Mezclilla: 32

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La Época es el diablo: lo mismo describe una brillante misa de requiem, que un sarao, que una cena en casa de Cheste. De esto se trata ahora.

Mientras el Diccionario sigue con sus disparates y su prurito reaccionario, el Conde, alegre como unas castañuelas, convida a cenar a los que llama La Época inmortales, sin letra bastardilla ni nada, como si lo fueran efectivamente y ya no hubiese que discutirlo siquiera.

Dice La Época que se juntaron los inmortales para «darse alegremente la despedida del año que concluye y la bienvenida por el que avanza».

Amiga Época, no se puede escribir peor. Se dan la despedida los académicos, es decir, acción recíproca... y el que se va es el año...; no lo entiendo.

Y después se dan la bienvenida, como si los que vinieran fuesen ellos, y es el año... que viene...; tampoco lo entiendo. Por lo demás, del año que viene no se puede decir que avanza. Vamos, que no se puede decir nada o casi nada de lo que dice La Época. Lo demás, todo está bien.

Después llama noble prócer a Pezuela. ¡Prócer, prócer!

¿Pero usted cree que todavía hay próceres en 1886?

Y sigue La Época hablando mal: «Los concurrentes llevan los nombres más distinguidos que en los cuarenta últimos años han adquirido con sus obras el derecho a gozar el supremo honor de tan codiciado lauro».

Entendámonos, si podemos: según usted, los nombres son los que han adquirido con sus obras... ¿Las obras de los nombres? ¿Qué quiere decir eso? Lo mismo que lo otro del codiciado lauro. ¿Qué lauro es ese? Sigue La Época, imitando el canto II de la Iliada:

«Molins, el ilustre autor de Doña María de Molina... (pero qué, ¿es Molins el autor de La prudencia en la mujer? ¡Yo que creía que era de Tirso!); Cánovas, el historiador insigne de la casa de Austria (y Cánovas reniega de esa historia, que dice que escribió siendo estudiantil autor); Tamayo, el poeta dramático de La bola de nieve (si no lo fuera también de Un Drama nuevo... lo que es por La bola de nieve no se hacía inmortal), F. Guerra, el comentador y biógrafo de Quevedo, (y algo más y mejor, señora Época); Alarcón, narrador florido de la guerra de África (perdone el Sr. Alarcón, porque La Época no sabe lo que se florea); Casa-Valencia, el atildado. historiador de las instituciones británicas (que ahí se estaban sin historia, hasta que llegó Casa-Valencia con sus manos lavadas); Campoamor, el poeta de las Doloras (este no es ilustre, por lo visto); Núñez de Arce, el poeta de Los gritos del combate (tampoco es ilustre, ni atildado, ni nada); Castelar, el tribuno elocuentísimo (¡milagro!); Pidal, el orador fogoso y cristiano (¿cómo y cristiano? Y los demás, ¿no son cristianos?); Catalina (¡atención!) el editor diligente de las preciosas joyas de toda nuestra literatura (y entonces este, que no es más que editor diligente, ¿conquistó también el codiciado lauro con sus obras? No, con las de los demás, por lo visto. ¡Oh Época diligentísima y atildada!); Riva Palacio, el orador mejicano que en España representa (¡atención otra vez!) al Gobierno republicano del antiguo Imperio de los Moctezumas. (¿El Gobierno republicano de un Imperio?)». Pero, La Época, ¿qué come en casa de Cheste?

Por cierto que ese Sr. Riva Palacio, de la república de Méjico, no debe de estar muy satisfecho de lo que hace el Diccionario de la Academia con los presidentes de las Repúblicas.

Busquen ustedes en el Diccionario la palabra Presidente. Allí se dan varias acepciones del vocablo; pero, la de Presidente como jefe de un Estado republicano, no parece. ¿Saben ustedes dónde está? En el Apéndice. La Academia es tan monárquica, que, se había olvidado de que en el mundo había Repúblicas con Presidente. Alguno de los republicanos que entraron en la Corporación hace poco debió de recordárselo, y allá va el Presidente de la República, como a regañadientes, casi casi, en la fe de erratas.

Volvamos a la cena del prócer. Se excusaron de asistir varios académicos, entre ellos el cantor de Pío IX, que resulta ser Tejido; pero, en cambio, estaba el egregio marqués de Cerralbo, que yo no sé qué Doña María de Molina habrá escrito para ser egregio. No faltó tampoco un nieto del conde de Cheste «entre los que ya dibujan para el porvenir (habla La Época, es claro), esa tradición gloriosa de las letras, que no se acaba nunca, Javier Pezuela, a quien apenas apunta el bozo, y que ya muestra resuelta inclinación, así a la poesía como a la pintura». Lo de la pintura ya era de esperar, por aquello de que dibujaba para el porvenir; pero lo de la poesía siendo cosa tan resuelta, crea usted que es de lamentar.

Parece ser que la cena fue cosa rica; pero bien la pagaron los convidados. El conde de Cheste les pronunció un discurso. Y esto fue nada en comparación, de lo que vino después.

Pero no, antes de eso volvamos al principio, siguiendo a La Época.

El Conde, el prócer, había hecho las invitaciones en una quintilla circular «redactada, dice La Época, en los siguientes términos:


De Pascua el día tercero
a las siete y media, invito...».


Usted dispense que le interrumpa, señor Conde. Eso es plagio. Moratín lo dijo en La derrota de los pedantes, en unos endecasílabos redactados en los siguientes términos:


El día diecisiete del corriente,
a eso de las nueve o nueve y cuarto,
se reunieron en la sala todos
los señores que estaban convidados.


Pero siga la broma, es decir, la guindilla:


De Pascua el día tercero
a las siete y media, invito
a todo buen compañero
a comer aquel cordero
por nuestro ritual prescrito.
(¡Con qué pulcritud y esmero
huyó de decir cabrito!)


Y ahora bien, la Mota del rabo, o sea la Mot de la fin.

Pero dejo a La Época toda responsabilidad de sus palabras:

«La despedida se hizo (¡qué castizo!) regalando el «anfitrión a cada uno de los asistentes un ejemplar de Las (ojo) de Las Luisiadas, traducción del señor Conde».

Pues sepa La Época que eso no es verdad. Porque el poema de Camoëns ni se llama Luisiadas ni Las: se llama en portugués Os Lusiadas, y en español Los Lusiadas. ¿Se entera usted, Época? Los Lusiadas, como quien dice, los descendientes o los hijos de Luso (de Luso, Lusitano y Lusitania.) ¿Se entera usted? Eso de Las Luisiadas debió usted de aprenderlo en una retórica escrita por un catedrático, que dice así:

«Las Luisiadas, llamadas así porque están dedicadas al rey Luis...»

Y ni están dedicadas al rey Luis, ni se llaman así.

¡Oh Época ingenua, desprevenida, atildada y rencorosilla: cómo chocheas y qué poco sabes!