Mi media naranja: 08

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Mi media naranja de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo III

Capítulo III

Mi mujer es mía -en espíritu, en emoción, en... cuanto falta que lo sea... Vencida. Esta tarde vió ponerse el sol muerta de mi alma entre mis besos. Un alma... en que ya también la suya de cristiana alentaba sensual. Hablábamos del cielo y del sol, á besos. Luego, al tornar hacia la casa, seguimos hablando á besos de la luna y las estrellas. Y ella no sabía que así su alma de cristiana adoraba, en besos de mis labios, á Dios, al Universo.

Pero es llegada la hora de que el Universo y Dios se recojan, para las adoraciones todas de su vida y de mi vida, en nosotros mismos. Estamos en el rojo gabinete-comedor, y las seis cortas bujías de los candelabros se agotan; dos, han quemado ya sus arandelas. Calculé, pues, perfectamente. En un banquete nupcial, donde se habla y se sueña y se divaga y se sonríe más que se come, bien puede tardarse en llegar á los postres hora y media. Justamente la duración de estas bujías.

Todo previsto. El té final está en el samovar de níquel, para cuando quiera yo prender su lámpara. Trae Paquita el último pastel que ha hecho la excelente cocinera; trae el «biscuit-glacé», los dulces, el roquefort y los cakis y los dátiles y las piñas y naranjas (todo en una enorme bandeja)... y la mando traer también las botellas y las copas del champaña, de chartrés, del benedictino.

-Puedes acostarte -le digo á la muchacha- no necesitamos nada más.

Paca me comprende. Mira á «la señora», que está despelujada, ligeramente despeinada por mis besos, que está ligeramente alegre por los vinos de diez clases que le he dado á probar en el transcurso de la cena..., y sale sonriendo.

Inés la oye alejarse, y la oye perderse en la escalera. Yo, luego, me levanto, salgo, cierro en la escalera el portón (lo cual vale por aislar del piso bajo este piso alto, en absoluto), y al tornar le digo á Inés:

-¡Nuestra inmensa soledad... al fin!

Se lo he dicho con un gran beso en la garganta.

En seguida, porque se quema otra arandela, apago todas las bujías. Queda el farol, sobre nosotros... el farol que tiene dentro una candileja de aceite de oliva, mortecina, pero para durar toda la noche, y que por su gruesa cristalería biselada y ochavada, de color de sangre, nos derrama su fulgor de ascua, su fulgor de hierro enrojecido. Por la puerta de «mi» cuarto, abierta, percíbese también, del otro farol de orquídea, el rojo resplandor...

Al principio, la falta de la viva y blanca luz de las bujías, nos hace el mismo efecto que una real obscuridad en que no nos viésemos mi Inés y yo más que como sombras, más que como espectros indecisos... Pero mientras yo descorcho una botella «cordon roux», y mientras lleno dos copas, se acomodan nuestros ojos, y la luz de sangre, de fragua, de misterio..., nos deja vernos por demás entre el misterio.

-¡Bebe! -le ofrezco, vertiéndole á Inés, queriendo ó sin querer, la espuma del champaña.

-¡Oh! -grita riendo, inclinándose adelante y sacudiéndose los mojados tules de su pecho.

-¡Oh! -grito yo, que la socorro, mientras bebe.

Y á «mi socorro» deja de beber. He tenido antes buen cuidado de fijarme en los cierres y abrochados de su blusa, y he podido, pues, ahora, experto, desenlazarla enteramente el peto desprendiéndola un bandó... un broche del talle.

¡Ah, mi Inés!... va á soltar la copa, á un espasmo ó protesta de rubor (no del «pudor» -está en principio convenido), y acaba de medio derramársela en la falda.

-Soy... ¡la madrina! -le sonrío.

Ella se tapa con una mano íntimos encajes y oculta los rubores de su faz sobre mi frente.

-Soy... tu «madrina» -insisto- ¡Ya ves!... en esta fiesta nuestra de boda... aquí tan solos, no hay otras manos que las mías que te desnuden... A menos que quieras desnudarte por tí misma. ¿No es igual?

Calla, cede, y como una brisa, todo dulcemente, sin que ella levante ahora de mi hombro los rubores de su faz, me doy maña á sacarle las dos mangas y la blusa. Le desajunto la falda en la cintura... y queda así.

-¡Álzate! ¡Quítatela! -la invito, dejándola un beso en la espalda, en el escote.

