Mi media naranja: 03

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Mi media naranja de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo III

Capítulo III

Mi casa tiene el honor de estar frente á Neptuno.

Es un sitio de honor en Madrid. Árboles, estatuas, flores, palacios del Museo y de la Bolsa...

Subo.

No es igual venir á abrazar á una mujer frente á Neptuno, rodeado por dioses y cupones y Goyas y Velázquez..., ó en una zahúrda maloliente de la calle de Tudescos.

Hay clases en todo.

Por ejemplo, en esta puerta principal vive una duquesa. En la escalera de mármol, acabo de terminar los tramos alfombrados. Sigo. Mis dominios son más de las alturas. La duquesa, dueña del inmueble, debe saber por el portero que yo subo á mi cuarto damas bien vestidas... ¿Lo consentiría si fuesen golfas de la calle?

Piso segundo. «Ancora» otro.

-«¡Marajan dajan!» -me digo en oriental, parándome un momento.

Descansado, acabo de subir -porque es ridículo presentarse á una mujer echando el alma por la boca.

Llamo, y me abre Otilia, mi vieja y discretísima señora de gobierno.

-Ahí está.

-¿Quién?

-No sé. No ha dicho su nombre.

-¿Pero... una mujer?

-Sí. Cansada de esperarle. Vino á las seis en punto, la pobre.

-¡Bravo!... Ve preparando la cena. ¿Qué has puesto?

-Ostras, consomé, morcilla de Gerona, codornices, truchas...

-Bueno.

Suelto el gabán, cuelgo el sombrero en un cuerno del toro «Perdigón», que mató al pobre «Espartero», y cuya cabeza conservo disecada como último ridículo recuerdo de mi juvenil tauromanía. Me arreglo ante el espejo-jardinera el bigote y la corbata.

¡Jala!

¡Oh, rumana pijotera! ¡Baila como un diablo, y dice que durmió una noche con el príncipe Andrewikjeh!... ¡Cómo saben ellas que nos gusta que hayan dormido con príncipes, con muchos príncipes!... O, lo que no es igual: no dormido.

Entro.

Si no de príncipe, son de seda las cortinas de mi sala. Cruzo ésta, un poco misteriosamente impresionado, y llego á las cortinas del más íntimo salón..., aunque más grande.

Me detengo, y toso levemente.

A una bella debe advertírsela siempre, para que componga su faz en atractivo.

-¡Jala!

No responde.

Paso.

Junto al fuego, en la butaca carmesí, sólo está su capa, color fresa.

¡Diablo!... ¡Se ha dormido! ¡Está en la alcoba, en la cama!... ¡Cansada de esperar!

-¡Jala! -vuelvo á decir en las columnas, tras de los encajes.

Y como no responde, voy al lecho, repitiendo:

-¡Jala! ¡Jala!... ¡mujer!

Duerme profundamente,

La muevo, y no lo siente siquiera.

Bien. No me parece mal este preámbulo. Lo aprovecharé en mi beneficio; es decir, para sentarme aquí y reposar de la escalera. Porque insisto en que es grotesco presentarse «garleando», como un galgo cansado, ante una mujer encantadora. El cansancio no se debe contar para nada en estas lides.

Jala está semi de espaldas en el lecho. Tendida sobre las ropas, vestida, calzada. Sólo una pierna asoma un poco por sus faldas.

Las fuertes luces de la sala lanzan sobre Jala las sombras de los rameados dibujos del tul de las cortinas.

En tal penumbra la encuentro más hermosa. Casi ideal.

El lecho es bajo. Lo domino desde esta pequeña marquesita cielo, en que descanso.

¡Oh, qué flor de delicadeza incomparable es siempre una mujer como esta Jala!

Su rostro queda en el listón de sombra que le proyecta una columna.

Tiene el blancor y la suavidad y la serenidad de una azucena dormida.

¡Pobre! ¡Bendita y excelsa á la vez!... Me bastará despertarla, quererlo, y este tesoro de Dios me brindará á los ojos el hechizo entero de su gracia y me ahogará con suavísimas delicias.

