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Mi prima me odia: 02

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Mi prima me odia
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo II

Capítulo II

¡Oh, la primavera de Madrid!... si no es una edénica delicia, como ocurre casi siempre, no hay burla más terrible.

Aurelio pensaba esto en su balcón, sorprendido y magníficamente ayudado por el sol de un día soberbio, claro, tibio, de veras primaveral, al fin -tras un horrible Marzo de lluvias y de nieves.

Hoy no quedaba una sola nube por el cielo. Lo habían fregado: azul, diáfano, purísimo, como el cristal enorme de un escaparate de la gloria sin otra joya que el sol.

¡Oh! dos meses de vecindad, con la forzosa clausura de aquel tiempo del demonio, y no conocía él a los vecinos... Vaya, ¡a las vecinas!

Estaban también por los balcones.

Las había bonitas.

En un tercero... ¡bueno, a ésta sí, la conocía y habíala visto muchas veces!... Esther, la morenita francesa, institutriz con cara y nombre de judía. Porque el balcón de Esther caía justamente frente al suyo -que era segundo.

La sonrió. La saludó. Ella le contestó coquetamente.

Ya la había acompañado una noche por la calle. Pas mal. Recelosilla, pero... ¡caería!

Más, aún: ya habría caído, si no fuese porque en esto de mujeres él andaba bien con su clientela.

¡Y nada de vanidad! Si para él mismo necesitase demostración, sobraríale la que se dio a sí mismo con la dama aquella del tranvía. Heroico, tremendo su proceder, sin que valiese atenuarlo con que ignorase él que podría volver a verla, como había ocurrido muchas veces. El hecho de retirarse ella a la hora de cenar hacia este barrio, desde luego le indicó que en este barrio viviría y que tendríase que encontrar por las calles, Quién, pues, que carezca de un tal dominio sobre sí, se atreve a enojar a una mujer encantadora, ¡a una belleza que anda sola por las noches, a la que puede ser lo mismo una honesta e incorruptible madre de familia que una excelsa caprichosa en trance de aventuras?

¡Bah, no! ¡Él no podía lamentarse de ignorancia ni torpeza! Cuando la volvió a encontrar, quince o veinte días después, arrogantísima bajo el paraguas y con las faldas recogidas, por la nieve y por el barro..., ni le dolió, ni le extrañó siquiera el gesto soberano de desdén que ella hizo al mirarle.

Había sido el encuentro en la calle de Serrano. Ella iba hacia el centro de Madrid. Él volvía a su casa.

¡Cuánto le odiaba!

A la semana volvió a encontrársela en la Plaza de la Independencia con un señor. Afrontáronse de un modo tan brusco, a la vuelta de una esquina, que Aurelio tuvo que apartarse y darles paso: el señor dio las gracias, quitándose la chistera, y ella volvió hacia el lado opuesto la cabeza con una ira de odio marcadísima. El acompañante debía de ser su marido, a juzgar por su traza de tranquila dignidad. Un poco más alto que ella, y no feo, pero con tendencia a gordo..., como una especie de bien mantenido y satisfecho rentista, o diputado, o alto empleado del Gobierno.

Sino que el rencor, el odio agresivo de la hermosa, no se le marcó nunca tan expreso como otra noche en la Comedia. Moda. El teatro lleno, y distinguido. Mucho escote y mucho frac. Ella, en butacas de segunda fila, con el marido y otra dama, no tardó en divisarle en una próxima butaca de orquesta. Por no verle, aún a costa de no ver la función, casi les tuvo vuelta la cara, a él y el escenario -toda la noche. ¡Tanto le odiaba!

Por cierto que en el foyer, a la salida, les preguntó a unos amigos quién fuese, y no la conocían. El saberlo, después de todo, no le importaba a Aurelio. Seguirla, menos... ¿para qué?... ¿por el único gusto de aprender la calidad y el nombre de la persona que más le aborrecía sobre la tierra?... ¡No se esponjaría ella poco, si le advirtiese detrás..., creyéndose tal vez la idiota que le traía muerto de pasión..., que le tenía uncido a su carro de admiradores papanatas, como aquellos que allí la dejaron cruzar como a una reina! ¡Imbéciles!

Pudo, para eso, seguirla más fácilmente en otros días que se la volvió a tropezar, con el marido y sola, aquí en el barrio, y ella de retorno a casa. No. Continuó él a sus visitas, a sus clientes, y en paz -llevándose cada vez más vivo un rayo de desprecio. Era divertido, la buena señora, si fuese hombre, le hubiese dado ya de bofetadas. Siempre, al verle, mudaba de color, empalidecía. Se estaría creyendo que no pensaba él en otra cosa que en odiarla... cuando...

¡Oh, sí... Y después de todo... (Esther, pobre Esther!)...; después de todo no le faltaba un tanto de razón. Por pensar en el odio y el escarnio de ella, habíase olvidado aquí de Esther y de esta magnífica resurrección de primavera.

Esther, inadvertida, habíase metido para dentro.

Y, no; tampoco es que le obsesionase a Aurelio la altiva encantadora; sino que, insensiblemente, hoy, aquí, le había evocado su recuerdo otra espléndida mujer, buena moza asimismo y pelinegra, pero más gruesa y con una bata de claras sedas y de encajes, que él estaba viendo en otro balcón de un principal, seis u ocho casas más arriba.

Debía de ser guapísima. Y Aurelio, ansiando convencerse, entró, tomó de su despacho los gemelos, volvió a salir, y los graduó sobre la dama...

¡Ah... por Dios!

Tuvo una sorpresa. Era... la odiosa, la de los encuentros, ¡la dama del tranvía!

¡Era ella! ¡Ella!

Aquella noche, cuando ella se apeó; cuando él preocupado y distraído siguió hasta dos bocacalles más abajo, calculó, en efecto, que bien pudo la viajera meterse en esta calle.

Vecinitos, nada menos.

Veíalo ahora, que, como los lagartos, salían las gentes al sol.

Como la dama fuese balconera, iba a ser esto divertido. A él gustable asomarse, a fumar, respirando el aire mientras descansaba del estudio. ¡Cosa de mudarse!... Esta mujer con sus desplantes, si le reconocía desde su casa, sería capaz de conducirle a un disgusto con el marido, a la larga o la corta.



Esta tarde, cuando iba Aurelio para su clínica de profesor-ayudante en San Carlos, no pudo resistirse la curiosidad al cruzar por la puerta de la dama.

Entró, y hábil pudo averiguar, por la portera, que en el principal vivía un matrimonio con dos niñas: el marido, rico minero y diputado, se llamaba don Calixto Fenollosa, y ella, Concha Blanco- y eran los dos de Santander.

«¡De Santander!»-como su novia. Esto le inquietó levemente. Santander no era muy grande. La conocería, de seguro. Conocería también, es a Concha, en Madrid, a no sabía él qué familia de Mariúca a la cual había Mariúca aludido alguna a vez en una carta.

No es que se tratase de nada de conquista, de nada de traición, de nada que él mismo no pudiese contarle a la novia...; pero al cabo, las novias, de los lances más o menos raros con mujeres, lo mejor es que no supiese ni una letra -y menos si les llega el cuento por extraños... mutilado..., transformado...