Mezclilla: 36

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Edmundo y Julio de Goncourt y Guerín fueron hermanos por la sangre y por el espíritu. Juntaron sus esfuerzos, y en esta unión, logrando formar una sola personalidad literaria, escribieron seis novelas de las llamadas naturalistas, de las cuales la más leída y celebrada es Germinie Lacerteux. Produjeron también once o doce libros de historia y de arte, relativos casi todos a los tiempos de la Revolución y a los de la Regencia y de Luis XV. Hay que añadir a estas obras una que se titula: Gavarni (el célebre dibujante cómico), las Ideas y sensaciones, y, por último, el teatro (Henriette Marechal y La patria en peligro). Tanta actividad literaria mató a Julio Goncourt a los treinta y nueve años; y si murió persuadido de su mérito, pues tan evidente era, también llevó de esta vida la amarga convicción de que su talento y el de su hermano no lo conocía el mundo, no lo quería ver siquiera, mientras levantaba a las nubes la fama de muchos escritores frívolos, sacerdotes de la eterna y ya insufrible blague francesa, de que abominó el gran Flaubert con santa cólera.

Hoy, merced a los esfuerzos de la crítica de buena fe y de buen gusto y sabia, que en Francia existe, aunque en escaso número de hombres, hoy la fama de los Goncourt va creciendo, y si no son, ni con mucho, populares, entre los amantes de las letras y de las artes sus obras son ya muy estimadas y leídas, acaso no tanto como merecen muchas de ellas.

Edmundo, el mayor de los dos hermanos, jefe de la escuela naturalista, según algunos, después de la muerte de Flaubert, asiste hoy a la reparación, si no completa, muy consoladora, de la injusticia del público, que en otro tiempo llegó a silbar, con silbidos de tormenta y aires de fronda, una comedia de los Goncourt que ahora aplaude París con espontáneo entusiasmo.

Edmundo de Goncourt saborea este triunfo justo de méritos que parecen nuevos, pero son antiguos, y que... no son de él solo. Así como en muchas familias bien avenidas, muerto el jefe de ellas los hijos conservan pro indiviso la herencia, los Goncourt, hermanos cariñosos, tenían y aún tienen sin partir su riqueza literaria, en rigor indivisible. Por lo cual, Edmundo, el mayor, el que ha sobrevivido, se cree obligado, por amor y por justicia, a recordarnos, siempre que puede, al pobre Julio, que murió antes de que su gran talento fuese reconocido por el vulgo, a quien se desprecia uno a uno, y a quien se mima, se corteja y se teme en masa, como se desprecia una gota de agua y se teme al océano.

Edmundo de Goncourt escribió después de morir su hermano (1870), cinco libros: La fille Elisa, Les frères Zenganno (alegoría de sus trabajos y vida íntima), La Faustin, Cherie y La casa de un artista en el siglo diecinueve. En todas estas obras parece que subsiste el espíritu del hermano muerto, que ayuda al que vive en sus trabajos de arte, de poesía, de observación, de investigación. También se ve a menudo la tristeza de Edmundo, que se queja entre líneas, con suma discreción y delicadeza, de la soledad de su vida artística. Como él no puede hacer que vuelva a la tierra el alma de Julio a llenar con sus inspiraciones las páginas de los libros nuevos, ganoso de hacerle hablar, de hacerle decir algo al público que ahora presta la simpática atención tanto tiempo negada neciamente, el hermano cariñoso ha recogido en un tomo de 326 páginas las cartas que Julio y él escribieron a multitud de amigos, y muchas de Julio solo. En este punto hay quien sospecha un piadoso engaño; hay quien cree que Edmundo, reservando para sí los libros que todavía puede escribir, atribuye al hermano muerto mayor parte de la que le corresponde en la que probablemente fue tarea común. De todas suertes, el libro es digno de atenta lectura y tiene unidad, a pesar de la variedad infinita de los asuntos y de la poca importancia presente de muchas de las materias sobre que versa no pequeña parte de la correspondencia publicada. En España, donde apenas se leen las historias de los historiadores y las novelas de los novelistas, menos se ha de atender a estos libros curiosos, que revelan la vida íntima, el corazón y hasta los caprichos de un escritor querido y admirado. Aquí no hay todavía libros de esta clase, y tal vez se tuviera por impertinente al que se atreviera a publicarlos. Cuando alguien publica aquí cartas, es porque las ha escrito pensando en el público.