¿Dónde hay teatro, ni música, ni libro que supere ni aun iguale á una mujer?...

¡Preciosa Jala!

Te adoro, te adoro ya con alma y vida, en esta hora, sin más que ponerle yo un poco de alma de mi alma al cuadro seductor de tu estática belleza..., y juro que no te hubiese de trocar en este instante por un trono..., por todos juntos los otros placeres y orgullos de la tierra.

Mi cama es más que trono, por ti.

Es altar, diosa, porque te tiene..., y son gloria mi vida y este cuarto.

¡Oh, Jala! ¡Bailarina! ¡Bohemia!... ¿De dónde eres?... ¿Del mundo?... ¡Patria enorme!

¿Qué padre, qué madre y qué hermanos te están acaso ahora recordando? ¿Te admiran ó te compadecen?... ¡No te importa!... Tú, bohemia, bailarina, que aprendiste en Francia el francés, que aprendiste en Italia el italiano, que vas aprendiendo español en España, y todo el amor en todas partes, sabes que estás en tu patria humana sin cesar, que estás aquí en tu casa... porque ésta es la casa de un hombre y un hermano y un amante que te besa, que te admira, que te adora y que te acogerá en su religión de idolatrías.

¡Pobre Jala! ¡Bella y excelsa también!... Tú hablas de un mundo del porvenir, sin la actual horrenda hipocresía, en que no sea crimen ni pecado en la carne de mujer lo que no lo es en el mármol del artista, ¡la estatua! ¡El traje de alma solamente, de resplandor de la propia desnudez, tan pura como en las manos y en la faz, en el pecho y en los muslos! ¡De un mundo en que vosotras, pobres mujeres divinas, sepáis que vais constantemente entre rosas del amor y la alegría, entre auroras de cielos y de almas! ¡Tú!...

Pero... hoy, aun no podéis saber, bohemias, si el que os llama al misterio de su hogar ó el que recibís en el vuestro con el noble título de hombre, es hombre... ó caballero-ladrón bien vestido, que os vaya á robar y á quitaros vuestras joyas.

-¡Jala!

No contesta.

Le tomo una mano y se la beso.

Efectivamente, si yo fuese un asesino o un loco -¡ella qué sabe!- la podría matar con un puñal. ¡Deben de ser brillantes y perlas de verdad estas grandes perlas y brillantes de sus zarcillos, de sus pulseras!... Y entonces habría venido y se habría dormido aquí ofreciéndole á la impunidad de la codicia tres mil duros.

¡Oh, bohemia! ¡Oh, alma de ángel! ¡Oh, firmísima fe infantil de humanidad!... ¡Sólo tú, aunque alguna vez te mate un rastacuero en Londres ó en París, habrás vivido, habrás pasado con tu aureola perversa de inocencia como «sobre un mundo tuyo» por el mundo!

Sí, sí. Lo pienso. Lo confirmo por contraste. Esta mujer ve el mundo con más gentil y generoso candor... que las demás.

Quiero decir... que las honestas señoritas, quienes saben, completamente en indefensas fierecillas, que son fieras los que habrán de rodearlas así que salgan del amparo de su padre y de su madre. ¡Y qué horrible vivir, saber que se vive en un planeta cuya plena redondez sea de indecencia á partir de los umbrales de la casa!

Yo no sé si es el pudor el que tendrá la culpa de esto.

Sólo sé que es bien horrible.

-¡Jala!

Me decido. Me levanto. Quiero despertarla.

-¡Jala! ¡Jala!... ¡Qué sueño, alma!... Pero... ¡mujer!

Hago brillar la luz, en el testero, y vuélvole también la llave al globo rojo.

Jala no ha hecho más que girar un poco la cabeza por la almohada.

Sigue durmiendo, y ronca, en la forzada posición.

¿Está borracha?

Me fijo en ella. Al darle un beso, he creído percibir en su aliento el coñac. Lo advertí la otra noche. Le gusta el coñac como á un demonio.

La claridad la llena ahora.

