneos de romanos y griegos, y la lectura de sus libros célebres adquiere en tal caso relieve sorprendente, como la realidad misma, y se convierten a nuestros ojos en hombres de carne y hueso, los que ordinariamente suelen ser considerados como frías representaciones de edades muertas, que no es posible resucitar ni ante la fantasía siquiera.

No se puede negar que un autor clásico necesita, para ser hoy comprendido medianamente, cierta preparación por parte del lector. Pero ni esta es muy difícil, ni en rigor, hay arte que si ha de ser gustado concienzudamente (pues también el gusto tiene conciencia), no pida estudios previos, experiencia y reflexión.

La preocupación general es ver en los escritores griegos y romanos lo que tienen de antiguos, pero no lo que tienen de humanos. A esto contribuye en gran parte la enseñanza vulgar oficial que, en España especialmente, está entregada, por lo que a letras clásicas se refiere, y fuera de honrosas excepciones, a eruditos y pedantes sin gusto ni reflexión, que lo mismo se dedican a la literatura clásica que podían explicar ley hipotecaria o destripar terrones. La literatura clásica, en lo poco y mal que de ella aquí se estudia, tiene una tirantez escolástica en la cual nada se conserva del gran espíritu del Renacimiento, y sí todo lo que se les pegó a las Humanidades del saber autoritario, abstruso y mecánico de la escolástica y del aristotelismo falso de la Edad Media. Así como el Derecho romano, según aparece en nuestros malos libros de Institutas glosadas es árido, seco, insufrible, las letras griegas y latinas disfrutan de fama parecida entre el vulgo, porque se enseñan con métodos y tendencias semejantes.

En los superficiales estudios de nuestras Universidades la literatura antigua es una imposición; el profesor la admira y hace admirar bajo su palabra de honor, y los estudiantes hablan de Homero y de Virgilio, de Sófocles y de Plauto, de Luciano y de Juvenal sin saber griego ni latín; y aun en lo que de los autores se les dice, falta verdadero espíritu crítico, y filosofía de la historia, y psicología biográfica y hasta amenidad anecdótica y, en suma, todo el arte de hacer agradable, interesante, una materia que lo es como la que más en poder de escritores y maestros artistas y de buen gusto.

Suelen nuestros catedráticos y retóricos llenarse la boca llamando superficiales a los franceses y diciendo de ellos, en son de censura, que nos engañan con su habilidad para explicar clara y ordenadamente, y expresar con arte e interés y elegancia. ¡Ahí es nada! Si nosotros tuviéramos profesores de literatura clásica (sin subir a los grandes maestros) como Paul Albert, Martha, Boissier, etc., etc., no habría, de fijo, entre nuestra juventud literaria esa vergonzosa preocupación, que acusa tanta ignorancia, según la que se cree de buen tono y muy conforme con el espíritu moderno tener en poco a griegos y latinos, o por lo menos prescindir de ellos.

Es eso; es que en nuestras cátedras y en nuestros libros, Homero, Horacio, Esquilo, Terencio, Aristófanes, Persio, no son hombres como nosotros, sino representaciones vagas, vaporosas, de idealismos disipados, de dogmas estéticos sin vida real.

Hoy no puede estudiarse la literatura, como no puede estudiarse el derecho, ni nada, sin ese espíritu de resurrección histórica, que no es ecléctico precisamente, ni falsamente armónico, sino que consiste en la adaptación de nuestra fantasía, en lo posible, al medio desaparecido y que hay que renovar para comprender los fenómenos literarios, jurídicos, económicos, filosóficos, o lo que sean, que se quiere estudiar.

Si este espíritu histórico es tan difícil en todas las materias y tan rara vez se encuentra (así, en lo jurídico, por ejemplo, se ve a cada momento juzgar la vida social y política de los antiguos por nuestro criterio moderno y hablar de división de poderes y de relaciones de Iglesia y Estado, etc., etc., tratándose de los tiempos de Numa o del mismo Agamenón), mucho más difícil y raro es en la historia literaria donde, en rigor, el que quiere ser historiador de veras necesita, además de ser erudito, ser un crítico flexible, educado en la experiencia del juicio literario, constante y actual, tener el gusto muy depurado, la inteligencia libre de preocupaciones y dogmatismos, y el ánimo firme y sereno para entrar y salir en las teorías religiosas, políticas, estéticas, etc., etc., sin perder nada de su originalidad y sin dejar de ver nada por culpa de prejuicios o complacencias con determinadas ideas.

Nada menos a propósito para interpretar el sentido de la vida literaria de los clásicos que el escolasticismo, que suele ser maestro, aquí a lo menos, de tales materias. En España, uno de los síntomas de la revolución artística ha sido para los más el romancismo, el odio a los griegos y latinos. Es hoy -como dice el señor Fiscal del Supremo,- y todavía los periodistas se burlan de quien sabe mitología y alude a las hermosas creaciones de la plástica fantasía clásica en verso o en prosa.

La ignorancia del vulgo no puede sospechar todo lo ridícula que es esa protesta que se hace en nombre de la libertad literaria contra las letras clásicas. Burlarse de Horacio y de Ovidio es el colmo de lo cursi, aunque no lo adivinen nuestros idealistas y naturalistas que piensan que el ingenio y la gracia, y la intención y la malicia, son de ayer mañana.

Horacio se parece más a Campoamor, y está más cerca de ser su contemporáneo, que Quintana, por ejemplo. Está más anticuado Bécquer que Ovidio. Pero es claro que el Horacio verdadero no es el que se nos ofrece en los versos del ministro Burgos, como el Ovidio verdadero no es el que nos pintan en las obras de retórica al uso.

Nuestra época es, en literatura, probablemente de decadencia; pues bien, época de decadencia era, la de Ovidio, Propercio, Persio, Tibulo, Catulo, etc., etc., y estos autores pueden ser hoy mejor comprendidos que lo fueron nunca. Hay más analogía entre Baudelaire y el autor de las Heroidas, que entre el autor de las Flores del mal y el de las Meditaciones.

Para penetrar bien el valor de las letras clásicas es preciso, eso sí, depurar el gusto, aguzar el ingenio, leer a los autores clásicos directamente y estudiar el medio en que vivieron en las obras de filología moderna, que son verdaderas maravillas de adivinación, perspicacia y exactitud.

Mas, aparte de esto, se puede, a poco que la crítica sensata propague y popularice la literatura de griegos y romanos, se puede conseguir que el público respete y admire lo que en todo país y tiempo cultos se considera como la flor de la belleza espiritual, en cuanto es esta producto del ingenio humano.