En las de Julio de Goncourt no hay ningún aliño falso, ninguna preparación que les quite el encanto de dulce abandono y de la espontaneidad franca y sincera. En esta correspondencia, o, mejor, cartas sueltas, cuya contestación ignoramos, hay, como en las de Flaubert a Jorge Sand, publicadas el año pasado, un gran interés psicológico, y sobre todo artístico. Sin valer tanto, ni con mucho, como las de Flaubert al autor de Indiana, revelan, sin embargo, secretos de la vida estética del artista moderno, del gran artista, se entiende, no de ese que linda con el bohemio y hace de sus vicios y desórdenes, por lo menos, un cuartel de su escudo nobiliario de genio.

El psicólogo, el fisiólogo, el crítico, el artista, el público, lo mismo que quien lee nada más por sentir interés y admirar bellezas y llorar y reír, pueden sacar provecho de las cartas de Goncourt.

Van las primeras dirigidas a un amigo de la juventud y aun de la adolescencia, Luis Passy; y si bien son las menos notables, tienen gran utilidad y mueven vivo interés, porque en ellas se ve el despertar de un alma de artista y un estilo noble y pintoresco, agudo y fresco, que empieza a ensayarse.

Desde las que escribe a los diecisiete y dieciocho años se adivina el ingenio que ha de huir de lo vulgar y trillado, que no ha de tropezar con las preocupaciones comunes, y que desde sus primeras obras ha de mostrarse superior a esa «élite de hombres vulgares» que pasan por genuinos representantes de las letras y del talento en todos los países, sólo porque son la fiel imagen de la medianía ambiente y el reflejo exacto de la necedad indígena, de la vulgaridad nacional y amada como tradición gloriosa. El experimentado en la vida de los hechos intelectuales y sociales puede ver ya en las cartas de Julio de Goncourt a Luis Passy el calvario que se le prepara al hombre nervioso, al artista delicado, al corazón dulce y noble, al talento penetrante y escogido... En cada página, en cada carta, se ve una escaramuza contra la vulgaridad, la grosería, la hipocresía o la necedad...; y esto siempre anuncia una guerra en que acaban por vencer los críticos campanudos, pero correctos, los políticos hueros, pero solemnes, los beatos hipócritas, pero circunspectos, los necios trascendentales, pero numerosos.

Más adelante, cuando Julio es ya el escritor, si no famoso, conocido de los buenos y muy estimado por los mejores, sus cartas representan casi siempre la doble personalidad literaria de los autores de Germinie Lacerteux. Aureliano Scholl, Gavarni, Flaubert y Zola son los corresponsales más interesantes, unos por ser quien son, otros por la índole de las relaciones que tuvieron con los Goncourt.

En estas cartas se ve la lucha del ingenio fuerte, digno y serio, con la autoridad mojigata e ignorante, con la crítica presuntuosa y sin gusto, con el público injusto y frío y sordo, con la envidia socarrona y cazurra, con las propias ansias y con las tristes larvas del cerebro, enfermo de pensar y sentir. Se ve también los consuelos del arte, de la idealidad poética, del amor pasajero y burlón, de la amistad sincera, de la simpatía genial; y, por último, se ve esa monótona morfología de la vida, repetida constantemente en la literatura y en la realidad, ese aparecer de las ilusiones que se creen luego muertas, cuando no hacen más que ir cambiando, y que después mueren heladas; esas primeras aprensiones de la muerte, que nos toca y enfría desde lejos, como el extremo de una sombra larga de la tarde; y por fin viene el mal cierto, la muerte misma, y el silencio que sigue a todo.

Sí; las cartas de Julio de Goncourt son, como otras muchas colecciones de esta índole, una verdadera novela del género autobiográfico y naturalista. Con muy pocos variantes podría hacerse de este libro la historia artística de un alma delicada, tierna, que pasa de las caricias de una madre ciega de amor a las caricias de una musa no menos ciega y exclusiva, musa nerviosa que va matando con sus abrazos, que chupa la savia de la vida, que tiene celos del ambiente y no se lo deja respirar a su amante, que ha de respirar sólo las emanaciones de su amor, de su poesía; musa que al fin deja caer sus galas y su túnica y se presenta sin más atavío que los huesos colgantes de la muerte. Sígame el lector algún tiempo por este camino de la caída de un poeta muerto por el amor del arte, que algo nos harán sentir y meditar estas cartas, expresión fiel de un espíritu amable y grande, que son como las huellas de un destino que iba a dar, como todos, al cementerio.