Y como me he apartado de ella, sin «querer mirarla» aún, y ella siente el aire por los hombros, primero se cruza al pecho las manos, y... después, sofocadísima, resuelta, convenciéndose sin duda de que yo tengo razón, de que tendrá que despojarse... acepta como una «salvación hipnótica» la nueva panda copa que la ofrezco. Bebo, y bebe... con avidez, toda la copa, ansiosa de este cloroformo del... «pudor», que yo detesto -ansiosa de esta inconsciencia ante lo que es inevitable.

-¡Por tus labios! -he brindado yo.

La alzo de una mano, y cae la falda.

Cojo la falda y la llevo á una butaca. Me quito tranquila y confiadamente la chaqueta y el chaleco, mojados del vino también, y quedo con mi camisa de seda, de dormir, como un tirador de armas.

Me siento junto á Inés y brindo mi otra media copa:

-¡Por tus senos!

-¡Ah! -gime mi mujer en dolor de carcajada.

Se lanza á mí y me abraza... para ocultármelos. Ha podido ver que yo he podido ver que son divinos.

Sino que la desprendo con dulzura, advirtiéndola -de paso que la sirvo un trozo de «biscuit»:

-¡Come, Inés! ¡Come!... ¡Nos falta de la cena todo eso!... Tu «madrina», por lo pronto, no ha querido aún sino ampararte en el bautismo del champaña.

Aplícome á comer bizcocho, y ella me imita. A la vez que trata de alzarse sobre el seno los encajes del escote, trata de ocultarme en ellos la pálida y húmeda mancha del champaña... que ha calado. Teme que se los quite. Tras un terror, le queda siempre otro terror que la hace en cada uno conformarse.

Mi Inés, mi novia, mi mujer... está en bajo falda de rizadas sedas oro, y en corsé... ¡igual que una cocota!... Está, además, medio ebria de vinos y de amor.

¡Oh, delicia de mi ensueño realizado en una virgen!

Es decir, de mi ensueño que va poco á poco realizándose, que irá todo realizándose en esta noche de la gloria.

Le doy bizcocho y fresa helada, en mi áurea cucharilla. Para dárselo he apoyado mi mano y mi brazo en su brazo desnudo. Le doy champaña, y se lo quito en seguida, con mi boca, de su boca. ¡Son tremendos, para mí y para la virgen, estos besos de labios y de dientes y de fresas y champaña!... Ella se marea. ¿De qué?... No; del vino, no; he comido en su casa algunas veces, con su madre y con su padre, y me consta que de su mesa suculenta, donde abundan los licores, á los tres, con el honrado placer de la comida, les gusta levantarse un «poco ingleses»... -Yo he calculado y sigo calculando bien las dosis de alcohólico valor con que debo ir «matándola pudores». Está... «doble inglesa» que en su casa, y nada más.

-Mira, fíjate -le digo por sacarla del mareo de amor-, en el efecto que esta luz de lumbre hace por tu carne.

Mira á su brazo, donde beso. Ríe al cosquillear de mi bigote, y quiere en «resuelta desesperación» enlazarme por el cuello. Yo lo evito, riéndome á mi vez. Ella se resigna en mimado enojo que la obliga á tirar su cucharilla contra el plato, quedándose muy seria. Erguida contra el respaldo de su asiento, ya no le importa que sus pechos puedan verse.

Sigo comiendo. He tomado de su frutero una naranja.

-Tú, mi Inés -deslizo- eres una naranja también, un dulce de los cielos, infinito y exquisito, que yo no quiero comerme de un bocado. ¡En el amor, el «saborear» es todo un arte!

En otro impaciente y mimoso ademán, coge champaña, bebe champaña. ¡Pobre! ¿Qué sed de vida loca quiere apagar con esa copa!...

La abrazo, según ella está bebiendo... le robo otra vez champaña de la boca, la afirmo á mí... para que no pueda defenderse... y... ¡lanza un grito! ¡y otro grito!... porque acabo de ponerla en las fresas rosa de ambos senos el champaña de mis labios.

La ha levantado toda entera la emoción.

Pero como yo la tengo por el talle, cae abrumada á plomo en mis rodillas.

Quiere calmar en el fuego de mi frente el fuego de su frente.

Por no mancharme, por no caerla, tiene la copa en alto.

Es mi virgen-horizontal perversa y candorosa...

¡Oh, mi mujer! ¡Oh, nuestra boda!... La escena sería digna del Moulín Roux, si no fuese humana y hermosamente digna de los cielos de la Tierra.

Como veo el vello de su axila, musgo de oro obscuro bien discreto y bien suave, según lo imaginé..., pongo en su axila mis húmedos labios de champaña...

Y el que aun tiene ella en su copa, se derrama entre los dos...