¡Cruel la claridad!... ¡Era tan discreta, es tan discreta la penumbra en que uno se imagina poéticamente lo que quiere!... A las cosas reales les basta con ser un motivo para bellas fantasías.

¡Jala!

No, no es que la llame ahora, sino que... «deploro».

Esta mujer está cansada, rendida, fatigadísima. Su blancura... es lividez térrea y seca. Tiene entreabierta la boca, y el aire de la respiración le ha secado horriblemente la pintura de los labios.

No son labios; sobre los dientes, pastosos y secos también, parecen un paréntesis hecho con dos lombrices muertas y resquebrajadas. Diríase que al despertar, al querer moverlos, van á partírsele como dos pedazos viejos de caucho.

He aquí por qué al besarlos sentí una áspera sensación de hule roto ó de balleta.

Borracha, no. Cansada, hastiada.

¿De qué?

De no dormir en quién sepa cuántas noches. De prodigar caricias, y besos, y suspiros... á cuenta de billetes. Su alma y su paladar deben estar igualmente amargos y cansados. Sus brazos, también. Al concederme esta cita, tuvo que computar la hora y el día de su semana. ¡Terrible semana de trabajo!

Bien. Habrá que resignarse.

Era yo demasiado estúpido al pensar que mi ilusión pudiese ella compartirla. Se durmió... cómo se hubiese alegrado de que no viniese..., con tal de poder encontrar al marcharse treinta duros.

-¡Jala!

Ha sido casi un puñetazo, esta vez, y ella se remueve.

-¡Déjame, hombre! ¡Déjame ya! ¡Tengo sueño!

¡Aire! «¡Déjame ya!» Se creerá que estoy acostado con ella y que está quizás amaneciendo.

-¡Jala!

Abre los ojos. Me mira idiotamente. Se incorpora, mira alrededor y se hace cargo.

Intenta sonreir, hablar, y siente en los labios indudablemente la tirantez de la pintura. Entonces los mueve y se los humedece con la lengua.

-¡Oh, «tuá»! -dice por fin.

Se echa torpemente de la cama, sacando las piernas bien calzadas, lo primero, en el desorden de sus ropas, y se pone en pie.

-¿Qué hora es? -me pregunta en extranjero.

-Las siete y media -contesto en castellano.

-¡Ah, sí! ¡Las siete y media!... -replica en castellano, dándose cuenta de mi nacionalidad.- ¡Cuánto tardaste! Espera. Si vamos á cenar, voy á lavarme un poco las manos y la boca. ¿Hay elixir?

Le indico el tocador, y parto á esperarla en la mesa.

Por unos minutos oigo su trasteo de aguas y de frascos. En mi tocador no hay pinturas. Tendrá que conformarse con esencias y jabones.

Viene, al fin. Pero viene... ¡oh! ¡maravillosa!

¡Maravillosa!

Fresca, riente, sonrosada, con los dientes pulidísimos y los labios puros y encarnados.

Sin duda traía ella pasta de carmín en su escarcela.

Parece... ¡nueva!

Parece que... acaba de levantarse de un descanso leve de pureza, que acaba de salir del mar... como una Venus rubia y vestida por sastres de Inglaterra.

Es la comedianta del amor. Es la profesora seductora. Sonríe, y promete su sonrisa un paraíso.

Levántome cortés, acepto el beso suyo, en la boca ya dulcísima y suave, que no sabe á coñac, sino á... ambrosía, y la instalo junto á mí.

El fuego nos lanza su vivo resplandor.

Toco el timbre, y llega Otilia con las ostras y el chablis.

-¡Jala!

Vuelve el nombre á ser suspiro de oración entre mis labios.

¿Qué me importa que todo pueda ser mentira en tal mujer, su amor y su frescura, si sabe parecer insuperable?

Sorbo una ostra, y recuerdo el célebre soneto:


...pero también que me confieses, quiero
que es tanta la verdad de su mentira,
que en vano á competir con ella aspira
belleza igual en rostro verdadero.


¡Ni es cielo, ni es azul!

¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!

Pero... ¡amigo!...