Después de leer estas cartas pensaba yo, sin poder remediarlo, en muchos jóvenes españoles, a quien no falta talento, que rabian porque en ocho días no logran una reputación y miran con malos ojos a los maestros porque hacen mucha sombra. Estos muchachos listos van al arte por adquirir fama y dinero, si es posible, no por vocación irresistible. El que la tiene, el que no piensa en el éxito, sino en la belleza, por más que no publique ditirambos del idealismo, sabe esperar, sabe resignarse a no ser oído, y encuentra una complacencia íntima y voluptuosa en disgustar a los necios y a los envidiosos.

En las cartas de julio de Goncourt se ve la lucha del ingenio original, valiente y digno, con la sordera de la ignorancia ambiente, con la indiferencia afectada de los charlatanes de los periódicos, encumbrados gracias a la buena administración de la empresa que se procuró muchos suscritores; se ve la lucha del espíritu innovador, sincero y fuerte, con los apóstoles del cliché retórico y con los arúspices del sentimentalismo oficial, manifestación asquerosa del cinismo más torpe.

Si los Goncourt hubieran querido adular a los caciques de la crítica bulliciosa, y seguir el mal gusto, y repetir fórmulas gastadas, y emplear recetas conocidas, no tendríamos en esta colección de cartas las huellas de tantos desaires, de tanto silencio desdeñoso, de tanta frialdad irritante e injusta.

La fama de los Goncourt, como artistas, comenzó por donde comienza la del que estima en mucho más las voces de su conciencia literaria que los aplausos del vulgo; comenzó por ser rumor que corrió entre unos pocos, que eran los mejores. Mientras los gacetilleros recibían con desdeñosa indiferencia las novelas de los Goncourt, Víctor Hugo y Jorge Sand escribían a los hermanos revolucionarios cartas cariñosas en que se veía, al par que la sincera expresión de un entusiasmo reflexivo, el reconocimiento de una nueva tendencia literaria que no sabían apreciar los miopes. Mientras algunos majaderos, idólatras de la blague y por lo demás idealistas, condenaban el estilo y los procedimientos de los Goncourt en nombre de la eterna belleza, y de los modelos vivos como Víctor Hugo y Jorge Sand, estos dirigían a los autores que despreciaban los pigmeos, cartas como esta:

«¿Cómo hablaros por escrito de vuestro libro? Preciso sería conversar; sois dos, y no hacéis más que un poderoso escritor que me encanta; sois artistas, filósofos, poetas; sois dos ingenios de donde sale un talento ligero, vario, fino, delicado, vivo; sois la forma, el color, el relieve, la luz y la sombra. Y todo esto lo lanzáis en un libro conmovedor, burlón y vigoroso. Yo me acerco a vosotros por las ideas, pero me separo por las opiniones. Me chocan a veces vuestros rasgos, pero casi siempre me encantan...»

Esto lo escribía Víctor Hugo con motivo de Maniette Salomón; más expresivo es todavía lo que con ocasión de la obra maestra de los Goncourt les decía:

«1.º de junio, 1865.

»He leído Germinie Lacerteux. Vuestro libro, señores, es implacable como la miseria. Tiene esta gran belleza: la verdad. Vais al fondo; ese es el deber, y también el derecho... Valor, señores; habéis hecho un libro hermoso, y bueno además. Me dicen que hago mal escribiendo a mis amigos; que esto lastima a mis enemigos; que mi alegría por el buen éxito de otros hace mal efecto en el público. Lo siento, pero es un defecto, del que no me corregiré jamás; y es tan así, que, terminada la lectura de vuestro libro profundo y útil, que me encantó, vuelvo a leerlo de muy buen grado. -Víctor Hugo».

He ahí cómo hablaba el pontífice del idealismo romántico a los Goncourt, Bautistas del naturalismo.

Pues Sainte-Betive, el crítico meticuloso y semiclásico, oráculo en su tiempo, decía hablando de la misma novela a sus autores, en carta hasta ahora inédita: «...Me siento atado a esta narración sencilla, verdadera, que no engaña con lisonjas, tan conforme a la realidad, sin un rasgo lanzado al azar, sin nada convencional. Sería preciso, para juzgar bien este libro, una poética del todo distinta de la antigua, apropiada a las producciones de un arte nervioso, de nuevos resortes.»

En cuanto a Jorge Sand, escribía desde su retiro:

«Señores, no os conozco. Soy una salvaje. No me ando en cumplimientos, ni siquiera soy cortés. Creedme, pues, lo que os digo. Vuestro libro es muy hermoso, y tenéis un grande, enorme talento. ¡Qué mundo tan espantoso me habéis puesto ante los ojos! (el mundo literario que se pinta en el libro a que Jorge Sand se refiere.) ¿Es realmente así? No lo conozco. En mi tiempo no me parecía tan feo. Pero está tan bien pintado, tan bien presentado, conmueve tanto, que debe de ser cierto todo eso... ¡Ah, Dios mío! ¡Los cobardes, los imbéciles, los miserables! ¡Qué sátira tan fuerte y nerviosa!... Tenéis el pulso vigoroso; vuestra indignación es elocuente, sin énfasis... Yo sé que todo eso es la nueva escuela. Se quiere decir todo, describir todo, no dejar nada en la sombra... Todo eso es deslumbrador...; pero a veces es demasiado... Ya veréis cómo llegáis a sacrificar como en los buenos cuadros. Pero no hay prisa; sed jóvenes, es un defecto bueno.»

Así animaban los grandes apóstoles del romanticismo a los precursores, e iniciadores también, del naturalismo. Repasando estas cartas, ¿qué pensarían los Goncourt de los idealistas del boulevard, de los Caliban del Fígaro y otros Pitágoras de asfalto que les desdeñaban... y todavía desdeñan, a pesar de la reacción, hoy tan favorable en Francia, al naturalismo de los verdaderos naturalistas?

Sí; todavía hoy, hace pocos meses por lo menos, se trataba en cierta parte de la prensa a Goncourt mayor con una benevolencia irritante, en que el fingido menosprecio era una elipsis perpetua.

Muchas veces la falta de buen éxito, la ausencia de un gran triunfo tantas veces merecido, entristeció la vida de los grandes artistas gemelos; pero en muchos momentos debió animarlos también a persistir, sin cambiar su obra por otra, menos suya, esclavos de la voz de la amistad discreta, el recuerdo de aquellas cartas de Víctor Hugo y de Jorge Sand.

Y por si estas no bastaran, vinieron a reforzar el valor de estos mártires del arte puro, serio y concienzudo, la amistad y el consejo de los dos mejores novelistas que heredaron a Balzac: de Flaubert y de Zola. El libro de que trato nos presenta una correspondencia continuada con el autor, Madame Bovary, y otra de si menos numerosa, no menos elocuente, mantenida con el autor de Germinal.

¡Cuánto enseñan, cuánto hacen sentir estas cartas sinceras, llenas de la pasión noble del amor al arte! Allí se ven los chispazos eléctricos de la simpatía artística; allí se ve una amistad caliente y cierta, brotando de la armonía de dos almas en la región desilusionada de lo bello, allí se ve a los verdaderos grandes espíritus de la literatura nueva francesa intimando poco a poco, después de admirar y excitar y amar todos ellos el genio de la generación pasada.

Porque esta es la verdad. Si para los Goncourt tuvieron Víctor Hugo y Jorge Sand frases de cariño y de admiración, y los Goncourt para los grandes románticos admiración y respeto, lo mismo puede decirse de Flaubert, que escribió durante gran parte de su vida a Jorge Sand, llamándole siempre «mi querido maestro», y que decía de Víctor Hugo que era el único literato verdadero que quedaba...

En España también hay amistad estrecha entre los Galdós, los Peredas, los Pardo Bazán, etc., que representan, a mayor o menor altura, si no el naturalismo, tendencias en general muy semejantes; también respetan y aman estos señores las glorias románticas...; pero la recíproca no es cierta. Sólo dos grandes idealistas, Castelar y Echegaray, inspirándose en la gran tolerancia que les da su genio, tienen palabras de aplauso y animadoras para los que, altos o bajos, siguen el rumbo nuevo, no con furor de sectarios exclusivistas, sino reclamando su parte de sol, sin negar la que toca a los demás, sobre todo a los viejos.

Las Cartas de Julio de Goncourt se prestan a consideraciones de muchos géneros; pero resuelto a no prolongar la serie de artículos destinados a este asunto, corto aquí la materia y termino recomendando este libro a los que quieran estudiar la historia del arte contemporáneo por dentro, por el alma.